LXVI   La matanza de los tiburones

Cuando en las pesquerías de los mares del Sur se atraca junto al barco un cachalote capturado a altas horas de la noche, tras un largo y fatigoso trabajo, no es costumbre, al menos en general, pasar inmediatamente a la tarea de descuartizarlo. Pues esta tarea es enormemente laboriosa, no se termina muy pronto, y requiere que todos los hombres se pongan a ella. Por tanto, la costumbre corriente es arriar todas las velas; asegurar el timón a sotavento, y luego mandar bajar a dos a sus hamacas hasta que amanezca, con la reserva de que, hasta entonces, hay que poner guardia de anclas, esto es, que de dos en dos, una hora cada pareja, la tripulación por turno irá subiendo a cubierta para ver si todo va bien.

Pero a veces, sobre todo junto al Ecuador, en el Pacífico, este plan no responde en absoluto, porque se acumulan tan incalculables huestes de tiburones junto al cadáver amarrado, que si se le dejara, digamos, seis horas seguidas, por la mañana quedaría visible poco más que el esqueleto. Sin embargo, en muchas otras partes del océano, donde no abundan tanto estos peces, puede disminuirse a veces considerablemente su voracidad atacándoles vigorosamente con afiladas azadas balleneras, procedimiento, no obstante, que en algunos casos sólo parece cosquillearles incitándoles aún a mayor actividad. Pero no fue así, en el caso presente de los tiburones del Pequod, aunque, desde luego, cualquiera poco acostumbrado a tales espectáculos que hubiera mirado por encima de la borda aquella noche, casi habría pensado que todo el mar alrededor era un enorme queso, y los tiburones eran sus gusanos.

Con todo, cuando Stubb montó la guardia de ancla después de terminar su cena, y, cuando, en consecuencia, Queequeg y un marinero del castillo de proa subieron a cubierta, se produjo no poca agitación entre los tiburones, pues colgando inmediatamente los andamios de descuartizar por encima de la borda, y bajando tres faroles, de modo que lanzaran largos fulgores de luz sobre el turbio mar, esos dos marineros, disparando sus largas azadas balleneras, comenzaron un ininterrumpido asesinato de los tiburones,' metiéndoles el agudo acero bien hondo en el cráneo, que al parecer era su única parte vital. Pero en la espumosa confusión de sus mezcladas huestes combativas, no siempre daban en el blanco, y ello daba lugar a nuevas revelaciones de la increíble ferocidad de su enemigo. Cruelmente se daban mordiscos no sólo unos a otros, a las tripas que se les salían, sino que, como arcos flexibles, se doblaban para morderse sus propias tripas, hasta que esas entrañas parecían tragadas una vez y otra por la misma boca, para ser evacuadas a su vez por la herida abierta. Y no era eso todo. Era peligroso mezclarse con los cadáveres y espíritus de esas criaturas. Una especie de vitalidad genérica o panteísta parecía conservarse en sus mismas coyunturas y huesos, después de haberse ausentado lo que podría llamarse la vida individual. Matado e izado a cubierta para conservar su pie, uno de esos tiburones casi le arrancó la mano al pobre Queequeg cuando trataba de cerrar la tapa muerta de su mandíbula asesina.

—Queequeg no querer —dios que hizo tiburón —dijo el salvaje, agitando de arriba abajo la mano dolorida—: igual dios Fidji o dios de Nantucket; pero el dios que hizo tiburón debe ser indio maldito.

Share on Twitter Share on Facebook