CII   Una glorieta entre los arsácidas

Hasta aquí, al tratar descriptivamente del cachalote, me he demorado sobre todo en las maravillas de su aspecto exterior; o, por separado y en detalle, en unos pocos rasgos estructurales internos. Pero para una amplia comprensión, totalmente completa, me conviene seguir desabotonándole, y, desatacándole las agujetas de sus calzones, deshebillándole las ligas y soltando los corchetes de las junturas de sus huesos más íntimos, presentarle ante vosotros en su ultimidad, es decir, en su esqueleto definitivo.

Pero ¿cómo es eso, Ismael? ¿Cómo es que tú, simple remero en la pesca, pretendes saber algo de las partes subterráneas del pez? ¿Acaso el erudito Stubb, subido en vuestro cabrestante, pronunciaba conferencias sobre la anatomía de los cetáceos, y, con ayuda del molinete, levantaba una costilla de muestra para que se viera? Explícate, Ismael. ¿Puedes colocar un cetáceo adulto en cubierta para examinarlo, igual que un cocinero asa un cochinillo? Seguro que no. Hasta ahora has sido un testigo fidedigno, Ismael, pero ten cuidado de cómo te apoderas del privilegio exclusivo de Jonás; el privilegio de discurrir sobre las viguetas y maderos, las vigas, los arquitrabes, los travesaños, los puntales, que constituyen la armazón del 'leviatán; e igualmente, los toneles de sebo, las lecherías, las mantequerías y queserías de sus tropas.

Confieso que, de Jonás acá, pocos balleneros han penetrado muy por debajo de la piel de la ballena adulta; no obstante, yo he sido agraciado con una oportunidad de diseccionarla en miniatura. En un barco al que pertenecí, una vez se izó entero a cubierta un pequeño cachorro de cachalote, para quitarle el saco o bolsa, y hacer vainas para los filos de los arpones y las puntas de las lanzas. ¿Creéis que dejé escapar esa oportunidad sin usar mi hacha de lancha y mi navaja, y sin romper el sello y leer todos los contenidos de ese joven cachorro?

Y en cuanto a mi conocimiento exacto de los huesos del leviatán en todo su gigantesco desarrollo adulto, debo ese raro conocimiento a mi difunto amigo regio Tranquo, rey de Tranque, uno de los Arsácidas. Pues estando hace años en Tranque, cuando formaba parte del barco mercante Dey de Argel, fui invitado a pasar parte de las fiestas arsacidanas con el señor de Tranque, en su retirada villa de palmeras en Pupella, un vallecito costero no muy lejano de lo que nuestros marineros llaman Villa-Bambú, su capital.

Mi real amigo Tranquo, dotado de un devoto amor por todas las cuestiones de virtuosismo bárbaro, había reunido en Pupella todas las cosas raras que pudieron inventar los más ingeniosos de su pueblo; sobre todo, maderas esculpidas de maravillosas formas, conchas cinceladas, lanzas incrustadas, remos preciosos, canoas aromáticas; todas ellas distribuidas entre cuantos prodigios naturales habían arrojado a sus orillas las olas cargadas de maravillas y otorgadoras de tributos.

Entre estos últimos prodigios, destacaba un gran cachalote, que, después de una galerna insólitamente larga, se había hallado muerto y encallado, con la cabeza contra un cocotero, cuyas espesas ramas, colgantes como plumajes, parecían su chorro verdeante. Cuando el enorme cuerpo quedó por fin despojado de sus envoltorios, de varias brazas de espesor, y los huesos se desecaron como polvo al sol, entonces se transportó cuidadosamente el esqueleto al valle de Pupella, donde ahora lo cobijaba un grandioso templo de palmas señoriales.

Las costillas estaban engalanadas de trofeos; las vértebras tenían esculpidos los anales arsacidanos, en extraños jeroglíficos; en la calavera, los sacerdotes mantenían una inextinguida llama aromática, de modo que la mística cabeza volvía a lanzar su chorro vaporoso; mientras que, colgada de una rama, la terrorífica mandíbula inferior vibraba sobre todos los devotos como la espada colgada de un pelo que tanto espantó a Damocles.

Era un espectáculo prodigioso. El bosque estaba verde como los musgos del Valle Helado; los árboles se elevaban altos y altaneros, sintiendo su savia vital; abajo, la industriosa tierra era como un telar de tejedor, con una espléndida alfombra en ella, en que los zarcillos de las plantas trepadoras formaban la urdimbre y la trama, y las flores vivas las figuras. Todos los árboles, con sus ramas cargadas; todos los matorrales, los helechos y céspedes; el aire, llevando mensajes; todos ellos estaban activos sin cesar. A través de los entrelazados de las hojas, el gran sol parecía una lanzadera volante tejiendo el verdor sin decadencia. ¡Oh, atareado tejedor, tejedor invisible!, ¡alto!, ¡una palabra!, ¿adónde fluye el tejido?, ¿qué palacio puede cubrirlo?, ¿para qué todas estas fatigas incesantes? ¡Habla, tejedor!, ¡detén tu mano!, ¡una sola palabra contigo! No; la lanzadera vuela; las figuras surgen del telar; la alfombra, con rapidez de torrente, se desliza marchándose para siempre. El dios tejedor va tejiendo, y ese tejer le ensordece tanto que no oye voces mortales; y con ese zumbido también nos ensordecemos los que miramos el telar; y sólo cuando escapemos de él, oiremos las mil voces que hablan por él. Pues siempre es así en todas las fábricas materiales. Las palabras habladas, que son inaudibles entre los husos volantes; esas mismas palabras, se oyen claramente desde fuera, saliendo por las ventanas abiertas. Así se han detectado delitos. ¡Ah, mortal, está atento, pues! Porque sí, en todo ese estrépito del gran telar del mundo, se pueden escuchar desde lejos tus más sutiles pensamientos.

Ahora, entre el verde telar, agitado de vida, de ese bosque arsacidano, está tendido ocioso el gran esqueleto blanco, objeto de adoración: ¡gigantesco holgazán! Pero, mientras la trama y urdimbre verdeantes, siempre entretejidas, se entremezclaban y zumbaban a su alrededor, el enorme holgazán parecía ser el vigilante tejedor, envuelto él mismo por encima con el tejido de plantas trepadoras, y cada mes tomando más verde y fresca vegetación, aunque permaneciendo él mismo como esqueleto. La Vida envolvía a la Muerte; la Muerte enrejaba a la Vida; la sombría diosa mortal se casaba con el juvenil genio de la Vida, y le paría glorias de cabeza rizada.

Ahora, cuando, con el regio Tranquo, visité ese prodigioso cetáceo y vi al cráneo hecho altar, y el humo artificial subiendo de donde había salido el chorro real, me maravilló que el rey considerara una capilla como objeto de virtuosismo. Él se rió. Pero más me maravilló que los sacerdotes juraran que ese chorro humoso suyo era genuino. Anduve de un lado para otro ante este esqueleto —echando a un lado las plantas trepadoras—; me abrí paso entre las costillas, y, con un ovillo de bramante arsacidano, vagué y di vueltas largamente entre sus muchas columnatas y alamedas, retorcidas y sombreadas. Pero pronto se me acabó la cuerda; y retrocediendo por ella, salí a la abertura por donde entré. No vi dentro cosa viva; no había dentro sino huesos.

Cortándome una vara de medir verde, volví a zambullirme en el esqueleto. Por su aspillera en el cráneo, los sacerdotes me vieron tomar medidas de la última costilla.

—¡EA, cómo! —gritaron—. ¿Te atreves a medir a nuestro dios? Eso es cosa nuestra.

—Sí, sacerdotes; bueno, ¿qué largo decís que es, entonces?

Pero con esto surgió entre ellos una feroz disputa sobre pies y pulgadas; se golpearon las molleras con sus varas de medir —el gran cráneo les hizo eco— y yo, aprovechando esa feliz oportunidad, terminé rápidamente mis propias mediciones.

Ahora me propongo presentaros esas mediciones. Pero ante todo conste que, en este asunto, no soy libre para decir cualquier medida fantástica que se me antoje. Porque hay autoridades esqueletales a que os podéis remitir para comprobar mi exactitud. Hay un Museo Leviatánico, según he oído decir, en Hull, Inglaterra, uno de los puertos balleneros de ese país, donde tienen algunas hermosas muestras de ballenas de aleta dorsal y otros cetáceos. Igualmente, he oído decir que en el museo de Manchester, en New Hampshire, tienen lo que los propietarios llaman «la única muestra perfecta de ballena de Groenlandia, o de Río, que hay en Estados Unidos». Además, en un lugar de Yorkshire, Inglaterra, llamado Burton Contable, un tal sir Clifford Constable tiene en su posesión el esqueleto de un cachalote, pero de tamaño mediano, y en absoluto de la magnitud adulta del de mi amigo el rey Tranquo.

En ambos casos, los peces encallados a que pertenecieron esos dos esqueletos fueron reclamados en principio por sus propietarios según motivos análogos. El rey Tranquo se apoderó del suyo porque quiso; y sir Clifford, porque era señor de los dominios de aquellas partes. La ballena de sir Clifford está completamente articulada, de modo que, como un gran armario con cajones, se puede cerrar y abrir, en todas sus cavidades óseas, extendiendo sus costillas como un abanico gigantesco, y meciéndose todo el día en su mandíbula inferior. Habrán de ponerse cerraduras en algunas de sus trampillas y postigos, y un lacayo guiará a futuros visitantes con un manojo de llaves al costado. Sir Clifford piensa cobrar dos peniques por una ojeada a la galería de los susurros de la columna espinal; tres peniques por oír el eco en el hueco del cerebelo, y seis peniques por la vista sin rival desde la frente.

Las dimensiones del esqueleto que ahora voy a anotar están copiadas literalmente de mi brazo derecho, donde me las hice tatuar; ya que, en mis locos vagabundeos de ese período, no había otro modo seguro de conservar tan valiosas estadísticas. Pero como andaba escaso de espacio, y deseaba que las demás partes de mi cuerpo continuasen como páginas en blanco para un poema que entonces estaba componiendo —al menos, las partes no tatuadas que me quedaban—, no me molesté en las pulgadas fraccionarias, y desde luego, tampoco deben entrar en absoluto pulgadas en una medición adecuada del cetáceo.

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