Libro tercero

Argumento

Sentado Dios en su trono, ve a Satán, que vuela hacia el mundo nuevamente creado, y mostrándole a su Hijo, que reside a su diestra, le predice cómo intentará y logrará aquel pervertir al género humano. Pone a salvo de toda imputación su justicia y sabiduría, dado que ha hecho al Hombre libre y capaz de resistir a las tentaciones de su enemigo; y anuncia su designio de perdonarle, atendiendo a que no se dejará llevar de su propia perversidad, como Satán, sino de la seducción de este. El Hijo glorifica al Padre por su bondad, pero Dios declara al propio tiempo que no podrá conceder su gracia al Hombre sin que la justicia divina quede satisfecha, porque al atentar contra su poder, aspirando a la divinidad, se ha hecho reo de muerte con toda su descendencia, y debe morir, a no ser que haya alguien capaz de reparar su culpa, sufriendo el castigo de ella. El Hijo de Dios se ofrece entonces voluntariamente a rescatar al Hombre; acepta el Padre la oferta, ordena su encarnación, y dispone que sea exaltado sobre todo cuanto existe en el cielo y en la tierra. Manda luego a todos sus ángeles que le adoren; obedécenle ellos, y al compás de sus arpas, entonan himnos de gloria en loor del Omnipotente y de su Hijo. Entretanto, desciende Satán a la superficie exterior del globo terráqueo, y divagando por uno y otro punto, llega a un lugar llamado posteriormente el Limbo de la Vanidad. Qué seres y qué cosas se dirigen volando hacia el mismo sitio. Acércase después a las puertas del cielo, y se describen las gradas por donde se sube a él, así como las aguas que corren por encima del firmamento. Pasa Satán a la órbita del Sol, y encuentra a Uriel, rector de aquella esfera; pero antes toma la forma de un ángel inferior, y pretextando un religioso deseo de contemplar el mundo nuevamente creado, y al Hombre colocado por Dios en él, procura averiguar cuál es su morada. Indícasela Uriel, y Satán dirige a ella su vuelo, deteniéndose primeramente en la cima del Nifates.

¡Salve, sagrada luz, hija primogénita del cielo[69] o destello inmortal del eterno Ser! ¿Por qué no he de llamarte así, cuando Dios es luz, y cuando en inaccesible y perpetua luz tiene su morada, y por consiguiente en ti, resplandeciente efluvio de su increada esencia? Y si prefieres el nombre de puro raudal del éter, ¿quién dirá cuál es tu origen, dado que fuiste antes que el sol, antes que los cielos, cubriendo a la voz de Dios, como con un manto, el mundo que salía de entre las profundas y tenebrosas ondas, arrancado al vacío informe e inconmensurable?

Vuelvo ahora a ti nuevamente con más atrevidas alas, dejando el Estigio lago, en cuya negra mansión he permanecido sobrado tiempo. Mientras volaba cruzando tenebrosas regiones y menos sombríos ámbitos, canté el Caos y la eterna Noche en tonos desconocidos a la cítara de Orfeo. Guiado por una musa celestial, osé descender a las profundas tinieblas, y remontarme de nuevo, arduo y penoso empeño. Seguro ya, vuelvo a ti, siento tu influencia vivificadora; pero tú no iluminas estos ojos, que en vano buscan tu penetrante rayo sin descubrir claridad alguna: a tal punto ha consumido sus órbitas invencible mal, o se hallan cubiertas de espeso velo. Mas alentado por el amor que me inspira sagrados cantos, recorro sin cesar los sitios frecuentados por las Musas, las claras fuentes, los umbríos bosques, las colinas que dora el sol; y a ti sobre todo ¡oh Sión! a ti, y a los floridos arroyos que bañan tus santos pies y se deslizan con suave murmullo, me dirijo durante la noche. Ni olvido tampoco a aquellos dos, iguales a mí en desgracia (¡así los igualara en gloria!), el ciego Tamiris y el ciego Meónides[70], ni a los antiguos profetas Tiresias y Fineo[71], deleitándome entonces con los pensamientos que inspiran de suyo armoniosos metros, como el ave vigilante que canta en la oscura sombra, y oculta entre el espeso follaje, hace oír sus nocturnos trinos.

Así con el progreso del año vuelven las estaciones; mas para mí no vuelve jamás el día: no veo los dulces albores de la mañana, ni el crepúsculo de la tarde, ni la flor de la primavera, ni la rosa del estío, ni los rebaños de los prados, ni la faz divina del Hombre. Sumido entre tinieblas y eternas nubes, apartado de las gratas sendas de la vida humana, no me ofrece el libro cuyo estudio es tan interesante, más que una inmensa página en blanco, donde están borradas para mí las obras de la naturaleza, y la sabiduría halla cerrada en uno de mis sentidos la puerta que más fácil entrada le dejaría.

Brilla, pues, dentro de mí con más esplendor ¡oh celeste luz! Ilumina con tus rayos las potencias todas de mi alma; pon ojos en ella; purifica y presérvala de las sombras que la envuelven, para que pueda ver y narrar cosas invisibles a la vista de los mortales.

Desde las cumbres del puro empíreo, donde ocupando su trono, domina sobre las mayores eminencias, inclinó una mirada el omnipotente Padre para contemplar a la vez sus obras y las obras de sus criaturas. Agrupábanse en torno suyo todas las santidades del cielo, como otras tantas estrellas, y se gozaban en su vista con indecible bienaventuranza: a su diestra tenía asiento su único Hijo, radiante imagen de su gloria. Dirigió su vista a la Tierra, fijándola en nuestros dos primeros padres, únicos seres de la especie humana, que colocados en un jardín delicioso, saboreaban inmortales frutos de paz y amor, inalterable paz, amor sin igual en aquella soledad dichosa. Miró después al infierno, y al abismo que le separa del mundo, y vio a Satán volando por la tenebrosa atmósfera, en torno de los límites del cielo, y hacia la región de la Noche, inclinado a posar sus fatigadas alas y su pie impaciente en la árida superficie de este mundo, que le parecía un globo sólido y sin firmamento. Dudaba si era océano u aire aquel espacio; y observándole Dios con la profunda mirada que penetra en el presente, el pasado y el porvenir, dirigió a su Unigénito estas proféticas palabras:

«¿Ves, Hijo mío, el furor de que está poseído nuestro adversario? Ni la estrechez en que se halla, ni las barreras del infierno, ni las cadenas de que está cargado, ni aún el vacío inmenso del abismo bastan para contenerle: tanto le ciega la desesperación de una venganza que recaerá sobre su rebelde cabeza. Rotos ahora los lazos que le oprimían, se acerca al cielo, a la región de la luz, dirigiéndose al mundo nuevamente creado, con el intento de destruir por la fuerza al Hombre que mora allí, o lo que es peor, pervertirle con algún artificioso engaño. Y lo conseguirá; porque atento el Hombre a sus falaces lisonjas, y quebrantado fácilmente mi único mandato, la única prueba que exijo de su obediencia, caerá no solo él, sino toda su infiel progenie.

»¿A quién podrá culpar, a quién más que a sí propio? ¡Ingrato! Le concedí cuanto podía anhelar; le inspiré la justicia, la rectitud, la fuerza para sostenerse, aunque con la libertad para caer; del propio modo creé a todas las potestades y espíritus etéreos, así a los que permanecieron fieles, como a los que se rebelaron, pues libres fueron los unos para sostenerse, los otros para caer. Sin esta libertad, ¿qué prueba sincera hubieran podido dar de verdadera obediencia, de constante fe ni de amor, obrando solo por necesidad, no voluntariamente? ¿De qué alabanza se hubieran hecho merecedores? ¿Qué satisfacción había de causarme semejante obediencia, cuando la voluntad y la razón (que en la razón también hay albedrío), tan vana la una como la otra, privadas ambas de libertad y ambas pasivas, cedieran a la necesidad, no a mi precepto?

»Así creados, y conforme al derecho de que disfrutan, no pueden en justicia acusar a su Hacedor, ni a su naturaleza, ni a su destino, cual si este avasallase su voluntad o dispusiera de ellos por un decreto absoluto o una prevención suprema. Ellos mismos han decidido su rebelión, no yo; yo la tenía prevista, mas semejante previsión no redunda en disculpa suya, que no por haber dejado de preverla hubiera sido menos segura. Así pues, sin que los impulse nadie, sin poder achacarlo al destino, ni a una predestinación inmutable por parte mía, ellos son los que pecan, ellos los autores de su mal, en que caen deliberadamente o por su elección. Libres los he formado; libres deben permanecer hasta que ellos mismos vengan a esclavizarse, pues de otra suerte me sería forzoso cambiar su naturaleza, revocando el supremo decreto, inmutable y eterno, por el cual les fue otorgada su libertad. Ellos solo son la causa de su caída.

»Los primeros culpables cayeron instigados, tentados por sí mismos, y por su propia depravación: el Hombre cae engañado por aquellos rebeldes, y por lo mismo obtendrá gracia; los otros no. Por la misericordia y la justicia triunfará mi gloria así en el cielo como en la tierra: mas la misericordia, desde el principio al fin, será la que resplandezca más.»

Mientras hablaba así Dios, se difundía por todo el cielo un aroma de perfumada ambrosía que comunicaba a los elegidos espíritus de los bienaventurados el inefable gozo de un nuevo júbilo. Mostraba el hijo de Dios la expresión de una gloria sin igual; veíase en él sustancialmente reproducido su Padre en toda su plenitud; y en su rostro aparecían visibles una divina compasión, un amor infinito y una inefable gracia, que le movieron a dirigirse a su Padre, diciendo así:

«¡Oh Padre mío! ¡Cuán misericordiosa es la sentencia que como supremo juez has pronunciado! ¡Que el Hombre obtendrá perdón! Por ella publicarán cielo y tierra tus alabanzas en innumerables himnos y sagrados cánticos, que resonando alrededor de tu trono, para siempre te bendigan. Pero ¿será que el Hombre perezca al fin? ¿Que la última y más amada de tus criaturas, el más joven de tus hijos, sea víctima de un engaño, aunque su propia demencia contribuya a él? Lejos de ti rigor tanto, lejos de ti, Padre mío, que juzgas, y siempre equitativamente, de cuanto has hecho. ¿Conseguirá así sus fines nuestro adversario, frustrando los tuyos y sobreponiéndose su malicia, a tus bondades? ¿Verá satisfecho su orgullo, aunque sujeto a más duras penas, y logrará saciar su venganza, arrastrando consigo al infierno, después de haberla corrompido, a toda la raza humana? ¿Has de destruir tú mismo tu creación, y deshacer por ese enemigo lo que has hecho para tu gloria? Pondríanse entonces en duda tu bondad y tu grandeza, y se negarían una y otra, sin que fuera posible defenderlas.»

«¡Oh hijo mío, en quien tanto se goza mi alma, le replicó el Sumo Hacedor, Hijo de mi seno, mi único Verbo, mi sabiduría, mi más eficaz poder! Conformes están tus palabras con mis pensamientos y con lo que mi eterno designio ha decretado; no perecerá enteramente el Hombre: salvarase el que lo desee, mas no por su voluntad propia, sino por mi gracia libremente concedida. Restableceré de nuevo su degenerada condición, aunque sujeta por el pecado a impuros y violentos deseos, y con mi ayuda podrá otra vez resistir a su mortal enemigo; pero esta ayuda ha de servirle para que sepa a qué extremo ha llegado de degradación, y para que a mí, exclusivamente a mí, sea deudor de su libertad.

»Ya entre todos ellos he escogido a algunos, dignos de mi predilección, porque tal ha sido mi voluntad: los demás oirán mi llamamiento, y serán con frecuencia amonestados para que, reconociendo su iniquidad, se apresuren a aplacar mi indignación y aprovecharse de la gracia con que les brindo. Yo iluminaré cuanto sea necesario la ofuscación de sus sentidos, y ablandaré sus endurecidos corazones para que puedan orar, arrepentirse y prestarme la debida obediencia. A sus ruegos, a su arrepentimiento y sumisión, cuando procedan de un ánimo sincero, ni mis oídos ni mis ojos permanecerán cerrados; les daré por guía y árbitro la conciencia; y si la escuchan y la emplean bien, cada vez alcanzarán más luz, y perseverando hasta el fin, tendrán segura su salvación. Pero nunca disfrutarán de mi inagotable indulgencia ni de mi gracia los que la olviden y menosprecien, sino que se aumentarán en el endurecido su dureza y en el ciego su ceguedad para que tropiecen y caigan en mayor abismo; y solo a estos excluiré de mi misericordia.

»Resta todavía que hacer: desobediente y rebelde, el Hombre ha quebrantado su fe, y pecado contra la alta majestad del cielo; ha aspirado a la divinidad y perdídolo así todo, sin reservar nada con que expiar su crimen; por lo que amenazado de destrucción, debe perecer con toda su posteridad. Preciso es, pues, que él o la justicia dejen de existir, a no ser que en su lugar se ofrezca voluntariamente alguno capaz de dar completa satisfacción, es decir, muerte por muerte. Ahora bien, decidme, celestes potestades: ¿dónde hallar semejante abnegación? ¿Quién de vosotros, para redimir el crimen del hombre, se hará mortal? ¿Qué justo salvará al injusto? ¿Existe en todo el cielo tan sublime amor?»

A esta pregunta enmudecieron los coros allí presentes, y el cielo todo quedó en silencio. No se presentó en favor del Hombre patrono ni intercesor alguno, ni menos quien osara atraer sobre su cabeza el mortífero castigo, ofreciéndose como precio de aquel rescate; y hubiérase perdido toda la especie humana sin tener quien la redimiese, entregada por un terrible decreto a la muerte y al infierno, si el Hijo de Dios, en quien reside la plenitud del amor divino, no hubiese interpuesto de nuevo su poderosa mediación, diciendo:

«Ya, Padre mío, has pronunciado tu sentencia: el Hombre obtendrá perdón. Mas este perdón en que está cifrada la mayor eficacia de tu bondad, que acude a todas tus criaturas, y a todas llega sin que se prevea, ni implore, ni solicite, ¿ha de haberse otorgado en vano? ¡Feliz el hombre que así lo alcanza, pero que una vez perdido y muerto por el pecado, no podrá recurrir a él, en la incapacidad de ofrecer por sí holocausto ni expiación alguna!

»Heme aquí, pues: yo me ofrezco por él; yo ofrezco mi vida por la suya. Caiga sobre mí tu cólera; mírame como a un hombre. Por su amor me separaré de ti, me desposeeré voluntariamente de esta gloria que contigo comparto; por él moriré contento. Descargue en mí la Muerte sus furores; no permaneceré sumido mucho tiempo en su tenebroso imperio. Tú me has concedido vivir por mí propio y perpetuamente; y por ti viviré, aunque ahora me someta a la Muerte, y le entregue cuanto haya en mí de perecedero.

»Pero una vez satisfecha esta deuda, no me dejarás yacer en el horror del sepulcro, ni consentirás que mi alma inmaculada esté para siempre sujeta a la corrupción, sino que resucitaré victorioso, subyugando a mi vencedor, a quien arrancaré los despojos de que se muestra tan envanecido. Será este golpe funesto para la Muerte, que al contemplar su humillación, quebrará su letal saeta; y encumbrándome yo por el dilatado espacio del aire en medio de mi triunfo, llevaré cautivo al infierno a pesar suyo, dejando aherrojadas las potestades de las tinieblas. Y tú te deleitarás en este espectáculo, y dirigirás desde el cielo una mirada, y sonreirás amorosamente; y con tu ayuda, confundiré a todos mis enemigos, como a la Muerte, el postrero de ellos, cuyo esqueleto henchirá el sepulcro. Cercado entonces de la muchedumbre redimida por mí, tornaré al cielo tras larga ausencia; tornaré, Padre mío, a contemplar tu rostro, en que no se descubrirá ya sombra alguna de indignación, sino anuncios de ventura y paz; porque dando al olvido tu cólera, se gozará en tu reino de inefable júbilo.»

Estas fueron sus últimas palabras. Calló; mas parecía seguir hablando con una expresión de dulzura tal, que revelaba su infinito amor hacia los mortales, amor que solo era comparable a su obediencia filial. Ofrecido a sí propio como víctima, esperaba que el augusto Padre manifestase su voluntad. El cielo estaba mudo de asombro, sin comprender la significación de aquel misterio ni el fin a que se encaminaba; cuando el Omnipotente exclamó así:

«¡Oh tú, en la tierra y en el cielo única prenda de paz para el género humano, bastante a aplacar mi cólera, y único objeto de mi complacencia! Bien sabes cuán queridas me son todas mis obras, y cuánto lo es el Hombre, última de las que han salido de mis manos, pues por él te separaré de mi seno y de mi diestra, para salvar, privado de ti algún tiempo, a toda esa raza de perdición. Y dado que tú solo puedes redimirla, une a la tuya la naturaleza humana, y baja a ser hombre entre los hombres de la tierra; hazte carne, cumplido que fuere el tiempo, saliendo del seno de una virgen y naciendo milagrosamente. Sé padre del género humano en lugar de Adán, aunque hijo de este; y ya que en él perecen todos los hombres, de ti, como de una segunda raíz, renacerán los que sean dignos de esta gracia, pero sin ti no se salvará nadie. El crimen de Adán hace culpables a todos sus hijos; por tu mérito, que les será traspasado, quedarán absueltos los que renunciando a sus propias acciones, justas o injustas, vivan regenerados en ti, recibiendo de ti nueva existencia. El Hombre, pues, como es justo, satisfará la pena que debe el Hombre; será juzgado, morirá; y al dejar de existir, volverá a levantarse, y con él se levantarán todos sus hermanos, redimidos con su preciosa sangre. Así el amor celestial vencerá el odio del infierno, entregándose a la muerte y muriendo para redimir a tanta costa lo que el odio infernal ha destruido tan fácilmente, y lo que destruirá todavía en aquellos que, aun pudiendo, no acepten la gracia con que se les brinda.

»Al descender hasta la humana naturaleza, no humillas ni degradas la tuya; porque sentado en el trono de Dios, igualándole en grandeza y gozando como él de la mayor bienaventuranza, a todo has renunciado para preservar a un mundo de su completa ruina; porque tu mérito, más bien que tu divino origen, te ha hecho doblemente digno de ser el Hijo de Dios, mostrándote antes bueno que grande y poderoso; y porque en ti abunda el amor más que el deseo de gloria. Por medio de tu sublime humillación, elevarás contigo hasta este trono tu humanidad, y aquí encarnado, reinarás a la vez como Dios y como Hombre, como Hijo de Dios y del Hombre, quedando consagrado por Rey del universo. Todo este poder te concedo: reina perpetuamente, y goza de tu virtud. Imperarás como señor supremo, sobre tronos, principados, potestades y dominaciones; y todos se prosternarán ante ti en el cielo, en la tierra y en las profundidades del infierno. Cuando asociada a tu gloria la corte celestial, aparezcas en la cumbre del firmamento; cuando, sirviéndote los arcángeles de heraldos, convoquen a las naciones ante tu tribunal terrible, y acudan a su voz los vivientes de todas las partes del mundo, y los muertos de todas las pasadas edades, y al estrépito producido por la ruina de la naturaleza, despierten de su sueño, y corran presurosos a oír tu irrevocable fallo, entonces juzgarás en presencia de los santos todos, a los hombres y a los ángeles perversos, y convencidos de su iniquidad, se humillarán ante tu sentencia, y su innumerable multitud llenará el infierno, que quedará para siempre cerrado desde aquel día. El mundo se reducirá a cenizas, pero de entre ellas saldrán un nuevo cielo y una nueva tierra, que será morada de los justos; los cuales, tras largas tribulaciones, conocerán una edad de oro, fecunda en grandiosos hechos y embellecida por el placer, el triunfo del amor y la hermosura de la verdad. Entonces desceñirás tus regias vestiduras, no teniendo para qué empuñar el cetro de tu soberanía, porque Dios será todo para todos. Adorad, pues, angélicas potestades, al que muere para que se cumplan todas estas maravillas; adorad a mi Hijo, y honradle como a mí propio.»

Esto dijo el Todopoderoso, y la innumerable multitud de ángeles prorrumpieron en ruidosas aclamaciones, cuya armonía, como producida por voces celestiales, era intérprete de su júbilo. Al compás de los himnos y hosannas que resonaban por las eternas regiones del Empíreo, inclinábanse reverentemente los ángeles ante ambos tronos, y en muestra de adoración, cubrieron las gradas con coronas, entretejidas de amaranto y oro; de amaranto inmortal, flor que brilló primero junto al árbol de la Vida, en el Paraíso, pero que luego, por el pecado del hombre, de nuevo se trasladó al cielo, su patria, y allí prospera y florece aún, prestando dulce sombra a la fuente de la vida y a las márgenes del dichoso río, cuyas ondas de ámbar se deslizan por entre las flores del Elíseo.

Con guirnaldas formadas de estas perpetuas flores, entrelazan y sostienen los espíritus bienaventurados sus resplandecientes cabelleras; de las que desprendiéndose después, se esparcen sobre el luciente pavimento, que brilla como un mar de jaspe, matizado de celestiales rosas. Cíñenselas los ángeles de nuevo; prepara cada cual su arpa de oro, siempre templada, y como un carcaj suspendida a su costado; y preludiando una suavísima sinfonía, entonan sagrado cántico, que arrebata el alma de entusiasmo. No hay voz allí que permanezca silenciosa; no hay voz que niegue el encanto de su melodía: tan acorde se ve todo en el cielo.

Al compás de los himnos y hossanas que resonaban...

Cantáronte a ti primero ¡oh Padre omnipotente, inmutable, inmortal, infinito, que has de reinar por siempre! A ti, creador de todas las cosas, fuente de luz, invisible entre los gloriosos fulgores del altísimo trono donde te sientas, que aun templando la fuerza de tus rayos, y envuelto en la nube que como radiante tabernáculo te rodea, dejas ver los bordes de tu manto oscurecidos por tan excesivo brillo. El cielo entre tanto aparece deslumbrado, y los más lucientes serafines no se acercan a ti sino cubriéndose los ojos con ambas alas.

Ensalzáronte después a ti, que precediste a toda la creación, Hijo engendrado, Divina Imagen, en cuya hermosa faz resplandece el Padre Omnipotente, para ti visible, sin nube alguna, pero invisible a las demás criaturas. En ti el esplendor de su gloria se reproduce impreso; y transfundido en ti se anima su inmenso espíritu. Por ti creó el cielo de los cielos, y todas las potestades que en él se encierran; por ti precipitó en el abismo a las ambiciosas dominaciones. No dejaste aquel día vagar al terrible rayo de tu Padre, ni detuviste las ruedas de tu flamígero carro, que estremecían la eterna bóveda del cielo al pasar sobre los debelados ángeles rebeldes. Tornaste triunfante de aquella lid, y tus potestades te exaltaron con inmensas aclamaciones, a ti, Hijo único de la omnipotencia de tu Padre, ejecutor de la terrible venganza que tomaba en sus enemigos. No así con el Hombre: vencido por la malicia de aquellos, no le hiciste blanco de tus rigores, sino que le miraste con piedad, ¡oh Padre de gracia y misericordia! Sabedor tu amado y único Hijo de que no era tu propósito castigar la fragilidad del Hombre, y de la compasión que por él sentías, para apaciguar tu cólera, poniendo término a la lucha entre la misericordia y la justicia, que revelaba tu semblante, ofreciose Él mismo al sacrificio para redimir al Hombre, renunciando a la felicidad de que junto a ti gozaba. ¡Oh amor sin ejemplo, amor que no podía nacer sino en el espíritu divino! ¡Salve, Hijo de Dios, redentor de la Humanidad! ¡Tu nombre será de hoy más el sublime asunto de mi canto: mi cítara celebrará sin cesar tus alabanzas, al par de las de tu Padre!

En tan gozosos afectos y loores empleaban sus bienhadadas horas los ángeles que pueblan la región de las estrellas; mientras Satán, descendiendo al sólido y opaco globo de este mundo esférico, comenzaba a recorrer la primera convexidad que, envolviendo los orbes luminosos inferiores, los separa del Caos y del dominio de la antigua Noche. De lejos parecíale un globo aquella convexidad; de cerca un continente sin límites, sombrío, estéril y salvaje, triste como una noche sin estrellas, y expuesto a las tempestades siempre amenazadoras del Caos, que muge a su alrededor: cielo inclemente, excepto por la parte de los muros del Empíreo, que aunque lejanos, reflejaban un destello de claridad en medio de las tinieblas procelosas.

Recorría el Enemigo a pasos agigantados aquel anchuroso campo, semejante al buitre que nacido en el Imaus[72], cuya nevada cima cubre el Tártaro vagabundo, abandona la región falta de caza para cebarse en la carne de los corderos o cabritillos que pastan en las colinas, y dirige después su vuelo hacia las corrientes del Ganges o el Idaspes, ríos de la India, bajando de paso a las áridas llanuras de Sericana, por donde a favor de la brisa y de las velas, caminan los chinos en sus ligeros esquifes de caña. Marchaba así el Enemigo por aquel mar de tierra que azotaba el viento, buscando por todas partes su presa; marchaba solo, porque en aquel lugar no se encontraba aún ningún ser vivo ni muerto; pero más tarde, cuando malogró el pecado las obras de los hombres, subieron allí desde la tierra, como un vapor aéreo, las vanidades de los mortales, las almas de los que cifran en ellas sus quiméricas esperanzas de gloria, de fama duradera o de felicidad, así en esta como en la otra vida. Todos aquellos que en la tierra aspiran al fruto de una lastimosa superstición o de un desmedido celo, y no ambicionan más que las alabanzas de los hombres, encuentran allí recompensa proporcionada a sus merecimientos, vana como sus obras. Todos los seres imperfectos, verdaderos abortos y monstruos, que salen extrañamente amalgamados de manos de la naturaleza, se refugian en aquella región desde la tierra, en que se evaporan y vagan inútilmente por ella hasta la disolución del mundo; y no residen en la vecina luna, como algunos han soñado[73]; pues los argentados campos de este astro sirven más bien de morada a otras almas justas, a espíritus que participan a la vez de la naturaleza angélica y humana.

Revolotea todo ello por los espacios ilimitados.

Desde el antiguo mundo fueron trasladados al principio a aquellas tristes regiones los hijos de fementidos enlaces: los gigantes que llevaron a cabo inútiles proezas, entonces muy celebradas; posteriormente los que edificaron a Babel en la llanura de Sennaar, que sin desistir de su frustrado intento, seguirían construyendo nuevas torres, si tuviesen medios con que efectuarlo. Uno tras otro llegaron luego muchos más, entre ellos Empédocles, que para ser tenido por Dios se lanzó voluntariamente a los abismos del Etna; y Cleómbroto[74], que para gozar del Elíseo de Platón se sumergió en el mar. Empeño interminable sería mencionar a otros, hipócritas o dementes, anacoretas y frailes blancos, negros y grises[75], con todos sus embelecos. Por allí vagabundean los peregrinos que tan largo viaje arriesgaron buscando muerto en el Gólgota al que vive en el cielo; y los que para ganar el Paraíso, visten al morir el hábito franciscano o dominico, imaginando que este disfraz les allanará la entrada. Cruzan todos ellos los siete planetas, las estrellas fijas, la esfera cristalina, cuyo balanceo produce la trepidación, objeto de tantas controversias, y la esfera que se puso en movimiento antes que ninguna otra[76]. En la puerta del cielo, parece aguardarles San Pedro con sus llaves: tocan ya en el umbral; y cuando levantan el pie para penetrar en él, a impulsos de un furioso viento que en encontradas direcciones los combate, son lanzados a diez mil leguas de distancia en la inmensidad del aire. ¡Qué de cogullas, tocas y hábitos se ven entonces revueltos y despedazados como los que con ellos se cubren, y qué de reliquias, escapularios, indulgencias, dispensas, bulas y absoluciones, que vienen a ser ludibrio de los vientos! Revolotea todo ello por los espacios ilimitados, sobre el mundo, y en el vastísimo limbo llamado después Paraíso de los locos, que si andando el tiempo fue de pocos desconocido, hallábase despoblado entonces y nadie penetraba en él.

Encontró a su paso el infernal Enemigo aquel tenebroso globo, y anduvo recorriéndolo largo tiempo, hasta que el resplandor de una escasa luz le atrajo hacia el sitio de donde salía. Pudo entonces descubrir a lo lejos un magnífico edificio que en anchurosa gradería se alzaba hasta la muralla del cielo, y al terminar aquella, una construcción más suntuosa aún, semejante a la puerta de regio alcázar, coronada con un frontispicio de diamante y oro. Brillantes perlas orientales adornaban el pórtico, que ni pincel humano ni modelo alguno acertarían a imitar en la tierra; sus escalones eran como aquellos por donde vio Jacob subir y bajar a las celestiales cohortes de los ángeles, cuando huyendo de Esaú, camino de Padan-Aram, y entregado de noche al sueño en los campos de Luza, bajo el estrellado firmamento, exclamó al despertar: «¡Esa es la puerta del cielo!»

Cada uno de aquellos escalones contenía un misterio, mas no siempre estaba allí fija la escala, que a veces se ocultaba en el cielo y se hacía invisible. Fluía por debajo de ella un mar brillante de jaspe y de perlas líquidas, que surcaban los que habían subido de la tierra en alas de los ángeles, o arrebatados en un carro por corceles de raudo fuego. Mostrábase entonces la escala en toda su extensión, ya para alucinar al Enemigo con la facilidad de la subida, ya para acrecentarle la pena con que había de verse excluido de la mansión bienaventurada.

En frente de aquellas puertas, y precisamente encima de la risueña morada del Paraíso, abríase un camino que conducía a la tierra, camino mucho más ancho que fue en los venideros tiempos el espacioso que llegaba hasta el monte Sión y la Tierra prometida, predilecta del Señor. Recorrían incesantemente aquel camino los ángeles que comunicaban las órdenes supremas a las dichosas tribus, y el Altísimo dirigía miradas bondadosas a las que habitaban desde Paneas, manantial de las aguas del Jordán, hasta Bersabé, donde la Tierra Santa confina con el Egipto y las playas de la Arabia. Tan vasto era aquel camino, que sus límites se perdían en las tinieblas, como las profundidades del océano. Desde allí, llegado que hubo al escalón inferior de las gradas de oro que conducen a la puerta del cielo, Satán inclinó su vista, y quedó maravillado al descubrir repentinamente todo aquel mundo. Como el espía que caminando toda la noche por peligrosos y desiertos sitios, llega por fin, al despuntar la risueña aurora, a la cumbre de empinada altura, y ve de pronto la agradable perspectiva de tierra extraña, que con asombro contempla por primera vez, o de metrópoli famosa, embellecida con pirámides y brillantes torres que iluminan los dorados rayos del sol naciente; así el espíritu maligno quedó embargado de asombro, aun con haber visto en otro tiempo las maravillas del cielo; mas el aspecto de aquel mundo que tan hermoso parecía, todavía le inspiró mayor envidia que admiración.

Dominando desde aquella elevación la inmensa sombra de la noche, recorrió con la vista desde el punto oriental de la Libra hasta el signo que toma el nombre del animal que condujo a Andrómeda más allá del horizonte del mar Atlántico. Vio luego la extensión que media entre los dos polos, y sin más detención, dirigió el raudo vuelo hacia la primera región del mundo, y fácilmente torció el rumbo a través del puro y marmóreo aire, entre innumerables estrellas que brillaban desde lejos como astros, pero que de cerca parecían otros tantos mundos; y lo serán acaso, o bien islas afortunadas como los jardines de las Hespérides, tan celebrados en la antigüedad. Campos de bienandanza, bosques y valles floridos, islas tres veces felices, ¿quién tenía la dicha de habitaros? Satán no se detuvo a averiguarlo.

Atrae sobre todo sus miradas el áureo sol, resplandeciente como el Empíreo, y hacia él dirige su vuelo atravesando el sereno firmamento; pero en qué dirección y hasta qué punto se apartó más o menos del centro, difícil es discurrirlo: encaminose a la región desde donde el fulgente astro comunica su luz a las vulgares constelaciones que se mantienen a distancia proporcionada, y que en su sucesiva evolución regulan el cómputo de los días, los meses y los años, ya acercándose en sus varios movimientos al astro vivificante, ya suspendiéndolos en virtud de la influencia de sus magnéticos rayos, que templan con dulce calor el universo, y, aunque invisibles, penetran con benigna eficacia en todas partes, hasta en lo más profundo de los abismos: tan maravillosamente está situado. Detúvose allí el Impío; y acaso ningún astrónomo descubrió jamás con el auxilio de su cristal óptico semejante mancha en el disco del astro luminoso.

Pareciole aquel lugar a Satanás espléndido sobre todo encarecimiento, superior a cuanto como metal o piedra puede existir en la tierra. No eran todas sus partes semejantes entre sí, pero en todas penetraba por igual una luz radiante, como penetra el fuego el interior del hierro. Si eran metales, una parte parecía oro, y la otra plata finísima; si piedras, debían componerse de carbunclos o crisólitos, rubíes o topacios, semejantes a las doce que brillaban en el pecho de Aarón, o a aquella, más imaginada que conocida, que los filósofos de este mundo han buscado tanto tiempo inútilmente, aunque con su arte poderoso hayan sujetado al volátil Hermes y extraído del mar bajo sus diferentes formas al antiguo Proteo, hasta reducirle por medio del alambique a la primitiva.

¿Cómo pues maravillarse de que aquellos campos y regiones exhalen elixir tan puro, y de que corra el oro potable por los ríos, cuando a pesar de la distancia a que se halla de nosotros, a su solo contacto produce el sol, incomparable alquimista, en medio de la oscuridad y combinando entre sí las sustancias terrestres, riquezas tales, de colores tan vivos y de efectos tan extraordinarios?

Lejos de quedar deslumbrado, contempla fijamente Satán todos aquellos objetos; ninguno está fuera del alcance de su vista, que como no se opone obstáculo ni sombra alguna, el sol lo esclarece todo. Así, cuando al medio día lanza este sus rayos verticales desde el ecuador, cayendo directamente, en ningún punto de alrededor puede proyectarse la sombra de un cuerpo opaco. Aquel aire, puro cual ningún otro, contribuía a que la mirada de Satán penetrase hasta los objetos más lejanos, y así descubrió claramente un hermoso ángel que estaba en pie, y era el mismo que Juan el apóstol percibió en el sol. Aunque vuelto de espaldas, no se ocultaba su glorioso aspecto: coronaba su frente una tiara de oro formada por los rayos de aquel astro, y su cabellera, no menos brillante, ondeaba suelta sobre sus alas. Parecía ocupado en un grave cargo, o sumido en meditación profunda, pero el Espíritu impuro se llenó de alegría con la esperanza de tener en él un guía que dirigiese su vuelo errante hacia el Paraíso terrestre, feliz morada del Hombre, donde debía terminar su viaje y principiar nuestra desventura.

Para evitar sin embargo todo peligro o contrariedad, ideó el medio de desfigurarse, tomando la forma de un querubín adolescente, si no de los de primer orden, tal que llevase pintada en su rostro la inmortal juventud del cielo y la hermosura de la gracia en todo su continente; que tan diestro era en aquellas artes. Sujetaba una diadema sus cabellos, rizados por el aliento del céfiro; sus alas compuestas de plumas de varios colores, estaban salpicadas de oro; la túnica recogida que le cubría daba mayor desembarazo a sus movimientos, y parecía medir sus pasos al compás del tirso de plata en que se apoyaba.

No pudo acercarse sin ser oído, y al sentir el ruido de sus pasos, volvió el Ángel su radiante rostro. Reconoció entonces Satán a Uriel, uno de los siete arcángeles que en presencia de Dios y como más próximos a su trono, son los ejecutores de sus mandatos; son sus ojos, que recorren ya los cielos, ya el globo terrestre, llevando instantáneamente su palabra así a las regiones acuosas como a las secas, así a las tierras como a los mares. Acércase Satán a Uriel, y le dice:

«Uriel, pues eres uno de los siete espíritus que asisten ante el glorioso y brillante trono del Señor, y el primero que sueles interpretar su voluntad suprema, trasmitiéndola al más elevado cielo donde la están esperando todas sus criaturas, no dudo que sus soberanos decretos te otorguen aquí igual honor, y que por lo mismo, y siendo uno de los ojos del Eterno, visitarás con frecuencia el mundo nuevamente creado. El ardiente deseo de ver y conocer las admirables obras de Dios, y particularmente al Hombre, objeto principal de sus delicias y favores, por quien todas esas obras tan maravillosas ha creado, me ha inducido a separarme de los coros de querubines y a discurrir solo por estos sitios. Dime, pues, hermosísimo serafín, dime en cuál de esos orbes esplendorosos tiene el Hombre su residencia fija, o si no la tiene, y puede habitar indistintamente en todos ellos. Dime dónde podré hallar, dónde contemplar con mudo asombro, o mostrando francamente mi admiración, a ese ser a quien el Criador da tantos mundos, derramando sobre él tal copia de perfecciones. Así podremos ambos, no solo por el hombre, sino por todas las demás cosas, glorificar al universal Hacedor, cuya justicia precipitó en lo más profundo del infierno a sus rebeldes enemigos, y que para reparar esta pérdida, y para gloria mayor suya, ha creado esta dichosa raza. En todo es sabia su providencia.»

Así habló el falso Enemigo, encubriendo su astucia, pues ni hombres ni ángeles pueden discernir la hipocresía, vicio invisible en cielo y tierra, excepto para Dios, que lo consiente; que aun cuando la Sabiduría vigila, la Desconfianza duerme a su puerta, o cede el puesto a la Sencillez; y la Bondad no ve mal alguno donde claramente no se descubre. Esto fue lo que entonces engañó a Uriel, aunque como director del sol, era tenido por el espíritu más perspicaz del cielo; por lo que con natural sinceridad contestó así al pérfido impostor:

«Ángel hermoso: tu deseo de conocer las obras de Dios para glorificar a su Autor supremo, nada tiene de vituperable, antes la vehemencia misma de ese anhelo es de mayor alabanza merecedora, pues desde su empírea mansión te trae solo hasta aquí, queriendo asegurarte por tus propios ojos de lo que quizá en el cielo se contentan algunos con saber de oídas. Maravillosas en verdad son las obras del Altísimo, todas dignas de conocerse y recordarse siempre con delicia. Pero ¿cuál de los espíritus creados podrá calcular su número o comprender la infinita sabiduría que las produjo, aunque sin manifestar lo recóndito de sus causas?

»Yo vi cuando a su voz se juntó la informe masa de la materia, embrión ya de ese mundo: oyola el caos; la revuelta confusión adquirió forma, y la infinita inmensidad se redujo a límites. Pronunció otra palabra, y las tinieblas se disiparon; brilló la luz, nació el orden del desorden, y al punto se repartieron según su gravedad respectiva los elementos corpóreos, la tierra, el agua, el aire y el fuego. Voló a la región aérea la quinta esencia del cielo, y animándose según sus diferentes disposiciones, y girando a modo de esfera, se convirtió en esas innumerables estrellas que estás viendo. Cada cual ocupó distinto lugar conforme su movimiento; cada cual sigue su curso; y lo demás circuye como una muralla el Universo.

»¿Ves allá abajo aquel globo, uno de cuyos lados brilla con la luz reflejada que de aquí recibe? Pues aquella es la Tierra; allí habita el Hombre; esta luz es su día, y sin ella cubriría la noche todo el globo terrestre, como sucede en el hemisferio opuesto. Pero la proximidad de la Luna, que así se llama aquel hermoso planeta que está enfrente, le presta oportuno auxilio; describe su círculo mensual, y acabado, vuelve a recorrerlo incesantemente en medio del cielo, iluminándose su triforme faz con el resplandor que recibe y que a su vez comunica a la tierra, y con su pálida influencia ahuyenta la oscuridad de la noche. Ese punto adonde señalo, es el Paraíso, mansión de Adán, y la sombra que enmedio de él se dilata, su vivienda. No puedes equivocar el camino; a mí me incumben otros cuidados.»

Volvió el rostro al decir esto, y Satán se inclinó profundamente ante aquel espíritu superior, como es costumbre en el cielo, donde nadie rehúsa tributar el respeto y honor debidos; y despidiéndose de Uriel, se lanzó a la costa inferior de la tierra desde la Eclíptica. Cobrando entonces mayor agilidad con la esperanza de obtener un feliz éxito, desciende perpendicularmente, gira como una rueda, atravesando la región del Éter, y no se detiene hasta llegar a la cima del Nifates[77].

Se lanzó a la costa inferior de la tierra desde la Eclíptica...

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