LIBRO CUARTO

Argumento

A la vista ya del Edén, y cercano al lugar en que se propone llevar por sí solo a efecto su atrevida resolución contra Dios y el Hombre, comienza a dudar Satán, fluctuando entre sus temores, su envidia y desesperación. Por último triunfa en él la perversidad, y se acerca al Paraíso, cuya situación y aspecto exterior se describe; penetra en él; pósase, tomando la forma de un buitre, sobre el árbol de la vida, que es el más elevado de cuantos se ven allí, y contempla detenidamente el sitio en que se halla. Hácese una pintura de todo él, y aparecen Adán y Eva: la admiración que su belleza y su dichoso estado producen en Satán, no le retrae de su mal propósito; antes al oír cómo discurren entre sí, y al saber que les estaba prohibido, so pena de muerte, comer el fruto del árbol de la ciencia, por este lado piensa tentarlos, induciéndolos a la desobediencia; y poco después se aleja de ellos para averiguar por otros medios algo más respecto a su situación. Entre tanto desciende Uriel en un rayo de sol, y previene a Gabriel, encargado de guardar la puerta del Paraíso, que un espíritu infernal se ha escapado de aquel abismo, y cruzando a mediodía por su esfera hacia el Paraíso en figura de ángel bueno, acababa de ser descubierto por sus furiosos ademanes en la montaña. Gabriel promete que le encontrará antes de rayar el alba. Entrada la noche, tratan Adán y Eva de retirarse a descansar. Descripción de su gruta. Su oración nocturna. Prepara Gabriel su legión de vigilantes para que ronden en torno del Paraíso, y envía dos ángeles vigorosos a la gruta de Adán, recelando que el Espíritu maligno intentase hacer algún daño a los dos esposos mientras dormían; y con efecto le hallan puesto junto al oído de Eva, a quien sugiere su tentación durante el sueño. Condúcenle a la fuerza adonde está Gabriel. Interrógale este; él contesta con altivez; mas atemorizado por una demostración del cielo, huye del Paraíso.

¡Oh! ¡que no se hubiera oído entonces la protectora voz que escuchó en el cielo el autor del Apocalipsis, cuando derribado segunda vez el Dragón, se levantó furioso para vengarse del Hombre! ¡Ay, desdichados habitantes de la tierra! Si nuestros primeros padres hubiesen estado prevenidos contra su oculto enemigo, cuando todavía era tiempo, se hubieran preservado quizás de sus mortíferas asechanzas; no así ahora, que encendido en furor, comenzando por tentar al Hombre para poder después acusarle, baja Satán por vez primera a la Tierra, y quiere vengarse en su inocente y débil morador de la pérdida de aquella batalla que sostuvo, y de la fuga que emprendió al infernal abismo. En medio de su audacia e impavidez, no se muestra satisfecho de su raudo vuelo, ni halla motivo bastante para envanecerse, sino que próxima a estallar su implacable cólera, la siente hervir en su proceloso pecho, y cual máquina atronadora, retrocede sobre sí mismo. Asaltan su turbado pensamiento el horror y la incertidumbre; sublévase en su interior el infierno todo, porque en sí y alrededor de sí, lleva el infierno. Ni un solo paso puede dar para alejarse de él, como no se aleja de su ser por cambiar de puesto. Despierta su adormecido despecho al grito de su conciencia; despierta en él el amargo recuerdo de lo que fue, de lo que es, de lo que será, cuando con mayor malicia incurra en mayor castigo. A veces fija tristemente su dolorida mirada en el Edén, que tan risueño se le manifiesta; a veces en el cielo, y en la esplendidez del sol, que brilla a la sazón con toda la pompa del mediodía; y combatido por tan encontrados pensamientos, exclama suspirando:

«¡Oh tú, que coronado de suprema gloria, contemplas al igual de Dios este nuevo mundo desde tu solitario imperio, tú, ante quien palidecen todos los demás astros, a ti te invoco, mas no con voz lisonjera, que si pronuncio tu nombre ¡oh Sol! es para decir cuán aborrecidos me son tus rayos! Y ¿qué mucho, cuando me traen a la memoria el bien de que gocé, yo que me vi encumbrado sobre tu soberana esfera? Perdiéronme el orgullo y la más inicua ambición, al mover en el cielo guerra contra el monarca sin par que domina en él. ¡Ah! ¿por qué fui tan insensato? ¿Debía yo corresponder así a quien me puso en tan sublime altura, a quien jamás me echó en cara sus beneficios? ¿Tan dura era su servidumbre? ¿Qué menos podía yo hacer que tributarle alabanzas, siendo tan merecidas, y mostrarle una gratitud que tan justa era?

»¡Ah, que todas estas bondades fueron en daño mío, y no sirvieron más que para dar pábulo a mi malicia! Al verme en tanta supremacía, creíme exento de sumisión; creí que dando un paso más, de tal manera me sobrepondría a todo, que me hallaría en el mismo instante libre de la inmensa deuda que para siempre tenía empeñado mi reconocimiento. Pesada es la obligación que aún pagada, nunca se satisface; pero yo olvidaba cuanto incesantemente recibía, sin comprender que un pecho agradecido no debe por ser deudor, y que continuamente está pagando, porque a la vez que contrae la obligación, pone el desquite. ¿Qué violencia, pues, tenía que soportar?

»¡Oh, si su poderosa voluntad hubiera hecho de mí un ángel de ínfima condición! No habría aún dejado de ser feliz, porque no me hubieran desvanecido tanto mis quiméricas esperanzas. Y ¿por qué no? Cualquiera otra de las grandes Potestades hubiera aspirado a la misma soberanía, y arrastrádome a mí por humilde tras su partido. Sin embargo, ninguno de los demás cayeron; todos opusieron resistencia a la tentación, armándose por dentro como por fuera. Y ¿no tenías tú la misma voluntad, el mismo poder para resistir? Sí que tenías. ¿De quién, pues, te quejas? ¿A quién acusas, más que a ese libre amor, don de los cielos, que arde igualmente en todos los corazones?

¡Ah miserable! ¿Por dónde huiré de aquella cólera sin fin?

»¡Maldecido amor, o maldecido odio, que tanto valen para mí uno como otro, dado que es eterna mi desventura! Aunque el maldito eres tú, tú mismo, que siendo árbitro de tu voluntad, voluntariamente elegiste lo que hoy motiva tu justo arrepentimiento. ¡Ah, miserable! ¿Por dónde huiré de aquella cólera sin fin, o de esta también infinita desesperación? Todos los caminos me llevan al infierno. Pero ¡si el infierno soy yo! ¡Si por profundo que sea su abismo, tengo dentro de mí otro más horrible, más implacable, que a todas horas me amenaza con devorarme! Comparado con él, este en que padezco me parece un cielo.

»¡Ah! demos tregua al orgullo. ¿No habrá medio de arrepentirse, medio de ser perdonado? Lo hay en la sumisión; mas ¿cómo consentirá mi altivez que me humille así en presencia de mis inferiores, de los mismos a quienes seduje, prometiéndoles que lejos de someterme jamás, subyugaría al Omnipotente? ¡Ay de mí! ¡Cuán ajenos están de figurarse lo cara que pago mi jactanciosa temeridad, y los tormentos que interiormente me aquejan, mientras ellos adoran mi infernal trono! Esta diadema, este cetro que tanto me han encumbrado, solo sirven para hacer más ignominiosa mi caída; solo en ser más miserable consistirá mi supremacía; que no otro será el triunfo de mi ambición.

»Y aún cuando fuera posible mi arrepentimiento, y que perdonado ya, pudiera recobrar mi primer estado, ¡qué de elevados designios no volvería a sugerirme mi elevación! ¡qué poco tardaría mi hipócrita humildad en faltar a sus juramentos, contemplándolos nulos, como impuestos por el dolor y arrancados por la violencia! Ni ¿qué sincera reconciliación ha de caber donde un odio mortal ha abierto tan profunda herida? La reincidencia, por el contrario, me precipitaría en mayor abismo; pagaría cara esta breve tregua, a costa de redoblar mis tormentos; y como nada de esto se oculta al que me condena, tan lejos está él de perdonarme, cuanto yo de solicitar su misericordia. Así que ninguna esperanza resta: en lugar de nosotros, expulsados de nuestra patria, ha creado al Hombre, en quien tiene puestas sus delicias, y para el Hombre este mundo. Renuncio, pues, a la esperanza, y con ella al temor, al remordimiento. No hay ya para mí bien posible; tú ¡oh mal! serás todo mi bien en lo sucesivo; por ti a lo menos reinaré juntamente con el Señor del Cielo, y quizás me quepa por reino la mitad del Universo, como el Hombre y ese nuevo mundo lo experimentarán en breve.»

Mientras hablaba así, cruzaban sombrías pasiones por su semblante: tres veces lo alteraron la cólera, la envidia y la desesperación, que sucesivamente le fueron desfigurando; y a pesar de las apariencias con que se disfrazaba, se le hubiera conocido a la simple vista; porque jamás empaña nube alguna la radiante faz de los bienaventurados. Pero él, que se observó al punto, cambió en tranquilo exterior todos sus afectos, y como tan diestro en ardides, que no tenía igual en dar a la falsedad el aspecto de la virtud, encubrió la malicia con que preparaba su venganza, aunque no lo bastante para engañar a Uriel, que estaba ya prevenido. Había el Arcángel seguido atentamente todos sus pasos; le había visto en el monte Asirio poseído de una inquietud poco propia de los espíritus celestiales, pues creyendo que nadie le veía ni vigilaba, en sus furiosas demostraciones y en sus descompuestos ademanes había claramente mostrado la exaltación que dominaba su ánimo.

Siguió, pues, su camino, acercándose a los términos del Edén, donde se descubre el verde valladar, con que, a semejanza de cerca campestre, corona el delicioso Paraíso, próximo ya, la solitaria eminencia de una escabrosa colina, y su áspera pendiente rodeada de enmarañados y espesos bosques, que la hacen inaccesible. Sobre su cumbre se elevan a desmesurada altura multitud de cedros, pinos, abetos y pomposas palmeras, vergel agreste, donde el ramaje entrelazado, multiplicando las sombras, forma un vistoso y magnífico anfiteatro. Dominando las copas de los árboles, alzaba sus verdes muros el Paraíso, desde el cual se ofrecía a nuestro común padre la inmensa perspectiva que al pie y en torno de sus risueños dominios se dilataba; y sobre los muros, en línea circular, se ostentaban los más hermosos árboles, cargados de las más exquisitas frutas; y frutas y flores brillaban a la vez con los reflejos del oro y de los encendidos colores que las esmaltaban; mientras el sol posaba en ellas sus rayos, más complacido que en las bellas nubes del ocaso o en el arco que nace de la lluvia, enviada por Dios a refrigerar la tierra.

Tan encantador le parecía aquel sitio a Satán. Purificábase doblemente el aire a medida que se acercaba a él, hinchéndole el corazón de deleite, de aquel gratísimo bienestar con que la primavera ahuyenta toda tristeza, como no sea la de la desesperación. Agitando sus fragantes alas, esparcían los vientos los perfumes que naturalmente atesoran, y revelaban en su murmullo dónde habían adquirido las balsámicas esencias que prodigaban; y como el navegante que traspone el cabo de Buena-Esperanza, y al dejar atrás a Mozambique, siente el dulce halago de los vientos del nordeste, y los aromas de Saba que le envía la Arabia feliz desde sus odoríferas riberas, y se complace enajenado en caminar más lentamente, para recibir el suave aliento que sonriendo exhala de lejos el océano; así aspiraba el pérfido Enemigo el delicioso ambiente que iba determinado a emponzoñar, aunque gozándose en él más que Asmodeo con el maligno vapor que le alejó, enamorado y todo, de la esposa del hijo de Tobías, huyendo a impulsos de su venganza desde la Media a Egipto, para quedar allí rigorosamente aprisionado.

Iba, pues, pensativo y lentamente subiendo Satán...

Iba pues pensativo y lentamente subiendo Satán por la empinada y áspera colina, sin hallar camino alguno entre los enmarañados zarzales y malezas que estorbaban el paso a hombres y animales. Una sola puerta tenía el Paraíso, y miraba a oriente, hacia el lado opuesto; lo cual advertido por el príncipe infernal, sin hacer caso de ella y como por menosprecio, salvó de un ligero salto el valladar de la colina y su mayor altura, y cayó en el fondo interiormente. A la manera que un lobo rapaz obligado por el hambre a rastrear una nueva presa, acecha los lugares del campo en que los pastores encierran por la noche sus ganados, creyéndolos seguros, y salta por encima del redil; cayendo en medio del rebaño, o como el ladrón, que para dar con el escondido tesoro de un rico ciudadano, preservado de todo asalto bajo dobladas puertas, hierros y cerrojos, se desliza furtivamente por las ventanas o por las techumbres; tal se introdujo en el campo de Dios aquel malvado, como se introdujeron después mercenarios viles en su templo. Vuela de allí al árbol de la vida, que estaba en medio y sobresalía entre todos los demás, y pósase en él transformado en buitre; y no para procurarse nueva vida, sino para idear la muerte de los que vivían; no para aprovecharse de la virtud de aquel árbol, sino de su fruto, que no abusando de él, era prenda segura de inmortalidad; tan cierto es que solo Dios conoce el justo valor del bien presente, y que por el abuso o el mal empleo se pervierten las mejores cosas. Inclina luego al suelo sus miradas, y contempla las nuevas maravillas, los tesoros con que la naturaleza brinda a los sentidos del hombre en aquel estrecho recinto, en aquella tierra, que más bien es abreviado cielo.

Jardín de Dios era en efecto el bellísimo Paraíso, puesto al oriente de Edén, que se extendía desde Aurán[78] hasta las soberbias torres de la gran Seleucia[79], construidas por los reyes griegos, y hasta Talasar[80], que sirvió mucho antes de morada a los hijos de Edén. En aquel delicioso país estableció Dios su jardín, haciéndole más encantador aún, y extrayendo del fértil seno de la tierra los árboles más agradables a la vista, al olfato y al paladar, entre los cuales sobresalía por su altura el árbol de la vida y ostentaba sus frutos de ambrosía y oro vegetal. No lejos se veía el árbol de la ciencia, nuestra muerte, de la ciencia del bien, que tan caro nos costó, dándonos a conocer el mal.

Al mediodía, y atravesando el Edén, bajaba un anchuroso río, que sin torcer su corriente, pasaba, sumergiéndose, por debajo del agreste monte, colocado allí por Dios y levantado sobre las raudas ondas como término del Paraíso. Incitada de dulce sed la esponjosa tierra, absorbía por sus venas las aguas hasta la cumbre, de donde manaba una fuente cristalina que esparcía por todas partes multitud de arroyos; juntos los cuales, se precipitaban desde una altura, y acrecentando el río que salía de su tenebroso cauce, dividíale en cuatro corrientes principales, que con diverso rumbo recorrían vastas comarcas, celebérrimos imperios, de que no es menester hacer mención. Preferible sería pintar, si el arte llegase a tanto, cómo los bullidores arroyos que nacían de aquella fuente de zafiro, saltando entre orientales perlas y arenas de oro, a la sombra de los árboles que sobre ellos se inclinaban, difundían el néctar de sus aguas y acariciaban todas aquellas plantas, y nutrían flores dignas del Paraíso; flores que un arte sutil no había dispuesto en regulares líneas ni en vistosos ramos; la espléndida naturaleza las prodigaba por colinas y valles y llanuras, unas abriéndose a los primeros rayos del sol, otras resguardadas en impenetrable sombra, para mejor preservarse del resistero del mediodía.

Mansión campestre y encantadora.

Tal era aquel delicioso sitio, mansión campestre y encantadora, de rico y variado aspecto, de bosques cuyos árboles destilaban balsámicas y olorosas gomas, o de los que pendían frutos esmaltados de luciente oro, y exquisitos por su sabor; que no en otra parte debió existir el jardín de las Hespérides, si su fábula fuese cierta. A trechos se descubrían mesetas de verdes prados, con rebaños que pastaban la verde yerba, colinas cubiertas de palmeras, valles cuya fertilidad aumentaban las corrientes de agua, flores de todos matices, rosas que no conocían espinas. Por otro lado grutas umbrías y cavernas de sin igual frescura, que ocultaba entre sus pámpanos la risueña vid, cargada de purpúreos racimos y trepando a lo alto para lucir su gentil y fecunda gala; y al propio tiempo parleras cascadas que de las empinadas cumbres se desprendían, esparciendo unas veces y juntando otras sus aguas en transparente lago, donde como en un espejo se retrataban, coronadas de mirtos, sus ondulantes márgenes. Las aves prorrumpían a una en sus gorjeos, y las primaverales brisas, difundiendo la fragancia de los campos y los bosques, asociaban sus murmullos al del trémulo ramaje; mientras ejercitaba sus danzas festivas Pan, numen universal, rodeado de las Gracias y las Horas, y seguido de una perpetua primavera. No era tan delicioso el Enna por donde Proserpina iba cogiendo flores, cuando ella, flor más hermosa aún, fue arrebatada por el tenebroso Plutón y ocasionó a su madre el dolor de buscarla por el mundo todo. Ni era tan apacible la floresta de Dafne, junto al Oronte; ni la que bañaba la inspiradora fuente de Castalia; ni la isla Nisea, cercada del río Tritón, donde el viejo Cam, a quien los gentiles llaman Ammón y los de la Libia Júpiter, ocultó a Amaltea y a su sonrosado hijo, el niño Baco, de la vista de su madrastra Rea. El mismo monte Amara, en que los reyes de Abisinia guardaban a sus hijos, tenido por algunos como el verdadero Paraíso, situado en la Etiopía cabe las fuentes del Nilo, aquel escarpado monte, puesto entre rocas de alabastro, que no podía subirse en todo un día, en manera alguna podía compararse con este jardín de Asiria, donde el príncipe infernal vio con desplacer tantos placeres juntos y tantas especies de vivientes seres, nuevas para él y desconocidas.

Dos de ellos de más noble figura, de cuerpo recto y elevado, recto como el de los dioses, ostentando una dignidad natural y una desnudez majestuosa, parecían los señores de aquel imperio, y se mostraban dignos de serlo. En sus celestiales miradas resplandecía la imagen de su Creador, la verdad, la inteligencia, la santidad pura y severa, que no excluía la verdadera libertad filial, de que procede la autoridad humana. No eran iguales ambos, ni parecían de un mismo sexo: él nacido para la reflexión y el valor, ella para la dulzura y la gracia seductora; él solo para Dios, ella para Dios y para él. La frente hermosa y ancha del uno y su sublime mirada indican su autoridad suprema; sus cabellos de color de jacinto, partidos por mitad, caen en varoniles bucles sobre sus hombros, pero sin pasar de ellos; la cabellera de la otra, de largas hebras doradas, extendida como un velo, desciende ondulando hasta su delicado talle, y se recoge en multitud de anillos, como se enredan los de las vides, emblema de dependencia, impuesta con el más tierno ascendiente, otorgada por ella, recibida por él y consagrada con actos de espontánea sumisión, de modesta resistencia y de esquivez tan dulce como amorosa. No había entonces en ellos parte alguna velada ni secreta; no conocían el falso pudor, ni la vergüenza que mancilla las obras de la naturaleza. Infame vergüenza, hija del pecado: ¡qué de zozobras causaste a la humanidad con esa mentida apariencia de pureza, privándonos de la mayor ventura de la vida, la sinceridad del corazón, la paz inmaculada de la inocencia!

Iban así ambos mostrando su desnudez, y como ignorantes del mal, sin ocultarse de las miradas de Dios, ni las de los ángeles. Iban asidos de las manos, con dos almas las más enamoradas que unió jamás en sus vínculos amor: Adán el más bello de los hombres que fueron sus hijos, y Eva la más hermosa de las mujeres. Sentáronse en el mullido césped, a la sombra de una espesura que exhalaba perfumadas auras, y cerca de una cristalina fuente. Habíanse ejercitado en el cultivo de su querido jardín cuanto bastaba a hacerles después grata la fresca impresión del céfiro y más dulce el reposo, y más refrigerante la satisfacción de la sed y el hambre. Sirviéronse de los frutos que eran su comida, frutos sabrosísimos que doblándose las ramas les ofrecían, y descansaban recostados sobre el blando musgo, tapizado de brillantes flores. De la corteza de los frutos que habían gustado, hacían vasos para apagar la sed con el agua del arroyo que rebosaba; y no faltaban en aquel banquete dulces requiebros ni cariñosas sonrisas, naturales en esposos dichosamente unidos por el vínculo nupcial, y que se veían a solas.

Alrededor de ellos jugueteaban todos los animales terrestres, que por su ferocidad fueron después perseguidos en bosques y desiertos, en montes y cavernas. Allí triscaba el león, meciendo suavemente entre sus garras al corderillo: osos, tigres, panteras y leopardos retozaban alegres en su presencia. Para divertirlos, desplegaba allí el monstruoso elefante todas sus fuerzas, retorciendo a uno y otro lado su flexible trompa; deslizábase hacia ellos la lisonjera serpiente, enroscando en complicados nudos sus escamas, y dando ya indicios de su fatal malicia, no conocida aún; y otros animales yacían sobre la yerba, unos que habiendo acabado de pastar fijaban los ojos con mirada inmóvil, otros que estaban rumiando y adormecidos; porque ya el sol iba declinando y apresurando el fin de su curso hacia las islas del océano, y los astros precursores de la noche subían por la ascendente escala del cielo; a tiempo que Satán, dominado del mismo asombro que al principio, y sin poder apenas recobrar su desfallecida voz, exclamaba así:

De la corteza de los frutos hacían vasos para apagar la sed.

«¡Oh Infierno! ¡Qué triste espectáculo se ofrece ante mis ojos! ¿Posible es que ocupen nuestro dichoso lugar y tan bienaventurados sean esos seres de otra especie, nacidos quizá de la tierra, que no son espíritus, y sin embargo tan poco se diferencian de los brillantes espíritus celestiales? No puedo contemplarlos sin asombro, y aun creo que podría amarlos; tan perfecta es su semejanza con la divinidad, y tal gracia ha comunicado a sus formas la mano de que han salido. ¡Oh bellísimas criaturas! No podéis figuraros el cambio a que estáis ya expuestos, y cuán pronto se trocará en desdicha vuestro bienestar; desdicha tanto mayor, cuanto más felices os juzgáis ahora. Bienaventurados sois; pero poca defensa tiene vuestra bienaventuranza para que dure mucho; y esa mansión sublime, vuestro cielo, no tiene toda la fortaleza que necesita un cielo para resistir al enemigo que ahora penetra en él. Yo no soy enemigo vuestro, antes bien os compadezco al veros así abandonados, y a pesar de la ninguna compasión que conmigo se ha tenido. Quiero formar alianza con vosotros, contraer una amistad tan íntima y tan estrecha que en lo sucesivo viva yo con vosotros, o vosotros viváis conmigo. No os parecerá mi mansión tan agradable como este risueño Paraíso, pero la aceptaréis, porque al fin es obra de vuestro Hacedor: él me la cedió a mí, y con igual generosidad os la cedo yo a vosotros. El infierno abrirá de par en par sus puertas para recibiros, y a recibiros saldrán también todos sus magnates. No os veréis allí reducidos a tan estrechos límites como estos, y tendréis suficiente espacio para vuestra innumerable descendencia. Si el lugar no es más delicioso, quejaos del que me obliga a tomar venganza de sus ofensas en vosotros, que no me habéis ofendido; y aunque vuestra cándida inocencia me inspire piedad, como en efecto me inspira, el público bien, que es preferible, y el honor de un imperio que, gracias a mi venganza, ensanchará sus límites con la conquista de un nuevo mundo, me obligan a hacer lo que de otra suerte, aun estando condenado, me repugnaría.»

Así discurría Satán, excusando con la necesidad, que es la razón de los tiranos, sus diabólicos proyectos; y descendiendo de la alta cima del árbol en que se había colocado, se introduce entre la bulliciosa turba de los cuadrúpedos, toma ya una, ya otra de sus formas, según convenía mejor a sus designios, observa de cerca su presa sin ser notado, y presta atención a sus palabras, y expía sus acciones para averiguar cuanto deseaba saber sobre su estado. Tan pronto, como león de fiero aspecto, da vueltas alrededor de ellos; o como tigre que descubre casualmente orillas de un bosque dos tiernos cervatillos retozando, se agacha contra la tierra y luego se levanta, y se mueve inquieto, a semejanza del enemigo que busca dónde mejor emboscarse, y por fin se lanza sobre ellos para asirlos a la vez, a cada uno con una garra. En esto Adán, el primer hombre, dirigiendo la palabra a Eva, la mujer primera, hizo que Satán se volviese todo oídos para escuchar aquel lenguaje para él tan nuevo.

«¡Oh mi única compañera, que eres parte de mi ser, y el más querido de todos cuantos me rodean! ¡Cuán infinitamente bueno es ese nuestro Hacedor, que además ha hecho todo este vasto mundo para nosotros, y que se muestra tan liberal de sus bondades, como poderoso e infinito en su grandeza! Nos ha sacado del polvo y puesto aquí, en medio de tanta felicidad, cuando nada merecíamos de su mano, cuando nada podemos hacer que él necesite; y en cambio solo un precepto nos impone, solo un deber fácil de cumplir: de todos los árboles de este Paraíso, que tan varios y deliciosos frutos nos ofrecen, únicamente nos prohíbe gustar del árbol de la ciencia, plantado junto al árbol de la vida. Cerca, pues, de la vida está la muerte; y que esta sea cosa terrible, no admite duda, pues sabes bien como el Señor ha dicho que el fruto de ese árbol es la muerte; única prohibición que ha impuesto a nuestra obediencia, en medio de tantos dones como nos ha otorgado, y de tan gran poder y supremacía como nos concede sobre todas las criaturas que pueblan la tierra, los aires y los mares. No nos parezca, por lo tanto, penosa semejante privación, teniendo, cual tenemos, libertad para gozar de todo lo demás, y para escoger entre tantos y tan varios deleites el que prefiramos; y así alabemos al Señor y agradezcámosle sus bondades, prosiguiendo en la grata ocupación de podar estos tiernos árboles y cultivar estas flores, trabajo que aun cuando fuera más penoso, a tu lado sería muy dulce.»

Y Eva le replicó de este modo: «¡Oh tú, de quien soy y para quien he sido formada, carne de tu carne, único objeto de mi existencia, que eres mi guía y mi superior! Justo y razonable es cuanto has dicho, pues debemos al Señor incesantes alabanzas y agradecimiento; y yo más particularmente, porque gozo de mayor suma de felicidad al gozarte a ti, cuya supremacía es de tal naturaleza, que no hallarás cosa que se te iguale. Acuérdome a cada instante de aquel día en que despertando del sueño por primera vez me vi reclinada en una umbría sobre las flores, admirada de mí, sin saber quién era, ni dónde estaba, ni de dónde o cómo había venido. No lejos de allí, de lo interior de una gruta, nacía murmurando un arroyuelo, que esparciendo su líquida corriente, quedaba después inmóvil, y tan puro como la bóveda del cielo. Dirigime a él con toda la irreflexión de mi inexperiencia, y me tendí en su verde orilla para contemplar aquel terso y brillante lago, que se asemejaba a otro firmamento; mas al inclinarme sobre él, vi que de pronto, enfrente de mí y dentro del agua, aparecía una figura que también se inclinaba para mirarme. Retrocedí asustada; ella retrocedió asimismo; plúgome acercarme de nuevo; plúgole a ella acercarse igualmente, y dirigirme también sus miradas con el mismo interés y amor. Hasta ahora la hubiera estado contemplando, llevada de una vana afición, si no hubiera sonado una voz que me dijo: «Eso que ves, eso que estás contemplando, hermosa criatura, eres tú misma; como tú aparece y desaparece; pero ven, y te llevaré adonde no sea una sombra el ser que anhela gozar de tu vista y de tus dulces brazos, el ser cuya imagen eres y de quien gozarás también en inseparable unión. Tú le darás una multitud de criaturas parecidas a ti, por lo que serás llamada madre de la especie humana.» ¿Qué había yo de hacer sino seguir ciegamente al que sin ser visto me atraía de aquella suerte? Di algunos pasos y te descubrí, tan bello y esbelto como eres, debajo de un plátano, aunque debo confesarte que no me pareció al pronto tu belleza tan dulce, tan seductora como la del lago. Traté de huir, pero tú me seguiste, gritando: «Vuelve acá, hermosa Eva. ¿De quién huyes? ¿Huyes de mí, siendo mía, siendo mi carne, mis propios huesos? Para darte la existencia, he cedido una parte de mí mismo; de lo más próximo a mi corazón ha salido la sustancia de tu vida; y para tenerte siempre a mi lado, dulce consuelo mío, mitad de mi alma, te estoy buscando; que sin ti mi ser se vería incompleto.» Y tu cariñosa mano asió la mía, y cedí a tu anhelo, y comprendí desde entonces cuánto la gracia varonil excede a la de la belleza, cuán superior es la inteligencia a toda otra hermosura.»

Así habló nuestra primera madre, y con miradas de casta seducción conyugal, y con el más tierno abandono, medio abrazándole se apoyó en nuestro primer padre, a quien hizo sentir la leve presión de su turgente seno, velado en parte por las rizadas ondas de su áurea cabellera. Enajenado él a la vista de tal beldad y de tan dóciles encantos, sonreíase henchido de amor, como sonríe Júpiter a Juno cuando fecundiza las nubes que siembran las flores de mayo sobre la tierra; y selló los labios de Eva con un ósculo purísimo. Apartó Satán la vista lleno de envidia; y dirigiéndoles de soslayo una mirada maligna y rencorosa, exclamó interiormente así:

«¿Hay espectáculo más odioso e insufrible? ¿Han de gozar encantados estos, uno en brazos de otro, de delicias superiores a las del Edén, y han de disfrutar tal cúmulo de venturas mientras yo vivo sumido en el infierno, donde no existe placer ni amor, sino un violentísimo deseo, que no es por cierto el menor de nuestros tormentos, deseo que no pueden consumir ni satisfacer tantas penas y martirios? Mas no debo echar en olvido lo que he llegado a saber de sus propios labios: no pueden disponer de todo a su voluntad; hay aquí un árbol fatal, llamado de la ciencia, cuyo fruto se les prohíbe. Estales pues vedada la ciencia, lo cual es sospechoso y contrario a la razón. ¿Por qué su Señor les envía esa ciencia? ¿Si será un delito el saber, si será la muerte? ¿Si toda su existencia se cifrará en su ignorancia, y su dicha en esta prueba de obediencia y de fidelidad? ¡Oh! ¡qué bello descubrimiento para fraguar su ruina! Encenderé en su ánimo un vivo deseo de saber, de infringir ese envidioso mandamiento, inventado sin duda para mantener en la humillación a unos seres cuya inteligencia los sublimaría al igual de los dioses. Pues bien: aspirando a esta gloria, gustarán de ese fruto, y morirán. ¿No es probable que suceda así? Pero antes es menester examinar muy prolijamente este jardín, y recorrer hasta sus últimos escondrijos. Una casualidad, una dichosa casualidad puede conducirme a sitio donde halle, bien orillas de una fuente, bien al abrigo de una sombría espesura, alguno de esos espíritus celestiales, que me ilustre respecto a lo que me falta averiguar. Vivid pues, felices amantes, mientras podáis: gozad durante mi ausencia de esos breves placeres, a los que sobrevendrán largas desventuras.»

Acabado de decir esto, se puso en marcha con arrogante y desdeñoso paso, aunque con astuta precaución, recorriendo bosques, colinas, valles y llanuras. Descendía entre tanto lentamente el Sol hacia el punto extremo en que el cielo parece tocar con el mar y con la tierra, y sus rayos, extendiéndose hasta el ocaso, reflejaban en la puerta Oriental del Paraíso. Era esta una roca de alabastro, que se alzaba hasta las nubes y que a larga distancia se descubría, accesible del lado de la tierra por medio de una subida que conducía a su alta entrada: el resto lo formaba un escapado risco, imposible de superar. Entre ambas pilastras de la roca se hallaba sentado Gabriel, caudillo de las guardas angelicales, esperando la llegada de la noche; y alrededor se ejercitaba en heroicos juegos la joven milicia del cielo desarmada, pero conservando a mano sus escudos, yelmos y lanzas, pendientes en pabellones y ostentando el brillo deslumbrador de sus diamantes y oro. De repente, envuelto en un rayo de sol y atravesando la claridad del crepúsculo, aparece Uriel, rápido como una estrella que se desliza en otoño durante la noche, cuando henchidos los aires de inflamados vapores, muestran al navegante el punto desde donde se lanzarán contra él los vientos desencadenados; y apresuradamente empezó a decir:

Con esta promesa, volvió Uriel a su región...

«Gabriel, pues tienes a tu cargo la guarda y vigilancia de esta mansión venturosa, para impedir que nada malo se acerque aquí ni penetre en ella, sabe que hoy mismo, en la mitad del día, llegó a mi esfera un espíritu, deseoso al parecer de contemplar las maravillas más admirables del Omnipotente, y sobre todo al Hombre, última criatura hecha a su imagen. Le indiqué el camino que con mayor rapidez podía seguir; observé la dirección de su vuelo, y al verle detenerse en la montaña que cae al norte del Edén, noté que sus miradas eran poco propias del cielo y que había en ellas algo de sombrío. Le seguí con la vista, pero le he perdido entre estas espesuras; y temo no sea alguno de los espíritus rebeldes, que salido del abismo, venga a suscitar aquí nuevas perturbaciones: tú cuidarás de descubrir dónde se oculte.»

Y el alado guerrero le respondió: «No me admira, Uriel, que residiendo tú en la brillante esfera del sol, abarques con tu penetrante mirada inmensas distancias y profundidades. Nadie puede burlar la vigilancia que aquí se ejerce, pasando por esta puerta, sino quien conocidamente proceda del cielo; y del mediodía hasta ahora no se ha presentado ser alguno celestial. Si otro de diferente naturaleza, como el que tú has descrito, ha traspasado estos límites terrestres con algún designio, ya conoces cuán difícil es oponer obstáculos materiales a una sustancia divina; mas cualquiera que sea la forma con que se encubra ese que dices, si se ha introducido dentro del recinto de estos muros, le hallaré mañana al rayar el día.»

Con esta promesa volvió Uriel a su región, llevado por el mismo rayo luminoso cuyo más elevado extremo le hizo descender con mayor rapidez al sol, que en aquella hora llegaba debajo de las Azores, fuese porque a impulso de una increíble velocidad hubiera ya terminado su diario curso, fuese porque la tierra, girando menos acelerada y abreviando su curso hacia el oriente, dejase a aquel astro iluminar con sus purpúreos y áureos fulgores las nubes que rodean su trono en el ocaso.

Llegó por fin la tranquila Noche, y el pardo Crepúsculo cubrió el mundo con su triste manto. Seguíale el Silencio, y animales y aves se retiraban, ellos a sus guaridas, estas a sus nidos, todos enmudeciendo, menos el vigilante ruiseñor, que empleaba la noche en ensayar sus amorosos e incesantes trinos. ¡Qué encanto tenía el silencio! Poblábase de resplandecientes zafiros la bóveda del firmamento; y Héspero, caudillo de la estrellada hueste, se distinguía por lo luminoso, hasta que apareciendo la luna, reina de pálida majestad, ostentó su incomparable brillo, y ahuyentó las tinieblas con su plateada luz.

A este tiempo Adán conversaba así con Eva: «Querida esposa mía: esta hora de la noche y los seres todos que se entregan al descanso, nos brindan con igual reposo. Para el hombre ha establecido Dios el trabajo y el descanso, como la alternativa del día y de la noche; y el rocío del sueño, que tan oportunamente hace sentir ahora su dulce peso a nuestros ojos, viene a cerrar nuestros párpados. Las demás criaturas que durante el día vagan ociosas y sin cuidado, tienen menos necesidad de reposo, menos que el hombre, que da ocupación diaria a su cuerpo e inteligencia, en lo cual prueba su dignidad, y el galardón con que recompensa el cielo sus acciones, porque los otros animales no ejercitan así su actividad, ni Dios toma en cuenta lo que ejecutan. Mañana, antes que la fresca aurora anuncie en el oriente la proximidad del día, deberemos levantarnos, y volver a nuestro agradable trabajo, aclarando aquella enramada, y más allá desembarazando las verdes calles por donde paseamos al mediodía, pues nos estorba la espesura del ramaje que esteriliza todas nuestras faenas, y que requiere más número de manos, si ha de atajarse su desmedida exuberancia; al paso que debemos también limpiar la tierra de las flores caídas y de las gomas que han destilado sobre ella, porque únicamente sirven para afearla y obstruirla, impidiéndonos caminar con facilidad. Entre tanto, la naturaleza quiere y la noche manda que descansemos.»

A lo cual Eva, hermosísima criatura, respondió: «Dueño mío, de quien procedo: lo que tú mandes, obedeceré sumisa; Dios lo ha dispuesto así; Dios es mi ley, tú la mía, y en no excederse de ella consiste toda la ciencia, todo el mérito de la mujer. Embelésanme tus palabras hasta el punto de hacerme olvidar el tiempo, sus mudanzas y el transcurso del día, porque contigo todo es igualmente agradable para mí. Agradable es el ambiente de la mañana, dulces sus albores y los primeros cánticos de las aves; hermoso el sol, cuando en este amenísimo jardín derrama sus orientales destellos sobre el césped, los árboles, los frutos, y las flores esmaltadas por el rocío; exhala aromas la tierra, fecundada por mansas lloviznas, y es encantadora la paz de la tarde, como el silencio de la noche, en que solo se oye la voz solemne de su cantor, y como la belleza de la luna y todas esas esmeraldas del cielo que forman su luminosa corte. Pero ni el fresco ambiente de la mañana, ni los primeros cantos de las aves, ni el sol que inunda este jardín ameno, ni los céspedes, frutos y flores esmaltadas por el rocío, ni el perfume que tras mansa llovizna embalsama la tierra, ni la apacible tarde y la deliciosa noche con su cantor solemne, ni el pasear a la luz de la luna o a la trémula claridad de las estrellas, nada hay para mí tan dulce como tú mismo. Mas ¿por qué esos astros están luciendo toda la noche? ¿Para quién es ese magnífico espectáculo, si tiene cerrado el sueño todos los ojos?»

«Hija de Dios y el Hombre, Eva hermosa, replicó nuestro primer padre; esos astros que giran alrededor de la tierra, llevan de una en otra región su luz, que ha de alumbrar aun a naciones que todavía no existen, y que brilla apareciendo y ocultándose para evitar que la noche, envolviéndolo todo en su oscuridad, recobre su antiguo imperio y prive de la vida a toda la naturaleza. Y no solo esparcen claridad esos templados astros, sino que con su benigno calor diferentemente graduado lo vivifican, calientan, templan y mantienen todo, o comunican parte de su virtud interior a los demás seres, a todas las producciones de la tierra, disponiéndolas a recibir del sol con mayor eficacia su cabal acrecentamiento. Y aunque en la profunda noche falte quien los contemple, no por eso resplandecen en vano; porque no pienses que aun dado que el hombre no existiera, dejaría ese cielo de tener admiradores, ni Dios quien le tributase alabanzas; que mientras velamos, mientras dormimos, recorren invisibles la tierra millones de criaturas espirituales, y día y noche alaban sin cesar y contemplan las obras del Creador. ¡Cuántas veces desde la cumbre de la sonora montaña o de lo interior de los bosques llegan a nosotros voces celestiales a la mitad de la noche, que ya solas, ya respondiéndose unas a otras, ensalzan al Omnipotente! Con frecuencia se oyen sus coros y nocturnas veladas, y al divino son de los instrumentos que acompañan sus melodías, media la noche su espacio, y se elevan al cielo nuestros pensamientos.»

Así iban los dos discurriendo, y asidos uno a otro de la mano, entran solos en su deliciosa gruta. Era un sitio elegido por el soberano Señor, y dispuesto de manera, que nada echase allí de menos el Hombre de cuanto pudiera deleitarle. Formaban el laurel y mirto entrelazados una tupida bóveda de fuertes y olorosas hojas; el acanto y toda especie de arbustos aromáticos, un verde muro por uno y otro lado, que adornaban como rico mosaico mil y mil flores brillantes, el iris con sus tornasoladas tintas, las rosas y el jazmín, unidas a sus esbeltos tallos. Los pies descansaban sobre un lecho de violetas, de azafrán y de jacintos, que cubriendo el suelo como vistoso pavimento, hacían resaltar sus colores más vivos que los de las piedras más preciosas. Ninguna otra criatura, aves, cuadrúpedos ni reptiles, osaba acercarse allí: tal era el respeto que inspiraba el Hombre; y jamás se ideó mansión tan umbría, sagrada y solitaria que sirviese de templo al dios Pan o a Silvano, ni a las Ninfas y Faunos, númenes de las selvas.

Allí, en aquel apartado retiro, entre flores, guirnaldas y perfumadas yerbas, se desposó Eva embelleciendo su lecho nupcial por primera vez; y los coros celestiales cantaron su himeneo el día en que su ángel tutelar la entregó a nuestro primer padre, más ataviada, más encantadora en medio de su desnudez que Pandora, en quien los dioses apuraron todos sus dones, cuando (¡oh fatal semejanza en la desventura!) cuando llevada por Hermes al insensato hijo de Jafet, sedujo con sus dulces miradas al género humano para vengarse del que había robado el primitivo fuego de Jove.

Llegado pues que hubieron a su umbrosa gruta, se detuvieron ambos, y volviendo los ojos al firmamento, adoraron al Dios que hizo la tierra, el aire, el cielo que estaban contemplando, el luciente globo de la luna y las estrellas que poblaban la azulada bóveda.

«Obra tuya es también la noche, Omnipotente Hacedor, y obra tuya el día que acaba de expirar y que hemos empleado en el trabajo que nos está prescrito, con la dicha de auxiliarnos y amarnos mutuamente, colmo de todos los bienes que nos otorgas. Este delicioso lugar es sobrado extenso para nosotros, y su abundancia tal, que no hay quien participe de ella, ni quien recoja cuanto su suelo da de sí; pero tú has prometido que de nosotros dos nacerá una raza que ha de llenar la tierra, y glorificar como nosotros tu infinita bondad, lo mismo cuando despertamos a la luz del día, que cuando, como ahora, aspiramos a gozar del sueño.»

Estas alabanzas pronunciaron los dos con unánime afecto, sin observar otro rito que una pura adoración, que para Dios es el más agradable; y enlazadas las manos, entraron en su gruta, y se retiraron a lo más apartado de ella. No tuvieron que despojarse del molesto disfraz que nosotros vestimos, sino que yaciendo uno al lado de otro, Adán estrechó a su hermosa Eva, y esta aceptó los misteriosos deberes que su santo vínculo le imponía. Dejemos que austeros hipócritas encarezcan las perfecciones de la castidad, el respeto a los lugares sagrados y a la inocencia, y que condenen como impuro lo que Dios ha purificado, lo que prescribe a unos y lo que concede a la libertad de todos. El Señor manda que nos multipliquemos, y ¿quién sino el autor de nuestra ruina, el enemigo de Dios y el Hombre, puede obligarnos a lo contrario?

¡Salve, amor conyugal, misteriosa ley, origen verdadero de la vida humana, único don propio del Paraíso, en que todas las cosas eran comunes! Por ti se ven libres los hombres del adúltero furor que los iguala con los brutos; por ti fueron engendrados los dulces afectos que el cariño, la fidelidad, la justicia y la pureza establecieron por primera vez, y los sagrados vínculos de padre, hijo y hermano. ¿Cómo he de ver yo en ti nada de criminal ni vituperable, nada que sea indigno de la más santa morada, cuando eres fuente perpetua de doméstica ventura, tálamo candoroso y casto, en estos como en los pasados tiempos, y cuando gozaron de ti los santos y los patriarcas? En ti logra amor el acierto de sus doradas flechas; en ti luce su inextinguible antorcha y posa sus purpúreas alas; y en ti se ven cifrados sus encantos todos, no en las improvisadas caricias, en la sonrisa venal de falsas, insípidas e impúdicas mercenarias, ni en los cortesanos galanteos, festejos, mascaradas, músicas y bailes con que antojadizos amantes hacen gala de una pasión que más bien es digna de menosprecio. Estrechamente enlazados sus desnudos miembros, duermen ambos esposos al compás de los cantos con que les regalan los ruiseñores, y coronados por la lluvia de rosas que les renuevan los primeros albores de la mañana. Gozad de ese sueño, felices consortes, doblemente venturosos si no aspiráis a mayor ventura, ni a saber más de lo que sabéis.

Ya la noche había recorrido la mitad de su órbita sublunar, y el cono que su sombra forma llegaba a la mayor altura de la anchurosa bóveda celeste; y ya saliendo por la puerta de marfil, a la hora y con las armas que acostumbraban, se disponían los querubines a su nocturna ronda, desplegando aparato bélico, cuando dijo Gabriel al que más se acercaba a él en autoridad: «Llévate en pos, Uziel, la mitad de esa legión, y recorre en torno la parte del mediodía con la más cuidadosa vigilancia; que la otra mitad se dirija al norte, y dando nosotros la vuelta, nos reuniremos en el occidente.» Divídense con la rapidez de la llama, unos hacia el lado del escudo, otros hacia el de la lanza[81]; y llamando el mismo Gabriel a dos ángeles que estaban a su lado y se distinguían por su denuedo y sagacidad, les dio la siguiente orden: «Id, Ituriel y Zefón, id a recorrer el Edén con toda la presteza que os sea posible; no dejéis de explorar rincón alguno, y sobre todo la mansión de aquellas dos bellísimas criaturas, que quizás en estos momentos están durmiendo, sin recelar de ningún peligro. Esta tarde, al declinar el sol, vino un Ángel a participarme que había visto un espíritu infernal (¿quién había de sospecharlo?) que escapándose del infierno, se encaminaba a este Paraíso, sin duda con algún propósito siniestro; y así donde quiera que le halléis, apoderaos de él y traedle a mi presencia.»

No dijo más, y se puso delante de su brillante hueste, que eclipsaba el resplandor de la luna, mientras los dos ángeles se encaminaban directamente al sitio en que podían hallar a su Enemigo; y allí en efecto le encontraron bajo la forma de un sapo inmundo, agachado junto al oído de Eva. Por medio de esta diabólica astucia, procuraba insinuarse en los órganos de su imaginación y sugerirle a su antojo mil ilusiones, sueños y devaneos, o inspirándole su ponzoñoso aliento, inficionar sus espíritus vitales, nacidos de lo más puro de la sangre, como los vapores que exhala arroyuelo cristalino, y suscitar en su mente insensatos y desasosegados pensamientos, esperanzas vanas, propósitos ambiciosos, deseos inmoderados, henchidos de altivos conceptos, que dan origen a la soberbia.

Al descubrirle así Ituriel, tocole ligeramente con el cabo de su lanza. No puede la impostura resistir el contacto de un arma celestial, y por fuerza tiene que recobrar su propia forma; como le aconteció a Satán, que se estremeció todo al verse descubierto y sorprendido; y a la manera que prende una chispa en el montón de pólvora acopiada para el almacén que se forma al menor indicio de guerra, y encendido el negro grano, estalla de repente e inflama el aire, no menos pronto se levantó el odioso Enemigo en su natural figura. Dieron un paso atrás los ángeles al presentárseles tan súbitamente transformado el terrible rey; pero ajenos a todo temor, se acercaron a él, diciéndole: «¿Cuál eres tú de los espíritus rebeldes precipitados en el infierno? ¿Cómo te has evadido de allí, y por qué estás en acecho, obrando traidoramente, junto a la cabeza de los que duermen?»

«¡Ah! ¿no me conocéis? replicó Satán con desdeñoso tono. ¿No sabéis quién soy? Pues bien me conocisteis en otro tiempo, cuando en vez de igualaros conmigo, reinaba yo allí, adonde no osabais encumbrar el vuelo. Desconocerme ahora, vale tanto como desconoceros a vosotros mismos, que sois sin duda los últimos de vuestras filas. Y si no ignoráis quién soy ¿a qué preguntarlo, comenzando vuestro mensaje tan inútilmente como habéis de concluirlo?»

Los dos ángeles se encaminaban en busca de su enemigo.

A lo que Zefón, devolviendo desprecio por desprecio, le contestó: «No juzgues, espíritu rebelde, que esa forma, en que tan menguado aparece tu esplendor, pueda darte a reconocer, pues no brillas ya en el Cielo inocente y puro, y estás muy distante de aquella gloria que ostentabas cuando eras fiel: ahora llevas impreso el crimen en tu semblante, y en la frente la lúgubre oscuridad de tu morada. Pero ven con nosotros, y no dudes de que tendrás que dar cuenta al que nos envía, a cuyo cargo está la custodia de este lugar inviolable y la incolumidad de esos dos seres que están durmiendo.»

De este modo habló el Querubín, y su grave y severa reprensión añadió invencible gracia a su juvenil belleza. Quedó confuso Satán; comprendió cuán incontrastable es el proceder recto, cuán amable en sí misma la virtud, y no pudo menos de dolerse de su pérdida, aunque más se dolió todavía de que tan visible fuese la decadencia de su esplendor; y sin embargo, no quiso mostrar apocamiento. «Si he de combatir, dijo, será como superior contra superior, con el que manda, no con el que es mandado, o con todos a la vez; que en esto me cabrá más gloria, o por lo menos no perderé tanto.» A lo que con valentía replicó Zefón: «El miedo de que estás poseído nos ahorrará de un empeño que el último de nosotros bastará a realizar contra ti, perverso, y contra tu impotente debilidad.»

Enmudeció el infernal príncipe al oír esto, devorando interiormente su rabia, como soberbio corcel, que al sentir el freno, salta irguiendo la cabeza y tascando el férreo bocado. Tan inútil le parecía la fuga como el combate; embargábale el corazón un temor que procedía de poder más alto, cuando nada le había hasta entonces intimidado. Iban acercándose al punto del occidente en que, terminada ya su excursión, volvían los ángeles y se congregaban para recibir nuevas órdenes; al frente de los cuales puesto Gabriel, su caudillo, con voz sonora les dijo así: «Por esta parte, amigos, oigo pasos acelerados, y descubro a Ituriel y Zefón en medio de la oscuridad. Con ellos viene otro de soberana apariencia, pero muy decaído de su brillantez, que por su arrogante ademán parece el príncipe del Infierno. Determinado se muestra, según su aspecto, a no salir de aquí sin empeñar combate. Preparaos, pues: en su hosco ceño trae pintada la provocación.»

No había acabado de decir esto, cuando acercándose los dos ángeles, le refieren sucintamente quién es aquel; dónde le habían hallado, cuál era su ocupación, y en qué forma y actitud había tratado de ocultarse; y dirigiéndole Gabriel una penetrante mirada: «¿Por qué, le preguntó, has traspasado los límites a que te ves reducido por tu crimen? ¿Por qué vienes a perturbar en su ministerio a los que no se han dejado llevar de tu detestable ejemplo, y tienen por lo mismo derecho y facultad para impedir tu temerario acceso a estos lugares? ¿No hay más que violar la tranquila morada de los que Dios ha establecido aquí y colmado de bendiciones?»

Y con sonrisa de menosprecio le respondió Satán: «Gabriel, en el Cielo tenías fama de perspicaz, y como tal te contemplaba yo; pero esas preguntas me hacen dudar de tu buen acuerdo. ¿Hay alguien que viva contento entre suplicios? ¿Hay quién, pudiendo, no anhele evadirse del infierno, aunque esté condenado a vivir en él? Por cierto debes tener que a estarlo tú, lo desearías, y atropellarías por todo con tal de hallar sitio, por lejano que fuese, libre de tanta penalidad, donde esperases trocar el dolor en alegría y en presto alivio, y los tormentos en bienestar. Esto es lo que aquí busco, y lo que tú, que nunca has experimentado males, sino venturas, no acertarías a comprender. ¿A qué me pones por delante la voluntad del que nos aprisiona? Que refuerce con más seguros reparos sus puertas de hierro, si ha de tenernos sumidos en sus lóbregos calabozos. Esto es cuanto tengo que responderte: por lo demás, la verdad te han referido: como esos te han dicho, me hallaron; lo cual, sin embargo, no implica violencia ni exceso alguno.»

A estas palabras dichas en tono desdeñoso, contestó el Ángel guerrero no menos intencionadamente: «¡Oh, qué dechado tan cabal de cordura se perdió el cielo el día que Satán fue arrojado de él! Fue arrojado de él por su insensatez; y llega ahora aquí fugitivo de su prisión y abrigando la grave duda de si debe o no tenerse por perspicaz al que le califica de temerario en invadir esta región, y traspasar los límites de aquella a que está condenado en el infierno: tan natural contempla el evadirse de sus tormentos y su castigo. Sigue en tu presunción, soberbio, hasta que la cólera que nuevamente suscitas con tu fuga descargue en ti siete veces, hasta que el azote que te haga volver a tus cadenas persuada a tu gran prudencia de que no hay castigo proporcionado a la infinita indignación que semejante culpa provoca. Pero ¿por qué vienes solo? ¿Por qué no te siguen tus huestes infernales? ¿Son los tormentos más llevaderos para ellos que para ti, y por esto no tratan de evitarlos? ¿O es que no cuentas tú con tanto valor para resistirlos? Pues, intrépido caudillo, que has sido el primero en librarte de tus tormentos: si hubieras manifestado a tus secuaces la causa de tu evasión al abandonarlos, seguramente no te hubieran dejado venir solo ni fugitivo.»

No pudo ya Satán reprimir su ira y exclamó: «Valor más que nadie tengo, ángel insolente, para soportar mis penas. Sobrado sabes que fui yo tu más terrible enemigo en aquella lid en que la fulminante furia del trueno vino tan presto en auxilio tuyo, en auxilio de tu lanza, que por sí no inspiraba temor alguno. Pero tus palabras, tan irreflexivas como siempre, muestran la inexperiencia en que estás de lo que debe hacer un caudillo fiel a su deber y aleccionado por los malos sucesos de su fortuna, que es no exponerlo todo a peligrosos trances, sino experimentarlos primero él mismo. Por esto he cruzado yo solo estos desiertos espacios, y venido a reconocer este mundo nuevamente creado, cuya fama no ha podido menos de llegar hasta los infiernos. Espero encontrar aquí morada más venturosa, y establecer en la tierra o en las regiones aéreas mis potestades proscritas, aunque para conquista tal fuese menester embestir otra vez contra ti y tus bienhadadas legiones; que más fácilmente os acomodáis a la servidumbre del Señor entronizado en los cielos, a entonar himnos en su alabanza y a incensarle de lejos, que a la dureza de los combates.»

Lo cual oído por Gabriel, prosiguió en estos términos: «Decir y desdecirse, encarecer primero el mérito de la fuga y desempeñar después el oficio de espía, no es propio de un caudillo, sino de un embaucador. ¿Cómo te atreves a suponerte fiel a tu deber? ¡Que así profanes el nombre, el sagrado nombre de tu fidelidad! Y ¿a quién eres fiel? ¿A tu rebelde muchedumbre? ¿A ese tropel de réprobos, dignos de ser mandados por tan digno jefe? ¿Consistía vuestra disciplina, la fe que jurasteis y vuestra obediencia militar en alzaros desleales contra el Poder supremo? Y por otra parte, falso hipócrita, que ahora te vendes por paladín de la libertad, ¿quién más lisonjero, más humilde y servil adorador que lo fuiste tú un día del invencible Rey de los cielos, sin duda con la esperanza de destronarle así mejor y empuñar su cetro? Pues, oye, y haz lo que te prevengo: sal de aquí, y huye al lugar de donde has salido; que si subsistes un momento más en estos sagrados confines, arrastrando y cargado de hierros te volveré a tu infernal mazmorra, y quedarás enclavado allí, de suerte que no te burles otra vez de las fáciles puertas del infierno, ya que tan débiles te parecen.»

Amenazole así; pero Satán le oía con indiferencia, y encendido en nuevo furor, repuso: «Cuando sea tu cautivo, querubín orgulloso, háblame de cadenas: ahora disponte a sentir el peso de mi poderoso brazo. Jamás te abrumó otro tal, ni aún cuando el Soberano celeste cabalgaba sobre tus alas, y uncido con otro como tú, acostumbrados al mismo yugo, tirábais de su carro triunfal, y andábais por los caminos del cielo empedrados de estrellas.»

Mientras esto decía, ardían en enrojecido fuego los angélicos escuadrones, y desplegando en circular ala sus falanges, le rodeaban, apuntándole con sus lanzas; como cuando en los campos de Ceres, maduras para la siega, se mecen las apiñadas espigas, inclinándose a uno y otro lado, según de donde se agita el viento; y el labrador las contempla con inquietud, temiendo que todos aquellos haces en que cifra su mayor logro, no vengan a convertirse en inútil paja.

Alarmado Satán en vista de aquella actitud, hizo sobre sí un esfuerzo y dilató sus miembros hasta adquirir las desmedidas proporciones y fortaleza del Atlas o el Tenerife. Toca su cabeza en el firmamento, y lleva en su casco el Horror por penacho de su cimera; ni carece tampoco de armas, dado que empuña una lanza y un escudo. Tremenda lid se hubiera suscitado entonces, que no solo el Paraíso, sino la celeste bóveda hubiera conmovido en torno, y aun puesto en grave conflicto todos los elementos a impulsos de choque tan irresistible, si previniendo aquella catástrofe, no hubiera el Omnipotente suspendido en el cielo su balanza de oro, que desde entonces vemos brillar entre Astrea y el Escorpión. En aquella balanza había pesado Dios todo lo creado, la tierra esférica en equilibrio con el aire; y ahora pesa del mismo modo los acontecimientos, la suerte de las batallas y de los imperios. Puso a la sazón en contrapeso el resultado de la fuga y el del combate, y el segundo subió rápidamente hasta dar en el fiel que lo señalaba; y entonces dijo Gabriel a su Enemigo:

«Conozco, Satán, tus fuerzas, como tú conoces las mías: ni unas ni otras nos pertenecen; Dios nos las ha prestado. ¡Qué insensatez jactarnos de lo que han de hacer nuestras armas, cuando no hemos de llegar sino a lo que permita el cielo! Tu poder es el que él consiente; el mío a la sazón doble, para que yazcas a mis pies, como cieno que eres. Y si de ello quieres tener una prueba, mira allá arriba, y leerás tu suerte en el celeste signo donde se pesa, donde se muestra cuán liviana y débil sería la resistencia.»

Miró en efecto Satán, y vio cuán desfavorable le era el movimiento de la balanza. No esperó más; huyó, lanzando denuestos, y en pos de él huyeron las nocturnas sombras.

No esperó más, y huyó lanzando denuestos.

Incorporose para fijar mejor su mirada en aquella hermosura.

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