DE HAYLEY

El entusiasmo era la cualidad predominante en la imaginación de Milton. En política le había llevado a ser crédulo con sobrada generosidad, y a veces demasiado rigorosamente decidido; pero en poesía le exaltaba a un grado tal de sublimidad, que nadie ha podido excederle en ella, ni es probable que llegue nadie a sobrepujarle; pues aunque en todas las artes haya sin duda grados de perfección a que ningún mortal ha llegado aún, se requiere tal conjunto de dotes, unas dependientes de la naturaleza, otras de la fortuna, en un grande artista de cualquier género que sea, que el mundo no tiene motivo alguno para esperar producciones de un genio poético superior al del Paraíso perdido. En él se ve la vigorosa y aguda originalidad de concepción que caracterizaba la inteligencia de Milton, y le hacía merecedor del más alto concepto; y así no solamente es digno nuestro autor de aplauso por haber ensanchado y ennoblecido la esfera de la poesía épica, sino de otro título mayor a nuestra gratitud, el de fundador del nuevo y encantador arte inglés, que tanta gloria ha dado a nuestro país.

Con justo encomio, pues, y con las más sinceras y felices expresiones han rendido un tributo de admiración a Milton, el elegante historiador de nuestra moderna jardinería lord Oxford, y los dos consumados poetas de Francia y de Inglaterra, De Lille y Mason, al celebrar su mérito y proclamarle como el benéfico genio que ha granjeado al mundo la más joven y amable de las artes.

No sería justo ni honroso para el mérito de un poeta como Milton terminar las precedentes observaciones sobre su inmortal obra, sin observar que el libro sexto ha sido quizá juzgado con excesiva severidad. En la brillante y animada crítica que de él ha hecho Johnson, lo ha calificado como muy a propósito para ser «el favorito de los estudiantes.» Pero Mr. Hayley elocuentemente replica que «hasta la imaginación puede menospreciar una lógica austera, creyéndola facultad estudiantil, pero a los que gozan aun con sus desvaríos, lícito les es complacerse en su deleite. Ningún lector de verdadero instinto poético se ha fijado jamás en el sexto libro sin sentir una especie de embeleso, que bien puede condenar un ceñudo lógico, pero que nada perdería en llegar a participar de él.» Tampoco puede decirse del Paraíso perdido que «se cree uno obligado a conocerlo, mas no halla deleite en él;» ni que «leemos a Milton para instruirnos, le cerramos fatigados y como rendidos, y volvemos la vista a otra parte para distraernos.» No hay tal: prestemos atención a su canto, y tal vez experimentaremos la misma sensación que nuestro padre Adán cuando después de oír la revelación del Ángel, quedó tan embebecido y suspenso, que por algún tiempo le estuvo atento, creyendo que seguía hablándole, y que todavía llegaban sus palabras a sus oídos.

EL

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