XCVII   La lámpara

Si hubierais bajado de la destilería del Pequod al castillo de proa donde dormía la guardia franca de servicio, por un momento casi habríais creído que estabais en alguna iluminada capilla de reyes y consejeros canonizados. Allí yacían, en sus triangulares nichos de encina; cada marinero un mutismo cincelado, con una veintena de lámparas resplandeciendo sobre sus ojos encapuchados.

En los barcos mercantes, el aceite para el marinero es más escaso que la leche de reinas. Su suerte habitual es vestirse a oscuras, comer a oscuras y andar a oscuras tropezando hacia su petate. Pero el cazador de ballenas, como busca el alimento de la luz, vive por tanto en luz. Convierte su linterna en una lámpara de Aladino y allí se acuesta, de tal modo que en la noche más alquitranada, el negro casco del barco sigue albergando una iluminación.

Ved con qué entera libertad el marinero toma su manojo de lámparas —aunque a menudo no son más que viejas botellas y cacharros— y las lleva a la enfriadera de cobre de la destilería, llenándolas allí como jarros de cerveza en la cuba. Él hace arder el más puro aceite, en su estado bruto, y por tanto sin viciar; un fluido desconocido para todas las invenciones solares, lunares o astrales de tierra firme. Es dulce como la mantecosa hierba temprana en abril. Va a la caza de su aceite como para estar seguro de su frescura y autenticidad, igual que el cazador de las praderas sale a cazar su cena de caza.

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