CXXV  La corredera y el cordel

En tanto tiempo como el predestinado Pequod llevaba navegando en este viaje, la corredera y el cordel se habían usado muy rara vez. Debido a una confianza tranquila en otros medios de determinar la situación de la nave, algunos barcos mercantes y muchos balleneros, especialmente en crucero, desdeñan por completo echar la corredera, aunque al mismo tiempo, y a menudo más por cubrir las formas que por otra cosa, anotan regularmente en la habitual pizarra el rumbo mantenido por el barco, así como la presunta media de avance en cada hora. Así había pasado con el Pequod. El carretel de madera, con la angular corredera, pendían, sin tocar desde hace mucho, debajo mismo del pasamanos de las batayolas de popa. Lluvias y salpicaduras los habían humedecido; el sol y el viento los habían torcido: todos los elementos se habían conjurado para pudrir una cosa que colgaba tan ociosa. Pero sin prestar atención a nada de esto, Ahab fue invadido por su humor, al mirar por casualidad el carretel, pocas horas después de la escena de la brújula, y recordó que ya no había cuadrante, y rememoró su frenético juramento sobre la corredera y el cordel. El barco navegaba a zambullidas; a popa, las olas se mecían amotinadas.

—¡Eh, a proa! ¡Echad la corredera!

Vinieron dos marineros: el tahitiano de tez dorada y el de la isla de Man, con su pelo gris.

—Tomad el carretel, uno de vosotros; yo la echo.

Fueron al extremo de la popa, en el lado de sotavento, donde la cubierta, con la energía oblicua del viento, ahora casi se metía en el cremoso mar que huía de lado.

El de Man tomó el carretel, y sosteniéndolo en alto por los extremos salientes del mango del huso, en torno al cual se enrollaba el ovillo de cordel, se quedó así, con la corredera angular colgando, hasta que Ahab se adelantó hacia él.

Ahab se le puso delante, y ya desenrollaba ligeramente treinta o cuarenta vueltas para hacer un rollo preliminar en la mano y tirarlo por la borda, cuando el viejo de Man, que le observaba atentamente a él y al cordel, se atrevió a hablar.

—Capitán, no me fío de ello; este cordel parece muy pasado; el largo calor y la humedad lo han estropeado.

—Aguantará, señor mío. El largo calor y la humedad ¿acaso te han estropeado a ti? Pareces aguantar. O quizás es más verdad que la vida te aguanta a ti; no tú a ella.

—Yo aguanto el ovillo. Pero como quiera mi capitán. Con este pelo gris que tengo, no vale la pena discutir, sobre todo con un superior, que nunca se dará por vencido.

—¿Qué es eso? Aquí tenemos un catedrático remendado del Colegio de la Reina Naturaleza, de cimientos de granito; pero me parece que es demasiado sumiso. ¿Dónde has nacido?

—En la pequeña y rocosa isla de Man.

—¡Estupendo! Con eso has acertado en el blanco del mundo.

—Yo sólo sé, capitán, que he nacido allí.

—En la isla de Man, ¿eh? Bueno, de la otra manera, está bien. Aquí hay un hombre de Man; un hombre nacido en la antaño independiente Man, y ahora sin nada de Man; que es absorbido por... ¿por qué? ¡Arriba con el carrete! La pared cerrada y ciega, al fin choca con todas las cabezas que preguntan. ¡Arriba con él! Así.

Se echó la corredera. Los rollos sueltos se extendieron deprisa en un cordel arrastrado largamente a popa, y luego, al momento, el carretel empezó a girar. A su vez, levantada y bajada en sacudidas por las olas mecidas, la resistencia de la corredera a remolque hacía vacilar extrañamente al viejo del carretel.

—¡Sujeta fuerte!

¡Chac! El cordel, con el exceso de tensión, se extendió en largo festón: la corredera a remolque desapareció.

—Aplasto el cuadrante, el rayo invierte las agujas, y ahora el loco mar se lleva la corredera. Pero Ahab lo puede arreglar todo. Iza acá, tahitiano; tú, el de Man, enrolla. Y mirad que el carpintero haga otra corredera, y arregla tú el cordel. Ocúpate de eso.

—Ahí va ya; para él no ha pasado nada, pero para mí parece que se está saliendo el asador del eje del mundo. ¡Iza, iza, tahitiano! Esos cordeles corren enteros y en un momento: vuelven rotos y arrastrándose despacio. ¿Eh, Pip? Vienes a ayudar, ¿eh, Pip?

—¿Pip? ¿A quién llama usted Pip? Pip saltó de la lancha, Pip ha desaparecido. Vamos a ver ahora si todavía no le habéis pescado, pescador. Es duro de arrastrar; me parece que se ha agarrado. ¡Sacúdele, tahitiano! Aquí no izamos cobardes a bordo. ¡Oh! Ahí está el brazo, saliendo a flor de agua. ¡Un hacha, un hacha! ¡Córtaselo...! Aquí no izamos cobardes a bordo. ¡Capitán Ahab, capitán!, ahí está Pip, tratando de subir otra vez a bordo.

¡Silencio, loco lunático! —gritó el de Man, agarrándole por el brazo—: ¡Fuera del alcázar!

—El mayor idiota siempre riñe al menor —murmuró Ahab, avanzando—: ¡Quita las manos de esa santidad! ¿Dónde decías que estaba Pip, muchacho?

—¡A popa, ahí, a popa, capitán! ¡Vea, vea!

—¿Y quién eres tú, muchacho? ¡No veo mi reflejo en las pupilas vacías de tus ojos! ¡Oh, Dios!, ¡que el hombre sea una cosa para que le pasen a través de las almas inmortales como por un cedazo! ¿Quién eres, muchacho?

—El campanero, capitán, el pregonero del barco: ¡tin, tan, tin! ¡Pip, Pip, Pip! Cien libras de tierra de recompensa por Pip: cinco pies de altura, aspecto cobarde: ¡se le conoce en seguida por eso! ¡Tin, tan, tin! ¿Quién ha visto a Pip el cobarde?

—No puede haber corazones por encima de la línea de las nieves. ¡Ah, helados cielos, inclinad aquí vuestra mirada! Vosotros engendrasteis a este desventurado niño, y le habéis abandonado, oh creativos libertinos. Aquí, muchacho; la cabina de Ahab será el hogar de Pip en lo sucesivo, mientras viva Ahab. Tú me tocas lo más hondo de las entrañas, muchacho; estás atado a mí por cuerdas tejidas con las fibras de mi corazón. Ven, vamos abajo.

—¿Qué es eso? Aquí hay piel de tiburón aterciopelada —observando atentamente la mano de Ahab, y tocándola—. ¡Ah, ya, si el pobre Pip hubiera tocado sólo una cosa tan cariñosa como ésta, quizá no se habría perdido nunca! Esto me parece, capitán, un guardamancebo: algo a que se pueden agarrar las almas débiles. Ah capitán, haga venir al viejo Perth y que remache juntas estas dos manos, la blanca y la negra, porque no la voy a soltar.

—¡Ah, muchacho, yo tampoco te soltaré, a no ser que con eso te vaya a arrastrar a peores horrores que los de aquí! Ven, entonces, a mi cabina. ¡Ved! los que creéis que en los dioses está toda la bondad, y en el hombre toda la maldad, ¡ved!, ved a los omniscientes dioses olvidados del hombre que sufre; y al hombre, aunque idiota y sin saber lo que hace, lleno de dulces cosas de cariño y gratitud. ¡Vamos! ¡Me siento más orgulloso llevándote de tu negra mano que si estrechara la de un emperador!

—Ahí van ahora dos chiflados —murmuró el viejo de Man—: uno chiflado de energía, el otro chiflado de debilidad. Pero aquí está el extremo del cordel podrido... todo goteante, además. ¿Arreglarlo, eh? Creo que sería mejor que pusiéramos otro cordel nuevo. Ya hablaré de eso con el señor Stubb.

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