CXVI La ballena agonizante

No raras veces, en esta vida, cuando, a nuestra derecha, nos adelantan los favoritos de la fortuna navegando junto a nosotros, aunque antes estábamos inmóviles, recibimos un poco de la brisa de ese avance y sentimos gozosamente llenarse nuestras velas deshinchadas. Así pareció ocurrir con el Pequod. Pues al día siguiente de encontrar el alegre Soltero, se vieron ballenas y se mataron cuatro, y una de ellas la mató Ahab.

Era a la tarde bien avanzada, y cuando acabaron todas las lanzadas del rojo combate, y, flotando en el delicioso mar y cielo del poniente, el sol y el pez murieron sosegadamente a la vez; entonces, en ese aire rosado se elevaron, rizándose, tal dulzura y tal quejumbre, tales oraciones entrelazadas, que casi pareció como si, desde muy lejos, desde los profundos y verdes valles conventuales de las islas de Manila, la brisa de tierra española, hecha marinera por extravagancia, se hubiera hecho a la mar, cargada de esos himnos de vísperas.

Ablandado otra vez, pero sólo ablandado para mayor tristeza, Ahab, que se había apartado del cetáceo, se sentó a observar atentamente su extinción desde la lancha ya tranquila. Pues ese extraño espectáculo que se observa en todos los cachalotes agonizantes —volver la cabeza hacia el sol, y expirar así—, ese extraño espectáculo, observando en tan plácido atardecer, le imponía a Ahab, sin saberse cómo, una sensación de prodigio hasta entonces desconocida.

«Se vuelve y vuelve hacia el sol —qué lentamente, pero qué firmeza—, su frente homenajeadora e invocadora, con sus últimos ademanes de agonía. Él también adora el fuego; ¡fidelísimo, amplio, baronial vasallo del sol! ¡Ah, que estos ojos míos, demasiado favorecedores, hayan de ver estas visiones demasiado favorecedoras! ¡Mira! que, muy recluida en medio de las aguas; más allá de todo bien o mal humano; en esos mares tan sinceros e imparciales; donde ni tradiciones ni rocas ofrecen tablas escritas; donde, durante largas eras chinas, las olas se han mecido sin hablar y sin que les hablaran, como estrellas que brillan sobre la desconocida fuente del Níger; aquí, también, la vida muere vuelta hacia el sol, llena de fe; pero mira, apenas muerta, la muerte gira en torno al cadáver y lo orienta de algún otro modo.

»Ah, tú, oscura mitad india de la naturaleza, que con huesos de ahogados has construido, no se sabe dónde, tu trono apartado en el corazón de estos mares sin vegetación; tú eres una descreída, oh, reina, y me hablas con excesiva veracidad en el tifón ampliamente matador, y en el callado funeral de la calma que le sucede. Y no sin lección para mí ha vuelto esta agonizante ballena la cabeza hacia el sol, luego ha dado otra vuelta.

»¡Ah, caldera de energía, tres veces rodeada de aros de metal y soldada! ¡Ah, chorro irisado de alta aspiración! Aquélla la esfuerzas, éste lo lanzas en vano. En vano, oh ballena, buscas intercesiones de aquel sol que todo lo vivifica, que sólo da lugar a la vida, pero no la vuelve a producir. Y sin embargo, tú, mitad más oscura, me meces con una fe más orgullosa, aunque más sombría. Todas tus innombrables mixturas flotan aquí debajo de mí; me hacen flotar hálitos de cosas antaño vivas, exhalados como aire, pero que ahora son agua.

»Entonces, ¡salve, para siempre salve, oh, mar, en cuyos eternos zarandeos encuentra su único reposo el ave salvaje! Nacido yo de la tierra, pero amamantado por el mar: aunque montaña y valle me parieron, ¡vosotras, olas, sois mis hermanas adoptivas!»

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