CIII   Medidas del esqueleto del cachalote

En primer lugar, querría presentaros una declaración detallada y sencilla respecto a la mole viviente de este leviatán, cuyo esqueleto vamos a describir brevemente. Tal declaración podrá ser útil aquí.

Conforme a un cálculo cuidadoso que he hecho, y que baso en parte sobre la estimación del capitán Scoresby, de setenta toneladas para la mayor ballena de Groenlandia, de sesenta pies de longitud; conforme, digo, a mi cálculo cuidadoso, un cachalote de la máxima magnitud, entre ochenta y cinco y noventa pies de largo, y de algo menos de cuarenta pies en su más amplia circunferencia, pesará, semejante cetáceo, noventa toneladas por lo menos; de modo que, calculando trece hombres por tonelada, él pesa considerablemente más que una aldea entera de mil cien habitantes.

¿Pensais, entonces, que a este leviatán habría que ponerle unos sesos como bueyes enyugados para hacer que se moviera, según la imaginación de cualquier hombre de tierra adentro?

Como ya he puesto ante vosotros, de modos diversos, su cráneo, su agujero del chorro, su mandíbula, sus dientes, su frente, sus aletas y otras diferentes partes, ahora señalaré simplemente lo que es más interesante en la mole total de sus huesos más extensos. Pero como el colosal cráneo abarca tan gran proporción de todo el alcance del esqueleto; como es, con mucho, su parte más complicada, y como no se va a repetir nada sobre él en este capítulo, no debéis dejar de llevarlo en la memoria, bajo el brazo, mientras continuamos, pues de otro modo no obtendréis una noción completa de la estructura de conjunto que vamos a observar.

En longitud, el esqueleto del cachalote que había en Tranque cedía sesenta y dos pies, de modo que, en vida, completamente revestido y extendido, debía haber tenido noventa pies de largo, pues n un cetáceo el esqueleto pierde cerca de un quinto de su longitud respecto al cuerpo vivo. De esos setenta y dos pies, el cráneo y la mandíbula comprendían unos veinte pies, dejando unos cincuenta pies de vértebras simples. Unido al espinazo, durante menos de tercera parte de su longitud, estaba el poderoso cesto circular de ostillas que antes encerró sus entrañas.

Para mí, ese enorme pecho de costillas marfileñas, con el largo spinazo sin relieve, extendiéndose a lo lejos en línea recta, se parecía no poco al casco de un gran barco recién colocado sobre la grada, cuando sólo se han insertado una veintena de sus desnudas cuadernas de proa, y la quilla, por su parte, no es por entonces sino un irgo madero mal empalmado.

Las costillas eran diez por cada lado. La primera, empezando por l cuello, tenía casi seis pies de largo; la segunda, tercera y cuarta tan cada cual más larga que la anterior, hasta que se llegaba al clíamax de la quinta, o costilla central, que medía ocho pies y unas pulgadas. Desde ahí, las siguientes costillas disminuían, hasta que la .écima y última sólo alcanzaba cinco pies y unas pulgadas. En espesor general, todas ellas mostraban una evidente correspondencia con la longitud. Las costillas centrales eran las más arqueadas. Entre algunos de los arsácidas, se usan como vigas en que apoyar puentes cara caminantes, sobre pequeños arroyos.

Al considerar estas costillas, no podía dejar de impresionarme otra vez la circunstancia, tan variadamente repetida en este libro, de que el esqueleto del cetáceo no es en absoluto el reflejo de su forma revestida. Las mayores costillas del de Tranque, una de las centrales, ¡ocupaba esa parte del pez que, en vida, es mayor en profundidad ahora, la mayor profundidad del cuerpo revestido, en esa determinada ballena, debía ser al menos de dieciséis pies, en tanto que esa ostilla daba sólo la mitad de la noción verdadera del tamaño vivo de esa parte. Además en otro aspecto, donde ahora yo sólo veía un espinazo desnudo, todo eso había estado antaño envuelto en más toneladas de masa de carne, músculo, sangre y tripas. Y aún más en las grandes aletas: allí sólo veían unas pocas coyunturas desordenadas; ¡y en lugar de la pesada y majestuosa cola, aunque sin huesos, un absoluto vacío!

¡Qué vano y necio, pues, pensé, para el hombre tímido e inexperto, intentar comprender bien a este prodigioso cetáceo, sólo meditando su muerto esqueleto disminuido, tendido en este pacífico bosque! No. Sólo en el corazón de los más vivos peligros; sólo cuando se está metido en los remolinos de su iracunda cola; sólo en el profundo mar sin límites puede ser examinado, de modo vivo y verdadero, el cetáceo plenamente revestido.

Pero ¿y el espinazo? En cuanto a éste, el mejor modo de considerarlo es amontonar sus huesos, uno sobre otro, con una grúa. No es una empresa rápida. Pero una vez hecha, se parece mucho a la Columna de Pompeyo.

Hay cuarenta y tantas vértebras en total, que no están pegadas juntas en el esqueleto. La mayor parte se encuentra como los grandes bloques nudosos en un chapitel gótico, formando sólidas hileras de pesada albañilería. La mayor, una central, tiene algo menos de tres pies de anchura, y más de cuatro de profundidad. La más pequeña, en que el espinazo empieza a menguar desapareciendo hacia la cola, tiene sólo dos pulgadas de ancho, y parece algo así como una bola de billar blanca. Me han dicho que había aún otras más pequeñas, pero las han perdido unos pequeños caníbales traviesos, los niños del sacerdote, que las robaron para jugar a las canicas con ellas. Así vemos cómo incluso el espinazo de las más enormes cosas vivas va disminuyendo al fin hasta ser simple juego de niños.

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