LXXXIV El marcado

Para hacerlos correr con facilidad y rapidez, se untan los ejes de los carros; y con propósito muy semejante, algunos cazadores de ballenas realizan análoga operación en su lancha: engrasan el fondo. Y no hay que dudar que tal medida, así como no puede causar perjuicio, es posible que produzca una ventaja nada despreciable, si se piensa que el aceite y el agua son hostiles, que el aceite es una sustancia resbaladiza, y que el objetivo que se pretende es hacer que la lancha resbale bravamente. Queequeg tenía gran fe en untar la lancha, y una mañana, no mucho después de que desapareciera el barco alemán Jungfrau, se tomó mayores molestias que de costumbre en esa ocupación, gateando bajo el fondo, donde colgaba sobre el costado del barco, y frotándolo con el unto como si tratara diligentemente de lograr que le saliera una mata de pelo a la calva quilla de la embarcación. Parecía trabajar obedeciendo a algún presentimiento particular, que no dejó de ser confirmado por los acontecimientos.

A mediodía, se señalaron ballenas; pero tan pronto como el barco se dirigió hacia ellas, se volvieron y huyeron con rápida precipitación; una huida desordenada, como los lanchones de Cleopatra huyendo de Actium.

No obstante, las lanchas prosiguieron, y la de Stubb tomó la delantera. Con gran esfuerzo, Tashtego logró por fin clavar un hierro, pero la ballena herida, sin zambullirse en absoluto, continuó su huida horizontal, con mayor velocidad. Tan ininterrumpida tensión en el arpón clavado debía, antes o después, arrancarlo inevitablemente.

Se hizo imperativo alancear a la ballena fugitiva, o contentarse con perderla. Pero halar el bote hasta su flanco era imposible, de tan rápida y furiosa como nadaba. ¿Qué quedaba entonces?

De todos los admirables recursos y destrezas, juegos de mano e incontables sutilezas a que se ve obligado a menudo el ballenero veterano, nada supera a la hermosa maniobra con la lanza llamada «el marcado». Ni el florete ni el sable, con todos sus ejercicios, pueden presumir de nada así. Sólo es indispensable con una ballena que no se canse de correr; su principal característica y hecho es la notable distancia a que se dispara con exactitud la larga lanza desde una lancha que se mece y agita violentamente, bajo una fuerte arrancada. Incluyendo hierro y madera, toda la jabalina tiene unos diez o doce pies de longitud: la vara es mucho más ligera que la del arpón, y también de un material más ligero: pino. Está provista de un delgado do cabo, llamado pernada, de considerable longitud, el cual puede recuperarse una vez lanzado.

Pero antes de seguir adelante, es importante señalar aquí que, aunque el arpón puede ser lanzado a gran distancia, igual que la lanza, esto se hace rara vez; y cuando se hace, tiene éxito con menos frecuencia, a causa de su gran peso e inferior longitud, en comparación con la lanza, que se convierten en serios inconvenientes. En general, por tanto, hay que aferrar primero una ballena con el arpón antes que entre en «juego el marcado».

Mirad ahora a Stubb, un hombre que, por su frialdad y ecuanimidad, bienhumoradas y deliberadas, en las peores emergencias, estaba especialmente cualificado para sobresalir en el marcado. Miradle; está erguido en la agitada proa de la lancha voladora, envuelto en espuma vellonosa, mientras la ballena que les remolca va a cuarenta pies por delante. Tomando ligeramente la larga lanza, echando dos o tres ojeadas a lo largo, para ver si es exactamente recta, Stubb, mientras silba, recoge en una mano el rollo de cabo, para asegurar el extremo libre, dejando lo demás sin obstáculos. Luego, levanta la lanza todo por delante de la cintura y apunta a la ballena; entonces, sin dejar de apuntarla, aprieta firmemente el extremo del mango en la mano, elevando así la punta hasta que el arma queda en equilibrio sobre la palma, a quince pies en el aire. Hace pensar algo en un titiritero que lleva una larga vara en equilibrio en la barbilla. Un momento después, con un impulso rápido y sin nombre, en soberbio arco elevado, el acero brillante cruza la distancia espumosa y vibra en el punto vital de la ballena. En vez de agua centelleante, ahora chorrea sangre roja.

—¡Eso le ha hecho saltar el tapón! —grita Stubb—. ¡Es el inmortal Cuatro de Julio; todas las fuentes deben manar hoy vino! ¡Me gustaría que fuera whisky añejo de Nueva Orleáns, o del viejo Ohio, o del inefable viejo Monongahela! ¡Entonces, Tashtego, muchacho, haría que acercaras 'el vaso al chorro, y beberíamos una ronda! Sí, de veras, mis valientes; haríamos un ponche selecto en la abertura del agujero del chorro, y de esa ponchera viva engulliríamos la bebida viva.

Una vez y otra, con tales palabras de broma, se repite el diestro disparo, y la jabalina vuelve a su amo como un lebrel sujeto en hábil correa. La ballena agonizante se entrega a su furor; se afloja el cabo de remolque, y el lanzador, pasando a popa, cruza las manos y observa en silencio cómo muere el monstruo.

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