LXX   La esfinge

No habría debido omitir que, antes de desollar por completo el cuerpo del leviatán, había sido decapitado. Ahora, decapitar al cachalote es una hazaña anatómica de que se enorgullecen muchos expertos cirujanos balleneros, y no sin razón.

Considerad que el cachalote no tiene nada que pueda ser llamado cuello; al contrario, en el mismísimo lugar donde parecen unirse su cabeza y su cuerpo es donde se encuentra su parte más gruesa. Recordad, asimismo, que el cirujano debe operar desde arriba, a unos ocho o diez pies de su paciente, y que ese paciente está casi oculto en un mar opaco, agitado, y a menudo tumultuoso y explosivo. Tened en cuenta, también, que en esas circunstancias poco propicias tiene que cortar en la carne hasta varios pies de profundidad; y en esa forma subterránea, sin poder siquiera obtener un atisbo de la incisión siempre contraída que ha hecho así, debe evitar hábilmente el contacto con todas las prohibidas partes adyacentes, y cortar exactamente el espinazo en un punto crítico a su inserción en el cráneo. ¿No os maravilla, entonces, la jactancia de Stubb, que sólo pedía diez minutos para decapitar a un cachalote?

Apenas cortada, se larga la cabeza a popa, sujetándola allí con un cable hasta que el cuerpo está desollado. Hecho esto, si pertenece a una ballena pequeña, es izada a cubierta para disponer de ella con tranquilidad. Pero con un leviatán adulto eso es imposible; pues la cabeza de un cachalote alcanza casi un tercio de su masa total, y sería tan vano intentar suspender del todo tal carga, aun con los inmensos aparejos del ballenero, sería cosa tan vana como intentar pesar un granero holandés con la balanza de un joyero.

Una vez decapitado el cetáceo del Pequod y desollado el cuerpo, se izó la cabeza contra el costado del barco, medio salida del mar, para que todavía la mantuviera en gran parte a flote su elemento nativo. Y allí, con la tensa embarcación inclinándose abruptamente sobre ella, a causa del enorme tirón hacia abajo desde el tamborete del palo macho, y con todos los penoles de ese lado asomando como grúas sobre las olas; allí, esa cabeza goteando sangre colgaba de la cintura del Pequod como el gigante Holofernes del cinturón de Judit.

Cuando se acabó esta última tarea era mediodía, y los marineros bajaron a comer. Reinó el silencio sobre la cubierta, antes tumultuosa pero ahora abandonada. Una intensa calma de cobre, como un loto amarillo universal, desplegaba cada vez más sus callados pétalos sobre el mar.

Transcurrió un corto intervalo, y Ahab subió desde su cabina a esta quietud. Dando unas pocas vueltas por el alcázar, se detuvo a mirar por encima de la borda, y luego, acercándose lentamente a los cadenotes, tomó la larga azada de Stubb —que seguía todavía allí después de la decapitación de la ballena— y, clavándola en la parte inferior de la masa medio suspendida, se colocó el otro extremo bajo el brazo, como una muleta, y se quedó así asomado, con los ojos atentamente fijos en esa cabeza.

Era una cabeza negra y encapuchada, y colgada allí, en medio de una calma tan intensa, parecía la Esfinge en el desierto.

—Habla, enorme y venerable cabeza —murmuró Ahab—, que, aunque privada de barba, te muestras acá y allá encanecida de moho; habla, poderosa cabeza, y dinos el secreto que hay en ti. De todos los buceadores, tú eres quien más hondo se ha sumergido. Esta cabeza sobre la que brilla ahora el sol, se ha movido entre los cimientos del mundo. Donde se oxidan nombres y armadas sin anotar, y se pudren esperanzas y áncoras nunca dichas; donde en su criminal sentina, esta fragata que es la tierra, está lastrada de huesos de millones de ahogados; allí, en esa terrible tierra de agua, allí estaba tu hogar más familiar. Tú has estado donde jamás llegó campana o buzo; has dormido al lado de muchos marineros, donde insomnes madres darían sus vidas por acostarles. Tú viste a los amantes abrazados saltar del barco en llamas; pecho contra pecho se hundieron bajo la ola jubilosa; fieles uno a otro, cuando el cielo parecía serles falso. Tú viste al oficial asesinado cuando los piratas le tiraron de la cubierta a medianoche; para todas las horas ha caído en la más profunda medianoche de este estómago insaciable; y sus asesinos siguieron navegando incólumes, mientras que raudos rayos estremecían al barco vecino que iba a llevar a un honrado marido a los brazos extendidos que le ansiaban. ¡Oh cabeza! ¡Tú has visto bastante para desgajar los planetas y hacer infiel a Abraham, y no dices una sílaba!

—¡Vela a proa! —gritó una voz triunfante desde la cofa del palo mayor.

—¿Ah, sí? Bueno, eso da gusto —gritó Ahab, incorporándose de repente, mientras enteras nubes de tormenta se apartaban de su frente—. Ese grito vivaz sobre esta calma mortal casi podría convertir a un hombre mejor. ¿Por dónde?

—Tres cuartas a proa a estribor, capitán, ¡y nos trae la brisa!

—Mejor que mejor, muchacho. ¡Ojalá viniera por ahí san Pablo y trajera su brisa a mi calma chicha! ¡Ah, naturaleza, y, oh alma del hombre!, cuánto más allá de toda expresión están tus emparejadas analogías; no se mueve ni vive el más pequeño átomo de materia sin que tenga en la mente su hábil duplicado.

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