LXXXV La fuente

Que durante seis mil años —y nadie sabe cuántos millones de siglos antes— las grandes ballenas hayan ido lanzando sus chorros por todo el mar, y salpicando y nebulizando los jardines de las profundidades como regaderas y vaporizadores; y que durante varios siglos pasados miles de cazadores se hayan acercado a la fuente de la ballena, observando esos chorreos y salpicaduras; que todo eso haya ocurrido así, y, sin embargo, hasta este mismo bendito minuto (quince minutos y cuarto después de la una de la tarde del 16 de diciembre del año del Señor 1851), siga siendo un problema si esos chorreos son, después de todo, agua de veras, o nada más que vapor; esto, sin duda, es cosa notable.

Miremos, pues, este asunto, junto con algunos interesantes anejos correspondientes. Todos saben que, con el peculiar artificio de las branquias, las tribus escamosas en general respiran el aire que en todo momento está combinado con el elemento en que nadan; por tanto, un arenque o un bacalao podrían vivir un siglo, sin sacar una sola vez la cabeza fuera de la superficie. Pero, debido a su diversa estructura interna, que le da unos pulmones normales, como los de un ser humano, la ballena sólo puede vivir inhalando el aire desprendido que hay en la atmósfera abierta. De ahí la necesidad de sus visitas periódicas al mundo de arriba. Pero no puede en absoluto respirar por la boca, pues, en su posición ordinaria, en el caso del cachalote, la boca está sepultada al menos a ocho pies por debajo de la superficie; y lo que es más, su tráquea no tiene conexión con la boca. No, respira sólo por su orificio, que está en lo alto de la cabeza.

Si digo que en cualquier criatura el respirar es sólo una función indispensable para la vitalidad en cuanto que retira del aire cierto elemento que, al ser puesto luego en contacto con la sangre, da a la sangre su principio vivificador, me parece que no me equivoco, aunque quizá use algunas palabras científicas superfluas. Supuesto así, se deduce que si toda la sangre de un hombre pudiera airearse con una sola inspiración, podría entonces taparse las narices y no volver a inhalar en un tiempo considerable. Es decir, viviría entonces sin respirar. Por anómalo que parezca, éste es el caso exactamente de la ballena, que vive sistemáticamente con intervalos de una hora entera y más (cuando está sumergida) sin inhalar un solo respiro, ni absorber de ningún modo una partícula de aire, pues recordemos que no tiene branquias. ¿Cómo es eso? Entre las costillas y a cada lado del espinazo, está provista de un laberinto cretense, notablemente enredado, de conductos como macarrones, los cuales, cuando abandona la superficie, están completamente hinchados de sangre oxigenada. Así que, durante una hora o más, a mil brazas, en el mar, transportas una reserva sobrada de vitalidad, igual que el camello que cruza el seco desierto lleva una reserva sobrada de bebida para su uso futuro, en cuatro estómagos suplementarios. Es indiscutible el hecho anatómico de ese laberinto; y que la suposición fundada en él sea razonable y verdadera me parece más probable si se considera la obstinación, de otro modo inexplicable, de ese leviatán por echar fuera los chorros, como dicen los pescadores. Esto es lo que quiero decir: el cachalote, si no se le molesta al subir a la superficie, continúa allí por un período de tiempo exactamente igual al de sus demás subidas sin molestias. Digamos que permanece once minutos, y echa el chorro setenta veces, esto es, hace setenta inspiraciones; entonces, cuando vuelve a subir, es seguro que volverá a inspirar sus setenta veces, hasta el final. Pues bien, si después que da unos cuantos respiros le asustáis de modo que se zambulla, volverá a empeñarse siempre en subir para completar su dosis normal de aire. Y mientras no se cuenten esos setenta respiros, no descenderá finalmente para pasar abajo todo su período. Observad, sin embargo, que en diversos individuos esas proporciones son diversas; pero en cada uno son semejantes. Ahora ¿para qué iba la ballena a empeñarse tanto en echar fuera los chorros, si no es para volver a llenar su reserva de aire antes de bajar definitivamente? ¡Qué evidente es, también, que esa necesidad de subir expone a la ballena a todos los fatales azares de la persecución! Pues ni con anzuelo ni con red podría atraparse a este enorme leviatán, navegando a mil brazas bajo la luz del sol. ¡No es tanto, pues, oh cazador, tu habilidad, sino las grandes necesidades lo que te otorga la victoria!

En el hombre, la respiración se mantiene incesantemente, y cada respiro sirve sólo para dos o tres pulsaciones, de modo que, aun con cualquier otro asunto de que tenga que ocuparse, dormido o despierto, debe respirar, o se muere. Pero el cachalote sólo respira cerca de la séptima parte, el domingo de su tiempo.

Ya se ha dicho que la ballena sólo respira por su orificio del chorro; si se pudiera añadir con verdad que sus chorros están mezclados con agua, entonces opino que tendríamos la razón por la cual su sentido del olfato parece borrado, pues la única cosa que en ella responda a la nariz es ese mismo agujero del chorro, que, estando tan atrancado con dos elementos, no se podría esperar que tuviera la capacidad de oler. Pero debido al misterio del chorro —si es agua o si es vapor—, no se puede llegar a ninguna certidumbre absoluta en este apartado. Es seguro, sin embargo, que el cachalote no tiene olfatividad propiamente dicha. Pero ¿para qué le hace falta? En el mar no hay rosas, no hay violetas, no hay agua de colonia.

Además, como su tráquea se abre sólo al tubo de su canal del chorro, y como este largo canal —igual que el gran Canal del Eire— está provisto de una especie de llaves (que se abren y se cierran) para retener abajo el aire o impedir el paso por arriba al agua, en consecuencia, la ballena no tiene voz, a no ser que la ofendáis diciendo que cuando hace sus rumores extraños está hablando por la nariz. Pero también ¿qué tiene que decir la ballena? Rara vez he conocido ningún ser profundo que tuviera algo que decir a este mundo, a no ser que se viera obligado a tartamudear algo como manera de ganarse la vida. ¡Ah, suerte que el mundo es tan excelente oyente!

Ahora bien, el canal del chorro del cachalote, estando destinado principalmente a la transmisión del aire, y situado horizontalmente a lo largo de varios pies debajo mismo de la superficie superior de la cabeza, y un poco a un lado; ese curioso canal se parece mucho a una tubería de gas de una ciudad, puesta a un lado de la calle. Pero vuelve a plantearse la cuestión de si esa tubería de gas es también una tubería de agua; dicho de otro modo, si el chorro del cachalote es el mero vapor del aliento exhalado, o si ese aliento exhalado se mezcla con agua tomada por la boca y descargada por ese orificio. Es cierto que la boca comunica indirectamente con el canal del chorro; pero no se puede demostrar que sea con el propósito de descargar agua por ese orificio. Porque la mayor necesidad de hacerlo así sería cuando al alimentarse le entrara agua accidentalmente. Pero el alimento del cachalote está muy por debajo de la superficie, y allí no puede echar chorros aunque quiera. Además, si se le observa de cerca, contando el tiempo con el reloj, se encontrará que, mientras no le molesten, hay un ritmo fijo entre los períodos de sus chorros y los períodos ordinarios de su respiración.

Pero ¿para qué fastidiarle a uno con todos estos razonamientos sobre el tema? ¡Desembuche usted! La ha visto echar el chorro; entonces diga lo que es el chorro; ¿no es usted capaz de distinguir el agua del aire? Mi distinguido señor, en este mundo no es tan fácil poner en claro estas cosas evidentes. Siempre he encontrado que estas cosas evidentes son las más enredadas de todas. Y en cuanto a este chorro de ballena, podríais casi poneros de pie sobre él y sin embargo seguir sin decidiros sobre lo que es exactamente.

Su parte central está oculta en la niebla nívea y resplandeciente que la envuelve, y ¿cómo podéis decir con seguridad si cae de ella alguna agua, cuando, siempre que estáis lo bastante cerca de una ballena como para observar de cerca el chorro, la ballena está en tremenda conmoción y a su alrededor caen cascadas de agua? Y si en esos momentos creéis percibir realmente gotas de lluvia en el chorro, ¿cómo sabéis que no son simples condensaciones de su vapor, o cómo sabéis que no son las gotas que se alojan superficialmente en la rendija del agujero, que está remetido en la cabeza de la ballena? Pues aun cuando nada tranquilamente por el mar en calma, en pleno día, con su elevada joroba secada por el sol como la de un dromedario en el desierto, aun entonces, la ballena lleva siempre un pequeño estanque de agua en la cabeza, igual que, bajo un sol abrasador, a veces veis una cavidad de la roca que se ha llenado de lluvia.

Y no es muy prudente para el cazador ser demasiado curioso en cuanto a la naturaleza exacta del chorro de la ballena. No está bien que se ponga a escudriñarlo, ni que meta la cara dentro. No se puede ir con el cántaro a esta fuente, y llenarlo y marcharse. Pues aun al entrar en ligero contacto con la zona exterior y vaporosa del chorro, como ocurre a menudo, la piel arde febrilmente por la acidez de la sustancia que la toca. Y sé de uno al que, al ponerse en contacto más cercano con el chorro, no puedo decir si con algún objetivo científico o no, se le peló la piel de las mejillas y el brazo. Por tanto, entre los balleneros, el chorro se considera venenoso; ellos tratan de eludirlo. Otra cosa; he oído decir, y no lo dudo mucho, que si el chorro da de frente en los ojos, uno se queda ciego. Entonces, lo más prudente que puede hacer el investigador es dejar en paz ese mortal chorro.

Sin embargo, podemos hacer hipótesis, aunque no las podamos demostrar y afianzar. Mi hipótesis es ésta: que el chorro no es más que niebla. Entre otras razones, me veo llevado a esta conclusión por consideraciones referentes a la gran dignidad y sublimidad del cachalote; no le considero ningún ser corriente y superficial, en cuanto que es un hecho indiscutido que jamás se le encuentra en fondos bajos ni cerca de las orillas, mientras que las demás ballenas se encuentran ahí a veces. Y estoy convencido que de las cabezas de todos los seres graves y profundos, tales como Platón, Pirrón, el Demonio, Júpiter, Dante, etc., siempre sube un cierto vapor semivisible, mientras piensan profundos pensamientos. Yo, mientras componía un pequeño tratado sobre la eternidad, tuve la curiosidad de poner un espejo delante de mí, y no tardé en ver reflejada una ondulación curiosamente enroscada y enredada en la atmósfera sobre mi cabeza. La inevitable humedad de mi cabeza, cuando me sumerjo en profundos pensamientos, después de tomar seis tazas de té caliente en mi buhardilla de sutil tejado en una tarde de agosto parece un argumento adicional a favor de la mencionada suposición.

¡Y qué noblemente eleva nuestra idea del poderoso monstruo nebuloso observarle navegando solemnemente por un tranquilo mar tropical, con su enorme cabeza benévola por sus incomunicables contemplaciones, y con ese vapor —según se le ve algunas veces— glorificado por un arco iris, como si el mismo cielo hubiera puesto su sello sobre sus pensamientos! Pues, ya veis, los arcos iris no se presentan en cielo claro; sólo irradian vapores. Y así, a través de todas las densas nieblas de las penumbrosas dudas de mi mente, de vez en cuando surgen divinas intuiciones, encendiendo mi niebla con un rayo celeste. Y doy gracias a Dios por ello, pues todos tienen dudas; muchos lo niegan; pero, con dudas o negaciones, pocos tienen también intuiciones con ellas. Dudas de todas las cosas terrenales e intuiciones de algunas cosas celestiales: esta combinación no produce ni un creyente ni un incrédulo, sino que produce un hombre que las considera a ambas con iguales ojos.

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