XCVI   La destilería

Un barco ballenero americano se distingue no sólo por sus lanchas suspendidas, sino también por sus instalaciones de destilería. Presenta la curiosa rareza de la más sólida albañilería unida con el roble y el cáñamo para formar el barco entero. Es como si un horno de ladrillos se transportara desde el campo abierto hasta sus tablas.

Las destilerías están situadas entre el palo trinquete y el mayor, la parte más espaciosa de la cubierta. Las tablas de debajo son de especial resistencia, apropiadas para sostener el peso de una masa casi maciza de ladrillo y mortero, de una planta de unos diez pies por ocho, y cinco de altura. El cimiento no penetra en cubierta, pero la obra de albañilería está firmemente asegurada a la superficie mediante poderosos codos de hierro que la abrazan por todas partes, atornillándola a las tablas. Por los lados, está revestida de madera, y por arriba está cubierta por una amplia escotilla, en pendiente y con refuerzos. Levantando esa escotilla, se hacen visibles las grandes marmitas de destilería, dos en número, y cada una de ellas de varios barrels de cabida. Cuando no se usan, se conservan notablemente limpias. A veces se pulimentan con esteatita y arena, hasta que brillan por dentro como poncheras de plata. Durante las guardias nocturnas, algunos cínicos marineros viejos se deslizan dentro de ellas y se enrollan para echar un sueñecito. Mientras se ocupan en pulimentarlas —uno en cada marmita, a cada lado— se transmiten muchas comunicaciones confidenciales por encima de los labios de hierro. También es lugar para profundas meditaciones matemáticas. Fue en la marmita izquierda del Pequod, con la esteatita dando vueltas diligentemente a mi alrededor, donde por primera vez me impresionó indirectamente el notable hecho de que, en geometría, todos los cuerpos que se deslizan a lo largo de la cicloide, por ejemplo mi esteatita, descienden en cualquier punto empleando exactamente el mismo tiempo.

Quitando el parafuegos de delante de la destilería, queda a la vista la desnuda albañilería de ese lado, perforado por las dos bocas de hierro de los hornos, que quedan debajo mismo de las marmitas. Esas bocas están provistas de pesadas puertas de hierro. Para impedir que el intenso calor del fuego se comunique a la cubierta, hay un depósito somero que se extiende bajo toda la superficie cerrada de la refinería. Este depósito se conserva lleno de agua, por un concurso inserto detrás, al mismo tiempo que se evapora. No hay chimeneas exteriores; se abren directamente a la pared posterior. Y aquí volvamos atrás un momento.

Fue cerca de las nueve de la noche cuando, por primera vez en este viaje, se pusieron en funcionamiento las destilerías del Pequod. Correspondía a Stubb dirigir el asunto.

—¿Todos preparados ahí? Fuera la escotilla, entonces, y adelante. Tú, cocinero, fuego a los hornos.

Esto fue cosa fácil, pues el carpintero había ido metiendo sus virutas en el horno durante todo el viaje. Aquí ha de decirse que, en un viaje ballenero, el primer fuego de la destilería ha de alimentarse algún tiempo con leña. Después de eso, no se usa leña sino como medio de poner en rápida ignición el combustible habitual. En resumen, después de destilarse, el material grasiento, crujiente y encogido, que entonces se llama restos o fritters, sigue conservando buena parte de sus propiedades oleaginosas. Estos fritters alimentan las llamas. Como un pletórico mártir ardiente, o un misántropo que se consume a sí mismo, la ballena, una vez entrada en combustión, proporciona su propio combustible y quema su propio cuerpo. ¡Ojalá consumiera su propio humo! Pues su humo es horrible de inhalar, y no hay más remedio que inhalarlo, y no sólo eso, sino que durante todo ese tiempo hay que vivir en él. Tiene un inexpresable aroma salvaje e hindú como puede hallarse en la proximidad de las piras funerarias. Huele como el ala izquierda del día del juicio, es un argumento a favor del abismo infernal.

A medianoche, la destilería estaba en plena actividad. Nos habíamos desembarazado de la carcasa; se habían izado las velas; el viento refrescaba; la salvaje oscuridad del océano era intensa. Pero esa oscuridad quedaba disuelta por las feroces llamas que de vez en cuando salían bifurcándose de los fuliginosos tubos, e iluminaban todas las jarcias en la altura como con el famoso «fuego griego». El ardiente barco seguía avanzando como si se le hubiera encargado inexorablemente alguna acción vengativa. Así los bergantines, cargados de pez y azufre, del osado hidriota Canaris, con anchas hojas de llamas por velas, caían sobre las fragatas turcas, y las envolvían en conflagraciones.

La escotilla, quitada de encima de la destilería, ahora ofrecía un amplio hogar ante ella. Allí se erguían las tartáreas figuras de los arponeros paganos, siempre los fogoneros del barco ballenero. Con largos palos dentados, lanzaban siseantes masas de grasa a las abrasadoras marmitas, o removían debajo de éstas los fuegos, hasta que se disparaban las llamas serpentinas, escapando, rizadas, por las puertecillas para alcanzarles por los pies. El humo salía en espirales que se amontonaban lúgubremente. A cada balanceo del barco correspondía un balanceo del aceite hirviente, que parecía todo ansioso de saltarles a la cara. Enfrente de la boca de la destilería, al otro lado del amplio hogar de madera, estaba el molinete. Éste servía de sofá de mar. Allí estaba ociosa la guardia, cuando no tenía nada que hacer, mirando el rojo ardor del fuego, hasta que notaban abrasados los ojos en la cara. Sus bronceados rasgos, ahora todos sucios de humo y sudor, sus barbas enredadas y el contrastado brillo bárbaro de sus dientes, todo ello se revelaba extrañamente en las caprichosas decoraciones de la destilería. Mientras se narraban sus aventuras impías, con sus relatos de terror contados con palabras de regocijo; mientras se elevaba bifurcada su risa incivilizada, como las llamas saliendo del horno; mientras gesticulaban salvajemente ante ellas los arponeros, de un lado para otro, con sus grandes horcas puntiagudas y sus cazos; mientras seguía aullando el viento, y saltaban las olas, y gruñía y cabeceaba el barco, aunque lanzando firmemente su rojo infierno cada vez más allá, a la negrura del mar y de la noche, a la vez que trituraba despectivamente los huesos blancos en su boca, y escupía malignamente a todos lados; mientras tanto, el Pequod, cargado de salvajes y de fuego, y quemando un cadáver, y sumergiéndose en esa negrura de tiniebla, parecía el equivalente material del alma de su monomaníaco comandante.

Así me parecía a mí, situado en la caña, mientras guiaba en silencio, durante largas horas, el camino de ese barco de fuego por el mar. Envuelto también yo en tiniebla durante aquel tiempo, veía mejor así la rojez, la locura, la espectralidad de los demás. La continua visión de las formas demoníacas ante mí, haciendo cabriolas, medio en fuego, medio en humo, empezó por fin a engendrar visiones afines en mi alma, tan pronto como empecé a sucumbir al inexplicable sopor que siempre me invadía en el timón a medianoche.

Pero esa noche en particular me ocurrió una cosa extraña, y para siempre inexplicable. Sobresaltándome de un breve sueño de pie, tuve horrible conciencia de que algo estaba fatalmente mal. La caña del timón, hecha de mandíbula de ballena, me golpeaba el costado con que me apoyaba en ella; en mis oídos sentía el sordo zumbido de las velas, que empezaban a sacudirse con el viento; creí que tenía abiertos los ojos; tuve a medias conciencia de que me llevaba los dedos a los párpados y los abría maquinalmente hasta separarlos. Pero, a pesar de todo esto, no podía ver ante mí ninguna brújula con que orientarme, por más que parecía que sólo un momento antes había mirado el mapa a la firme luz de la bitácora que la iluminaba. No parecía haber ante mí nada sino un vacío de pez, de vez en cuando más fantasmal por destellos de rojez. La impresión dominante era que esa cosa rápida y precipitada sobre la que estaba yo, fuera lo que fuera, no iba rumbo a ningún puerto por delante, sino que se precipitaba huyendo de todos los puertos a popa. Me invadió un sentimiento intenso y loco, como de muerte. Mis manos agarraron la caña convulsivamente, pero con la idea demente de que la caña estaba invertida, no se sabe por qué, de algún modo encantado. «¡Dios mío! ¿Qué me pasa?», pensé. ¡Mirad! En mi breve sueño me había dado la vuelta, y estaba mirando a la popa del barco, de espalda a la proa y a la brújula. En un momento, me volví, con el tiempo justo de evitar que el barco volara contra el viento, y probablemente zozobrara. ¡Qué alegre y grato liberarme de esa innatural alucinación de la noche, y de la fatal contingencia de caer a sotavento!

¡Oh, hombre, no mires demasiado tiempo a la cara del fuego! ¡Nunca sueñes con la mano en la barra! No vuelvas la espalda a la brújula, acepta la primera indicación del timón que tironea; no creas al fuego artificial, cuando su rojez hace parecer fantasmales todas las cosas. Mañana, al sol natural, los cielos estarán claros; los que centelleaban como demonios entre las llamas bífidas, por la mañana se mostrarán suavizados de un modo diferente, al menos más suave; el glorioso, dorado y alegre sol es la única lámpara sincera: ¡todas las demás son sólo embusteras!

No obstante, el sol no oculta la marisma funesta de Virginia, ni la maldita campiña romana, ni el ancho Sahara, ni tantos millones de millas de desiertos y dolores como hay bajo la luna. El sol no oculta el océano, que es el lado oscuro de la tierra, y que forma sus dos terceras partes. Así, por tanto, si un hombre mortal tiene en sí más alegría que tristeza, ese hombre mortal no puede ser sincero: o no es sincero, o está a medio crecer. Con los libros pasa lo mismo. El más sincero de todos los hombres fue el varón de Dolores, y el más sincero de los libros es el de Salomón, y el Eclesiastés es el fino acero templado del dolor. «Todo es vanidad.» TODO. Esta terrible palabra todavía no se ha apoderado de la sabiduría del Salomón no cristiano. Pero el que elude hospitales y cárceles, y aprieta el paso al cruzar los cementerios, y prefiere hablar de óperas que del infierno, y llama pobres diablos de hombres enfermos a Cowper, Young, Pascal y Rousseau; y, a través de toda una vida libre de cuidados, jura por Rabelais como el más sabio, y por tanto el más alegre; ese hombre no es apropiado para sentarse en lápidas sepulcrales y romper el verde terrón húmedo con el insondablemente maravilloso Salomón.

Pero hasta Salomón dice: «El hombre que se aparta del camino del entendimiento quedará (esto es, aun en vida) en la compañía de los muertos». No te entregues, pues, al fuego, no sea que él te haga volcar y te mate, como aquella vez me pasó a mí. Hay una sabiduría que es dolor; pero hay un dolor que es locura. Y hay en algunas almas un águila de Catskill que lo mismo puede dejarse caer en las más negras gargantas que volver a elevarse de ella y hacerse invisible en los espacios soleados. Y aunque vuele por siempre en la garganta, esa garganta está en las montañas, de modo que, aun en su caída más baja, el águila montañera sigue estando más alta que otras aves de la llanura, por mucho que se eleven.

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