XLII  La blancura de la ballena

Lo que era la ballena blanca para Ahab, ya se ha sugerido; lo que a veces era para mí, todavía está por decir.

Aparte de esas consideraciones más obvias respecto a Moby Dick que no podían dejar de despertar ocasionalmente cierta alarma en el ánimo de cualquiera, había otro pensamiento, o más bien otro vago horror sin nombre, que a veces, por su intensidad, dominaba completamente a los demás; y, sin embargo, era tan místico y poco menos que inefable, que casi desespero de presentarlo en una forma comprensible. Era la blancura de la ballena lo que me horrorizaba por encima de todas las cosas. Pero ¿cómo puedo tener esperanzas de explicarme aquí? Y, sin embargo, de algún modo azaroso y crepuscular, tengo que explicarme, o si no, todos estos capítulos no serán nada.

Aunque en muchos objetos naturales la blancura realza la belleza con refinamiento, como infundiéndole alguna virtud especial propia, según ocurre en mármoles, camelias y perlas; y aunque diversas naciones han reconocido de un modo o de otro cierta preeminencia real en este color —hasta los bárbaros y grandiosos reyes antiguos del Perú, que ponían el título de «Señor de los Elefantes Blancos» por encima de sus demás grandilocuentes atribuciones de dominio; y los modernos reyes de Siam, que despliegan el mismo níveo cuadrúpedo en el estandarte real; y la bandera de Hannover, que ostenta la figura de un corcel níveo; y el gran Imperio Cesáreo Austríaco, heredero de la supremacía de Roma, con el mismo color imperial como color del Imperio—, y aunque esa preeminencia que hay en él se aplica a la misma raza humana, dando al hombre blanco un señorío ideal sobre todas las tribus oscuras; y aunque, además de todo esto, la blancura siempre se ha considerado significativa de la alegría, pues entre los romanos una piedra blanca marcaba un día gozoso; y aunque, en otras simpatías y simbolismos mortales, este mismo color se hace emblema de muchas cosas nobles y conmovedoras —la inocencia de las novias, la benevolencia de la ancianidad—; y aunque entre los pieles rojas de América la entrega del cinturón blanco de conchas era la más profunda prenda de honor; y aunque, en muchos climas, la blancura representa la majestad de la justicia en el armiño del juez, y contribuye a la cotidiana solemnidad de los reyes y reinas transportados por corceles .blancos como la leche; y aunque incluso en los más altos misterios de las más augustas religiones se ha hecho símbolo de la fuerza y la pureza divinas —por los adoradores del fuego persas, al considerar la bifurcada llama blanca como lo más sagrado del altar; y en las mitologías griegas, al; encarnarse el propio gran Júpiter en un toro níveo—; y aunque para el noble iroqués el sacrificio, en mitad del invierno, del sagrado Perro Blanco era con mucho la festividad más santa de su teología, por considerarse a esa fiel criatura sin mancha como el más puro enviado que podían mandar al Gran Espíritu con las noticias anuales de su propia fidelidad; y aunque todos los sacerdotes cristianos derivan directamente de la palabra latina por «blanco» el nombre de una parte de sus vestiduras sagradas, el alba, la túnica que llevan bajo la casulla; y aunque entre las pompas sacadas de la fe romana el blanco se emplea especialmente en la celebración de la Pasión de Nuestro Señor; y aunque en la Visión de san Juan se dan mantos blancos a los redimidos, y los veinticuatro ancianos se presentan vestidos de blanco ante el gran trono blanco, y el santo que se sienta en él, blanco como la lana; sin embargo, a pesar de todo este cúmulo de asociaciones con todo lo que es dulce, honroso y sublime, se esconde algo todavía en la más íntima idea de este color, que infunde más pánico al alma que la rojez aterradora de la sangre.

Es esta alusiva cualidad lo que causa que la idea de blancura, si se separa de asociaciones más benignas y se une con cualquier objeto que en sí mismo sea terrible, eleve ese terror hasta los últimos límites. Testigo, el oso blanco de los Polos, y el tiburón blanco de los trópicos: ¿qué, sino su blancura suave y en copos, les hace ser esos horrores trascendentales que son? Esa blancura fantasmal es lo que comunica tal suavidad horrenda, aún más' repugnante que aterradora, al mudo goce maligno de su aspecto. Así que ni el tigre de fieras garras, con su manto heráldico, puede estremecer el valor tanto como el oso o el tiburón de blanco sudario.

Acuérdate del albatros: ¿de dónde vienen esas nubes de asombro espiritual y terror pálido en que ese blanco fantasma navega por toda imaginación? No fue Coleridge el primero en lanzar ese hechizo; sino el gran poeta laureado de Dios, la Naturaleza sin lisonja.

En nuestros anales del Oeste y entre las tradiciones indias, es famosísima la del Corcel Blanco de las Praderas: un magnífico caballo de blanco lácteo, de grandes ojos, cabeza pequeña y ancho pecho, y con la dignidad de mil monarcas en su altanero y super despectivo andar. Él fue el Jerjes elegido de vastas manadas de caballos salvajes, cuyos pastos, en aquellos días, estaban sólo cercados por las Montañas Rocosas y los Alleghanies. A la cabeza dé ellos, llameante, llevó al oeste su tropel como esa estrella elegida que todas las tardes hace entrar las huestes de la luz. La centelleante cascada de su melena, la cometa curva de su cola, le revestían de gualdrapas más resplandecientes que las que podían haberle proporcionado orfebres y plateros; una imperial y arcangélica aparición de ese mundo del oeste, como anterior a la caída, que ante los ojos de los viejos tramperos y cazadores revivía las glorias de aquellos tiempos prístinos en que Adán caminaba majestuoso como un dios, con ancha frente y sin temor, igual que este poderoso corcel. Bien fuera marchando entre sus ayudantes y mariscales en la vanguardia de innumerables cohortes que se desbordaban sin fin por las llanuras, como un Ohio; o bien mientras sus súbditos circundantes ramoneaban a todo su alrededor hasta el horizonte, el Corcel Blanco les pasaba revista al galope con las cálidas aletas de la nariz enrojeciendo a través de su frío color lácteo; en cualquier aspecto que se presentara, siempre era objeto de reverencia temblorosa y de temor para los indios más valientes. Y no se puede poner en duda, por lo que se halla en el relato legendario de este noble caballo, que era sobre todo su blancura espiritual lo que así le revestía de divinidad; y que esa divinidad llevaba en sí que, aunque imponiendo adoración, al mismo tiempo producía cierto terror sin nombre.

Pero hay otros ejemplos en que la blancura pierde toda esa gloria accesoria y extraña que le reviste en el Corcel Blanco y el Albatros.

¿Qué es lo que en el hombre albino repele tan peculiarmente y a menudo hiere la mirada, hasta el punto de que a veces repugna a su propia parentela? Es la blancura que le reviste, algo expresado por el nombre que lleva. El albino está tan bien hecho como otros hombres, no tiene deformidad sustancial, y, sin embargo, el mero aspecto de blancura que todo lo invade lo hace más extrañamente horrible que el más feo aborto. ¿Por qué ha de ser así?

Ni, en otros aspectos, deja la naturaleza de alistar entre sus fuerzas, con agentes menos palpables, pero no menos maliciosos, este atributo coronador de lo terrible. Por su aspecto níveo, el desafiador fantasma de los mares del Sur se ha denominado Chubasco Blanco. Y en algunos ejemplos históricos, el arte de la malicia humana no ha omitido a tan poderoso auxiliar. ¡Qué desatadamente realza el efecto de aquel pasaje de Froissart en que, enmascarados con el níveo símbolo de su fracción, los Encapuchados Blancos de Gante asesinan a su bailío en la plaza mayor!

Y, en ciertas cosas, la experiencia común y hereditaria de toda la humanidad no deja de rendir testimonio de la condición sobrenatural de este color. No se puede dudar de que la cualidad visible del aspecto de los muertos que más horroriza al observador, es la palidez marmórea que queda en ellos; como si, en efecto, esa palidez fuera la divisa de la consternación en el otro mundo, igual que aquí lo es de la trepidación mortal. Y de esa palidez de los muertos tomamos el expresivo color del sudario en que los envolvemos. Ni siquiera en nuestras supersticiones dejamos de poner el mismo manto níveo en torno a nuestros fantasmas: todos los espectros se elevan en una niebla de blancura láctea... Sí, mientras nos invaden esos terrores, añadamos que hasta el rey de los terrores, al ser personificado por el Evangelista, cabalga en un caballo pálido.

Por tanto, aunque, en otros humores, el hombre pueda simbolizar con la blancura cualquier cosa que se le antoje, grandiosa o graciosa, no le es posible negar que en su más profundo significado idealizado evoca una peculiar aparición del alma.

Pero aunque se establezca este punto sin disensión, ¿cómo puede dar razón de ello el hombre mortal? Analizarlo parecería imposible. ¿Acaso, a fuerza de citar algunos de esos ejemplos en que esa cosa que es la blancura —aunque por el momento despojada por completo o en gran parte de toda asociación directa capaz de comunicarle nada terrible— se encuentra, sin embargo, que ejerce en nosotros el mismo hechizo, aunque modificado de algún modo; acaso, digo, podemos así tener esperanza de iluminar alguna clave azarosa que nos lleve a la causa oculta que buscamos?

Vamos a probarlo. Pero en una cuestión como ésta, la sutileza llama a la sutileza, y sin imaginación nadie puede seguir a otro por estas salas. Y aunque, sin duda, algunas por lo menos de las impresiones imaginativas que se van a presentar, quizá hayan sido compartidas por la mayor parte de los hombres, puede ser, sin embargo, que pocos se dieran cuenta por completo de ellas en aquel momento, y por consiguiente no sean capaces de evocarlas ahora.

¿Por qué, para el hombre de idealización sin trabas, que no tiene acaso más que un vago conocimiento del carácter peculiar de esta fiesta, la mera mención del Domingo in albis introduce en la fantasía tan largas, silenciosas e impresionantes procesiones de peregrinos a paso lento, con los ojos bajos y encapuchados de nieve recién caída? O, para el protestante sin lecturas ni sofisticación de los estados centrales de Norteamérica, ¿por qué la mención pasajera de un fraile blanco o una monja blanca evoca en el alma tal estatua sin ojos?

O ¿qué es lo que, aparte de las tradiciones de guerreros y reyes en mazmorras (lo que no sería una explicación total), hace que la Torre Blanca de Londres hable con fuerza mucho mayor a la imaginación del americano que no ha viajado, que esas otras estructuras historiadas que están al lado: la Torre Byward, y aun la Torre Sangrienta? Y en cuanto a esas más sublimes torres, las Montañas Blancas de New Hampshire, ¿de dónde, en estados de ánimo peculiares, procede esa gigantesca espectralidad que invade el alma a la simple mención de su nombre, mientras que el recuerdo de la Cadena Azul de Virginia está lleno de una lejanía soñadora, suave y con rocío? O ¿por qué, prescindiendo de toda latitud y longitud, el nombre del mar Blanco ejerce tal espectralidad sobre la fantasía, mientras que el del mar Amarillo nos arrulla con mortales pensamientos de largas tardes, suaves y latadas, sobre las olas, seguidas por los ocasos más gozosos y a la vez más soñolientos? O, para elegir un ejemplo totalmente inmaterial, puramente dirigido a la fantasía, al leer, en los viejos cuentos de hadas de Europa central, sobre el «hombre alto y pálido» de los bosques del Hartz, cuya palidez inalterada se desliza sin roce por el verde de la espesura, ¿por qué este fantasma es más terrible que todos los ululantes duendes del Blocksberg?

Ni es, en conjunto, el recuerdo de sus terremotos derribando catedrales, ni las estampidas de los mares frenéticos, ni la ausencia de lágrimas en áridos cielos que jamás llueven; ni la visión del ancho campo de agujas inclinadas, bóvedas desencajadas, y cruces desplomadas (como penoles inclinados de flotas ancladas), ni sus avenidas suburbanas de paredes de casas caídas unas sobre otras, como un castillo de naipes hundido; no son sólo estas cosas las que hacen de Lima, la sin lágrimas, la ciudad más extraña y triste que puede verse. Pues Lima ha tomado el velo blanco; y hay un horror aún más alto en esa blancura de su pena. Antigua como Pizarro, esa blancura conserva sus ruinas para siempre nuevas; no deja aparecer el alegre verdor de la decadencia completa; extiende sobre sus rotos bastiones la rígida palidez de una apoplejía que inmoviliza sus propias contorsiones.

Sé que la comprensión corriente no confiesa que este fenómeno de la blancura sea el principal factor para exagerar el terror de los objetos que ya son terribles de otro modo; y para la mente sin imaginación no hay nada de terror en esas visiones cuyo carácter terrorífico para otra mente consiste casi solamente en ese único fenómeno, sobre todo cuando se muestran bajo alguna forma que en cierto modo se aproxime a la mudez o a la universalidad. Lo que quiero decir con estas dos afirmaciones quizá sea aclarará con los siguientes ejemplos.

Primero: el marinero, cuando se acerca a las costas de países extranjeros, si oye de noche rugido de rompientes, se precipita a la vigilancia, y siente sólo la agitación suficiente para aguzarle todas sus facultades; pero en circunstancias exactamente semejantes, hacedle llamar de su hamaca para que observe su barco navegando a medianoche a través de un mar de blancura láctea, como si desde los promontorios cercanos vinieran manadas de peinados osos blancos a nadar a su alrededor: entonces sentirá un terror silencioso y supersticioso: el fantasma con sudario de las aguas blanqueadas es para él tan horrible como un espectro auténtico; en vano el plomo le asegurará que todavía está lejos de los bajos; se le caerán a la vez el corazón y la caña del timón, y no descansará hasta que debajo de él vuelva a ver agua azul. Pero ¿dónde está el marinero que te diga: «Capitán, lo que me agitó de ese modo no era tanto el miedo de chocar con escollos escondidos, cuanto el temor de esa horrible blancura»?

Segundo: al indio nativo del Perú, la continua visión de los Andes, con la nieve encima como el baldaquino sobre un elefante, no le infunde nada de temor, excepto, quizá, en el mero fantasear sobre la eterna desolación helada que reina en tan vastas alturas, y la natural consideración de qué terror sería perderse en tan inhumana soledad. Mucho de lo mismo le ocurre al colonizador de los bosques del Oeste, que con relativa indiferencia observa una pradera ilimitada revestida de nieve extendida, sin sombra de árbol o rama que rompa el inmóvil trance de blancura. No así el marinero, al observar el escenario de los mares antárticos, donde a veces, por algún infernal juego de prestidigitación en los poderes del hielo y del aire, él, tiritando y medio naufragado, en vez de arco iris proclamando esperanza y consuelo para su miseria, observa lo que parece un ilimitado cementerio haciéndole muecas con sus descarnados monumentos de hielo y sus cruces astilladas.

Pero dices: «Me parece que este capítulo al albayalde sobre la blancura no es más que una bandera blanca que asoma desde un alma cobarde; te rindes a una hipocondría, Ismael».

Dime, este joven potrillo, parido en algún pacífico valle de Vermont, bien apartado de todo animal de presa, ¿por qué será que en el día más soleado, apenas agites detrás de él una piel fresca de búfalo, de tal modo que no la pueda ver, sino que sólo huela su salvaje olor animalesco a almizcle, por qué echa a correr, bufa, y, con ojos que estallan, patea el suelo con frenesíes de espanto? No hay en él recuerdos de acorneamiento de criaturas salvajes en su verde patria norteña, de modo que el extraño olor almizclado que percibe no puede evocar en él nada asociado a la experiencia de peligros anteriores; pues, ¿qué sabe él, este potro de New England, de los bisontes negros del lejano Oregon?

No, pero aquí observas, aun en un animal mudo, el instinto del conocimiento del demonismo que hay en el mundo. Aunque a miles de millas de Oregon, sin embargo, cuando huele ese salvaje almizcle, los acorneadores y laceradores rebaños de bisontes están tan presentes para él como para el abandonado potro salvaje de las praderas que quizá en ese momento estarán ellos pisoteando en el polvo.

Así pues, los sofocados balanceos de un mar lácteo; los desolados crujidos de los festoneados hielos de las montañas; los tristes desplazamientos de los niveles de las praderas, llevadas por el viento, todas estas cosas, para Ismael, son como el agitar esa piel de búfalo para el potro asustadizo.

Aunque ni uno ni otro sabemos dónde se extienden las cosas sin nombre de que la mística señal ofrece tales sugestiones, sin embargo, para mí, como para el potro, esas cosas tienen que existir en algún sitio. Aunque en muchos de sus aspectos este mundo visible parece formado en amor, las esferas invisibles se formaron en terror.

Pero todavía no hemos explicado el encantamiento de esta blancura, ni hemos descubierto por qué apela con tal poder al alma: más extraño y mucho más portentoso..., por qué, como hemos visto, es a la vez el más significativo símbolo de las cosas espirituales, e incluso el mismísimo velo de la Deidad cristiana, y, sin embargo, que tenga que ser, como es, el factor intensificador en las cosas que más horrorizan a la humanidad.

¿Es que por su naturaleza indefinida refleja los vacíos e inmensidades sin corazón del universo, y así nos apuñala por la espalda con la idea de la aniquilación, cuando observamos las blancas honduras de la Vía Láctea? ¿O es que, dado que, por su esencia, la blancura no es tanto un color cuanto la ausencia visible de color, y al mismo tiempo la síntesis de todos los colores, por esa razón es por lo que hay semejante vacío mudo, lleno de significado, en un ancho paisaje de nieve; un incoloro ateísmo de todos los colores, ante el que nos echamos atrás? Y si consideramos esa otra teoría de los filósofos de la naturaleza, de que todos los demás colores terrenales —toda decoración solemne o deliciosa, los dulces tintes de los cielos y bosques del poniente; sí, y los dorados terciopelos de las mariposas, y las mejillas de mariposa de las muchachas—, todos ellos, no son sino engaños sutiles, que no pertenecen efectivamente a las sustancias, sino que sólo se les adhieren desde fuera, de tal modo que toda la naturaleza deificada se pinta como la prostituta cuyos incentivos no recubren sino el sepulcro interior; y si seguimos más allá y consideramos que el místico cosmético que produce todos sus colores, el gran principio de la luz, sigue siendo para siempre blanco o incoloro en sí mismo, y que si actuase sin un medio sobre la materia, tocaría todos los objetos, aun los tulipanes y las rosas, con su propio tinte vacío; al pensar todo esto, el universo paralizado queda tendido ante nosotros como un leproso; y, como los tercos viajeros por Laponia que rehúsan llevar en los ojos gafas coloreadas y coloreadoras, así el desdichado incrédulo mira hasta cegarse el blanco sudario monumental que envuelve toda perspectiva ante él. Y de todas estas cosas, la ballena albina era el símbolo. ¿Os asombra entonces la ferocidad de la caza?

Share on Twitter Share on Facebook