XLI  Moby Dick

Yo, Ismael, era uno de esa tripulación; mis gritos se habían elevado con los de los demás, mi juramento se había fundido con los suyos, y gritaba más fuerte y remachacaba y martilleaba mi juramento aún más fuerte a causa del terror que había en mi alma. Había en mí un loco sentimiento místico de compenetración: el inextinguible agravio de Ahab parecía mío. Con ávidos oídos supe la historia de aquel monstruo asesino contra el cual habíamos prestado, yo y todos los demás, nuestros juramentos de violencia y venganza.

Desde hacía algún tiempo, aunque sólo a intervalos, aquella ballena blanca, solitaria y sin compañía, había sembrado el terror por esos mares sin civilizar, frecuentados sobre todo por los cazadores de cachalotes. Pero no todos aquellos sabían de su existencia; sólo unos pocos de ellos, en comparación, la habían visto conscientemente, mientras que era muy pequeño el número de los que hasta ahora le habían dado batalla realmente y a sabiendas. Pues, debido al gran número de buques balleneros, y al modo irregular como estaban dispersos por el entero círculo de las aguas, algunos de ellos extendiendo valientemente su búsqueda por latitudes solitarias, de tal manera que en un año entero o más no encontraban apenas un barco de cualquier clase que les contara noticias; debido a la desmesurada duración de cada viaje, por su parte, y debido a la irregularidad de las líneas que procedían del puerto de salida; debido a todas estas circunstancias, y otras más, directas o indirectas, se había retardado durante mucho tiempo la difusión, a través de la flota ballenera dispersa por el mundo entero, de las noticias especiales e individuales respecto a Moby Dick. Difícilmente cabía dudar de que varios barcos informaban haber encontrado, en tal o cual momento, o en tal o cual meridiano, un cachalote de extraordinaria magnitud y malignidad, el cual cetáceo, tras de causar gran daño a sus atacantes, se les había escapado por completo; y para algunas mentes no era presunción ilícita, digo, que el cetáceo en cuestión no debía ser otro que Moby Dick. Con todo, dado que recientemente la pesquería de cachalotes se había señalado por diversos ejemplos nada infrecuentes de gran ferocidad, astucia y malicia en el monstruo atacado, ocurría así que los cazadores que por casualidad daban batalla ignorantemente a Moby Dick, quizá se contentaban en su mayor parte con atribuir el peculiar terror que producía, más bien, por decirlo así, a los peligros generales de la pesca del cachalote que a esa causa individual. De tal modo, en la mayor parte de los casos, se había considerado entre la gente el desastroso encuentro de Ahab con la ballena.

Y para aquellos que, antes de oír hablar de la ballena blanca, por casualidad la habían avistado, al comienzo de estos asuntos habían arriado las lanchas, sin excepción, con tanto valor y ánimo como antes cualquier otra clase de ballena. Pero a la larga, ocurrieron tales calamidades en esos asaltos —no limitadas a tobillos y muñecas dislocadas, a miembros rotos ni a mutilaciones voraces, sino fatales hasta el último grado de fatalidad—, y se repitieron tanto esos rechazos desastrosos, acumulando y amontonando sus terrores sobre Moby Dick, que esas cosas llegaron a hacer vacilar la fortaleza de muchos valientes cazadores a quienes había llegado por fin la historia de la ballena blanca.

Y tampoco faltaron desorbitados rumores de todas clases que exageraran e hicieran aún más horribles las historias auténticas de esos encuentros mortales. Pues no sólo crecen por naturaleza rumores fabulosos del cuerpo mismo de todos los acontecimientos terribles y sorprendentes —igual que del árbol herido nacen hongos—, sino que en la vida marítima abundasen los rumores desatados mucho más que en tierra firme, dondequiera que haya cualquier realidad apropiada para adherirse. Y lo mismo que el mar sobrepasa a la tierra en este asunto, así la pesca de ballenas sobrepasa a cualquier otra clase de vida marítima en lo prodigioso y terrible de los rumores que a veces circulan por ella. Pues no sólo están sometidos también los balleneros, en su conjunto, a esa ignorancia, superstición hereditaria de todos los marineros, sino que, entre todos los marineros, ellos son en cualquier sentido los que más directamente entran en contacto con todo lo que haya de asombro y horrible en el mar: no sólo observan cara a cara sus mayores maravillas, sino que, mano contra mandíbula, les dan batalla. Solo, en aguas tan remotas que aunque se naveguen mil millas y se pase ante mil costas, no se llega a ver una piedra de hogar tallada, ni nada hospitalario bajo esa parte del sol; en tales longitudes y latitudes, dedicado a una profesión como la suya, el ballenero está envuelto en influjos que tienden a preñar su fantasía de muchos poderosos engendros.

No es extraño, pues, que tomando cada vez más volumen, solamente a fuerza de pasar por los más desiertos espacios de agua, los hinchados rumores sobre la ballena blanca acabaran por llevar consigo toda clase de alusiones morbosas y de semiformadas sugestiones fetales de poderes sobrenaturales, que al fin revistieron a Moby Dick de nuevos terrores que no procedían de nada que tuviera aspecto visible; de tal modo que, en muchos casos, acabó por producir tal pánico, que, de los cazadores que con esos rumores habían oído hablar de la ballena blanca, pocos estaban dispuestos a salir al encuentro de los peligros de su mandíbula.

Pero también actuaban otros influjos, aún más vitalmente prácticos. Ni hasta los días presentes se ha extinguido, en las mentes de los balleneros en corporación, el prestigio original del cachalote, como temerosamente distinto de las demás especies de leviatanes. En nuestros días, hay algunos entre ellos, aunque de sobra inteligentes y valerosos para ofrecer batalla a la ballena de Groenlandia, o ballena franca, que quizá rehusarían —por inexperiencia profesional, o por incompetencia, o por timidez— un combate con el cachalote; en todo caso, hay muchos balleneros, especialmente entre las naciones pesqueras que no navegasen bajo pabellón americano, que nunca se han encontrado en hostilidades con el cachalote, y cuyo único conocimiento del leviatán se limita al innoble monstruo originalmente perseguido en el norte: sentados en las escotillas, esos hombres escuchan con interés y terror pueril, como junto al fuego, los salvajes y extraños relatos de la pesca de la ballena en el sur. Y la preeminente enormidad del gran cachalote no es comprendida con más sentimientos en ningún otro sitio sino a bordo de esas proas que navegan contra él.

Y como si la realidad, ahora puesta a prueba, de su energía hubiera proyectado en tiempos anteriores su sombra sobre él, encontramos a algunos naturalistas librescos —Olassen y Povelson— que declaran que el cachalote no sólo es el horror de todas las demás criaturas del mar, sino que también es tan increíblemente feroz que siempre tiene sed de sangre humana. Impresiones como éstas, o semejantes, no se habían borrado ni aun en un tiempo tan reciente como el de Cuvier. Pues en su Historia Natural, el propio Barón afirma que, a la vista del cachalote, todos los peces (incluidos los tiburones) quedan abrumados por «los más vivos terrores», y «a menudo, en la precipitación de su fuga, se lanzan contra las rocas con tal violencia que se produce la muerte instantánea». Y de cualquier modo como la experiencia general de la pesca de la ballena pueda enmendar, informes como éste, sin embargo, en algunas vicisitudes de su ofició: los cazadores reviven en su mente esa creencia supersticiosa en todo su pleno terror, incluso en el punto de la sed de sangre de que habla Povelson.

Así que, abrumados por los rumores y portentos que la envolvían, no pocos de los pescadores, recordaban, en referencia a Moby Dick, los días primitivos de la pesca' de cachalotes, cuando a menudo era difícil convencer a expertos cazadores de ballenas de Groenlandia para que se embarcaran en los peligros de esta nueva y osada campaña; protestando dichos hombres que, aunque se podía perseguir con esperanzas a otros leviatanes, acosar y dirigir lanzas a una aparición como el cachalote no era cosa para hombres mortales, y que intentarlo sería inevitablemente ser despedazado en rápida eternidad. En este punto, hay algunos notables documentos que pueden ser consultados.

Con todo, —había algunos que, aun frente a tales cosas, estaban dispuestos a perseguir a Moby Dick, y un número aún mayor de quienes, habiendo tenido ocasión solamente de oír hablar de Moby Dick de modo distante y vago, sin los detalles específicos de una calamidad segura, y sin acompañamientos supersticiosos, eran lo bastante valientes como; para no escapar de la batalla si se les presentaba.

Una de las desorbitadas sugerencias a que se ha aludido entre las que acabaron por unirse a la ballena blanca en las mentes propensas a la superstición, era la convicción sobrenatural de que Moby Dick era ubicuo, y que se le había encontrado de hecho en latitudes opuestas en, un mismo instante de tiempo. Y, por más crédulas que debían ser tales mentes, esa convicción no carecía por completo de alguna leve vislumbre de probabilidad supersticiosa. Pues, así como no se han dado a conocer todavía los secretos de las corrientes de los mares, ni aun con las más eruditas investigaciones, igualmente, los ocultos caminos del cachalote bajo la superficie siguen siendo, en gran parte, inexplicables para sus perseguidores, y de vez en cuando han dado origen a las especulaciones más curiosas y contradictorias, sobre todo en cuanto a los misteriosos modos como, tras de sondear a gran profundidad, se desplaza con tan enorme rapidez a los puntos más distantes.

Es cosa bien sabida, tanto de los barcos balleneros americanos como de los ingleses, y bien fundamentada en informes autorizados, hace años, por Scoresby, que se han capturado muy al norte del Pacífico algunas ballenas en cuyos cuerpos se han hallado puntas de arpones disparados en los mares de Groenlandia. Ni se puede contradecir que en algunos de esos ejemplos se ha declarado que el intervalo de tiempo entre los dos ataques no podía haber sido de muchos días. De aquí, por inducción, han creído algunos balleneros que el Paso del Noroeste, problema tan antiguo para el hombre, nunca ha sido problema para la ballena. De modo que aquí, en la real experiencia vivida de hombres vivos, narraciones fabulosas como los prodigios relatados antiguamente sobre la sierra de la Estrella en Portugal, tierra adentro (junto a cuya cima se decía que había un lago en que salían flotando a la superficie restos de naves), y la aún más prodigiosa historia de la fuente de Aretusa (junto a Siracusa cuyas aguas se creía que llegaban de Tierra Santa por un conducto subterráneo), quedaban plenamente alcanzadas por las realidades del ballenero.

Obligados a familiarizarse, pues, con prodigios tales como éstos, y sabiendo que, después de repetidos asaltos intrépidos, la ballena blanca había escapado con vida, no puede sorprender mucho que algunos balleneros fueran aún más allá en sus supersticiones, declarando a Moby Dick no sólo ubicuo, sino inmortal (pues la inmortalidad no es sino la ubicuidad en el tiempo), y que aunque se clavaran en sus costados selvas de lanzas, seguiría nadando sin recibir daño, o que si alguna vez se la llegaba a hacer verter densa sangre, el verla sería sólo un espectral engaño, pues, una vez más, en olas sin enrojecer, a cientos de leguas, se volvería a observar su chorro impoluto.

Pero, aun despojándolo de estas hipótesis sobrenaturales, había bastante en la figura terrenal y el carácter indiscutible del monstruo como para herir la imaginación con energía insólita. Pues no era tanto su extraordinario tamaño lo que le distinguía de los demás cachalotes, sino, como se manifestó en otro lugar, una peculiar frente blanca y con arrugas, y una alta joroba blanca en pirámide. Esos eran sus rasgos descollantes, los signos por los cuales, aun en los mares sin límites y sin mapas, revelaba su identidad a larga distancia a aquellos que la conocían.

El resto de su cuerpo estaba tan surcado, manchado y jaspeado, en el mismo color de sudario, que, al fin, había ganado su denominación distintiva de «ballena blanca», un nombre, desde luego, justificado a la letra por su aspecto vívido, al verla deslizarse a mediodía por un oscuro mar azul, dejando una estela en vía láctea, de espuma creemos salpicada de centelleos dorados.

Y no era tanto su insólito tamaño, ni su sorprendente color, ni tampoco su deformada mandíbula inferior lo que revestía a la ballena de terror natural, cuanto esa inteligente malignidad sin ejemplo, que, según los informes detallados, había evidenciado una vez y otra en sus ataques. Más que nada, sus traidoras retiradas producían mayor consternación, quizá, que cualquier otra cosa. Pues después de nadar ante sus jubilosos perseguidores, al parecer con todos los síntomas de la alarma, se había sabido que varias veces había dado media vuelta de repente y, lanzándose sobre ellos, les había desfondado la lancha en astillas, o les había rechazado consternados hacia el barco.

Su persecución ya había ido acompañada varias veces por desgracias. Pero aunque semejantes desastres, por poco que se hablase de ellos en tierra, no eran desacostumbrados en la pesca de ballenas, con todo, parecía tal la infernal premeditación de ferocidad de la ballena blanca, que cualquier mutilación o muerte que causara no se consideraba del todo como producida por un elemento sin inteligencia.

Júzguese, entonces, a qué niveles de furia inflamada y consternada se verían impulsadas las mentes de sus más desesperados perseguidores, cuando, entre las astillas de las lanchas masticadas y los miembros, hundiéndose, de sus compañeros destrozados, salían a nado entre los blancos coágulos de la terrible cólera de la ballena, para hallarse bajo la exasperante serenidad de la luz del sol, que seguía sonriendo, como ante un nacimiento o una boda.

Con sus tres lanchas desfondadas en torno a él, y los remos y los marineros absorbidos por los remolinos, un capitán, agarrando de su proa rota el cuchillo de la estacha, se había lanzado contra la ballena, como un duelista de Arkansas contra su enemigo, tratando ciegamente de alcanzar con su hoja de seis pulgadas la vida de la ballena, que quedaba a la profundidad de una braza. Ese capitán era Ahab. Y entonces fue cuando, pasándole de repente por debajo su mandíbula inferior, en forma de hoz, Moby Dick había segado la pierna de Ahab, como corta un segador una brizna de hierba en el campo. Ningún turco de turbante, ningún veneciano o malayo a sueldo le habría herido con más aspecto de malicia. Pocas razones había para dudar, pues, que desde aquel encuentro casi fatal Ahab había abrigado un loco deseo de venganza contra la ballena, cayendo aún más en su frenesí morboso porque acabó por identificar con la ballena no sólo todos sus males corporales, sino todas sus exasperaciones intelectuales y espirituales. La ballena blanca nadaba ante él como encarnación monomaníaca de todos esos elementos maliciosos que algunos hombres profundos sienten que les devoran en su interior, hasta que quedan con medio corazón y medio pulmón para seguir viviendo. Esa intangible malignidad que ha existido desde el comienzo, a cuyo dominio los cristianos modernos atribuyen la mitad de los mundos, y que los ancianos ofitas de Oriente reverenciaban en su diabólica estatua, Ahab no se prosternó para adorarla, como ellos, sino que, trasladando en delirio su idea a la ballena blanca, se lanzó contra ella, aunque tan mutilado. Todo lo que mas enloquece y atormenta; todo lo que remueve la hez de las cosas, toda verdad que contiene malicia, todo lo que resquebraja los nervios y endurece el cerebro, todos los sutiles demonismos de vida y pensamiento, todos los males, para el demente Ahab, estaban personificados visiblemente, y se podían alcanzar prácticamente en Moby Dick. Sobre la blanca joroba de la ballena amontonaba la suma universal del odio y la cólera que había sentado toda su raza desde Adán para acá, y luego, como si su pecho fuera un mortero, le disparaba encima la ardiente granada de su corazón.

No es probable que esta monotonía suya surgiera instantáneamente en el momento preciso de su desmembración corporal. Entonces, al dispararse hacia el monstruo, cuchillo en mano, no había hecho más que dar rienda, suelta a una repentina y apasionada animosidad corporal; y cuando recibió el golpe que le desgarró, probablemente sólo sintió la angustiosa laceración física, pero nada más. Sin embargo, obligado por ese choque a volver a puerto, y, durante largos meses, de muchos días y semanas, tendido Ahab con su angustia en la misma hamaca, y doblando en pleno invierno aquel temible y ululante cabo patagónico, fue entonces cuando su cuerpo roto y su alma herida sangraron uno en otro, y al entremezclarse le volvieron loco. Que fue sólo entonces, en el viaje de vuelta, tras el encuentro, cuando le invadió su monomanía definitiva, parece comprobado por el hecho de que, en algunos períodos de la travesía, estuvo loco furioso y aunque desprovisto de una pierna, quedaba aún tanta fuerza vital en su pecho egipcio, intensificada además por su delirio, que sus oficiales se vieron obligados a atarle fuerte allí mismo, mientras navegaba, furioso, en su hamaca. En su camisa de fuerza, se mecía al loco balanceo de las galernas. Y cuando, al llegar a latitudes más soportables, el barco, extendiendo levemente las «alas», atravesó los trópicos tranquilos, y, según todas las apariencias, el delirio del viejo parecía haber quedado atrás, con las marejadas del cabo de Hornos, y salió de su oscura madriguera a tomar la luz bendita y el aire; aún entonces, al presentar ese rostro firme y concentrado, aunque pálido, y dar otra vez sus órdenes tranquilas, mientras sus oficiales daban gracias a Dios de que ya había pasado la terrible locura, aún entonces, Ahab, en su intimidad escondida, seguía siendo un loco furioso. La locura humana es a menudo una cosa astuta y felina. Cuando se piensa que ha huido, quizá no ha hecho sino transfigurarse en alguna forma silenciosa y más sutil. La demencia total de Ahab no menguó, sino que se contrajo profundizándose; como el indómito río Hudson, cuando, noble nórdico, fluye angosto, pero insondable, a través de la garganta de la Highland. Pero en esa monomanía de corriente angosta, no había quedado atrás una jota de la ancha locura de Ahab; y de igual modo, en esa ancha locura, no había perecido una jota de su gran intelecto natural. Éste, antes ente vivo, se convirtió ahora en instrumento vivo. Si puede mantenerse en pie una figura retórica tan demente, su particular locura tomó al asalto su cordura general, y pudo con ella, y dirigió toda su artillería concentrándola en su propio blanco loco; de modo que, lejos de haber perdido su fuerza, Ahab, para ese único objetivo, poseía ahora mil veces mayor potencia que la que en su cordura había dirigido jamás hacia ningún objetivo razonable.

Esto ya es mucho, y sin embargo, la parte mayor, más oscura y más profunda de Ahab, permanece sin aludir. Pero vano es popularizar profundidades, y toda verdad es profunda. Bajando en espiral desde dentro del mismo corazón de este erizado Hotel de Cluny donde estamos —abandonémoslo ahora, por grandioso y maravilloso que sea—; tomad vuestro camino, almas nobles y tristes, a esas vastas salas de termas romanas, donde, allá lejos, bajo las fantásticas torres de la parte superior de la tierra del hombre, se sienta en barbado esplendor la raíz de su grandeza, su entera y abrumadora esencia; ¡resto antiguo sepultado entre antigüedades, y entronizado sobre torsos! Así, con un trono roto, los grandes dioses se burlan de ese rey cautivo; y él está sentado, paciente como una cariátide, sosteniendo en su helada frente los acumulados entablamentos de las edades. ¡Bajad hasta aquí, almas orgullosas y tristes! ¡Qué parecido de familia! Sí, él os engendró, jóvenes realezas exiliadas, y sólo de vuestro tétrico progenitor saldrá el antiguo secreto de Estado.

Ahora, en su corazón, Ahab entreveía algo de esto, a saber: «Todos mis medios son cuerdos; mi motivo y mi objetivo es demente». Pero sin tener poder para matar, o cambiar, o esquivar el hecho; sabía igualmente que para la humanidad había fingido largo tiempo, y en cierto modo, seguía haciéndolo. Pero eso de que fingiera estaba sujeto sólo a su percepción, no a su voluntad determinada. No obstante, tanto éxito tuvo en su fingimiento, que, cuando por fin saltó a tierra con su pierna de marfil, ninguno de Nantucket le consideró más que naturalmente herido hasta lo vivo con la terrible desgracia que le había caído.

La noticia de su innegable delirio en el mar se atribuyó también popularmente a una causa análoga. Y lo mismo, también, toda la melancolía añadida que en lo sucesivo, y hasta el mismo día de embarcar en el Pequod para el presente viaje, había estado anidando en su frente. Y no es poco probable que, lejos de desconfiar en su capacidad para otro viaje de pesca de ballenas, a causa de esos sombríos síntomas, la calculadora gente de aquella prudente isla se inclinara a abrigar la idea de que por esas mismas razones estaba más calificado y preparado para una persecución tan llena de cólera y rabia como la sangrienta caza de las ballenas. Roído por dentro y abrasado por fuera por las inexorables garras clavadas de alguna idea incurable, un hombre así, si se podía encontrar, parecería el hombre más adecuado para disparar el arpón y levantar la lanza contra el más aterrador de los brutos. O, si por alguna razón se le consideraba físicamente incapacitado para ello, sin embargo, tal hombre parecería superlativamente competente para animar y jalear a sus subordinados en el ataque. Pero, sea como sea, lo cierto es que, con el loco secreto de su cólera sin tregua bien encerrado en él bajo llave y cerrojo, Ahab se había embarcado adrede en este viaje con el único y absorbente objetivo de cazar a la ballena blanca. Si algunos de sus antiguos conocidos en tierra hubieran sólo medio imaginado lo que entonces se escondía en él, ¡qué pronto sus justas almas horrorizadas habrían arrebatado el barco a un hombre tan diabólico! Les interesaba travesías beneficiosas, con un provecho que se contara en dólares bien acuñados. Él estaba absorto en una venganza audaz, inexorable y sobrenatural.

Ahí, entonces, estaba ese impío anciano de cabeza cana, persiguiendo con maldiciones a una ballena como para Job, alrededor del mundo, a la cabeza de una tripulación, también compuesta principalmente de renegados mestizos, de proscritos y de caníbales; también debilitada moralmente por la incompetencia de la mera virtud y la rectitud sin otra ayuda, en Starbuck, de la invulnerable jovialidad de la indiferencia y el descuido, en Stubb, y de la mediocridad invasora, en Flask. Tal tripulación, con tales oficiales, parecía especialmente emergida y embarcada por alguna fatalidad infernal para ayudarle en su venganza monomaníaca. ¿Cómo era que respondían tan sobradamente a la ira del viejo?; ¿de qué magia perversa estaban poseídas sus almas que a veces el odio de él parecía ser de ellos, y la ballena blanca un enemigo tan insufrible para ellos como para él?; ¿cómo ocurría todo esto?; ¿qué era para ellos la ballena blanca?; ¿o cómo, para su comprensión subconsciente, también, de algún modo en penumbra y sin sospecharlo, podía haber parecido el gran demonio fugaz de los mares de la vida? Explicar todo esto, sería bucear más hondo de lo que puede llegar Ismael. De ese minero subterráneo que trabaja en todos nosotros, ¿cómo puede uno decir adónde lleva su pozo, por el sonido desplazado y ensordecido de su piqueta? ¿Quién no siente que le arrastra el brazo invisible? ¿Qué bote remolcado por un setenta-y-cuatro cañones puede quedarse quieto? Por mi parte, yo me rendí al abandono del momento y el lugar; pero, al mismo tiempo que me lanzaba apresurado al encuentro de la ballena, no podía ver en aquel bruto nada que no fuera el más mortal de los males.

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