LXXIV   La cabeza del cachalote: vista contrastada

Aquí están, pues, dos grandes cetáceos, juntando las cabezas: unámonos a ellos y juntemos la nuestra.

De la gran orden de los leviatanes infolio, el cachalote y la ballena franca son, con mucho, los más notables. Son las únicas ballenas perseguidas sistemáticamente por el hombre. Para los de Nantucket, representan los dos extremos de todas las variedades conocidas de la ballena. Dado que la diferencia externa entre ellas se observa sobre todo en sus cabezas, y dado que en este momento cuelga una cabeza de cada cual en el costado del Pequod, y dado que podemos pasar libremente de la una a la otra, simplemente con cruzar la cubierta, ¿dónde, me gustaría saber, vais a encontrar mejor ocasión que aquí para estudiar cetología práctica?

En primer lugar, os impresiona el contraste general entre estas cabezas. Ambas son bastante voluminosas con toda certidumbre; pero la del cachalote tiene cierta simetría matemática que falta lamentablemente a la de la ballena franca. La cabeza del cachalote tiene más carácter. Al observarla, se le otorga involuntariamente una inmensa superioridad en punto de dignidad impresionante. En el presente caso, además, esa dignidad queda realzada por el color sal y pimienta de lo alto de la cabeza, como señal de una edad avanzada y una amplia experiencia. En resumen, es lo que los pescadores llaman técnicamente un «cachalote con canas».

Observemos lo que es menos diferente en esas cabezas: a saber, los órganos más importantes, los ojos y los oídos. En la parte posterior y más baja del lado de la cabeza, junto al ángulo de las mandíbulas de ambos cetáceos, si se observa atentamente, se acabará por ver un ojo sin pestañas, que uno diría que es el ojo de un potro joven, de tan desproporcionado como está respecto al tamaño de la cabeza.

Ahora, debido a esta peculiar posición lateral de los ojos de estos cetáceos, es evidente que jamás pueden ver un objeto que esté exactamente delante, así como tampoco uno que esté exactamente detrás. En resumen, la posición de los ojos de ambos cetáceos corresponde a la de los oídos del hombre; y podéis imaginar, por vosotros mismos, a través de los oídos. Encontraríais que sólo podíais dominar unos treinta grados de visión por delante de la perpendicular a la vista, y unos treinta más por detrás. Aunque vuestro peor enemigo avanzara derecho hacia vosotros, en pleno día, con el puñal en alto, no podríais verle, así como tampoco si se acercara deslizándose por detrás. En resumen, tendríais dos espaldas, por decirlo así, pero, al mismo tiempo, dos frentes (frentes laterales); pues ¿qué es lo que hace la frente de un hombre, qué, en efecto, sino sus ojos?

Además, mientras que en la mayor parte de los demás animales que ahora soy capaz de recordar, los ojos están asentados de modo que funden imperceptiblemente su capacidad visual, produciendo una sola imagen, y no dos, en el cerebro, en cambio, la posición peculiar de los ojos de estos cetáceos, separados como están de hecho por tantos pies cúbicos de cabeza maciza, que se yergue entre ellos como una gran montaña que separa dos lagos en valles, es cosa, desde luego, que debe separar por completo las impresiones que transmite cada órgano independiente. Los cetáceos, por consiguiente, deben ver una imagen clara en un lado, y otra imagen clara en el otro lado, mientras que por en medio todo debe ser para ellos profunda oscuridad y nada. En efecto, se puede decir que el hombre mira hacia el mundo desde una garita de centinela que tiene por ventana dos bastidores acoplados. Pero en el cetáceo, los dos bastidores están insertados separadamente, formando dos ventanas distintas, pero estropeando lamentablemente la visión. Esta peculiaridad de los ojos de los cetáceos es cosa que siempre debe tenerse en cuenta en la pesca, y que habrá de recordar el lector en algunas escenas posteriores.

Podría abordarse una cuestión curiosa y muy desconcertante respecto a este asunto visual en cuanto se relaciona con el leviatán. Pero debo contentarme con una sugerencia. Mientras los ojos del hombre están abiertos a la luz, el acto de ver es involuntario: esto es, él_ no puede evitar entonces ver maquinalmente cualquier objeto que tenga delante. No obstante, cualquiera aprende por experiencia que, aunque de una sola ojeada puede abarcar todo un barrido indiscriminado de cosas, le resulta imposible examinar de modo atento y completo dos cosas —por grandes o pequeñas que sean— en un mismo instante de tiempo, por más que estén juntas y tocándose. Y entonces, si vais y separáis esos dos objetos, rodeando a cada uno de un círculo de profunda tiniebla, al mirar uno de ellos de tal modo que apliquéis a él vuestra mente, el otro quedará completamente excluido de vuestra conciencia durante ese tiempo. ¿Qué pasa, entonces, con el cetáceo? Cierto es que ambos ojos, en sí mismo deben actuar simultáneamente, pero ¿acaso su cerebro es mucho más comprensivo, combinador y sutil que el del hombre, para que en un mismo momento pueda examinar atentamente dos perspectivas, una a uno de sus lados, y la otra en la dirección exactamente opuesta? Si puede, entonces es una cosa tan maravillosa para un cetáceo como si un hombre fuera capaz de recorrer simultáneamente las demostraciones de dos diversos problemas de Euclides. Y, examinándolo de modo estricto, no hay ninguna incongruencia en esta comparación.

Será un antojo caprichoso, pero siempre me ha parecido que las extraordinarias vacilaciones de movimiento mostradas por ciertos cetáceos al ser atacados por tres o cuatro lanchas, y la timidez y la propensión a extraños espantos, tan comunes en tales animales, todo ello, a mi juicio, procede de la inevitable perplejidad de volición en que deben situarles sus potencias separadas y diametralmente opuestas.

Pero el oído del cetáceo es por completo tan curioso como el ojo. Si no tenéis el menor trato con su raza, podríais seguir rastros en esas cabezas durante horas y horas sin descubrir jamás tal órgano. El oído no tiene pabellón externo en absoluto, y en el propio agujero apenas podríais meter una pluma de ave, de tan sorprendentemente menudo como es. Está asentado un poco detrás del ojo. Respecto a sus oídos, se ha de observar esta importante diferencia entre el cachalote y la ballena franca: mientras el oído de aquél tiene una abertura externa, el de ésta queda recubierto por completo y de modo parejo por una membrana, de modo que desde fuera es del todo inobservable.

¿No es curioso que un ser tan enorme como un cetáceo vea el mundo por un ojo tan pequeño y oiga el trueno por un oído que es más pequeño que el de una liebre? Pero si sus ojos fueran tan anchos como las lentes del gran telescopio de Herschel, y sus oídos fueran tan capaces como los atrios de las catedrales ¿tendría por ello más capacidad de visión o sería más agudo de oído? De ningún modo. Entonces ¿por qué tratáis de «ensanchar» vuestra mente? ¡Sutilizadla!

Ahora, con todas las palancas y máquinas de vapor que tengamos a mano, volquemos la cabeza del cachalote, de modo que quede del revés: luego, subiendo con una escalerilla a la cima, echemos una ojeada por la boca abajo; si no fuera porque el cuerpo ya está separado por completo de ella, podríamos descender con una linterna a esa gran Caverna del Mamut de Kentucky que es su estómago. Pero agarrémonos aquí a este diente, y miremos a nuestro alrededor dónde estamos. ¡Qué boca más auténticamente hermosa y pura! Desde el suelo al techo, está forrada, o mejor dicho empapelada, con una reluciente membrana blanca, brillante como el raso nupcial.

Pero salgamos ya, y miremos esta portentosa mandíbula inferior, que parece la larga tapa derecha de una inmensa tabaquera, con la charnela en un extremo, en vez de en un lado. Si la abrís de par en par, de modo que quede por encima de vosotros, y ponéis al aire sus filas de dientes, parece un terrible rastrillo de fortaleza; y así, ¡ay!, resulta ser para muchos pobres diablos de la pesca, sobre los cuales caen estos espigones atravesándolos con su fuerza. Pero mucho más terrible es observar, a varias brazas de profundidad en el mar, algún arisco cachalote que se cierne allí suspenso, con su prodigiosa mandíbula, de unos quince pies de largo, colgando derecha en ángulo recto con el cuerpo, semejante en todo al botalón de foque de un barco. Ese cachalote no está muerto; sólo está desanimado, quizá de mal humor, hipocondríaco, y tan decaído que los goznes de su mandíbula se le han aflojado, dejándole en esa lamentable situación, como un reproche para toda su tribu, que, sin duda, le maldice deseándole el tétanos.

En la mayor parte de los casos, esa mandíbula inferior –sacada fácilmente de sus goznes por algún artista experto— se separa y se iza a cubierta con el fin de extraer sus dientes de marfil, haciendo provisión de esos duros huesos blancos con que los pescadores hacen toda clase de objetos curiosos, incluyendo bastones, mangos de paraguas y mangos de fusta.

Izándola, larga y fatigosamente, la mandíbula es elevada a bordo, como si fuese un ancla, y, llegado el momento adecuado —unos pocos días después de los otros trabajos—, Queequeg, Daggoo y Tashtego, todos ellos excelentes dentistas, se ponen a arrancar dientes. Con una aguda azada de descuartizar, Queequeg hace trabajo de bisturí en las encías; luego afianzan la mandíbula a unos cáncamos, y, enganchando un aparejo desde arriba, arrancan esos dientes igual que los bueyes de Michigan arrancan tocones de viejos robles en bosques silvestres. Suele haber cuarenta y dos dientes en total; en los cachalotes viejos, muy desgastados, pero nada enfermos, ni empastados conforme a nuestra moda artificial. Después, se sierra la mandíbula en rebanadas, que se guardan en montones como viguetas para construir casas.

Share on Twitter Share on Facebook