XLIX La hiena

Hay ciertas extrañas ocasiones y coyunturas en este raro asunto entremezclado que llamamos vida, en que uno toma el entero universo por una enorme broma pesada, aunque no llega a discernirle su gracia sino vagamente, y tiene algo más que sospechas de que la broma no es a expensas sino de él mismo. Con todo, no hay nada que desanime, y nada parece valer la pena de discutirse. Uno se traga todos los acontecimientos, todos los credos y convicciones, todos los objetos duros, visibles e invisibles, por nudosos que sean, igual que un avestruz de potente digestión engulle las balas y los pedernales de escopeta. En cuanto a las pequeñas dificultades y preocupaciones, perspectivas de desastre súbito, pérdida de vida o de algún miembro, todas estas cosas, y la muerte misma, sólo le parecen a uno golpes bromistas y de buen carácter, y joviales puñetazos en el costado propinados por el viejo bromista invisible e inexplicable. Esta extraña especie de humor caprichoso de que hablo, le sobreviene a uno solamente en algún momento de tribulación extrema; le llega en el mismísimo centro de su seriedad, de modo que lo que un poco antes podía haber parecido una cosa de más peso, ahora no parece más que parte de una broma general. No hay cosa como los peligros de la pesca de la ballena para engendrar esta especie, libre y tranquila, de filosofía genial del desesperado; y con ella yo consideraba ahora todo este viaje del Pequod y la gran ballena blanca que era su objetivo.

—Queequeg —dije, después que me arrastraron a mí, en último lugar, a la, cubierta, y cuando todavía me sacudía con el chaquetón para quitarme el agua—: Queequeg, mi buen amigo, ¿ocurren muy a menudo este tipo de cosas?

Sin mucha emoción, aunque calado igual que yo, me dio a entender que tales cosas ocurrían muy a menudo.

—Señor Stubb —dije, volviéndome a ese ilustre personaje, que, abotonado hasta el cuello en su capote aceitado fumaba tranquilamente su pipa bajo la lluvia—, señor Stubb, creo haberle oído decir que, de todos los cazadores de ballenas que ha conocido usted, nuestro primer oficial, el señor Starbuck, es con mucho el más cuidadoso y prudente. ¿He de suponer, entonces, que echarse de golpe contra una ballena que huye, con la vela desplegada, entre un chubasco con niebla, es la cima de la discreción de un cazador de ballenas?

—Por supuesto. Yo he arriado la lancha para perseguir ballenas en un buque que hacía agua, en medio de una galerna a lo largo del cabo de Hornos.

—Señor Flask —dije, volviéndome al pequeño «Puntal», que estaba allí cerca—, usted es experto en estas cosas, y yo no. ¿Me quiere decir si es ley inalterable en estas pesquerías, señor Flask, que un remero se parta el espinazo remando de espaldas para meterse en la boca de la muerte?

—¿No lo puede decir más sencillo? —dijo Flask—. Sí, ésta es la ley. Me gustaría ver a la tripulación de un bote dando marcha atrás por el agua hacia una ballena, con la cara para delante. Ja, ja!, la ballena les devolvería el bizqueo, ¡fíjese bien!

Allí entonces, de tres testigos imparciales, tenía una circunstanciada declaración sobre todo el asunto. Considerando, pues, que los huracanes y vuelcos en el agua y consiguientes vivaqueos en las profundidades eran asuntos que ocurrían comúnmente en esta clase de vida; considerando que el instante superlativamente crítico de lanzarnos del que gobernaba la lancha —a menudo un tipo que, en ese mismo momento, está a punto, a fuerza de ímpetu, de hacer un escotillón en la lancha con sus frenéticos pataleos—; considerando que el desastre ocurrido precisamente a nuestra precisa lancha se había de atribuir principalmente a que Starbuck se lanzó contra su ballena casi en las fauces de un chubasco, y considerando que, a pesar de eso, Starbuck era famoso por su gran cuidado en la pesca; considerando que yo pertenecía a la lancha de ese Starbuck tan insólitamente prudente; y, por último, considerando en qué persecución diabólica me había metido, respecto a la ballena blanca; tomando todas estas cosas juntas, digo, pensé que bien podría bajar a hacer un borrador de mi testamento.

—Queequeg —dije—, ven conmigo y serás mi notario, albacea y heredero.

Puede parecer extraño que los marineros, más que nadie, anden enredando con sus últimas voluntades y testamentos, pero no hay en el mundo gente más aficionada a esta diversión. Era la cuarta vez en mi vida náutica que había hecho esto mismo. En la actual ocasión, una vez que estuvo concluida la ceremonia, me sentí mucho mejor; se me había quitado una piedra de encima del pecho. Además, todos los días que ahora viviera serían tan buenos como los días que vivió Lázaro después de su resurrección; una ganancia en limpio suplementaria de tantos meses o semanas como hubiera de ser. Me sobrevivía a mí mismo; mi muerte y mi entierro estaban encerrados en mi pecho. Miré a mi alrededor con tranquilidad y satisfacción, como un espíritu tranquilo, con la conciencia limpia, sentado entre las rejas de un confortable panteón de familia.

«Ahora, pues —pensaba yo, remangándome distraídamente el blusón—, vamos allá en frío y atentamente, a una zambullida en la muerte y la destrucción, y al último que se lo lleve el diablo.»

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