LX La estacha

En referencia a la escena de caza de la ballena que dentro de poco se va a describir, así como para mejor comprensión de todas las escenas semejantes que se presenten en otro momento, debo hablar aquí de la mágica, y a veces horrible, estacha de la ballena.

La estacha usada originalmente en estas pesquerías era del mejor cáñamo, levemente ahumada de brea, pero sin impregnarse de ella, como en el caso de los cabos corrientes; pues mientras la brea, tal como ordinariamente se usa, hace el cáñamo más flexible para el cordelero, y también hace al propio cabo más conveniente para el marinero en el uso normal en el barco, sin embargo, la cantidad ordinaria de brea no sólo haría la estacha demasiado rígida para el apretado adujamiento a que debe someterse, sino que, como muchos navegantes empiezan a reconocer, la brea en general no aumenta en absoluto la duración y fuerza de un cabo, por más que lo haga compacto y reluciente.

En los últimos años, el cabo de abacá ha sustituido casi enteramente en los pesqueros americanos al cáñamo como material para estacha de ballena; pues, aunque no tan duradero como el cáñamo, es más fuerte, y mucho más suave y elástico; y yo añadiré (puesto que hay una estética en todas las cosas) que es mucho más bonito y decente para la lancha que el cáñamo. El cáñamo es un tipo oscuro e hirsuto, una especie de indio, pero el cabo de abacá, para la vista, es una circasiana de pelo dorado.

La estacha de ballena sólo tiene dos tercios de pulgada de grosor. A primera vista, uno no la creería tan fuerte como realmente es. En experimento, cada una de sus cincuenta y una filásticas resiste un peso de ciento veinte libras, de modo que el conjunto del cabo aguanta una tensión casi igual a tres toneladas. En longitud, la estacha de cachalote usual mide algo más de doscientas brazas. Hacia la popa de la lancha, se aduja en espiral en su tina, pero no como el serpentín de un alambique, sino formando una masa redonda, en forma de queso, de «roldanas», o capas de espirales concéntricas, sin más hueco que el «corazón», el menudo tubo vertical formado en el eje del queso. Como el menor enredo o retorcimiento en la aduja, al desenrollarse, se le llevaría infaliblemente por delante a alguien el brazo, o la pierna, o el cuerpo entero, se tiene la mayor precaución al guardar la estacha en su tina. Algunos arponeros pasan casi una mañana entera en este asunto, subiendo la estacha a lo alto y luego laboreándola hacia abajo a través de un motón hasta la tina, para que, en el momento de adujarla, quede libre de todo posible pliegue y retorcimiento.

En las lanchas inglesas se usan dos tinas en vez de una, adujando la misma estacha de modo continuado en ambas tinas. Esto tiene cierta ventaja, porque estas tinas gemelas, al ser tan pequeñas, se adaptan más fácilmente a la lancha y no la fuerzan demasiado, mientras que la tina americana, casi de tres pies de diámetro y de profundidad proporcionada, resulta una carga bastante voluminosa para una embarcación cuyas tablas sólo tienen media pulgada de grosor; pues el fondo de la lancha ballenera es como el hielo en punto crítico, que soporta un peso considerable bien distribuido, pero no mucho peso concentrado. Cuando a la tina americana de la estacha se le echa encima la cubierta de lona pintada, parece que la lancha se aleja remando con un pastel de boda prodigiosamente grande, para obsequiar a las ballenas.

Los dos extremos de la estacha están al descubierto: el extremo inferior termina en una costura de ojo o anilla que sale del fondo junto al costado de la tina, y pende sobre su borde, completamente desembarazada de todo. Esta disposición del extremo inferior es necesaria por dos motivos. Primero: para facilitar el sujetarle otra estacha adicional de una lancha cercana, en el caso de que la ballena herida se sumergiera tan hondo que amenazara llevarse toda la estacha originalmente sujeta al arpón. En esos casos, a la ballena, desde luego, se la pasan de una lancha a otra como un jarro de cerveza, por decirlo así, aunque la primera lancha siempre permanece a mano para ayudar a su compañera. Segundo: esta disposición es indispensable en atención a la seguridad común, pues si el extremo inferior de la estacha estuviera sujeto a la lancha de algún modo, y si la ballena corriera la estacha hasta el final, como hace a veces, casi en un solo minuto humeante, no se detendría allí, sino que la malhadada lancha sería arrastrada infaliblemente tras ella a la profundidad del mar, y en ese caso no habría pregonero que la volviera a encontrar jamás.

Antes de arriar la lancha para la persecución, el extremo superior de la estacha se pasa a popa desde la tina, y, dándole la vuelta en torno al bolardo que hay allí, vuelve a llevarse adelante, a lo largo de toda la lancha, apoyándose, cruzada, en el guión o mango del remo de cada marinero, de modo que le toca en la muñeca cuando rema; y asimismo pasa entre los hombres, sentados en las bordas opuestas, hasta los tacos emplomados, con surcos, que hay en el extremo de la puntiaguda proa de la lancha, donde una clavija o punzón de madera, del tamaño de una pluma normal de escribir, impide qué se resbale y se salga. Desde esos tacos, pende en leve festón sobre la proa, y luego pasa otra vez dentro de la lancha, y después de adujarse unas diez o veinte brazas sobre la caja de proa (lo que se llama estacha de la caja), sigue su camino a la borda todavía un poco más a popa, y luego se amarra a la pernada, que es el cabo inmediatamente atado al arpón, pero antes de tal conexión, la pernada pasa por diversos enredos demasiado tediosos de detallar.

Así, la estacha de la ballena envuelve a la lancha entera en sus complicados anillos, torciendo y retorciéndose alrededor de ella en casi todas las direcciones. Todos los remeros están envueltos en sus peligrosas contorsiones, de modo que, ante los tímidos ojos de la gente de tierra, parecen prestidigitadores indios, con las más mortíferas serpientes contorneándoles juguetonamente los miembros. Y ningún hijo de mujer mortal puede sentarse por primera vez entre esos enredos de cáñamo, y a la vez que tira todo lo posible del remo, pensar que en cualquier instante desconocido puede dispararse el arpón, y todos esos horribles retorcimientos pueden entrar en juego como relámpagos anillados; no puede, digo, encontrarse en tal circunstancia sin un estremecimiento que le haga temblar la misma médula de los huesos como una gelatina agitada. Sin embargo, la costumbre —¡extraña cosa!—, ¿qué no puede lograr la costumbre...? Jamás habréis oído sobre la caoba de vuestra mesa más alegres salidas, más jubiloso regocijo, mejores bromas y más brillantes réplicas que las que oiréis sobre esa media pulgada de cedro blanco de la lancha ballenera, al estar así suspendida en el nudo corredizo del verdugo; y, como los seis burgueses de Calais ante el rey Eduardo, los seis hombres que componen la tripulación avanzan hacia las fauces de la muerte con la soga al cuello, podríamos decir.

Quizá ahora os bastará pensarlo muy poco para explicaros esos frecuentes desastres de la pesca de la ballena —unos pocos de los cuales se anotan casualmente en las crónicas—, en que este o aquel hombre fue sacado de la lancha por la estacha y se perdió. Pues, cuando la estacha va disparada, estar sentado entonces en la lancha es como estar sentado en medio de los múltiples silbidos de una máquina de vapor a toda marcha, cuando os roza toda biela volante, todo eje y toda rueda. Es peor, pues no podéis estar sentados inmóviles en medio de estos peligros, porque la lancha se mece como una cuna, lanzándoos de un lado a otro, sin el menor aviso; y sólo por cierto equilibrio y simultaneidad de volición y acción podéis escapar de convertiros en un Mazeppa, y que os lleven corriendo a donde el sol que todo lo ve jamás podría sacaros de la hondura.

Además: así como la profunda calma que sólo aparentemente precede y profetiza la tempestad, quizá es más terrible que la propia tempestad —pues, en efecto, la calma no es sino la cubierta y el envoltorio de la tempestad y la contiene en sí misma, igual que el rifle al parecer inofensivo contiene la pólvora fatal, y la bala, y la explosión—, de ese modo el gracioso reposo de la estacha, serpenteando silenciosamente por los remeros antes de ponerse en juego efectivo, es una cosa que lleva consigo más terror que ningún otro aspecto de este peligroso asunto. Pero ¿por qué decir más? Todos los hombres viven envueltos en estachas de ballena. Todos nacen con la cuerda al cuello, pero sólo al ser arrebatados en el rápido y súbito remolino de la muerte, es cuando los mortales se dan cuenta de los peligros de la vida, callados, sutiles y omnipresentes. Y si uno es un filósofo, aunque esté sentado en una lancha ballenera no sentirá un ápice más de terror que sentado ante el fuego del anochecer, con un atizador y no un arpón al lado.

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