DE BLAIR

Milton se trazó a sí mismo un rumbo nuevo y extraordinario en la poesía. Apenas abrimos su Paraíso perdido nos sentimos trasladados a un mundo invisible, y rodeados de seres tan pronto celestes como infernales. Los ángeles y demonios no son la máquina, sino los principales actores de su poema; y lo que en otra composición cualquiera sería maravilloso, en esta se reduce a un curso natural de acontecimientos. Un asunto tan ajeno a los intereses de este mundo puede dar fundamento a los aficionados a discusiones materiales, para dudar de si el Paraíso perdido debe propiamente contarse entre los poemas épicos. Califíquese como quiera, es uno de los más sublimes esfuerzos del genio poético, y en condiciones tan características del poema épico como la majestad y la sublimidad, igual al más excelente que merezca esta denominación.

Hasta qué punto anduvo acertado el autor en la elección de su argumento, es muy cuestionable: desde luego puede decirse que ofrece grandes dificultades. A ser de índole más humana y menos teológica, más en conexión con las vicisitudes de la vida, con la manifestación de los caracteres y las pasiones de los hombres, quizá sería este poema, al menos para la generalidad de los lectores, más agradable e interesante. Pero el asunto se acomodaba perfectamente a la sublime grandeza de su talento; solo él podía ponerse a su altura; y al llevar a cabo tan arduo empeño, mostró una fuerza tal de imaginación y de invención, que verdaderamente es maravillosa. Admira, en efecto, que de la escasa materia que la Sagrada Escritura le ofrecía, sacase una obra tan completa y tan regular en todas sus partes, y acumulase en su poema tantos y tan variados incidentes. Hay en él trozos áridos e ingratos; ocasiones hay en que el autor, más que poeta, parece un metafísico o un teólogo; pero el conjunto de la composición es interesante; sorprende y embelesa la imaginación, y seduce y conmueve más, a medida que se adelanta en su lectura, lo cual seguramente prueba gran mérito en una composición épica. La artificiosa variedad de objetos, y la escena que colocada tan pronto en la tierra, como en el infierno o en el cielo, no llega a hacerse monótona, producen, juntamente con la unidad de plan, un todo tan armónico como perfecto. ¡Qué dulce, qué tranquilamente respiramos con Adán y Eva en el Paraíso! ¡Con qué atención seguimos a Satán en su empresa, con qué ansiedad presenciamos el combate de los ángeles en el cielo! La inocencia, la pureza, la ternura de nuestros primeros padres al lado del orgullo y ambición de Satán, ofrecen un bello contraste que domina en todo el poema: únicamente la conclusión es demasiado trágica para un poema épico.

La naturaleza del asunto no admite gran desarrollo en los caracteres; pero tales como se pintan, se sostienen y hacen muy agradables por su propiedad. Satán, en particular, es una figura gigantesca, y el carácter mejor trazado de todo el poema. Milton no le representa conforme a la idea que tenemos de un espíritu infernal, sino que se propuso darle cierta apariencia humana, es decir, mixta, y no enteramente exenta de buenas cualidades. Es valeroso y fiel para con los suyos; en medio de su impiedad siente algunos remordimientos; hasta se muestra algo compadecido de nuestros primeros padres, y se disculpa del daño que les ocasiona con la necesidad de su situación. Obra por ambición y despecho, más bien que por natural malicia: en una palabra, no es peor que muchos conspiradores o jefes de partido de los que figuran en la historia. Los diferentes caracteres de Belzebú, Moloc y Belial, están pintados de mano maestra en las elocuentes arengas que pronuncian en el libro segundo. En cuanto a los ángeles buenos, aunque no carecen de dignidad y propiedad, tienen un colorido más uniforme que los espíritus infernales, a pesar de que la nobleza de Miguel, la afable condición de Rafael y la inquebrantable fidelidad de Abdiel, constituyen diferencias muy características. El empeño de presentar a Dios en el esplendor de su omnipotencia y de referir los diálogos que median entre el Padre y el Hijo, era demasiado grave y difícil, y fue en el que, como debía presumirse, quedó más deslucido nuestro poeta. Pero los caracteres verdaderamente humanos, la inocencia y amor de nuestros primeros padres, están pintados con sumo acierto y delicadeza. En algunos de sus diálogos con Rafael y Eva, Adán se muestra sobrado discreto y culto, atendida su situación; en Eva se advierte más verdad: su gracia, su modestia y su fragilidad son exactamente las de la mujer.

La cualidad más relevante y grande de Milton, es la sublimidad. En ella quizá sobrepuja a Homero, y en cuanto a Virgilio y los demás poetas posteriores a él, no cabe duda alguna respecto a su inferioridad. Los dos libros, primero y segundo del Paraíso perdido son una no interrumpida muestra del género sublime. La vista del infierno y sus debeladas huestes, la apariencia y aspecto de Satán, el consejo de los caudillos infernales y el caos donde se lanza Satán para arribar a las playas de este mundo, forman otros tantos pensamientos sublimes que no ha concebido jamás la fantasía de ningún poeta. Ni carece tampoco de grandeza el sexto libro, particularmente en la aparición del Mesías, sin que por eso deje de haber en él algo de censurable y aun de indisculpable, como los sarcasmos de los demonios al ver los efectos de la artillería. La sublimidad de Milton es de diferente género que la de Homero; la de Homero es por lo general brillante e impetuosa; la de Milton más grandiosa y reposada; Homero nos entusiasma y arrastra; Milton nos deslumbra y arrastra más; el uno es más sublime en la descripción de los hechos; el otro en la de los objetos de suyo grandes y maravillosos.

Pero aunque Milton se distinga realmente tanto por su sublimidad, hay muchas bellezas, muchos cuadros dulces y deliciosos en toda su obra. Las escenas que pasan en el Paraíso están llenas de imágenes risueñas y encantadoras; sus descripciones son hijas de una fecundísima imaginación, y en los símiles se muestra casi siempre muy feliz, aunque alguna vez pequen de impropiedad, y pocas y muy raras sean o triviales o de mal gusto. En lo general nos ofrece imágenes tomadas de objetos sublimes o bellos, y si de algún defecto se resienten es de aludir a menudo a conocimientos científicos o a las fábulas de la antigüedad. La última parte del Paraíso perdido preciso es confesar que decae algún tanto: parece que el genio de Milton participa del desfallecimiento de nuestros primeros padres. Rasgos, sin embargo, muy bellos del género trágico se hallan en los postreros libros, como el remordimiento y contrición de los dos culpables; y afectos conmovedores, como su despedida al Paraíso, cuando se ven obligados a abandonarlo. El último episodio del Ángel, que refiere a Adán la suerte de su posteridad, está felizmente ideado, aunque a trechos sea algún tanto lánguida la ejecución.

El lenguaje y versificación de Milton son de primer orden. Su estilo es altamente majestuoso y apropiado al asunto. El verso suelto es armonioso y vario, y ofrece el más perfecto ejemplo de la elevación que es capaz de alcanzar nuestra lengua en la poesía. No se sucede acompasadamente como el verso francés, en alterna, regular y uniforme melodía, que frecuentemente fatiga el oído, sino que es dulce, fluido y muchas veces enérgico, vario en su cadencia y mezclado con algunos sonidos desacordes, como conviene al vigor y libertad de la composición épica. De vez en cuando se tropieza con alguno prosaico y descuidado, pero en obra tan larga, y en lo general tan armoniosa, bien pueden perdonarse tan pequeñas faltas.

En suma, es el Paraíso perdido un poema que abunda en perfecciones de todo género, y que con razón ha dado a su autor una fama no inferior a la de ningún otro poeta, a pesar de que tengamos que reconocer en él algunos lunares; que es propiedad de todos los grandes genios no ser siempre uniformes ni correctos. Da Milton con frecuencia en la teología y la metafísica; suele ser duro en su lenguaje; suele usar de voces técnicas y hacer gala de su erudición; pero muchos de sus defectos deben atribuirse a la época en que vivió. La fuerza y seguridad que ostentaba su genio, estaba, a nivel de lo más grande que se conoce; y si a veces se muestra inferior a sí mismo, otras se eleva sobre todos los poetas del antiguo y del nuevo mundo.

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