LIBRO DÉCIMO

Argumento

Sabida la desobediencia del Hombre, abandonan los ángeles custodios el Paraíso, y vuelven al cielo para justificar su vigilancia, de la cual se muestra Dios satisfecho, declarando que no han podido evitar la entrada de Satanás en aquel lugar. Envía en seguida a su Hijo para que juzgue a los culpables, el cual lo verifica, y pronuncia la debida sentencia. Compadecido de ellos, cubre su desnudez, y asciende de nuevo al cielo. El Pecado y la Muerte, que hasta entonces habían permanecido a la puerta del infierno, presintiendo por una maravillosa simpatía el triunfo de Satanás en aquel mundo nuevo, y el pecado cometido por el Hombre, resuelven no estar más tiempo confinados en aquel lugar, sino seguir a Satanás, su señor, a la morada del Hombre; y para facilitar el tránsito desde el infierno al mundo, abren un ancho camino o un elevado puente sobre el Caos, según el designio primeramente concebido por Satanás; y cuando se disponen a dirigirse a la tierra, se encuentran con él, que envanecido de su triunfo, vuelve al infierno. Congratúlanse mutuamente. Llega Satanás al Pandemonio, y en plena asamblea refiere pomposamente el triunfo que ha conseguido sobre el Hombre; pero en vez de aplausos, oye solo un silbido universal de su auditorio, convertido como él en serpientes, conforme a la sentencia dada en el Paraíso. Engañados por la apariencia del árbol prohibido que se ofrece a su vista, quieren todos ellos probar el fruto, y no comen más que polvo y amarga ceniza. Resolución que forman el Pecado y la Muerte. Dios predice la completa victoria de su Hijo, y la regeneración de todas las cosas, pero ordena a sus ángeles que hagan algunas alteraciones en los cielos y en los elementos. Convencido Adán cada vez más de su degradada condición, se lamenta tristemente, y rechaza los consuelos de Eva; mas ella insiste, y por fin logra tranquilizarle. Creyendo evitar la maldición que ha de caer sobre su posteridad, propone varios medios violentos que desaprueba Adán, porque esperando en la promesa que se les había hecho de que la raza humana se vengaría de la Serpiente, la exhorta a intentar por medio de la oración y el arrepentimiento la reconciliación con el Señor tan justamente ofendido.

Súpose al punto en el cielo el acto de odio y desesperación consumado por Satán en el Paraíso, y cómo, disfrazado de serpiente, había seducido a Eva, y esta a su marido, para comer el funesto fruto, pues ¿qué cosa puede ocultarse a la vigilancia de Dios, que lo ve todo, ni engañar su previsión, que a todo alcanza? Sabio y justo el Señor en cuanto dispone, no había impedido a Satán que tentase el ánimo del Hombre, a quien dotó de suficiente fuerza y entera libertad para descubrir y rechazar las astucias de un enemigo o de un falso amigo. Que bien conocían nuestros primeros padres, y no debieron olvidar jamás, la suprema prohibición de no tocar a aquel fruto, por más que a ello les incitaran, pues por desobedecer este mandato, incurrieron en tal pena (¿qué menor podían esperarla?); y su crimen, por suponer otros varios, bien merecía tan triste suerte.

Silenciosos y compadecidos del Hombre, se apresuraron a ascender desde el Paraíso al Cielo los ángeles custodios. De aquel suceso colegían lo desventurado que iba a ser, y se maravillaban de la sutileza de un enemigo que así les había ocultado sus furtivos pasos.

Luego que tan funestas nuevas llegaron a las puertas del cielo desde la tierra, contristaron a cuantos las oyeron. Pintose esta vez en los semblantes celestiales cierta sombría tristeza, que, mezclada con un sentimiento de piedad, no bastaba, sin embargo, a turbar su bienaventuranza. Rodearon los etéreos moradores a los recién llegados en innumerable multitud, para oír y saber todo lo acaecido: y ellos se dirigieron al punto hacia el supremo trono, como responsables del hecho, a fin de alegar justos descargos en favor de su extremada vigilancia, que fácilmente podían probar; cuando el omnipotente y eterno Padre, desde lo interior de su misteriosa nube, y entre truenos, hizo así resonar su voz:

«Ángeles aquí reunidos, y vosotros, Potestades que volvéis de vuestra infructuosa misión, no os aflijáis ni turbéis por esas novedades de la tierra, que aun con el más sincero celo, no habéis podido precaver: ya os predije no ha mucho tiempo lo que acaba de suceder, cuando por primera vez, salido del infierno, el Tentador atravesó el abismo. Entonces os anuncié que prevalecerían sus intentos; que en breve realizaría su odiosa empresa; que el Hombre sería seducido y se perdería, dando oídos a la lisonja, y crédito a la impostura contra su Hacedor. Ninguno de mis decretos han concurrido a la necesidad de su caída; no he comunicado el más leve impulso al albedrío de su voluntad, que siempre he dejado libre y puesta en el fiel de su balanza. Pero al fin ha caído. ¿Qué resta hacer más que dictar la mortal sentencia que su transgresión merece, la muerte a que queda sujeto desde este día? Presume que la amenaza será vana e ilusoria, porque no ha sentido ya el golpe inmediatamente como temía; pero en breve verá que el aplazamiento no es perdón, lo cual experimentará hoy mismo. No ha de quedar burlada mi justicia, como lo ha quedado mi bondad. Pero ¿a quién enviaré por juez? ¿A quién, sino a ti, Hijo mío, que en mi lugar riges el universo, a ti que ejerces, trasmitido por mí, todo juicio en los cielos, en la tierra y en los infiernos? Con esto se persuadirán de que procuro conciliar la misericordia con la justicia al enviarte a ti, amigo del Hombre, mediador suyo, designado para servirle de rescate y ser voluntariamente su Redentor, como estás destinado a convertirte en hombre y a ser juez de su humillación.»

Así habló el Padre; e inclinando a la derecha el esplendor de su gloria, inundó al Hijo con los rayos de su clara divinidad. Él reflejó toda la refulgente majestad de su Padre y respondió con inefable dulzura de este modo:

«Eterno Padre: tuyo es el mandato, mío el obedecer tu suprema voluntad en el cielo como en la tierra, porque tú te complaces en mí, que soy siempre tu Hijo por extremo amado. Voy a juzgar en la tierra a los que te han desobedecido; pero tú sabes que cualquiera que sea la sentencia, sobre mí recaerá el mayor castigo cuando se hayan cumplido los tiempos; que ante ti me impuse este sacrificio, y no estoy arrepentido de él, porque así tendré el derecho de mitigar la pena, que ha de refluir en mí. Templaré de tal modo la justicia con la misericordia, que realzadas así una y otra, ambas queden satisfechas, y tú desagraviado. Y no he menester para esto de séquito ni aparato alguno: en este juicio solo han de intervenir el juez y los dos culpables; el tercero está condenado por ausente con más rigor; está convicto de su crimen y de su rebeldía a todas las leyes; que en la serpiente no ha podido obrar convicción alguna.»

Pronunciadas estas palabras, se levantó de su radiante trono, con todo el esplendor de su gloria colateral, y rodeándole los Tronos, las Potestades, los Principados y las Dominaciones, le acompañaron hasta las celestiales puertas, desde donde se descubre la perspectiva del Edén y de sus confines todos. Rápidamente hizo su descenso, que no hay tiempo que mida la velocidad de los dioses, por más que vuele en alas de los más raudos minutos. Inclinándose a su ocaso, alejábase ya el sol del mediodía, y esparcíanse por la tierra a su hora acostumbrada los blandos céfiros, anunciando la proximidad de la húmeda noche; cuando más tranquilo aún, en medio de su indignación, se acercaba el que como juez e intercesor a un tiempo iba a sentenciar al Hombre. Oyeron los culpables la voz de Dios, que al declinar de la tarde resonaba por el Paraíso llevada a sus oídos por el hálito de los vientos; oyéronla, y Hombre y Mujer huyeron de su presencia, ocultándose entre los árboles más sombríos; pero Dios se acercó, y llamó en alta voz a Adán.

«¿Dónde estás Adán, que no vienes alegre, como acostumbrabas a recibirme así que me veías de lejos? Me disgusta que te ausentes de aquí, y que te entretengas en la soledad, cuando un solícito deber te hacía presentarte antes sin ser buscado. ¿Vengo Yo con menos esplendor? ¿Qué novedad te tiene ausente? ¿Qué causa tu detención? Ven al punto.»

Oyeron los culpables la voz de Dios, y hombre y mujer huyeron...

Presentose, y Eva con él, pero más medrosa, a pesar de haber delinquido primero, y ambos confusos y desconcertados. No brillaba ya en sus miradas el amor ni para con Dios, ni el del uno al otro; no se revelaba en sus semblantes sino el crimen, la vergüenza, la turbación, el despecho, la ira, la obstinación, el odio y la hipocresía. Pero al fin, después de muchas vacilaciones, respondió Adán:

«Os vi en el jardín, pero atemorizado a vuestra voz, como estaba desnudo, me oculté.»

Y el divino Juez, sin reconvenirle, contestó: «Pues muchas veces has oído mi voz, que no te infundía temor, antes bien te regocijaba. ¿Cómo es que ahora te causa espanto? ¡Que estás desnudo! Y ¿quién te lo ha hecho advertir? ¿Has comido acaso el fruto del árbol que te prohibí gustases?»

A lo que, acosado de remordimientos, replicó Adán: «¡Oh cielo! ¡En qué trance tan penoso me veo hoy ante mi Juez! O echo sobre mí todo el delito, o tengo que acusar a la que es como yo mismo, a la compañera de mi existencia, cuya falta, dado que no ha querido ofenderme a mí, debiera yo encubrir, y no dar lugar con mis quejas a su castigo. Pero no puedo menos de sucumbir a la dura necesidad, a un imperioso deber, para que no recaigan en mí el pecado y la pena a un tiempo, que para mí solo, serían insoportables. Ni ¿de qué me serviría obrar de otro modo, si está patente a tus ojos cuanto tratara yo de ocultarte? Esta mujer, a quien tú creaste para descanso mío, que me concediste como el más completo de tus dones, tan buena, tan hermosa, tan encantadora, tan divina, de quien yo no recelaba mal alguno, que en cuanto hacía parecía llevar la justificación de su proceder, me dio a comer del fruto vedado, y comí.»

Y el Supremo Señor repuso: «¿Era tu Dios, para que así la obedecieses antes que a mí? ¿Fue creada para ser tu guía, ni superior, ni aún igual a ti, que así has abdicado en ella de tu dignidad de hombre, y de la superioridad que respecto a ella debías tener? De ti la formó Dios y para ti, que realmente la aventajas en todo género de excelencias y perfecciones; porque si bien está adornada de belleza y encantos que la hacen amable y digna de tu amor, no por eso había de avasallarte; que sus cualidades son para obedecer, no para ejercer el mando. Este a ti te correspondía, si tú hubieras sabido conducirte.»

Y en seguida se volvió a Eva solo para preguntarla: «Y tú, dime, mujer, ¿qué has hecho?»

Anonadada por la vergüenza, sin poder ocultar su crimen, y no atreviéndose a hablar apenas delante de su Juez, llena de confusión, respondió Eva: «Me engañó la serpiente, me engañó, y comí.»

Lo cual oído por el Señor, procedió sin más dilación a sentenciar a la serpiente a quien se acusaba, bien que fuese un bruto, incapaz de achacar el crimen a quien le había hecho instrumento de él, e infamádole apartándole del fin de su creación; de manera que con razón fue maldito, como pervertido en su naturaleza. No le importaba entonces saber más al Hombre, ni supo más, porque esto no aminoraba su delito; y así Dios fulminó su sentencia contra Satán, el primero que había delinquido, aunque en términos misteriosos, que juzgó ser los que convenían, haciendo recaer su maldición sobre la serpiente: «Pues tal maldad has cometido, maldita seas entre todos los animales que pueblan la tierra. Caminarás arrastrando sobre tu vientre; comerás polvo todos los días de tu vida. Interpondré la enemistad entre ti y la mujer, entre su generación y la tuya. Su planta quebrantará tu cabeza, y tú morderás su planta.»

Así habló el oráculo, y así se verificó cuando Jesús, hijo de María, segunda Eva, vio a Satán, príncipe del aire, caer del cielo, como un relámpago; y cuando levantándose de su sepulcro, despojó de su poder a aquellos principados y potestades, y triunfó de ellos con excelsa pompa; y luego en su ascensión brillante, llevose cautivo por los aires el cautiverio, el imperio mismo de Satán, usurpado por tanto tiempo; de Satán, a quien por fin pondrá bajo nuestros pies el que aquel día predijo su fatal quebranto.

Y dirigiéndose a la Mujer, pronunció así su sentencia: «Yo multiplicaré tus angustias cuando conciba tu seno, y parirás tus hijos entre dolores, y quedarás sometida a la voluntad de tu marido, y él te dominará.»

Y últimamente condenó a Adán en estos términos: «Por haber escuchado las palabras de tu mujer, y comido del árbol que te había vedado, diciendo: “De ese árbol no comerás”, la tierra será maldita a causa de tu pecado; sacarás tu alimento de ella con penoso afán durante tu vida; te producirá por sí cardos y espinas; comerás yerbas de los campos, y ganarás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al seno de la tierra de que has de saber saliste; porque polvo eres, y en polvo te volverás.»

Así juzgó Dios al Hombre, siendo a la vez su Juez y su Salvador, y en aquel instante apartó de él el golpe mortal que en el mismo día le amenazaba; y viéndole desnudo, expuesto a la inclemencia del aire, que había de sufrir grandes alteraciones, se compadeció de él, y no se desdeñó de hacer desde entonces oficios de sirviente suyo, como cuando lavó los pies de los que le servían; y desde luego, con el amor de un padre de familia, cubrió su desnudez con pieles de animales, unos muertos, otros que, como la culebra, se despojaban de la suya por otra nueva. No se desdeñó tampoco de vestir a sus enemigos; que no solo cubrió de pieles su desnudez exterior, sino que echó sobre la interior, aún más ignominiosa, el manto de su justicia, defendiéndolos de las miradas de su Padre. Y con rápida ascensión volvió a su bendito seno, y a la plenitud de su gloria, como estaba antes, y refiriole cuanto había pasado con el Hombre, aunque su Padre nada ignoraba, y aplacó su cólera por medio de su amorosa intercesión.

Entre tanto, y cuando en la tierra no se había delinquido aún, ni pronunciádose la terrible sentencia, estaban sentados el Pecado y la Muerte dentro de las puertas del infierno, y uno frontero a otro. Hallábanse abiertas las puertas, y de lo interior salían llamas devoradoras que se extendían por el Caos. Habíalas franqueado el Pecado para dar paso a Satán; y ahora decía a la Muerte:

«¿Qué hacemos aquí, hija mía, ociosos y contemplándonos uno a otro, mientras Satán, nuestro gran autor, triunfa en otros mundos y nos procura mansión más venturosa para nosotros, querido linaje suyo? Ni es posible que haya dejado de salir airoso de su empresa, pues de otra suerte, ya hubiera vuelto aquí acosado por el furor de su perseguidores, porque ningún sitio más a propósito que este para su castigo ni para vengarse de él. Yo siento en mí una nueva fuerza, como si me nacieran alas, y que me esperan dominios más extensos fuera de estos abismos; siéntome atraído, sea por simpatía, sea por cierta fuerza connatural, poderosa para unir entre sí a larga distancia con secretos vínculos y por las más ignoradas vías, cosas que se asemejan. Tú, sombra inseparable mía, debes seguirme, porque no hay poder que pueda divorciar a la Muerte del Pecado; y por si la dificultad de salvar este ciego e insondable abismo entorpece el regreso de nuestro padre, acometamos una atrevida empresa, que no es superior a tu fuerza ni a la mía; echemos un puente desde el infierno a ese nuevo mundo en que impera Satán ahora: monumento que nos granjeará alto concepto entre toda la infernal hueste, pues facilitará su salida de aquí en sus marchas y transmigraciones, donde quiera que la suerte los encamine. Ni puedo yo equivocarme en el plan que trace, dado que tan certera es la atracción, el instinto que me dirige.»

A lo que contestó el descarnado Esqueleto: «Ve adonde el Hado y tu irresistible impulsión te lleven; yo no he de quedarme atrás ni errar el camino, teniéndote a ti por guía. ¡Qué olor a carne y a innumerables víctimas percibo! ¡Cómo saboreo ya el gusto de muerte, que exhala cuanto en ese mundo vive! No dejaré de ayudar al intento que te propones; cuenta con mi cooperación.»

Y al decir esto, aspiraba con deleite el olor de la mortal descomposición que se efectuaba en la tierra. Como cuando una bandada de carnívoras aves acuden afanosas desde larguísimas distancias la víspera de un combate al campo en que se establecen dos ejércitos enemigos, llevadas por el olor de los cadáveres vivientes que una sangrienta batalla ha de entregar a la muerte el siguiente día; así el repugnante monstruo venteaba su presa, alzando la cóncava nariz para llenarla de infestado aire y olfatear desde más lejos. Atravesando las puertas del infierno, lanzáronse ambos en la inmensidad y confusión del sombrío Caos, siguiendo distintas direcciones; y haciendo uso de su poder, que era muy grande, se posaron sobre las aguas y juntaron en una masa cuanto en ellas había de sólido o glutinoso, revolviéndolo hacia arriba y hacia abajo, como en proceloso mar, cada cual por su lado, hasta arrojarlo junto a la boca del infierno: no de otro modo que dos vientos polares, cayendo encontrados sobre el mar Cronio,[101] aglomeran las montañas de hielo que forman hacia el oriente y más allá de Petzora[102] el camino que debe conducir a las opulentas costas del Catay[103].

Valiéndose la Muerte de su pesada, dura y fría maza, como de un tridente, golpeó la amontonada tierra, dejándola tan firme como la isla de Delos[104], flotante en otro tiempo, y endureció la materia restante con su mirada, cual si tuviese la propiedad de la de la Gorgona. Trabaron con betún del Asfaltite la ya trazada vía, ancha como las puertas y profunda como los cimientos del infierno; y levantando sobre el espumoso abismo, en figura de elevados arcos una inmensa mole, fabricaron un puente de prodigiosa longitud, que se apoyaba en la inmóvil muralla de este mundo, abierto y entregado ya a la muerte, y que daba paso ancho, llano, fácil y seguro a los abismos infernales. Si las cosas grandes pueden compararse con las pequeñas, así Jerjes salió de Susa con ánimo de subyugar la Grecia, y desde el palacio de Memnón se encaminó al mar, y echando un puente sobre el Helesponto, juntó a Europa con el Asia, y azotó con repetidos golpes las indignadas olas[105].

Volvió al sitio en que los dos cónyuges discurrían sobre su suerte.

Prosiguieron, pues, la fábrica de su puente con maravilloso arte[106], extendiendo una larga cadena de rocas sobre el perturbado abismo, y siguiendo la huella de Satán, hasta el punto mismo en que, parando su vuelo, se vio libre del Caos y puso su planta en la árida superficie de este mundo esférico; y con diamantinos clavos y cadenas aseguraron (¡oh funesta seguridad!) su perdurable obra. Y divididos por breve trecho, vieron los confines del Cielo Empíreo y de este mundo, dejando a la izquierda el infierno separado por su anchuroso abismo, con los diferentes caminos que guiaban a cada una de aquellas tres regiones. Tomaron sin vacilar el de la tierra, y dirigieron sus primeros pasos al Paraíso.

En breve descubrieron a Satán bajo la forma de un luminoso ángel, que se remontaba al zénit entre el Centauro y el Escorpión, mientras el Sol se levantaba en Aries. Iba así disfrazado, mas no bastaba disfraz alguno para que los hijos desconociesen a su padre. Después de haber seducido a Eva, se alejó, sin ser percibido, por el bosque; cambió de figura para mejor observar los efectos de su crimen; vio que Eva insistía en él, y que, aunque exenta de malicia, había logrado lo mismo de su esposo; observó la vergüenza que les obligaba a cubrirse de un velo inútil; pero al descender el Hijo de Dios a juzgarlos, huyó aterrado, no porque esperase librarse del castigo, sino para diferirlo algún tiempo más. Temía el malvado el que desde luego pudiera imponerle la divina cólera; mas no sucediendo así, volvió por la noche al sitio en que sentados los desventurados cónyuges discurrían sobre su triste suerte. A vueltas de sus quejas, oyó su propia sentencia, y al saber que no se ejecutaría inmediatamente, sino pasado algún tiempo, voló henchido de júbilo al infierno con aquellas nuevas. Al llegar a la entrada del Caos, junto al extremo del nuevo y admirable puente, encontró de improviso a sus amados hijos, que le buscaban, y los recibió con grande alegría, la cual se acrecentó al ver la estupenda fábrica. Largo rato le duró el asombro, hasta que su digno y encantador hijo, el Pecado, rompió el silencio en estos términos:

«¡Oh Padre! Tuya es esta magnífica obra, tuyo este trofeo, que contemplas cual si no se te debiese a ti. Tú eres su autor, su primer arquitecto; porque no bien adivinó mi corazón (que por una secreta armonía se mueve a compás del tuyo, como unidos ambos en íntimo consorcio) no bien adivinó que habías triunfado en la tierra, de lo cual me dan ahora tus ojos evidente indicio, cuando, a pesar de los mundos que nos separaban, me sentí atraído hacia ti, juntamente con esta, hija tuya también, que tal es la fatal unión en que los tres vivimos. No podía ya el infierno tenernos más tiempo sujetos en su recinto, ni su lóbrego e intransitable seno impedirnos que siguiésemos tus gloriosas huellas. De cautivos que hasta ahora hemos estado en lo interior del Orco, nos has sacado a la libertad, y dádonos fuerza para llegar hasta aquí y echar sobre el tenebroso abismo este enorme puente. Todo este mundo es ya tuyo. Tu valor ha conseguido lo que tus manos no habían logrado ejecutar, y tu previsión ganado con creces cuanto con la guerra habías perdido. Ya estás vengado del desastre que en el cielo experimentamos. Aquí reinas ya como monarca; que allí no podías serlo. Que domine el otro donde la victoria le concedió su imperio, mas que renuncie a este mundo, de que su propia sentencia le ha desposeído, y que de hoy más entre contigo a la parte en la universal soberanía, cuyos límites los formará el Empíreo, siendo ahora suyo el mundo cuadrado, y el mundo circular tuyo[107]. Que se atreva ahora contigo, que tan peligroso eres para su trono.»

A lo que placentero repuso el príncipe de las tinieblas: «Hija querida, y tú, que eres a la vez hijo y nieto mío: bien demostráis ahora que sois de la estirpe de Satán, nombre de que me glorío, por ser el antagonista del Omnipotente Rey de los Cielos; bien merecéis mi gratitud y la del infierno todo, pues con triunfador empeño habéis erigido este monumento triunfal cabe las puertas del mismo cielo, y hecho mía vuestra gloriosa empresa. Habéis convertido el cielo y este mundo en un solo imperio, en un imperio y un continente de fácil comunicación; y así, mientras que a través de las tinieblas y a favor del nuevo camino que habéis abierto, desciendo a dar cuenta a los campeones que siguen mis banderas de todos estos triunfos y a celebrarlos en su compañía, cruzad vosotros esos innumerables orbes, vuestros ya todos, y encaminaos al Paraíso. Fijad en él vuestra mansión, vuestro venturoso reino; ejerced vuestro dominio sobre la tierra, sobre los aires, y especialmente sobre el Hombre, único señor de tan vasto imperio. Hacedle desde luego vuestro esclavo, hasta que por fin acabéis con su existencia. Yo delego en vosotros mis poderes, y os nombro mis representantes en la tierra con toda la autoridad que de mí procede. De vuestras fuerzas ahora unidas depende la conservación de este nuevo imperio, que gracias a mí, el Pecado entrega a la Muerte. Si juntos lográis vencer, ningún detrimento en su bien tendrá ya que temer el infierno. Id, pues, y desplegad todo vuestro poder.»

Despidiolos así; y ellos, atravesando velozmente la región de los astros, fueron por todas partes derramando su veneno. Emponzoñadas las estrellas, perdieron su lucidez, y hasta los planetas se vieron totalmente eclipsados. Satán, que tomó otro rumbo, se dirigió por la nueva vía a las puertas del infierno. Gemía el Caos sintiéndose aprisionado y hendido por uno y otro lado, y al rebotar de sus olas, golpeaba la maciza fábrica, en la que no hacían mella alguna sus furores. Entró en su retiro el príncipe de las tinieblas, hallando las puertas de par en par, sin nadie que las guardase, y todo en la más tétrica soledad, porque los que estaban allí para custodiarlas, abandonando su puesto, habían levantado su vuelo a más alta esfera, y los demás retirádose al interior, al abrigo de los muros del Pandemonio, ciudad y magnífica residencia de Lucifer, que así se llamaba aludiendo a la brillante estrella comparable con Satanás. Vigilaban allí en continua guardia las legiones, mientras los próceres celebraban un consejo ansiosos de saber qué causa podría diferir el regreso de su soberano; por lo demás, observaban fielmente las órdenes que al partir les había dictado. A la manera que el Tártaro se retira de Astracán[108] a sus nevadas llanuras, huyendo de los rusos, sus enemigos, o que el Sofí bactriano[109] retrocede ante la enseña de la turquesca media luna, llevando la devastación hasta más allá del reino de Aladule[110] y se refugia en la ciudad de Tauris o en la de Casbin[111]; veíanse las huestes recién lanzadas del cielo dejar desiertas las inmensas regiones que forman los límites infernales, y acogerse con cuidadosa vigilancia a los muros de su metrópolis, aguardando de hora en hora a su aventurero caudillo, que había partido en busca de ignorados mundos. Llegó; atravesó por en medio de ellas sin darse a conocer, bajo la apariencia de un ángel de ínfimo orden entre la milicia plebeya, y penetrando invisible en el regio salón plutónico, ocupó su elevado trono, suntuosamente erigido en el extremo opuesto bajo un dosel de riquísimo brocado. Sentose un instante; dirigió en torno una mirada, todavía encubierto, hasta que de repente, como saliendo de una nube, apareció su fúlgido semblante, con todo el brillo de una estrella, o más esplendoroso aún, y rodeado de aquella gloriosa aureola, pero solo aparente, que le era permitido ostentar después de su caída. Admirados de tan súbito fulgor los moradores de la Estigia, vuelven los rostros, y descubren a su anhelado caudillo, que estaba ya entre ellos: con lo que prorrumpieron en ruidosas aclamaciones. Levantáronse apresuradamente de su tenebroso estrado los próceres del consejo, y con general alegría se acercaron a felicitarle. Impúsoles silencio con la mano, y se captó su atención diciendo:

«Tronos, Dominaciones, Principados, Virtudes y Potestades, títulos de que os declaro nuevamente en posesión, a más de que de derecho os corresponden: el feliz éxito de mi empresa ha sobrepujado a mis esperanzas. Aquí vuelvo para sacaros triunfantes de esta sentina infernal, abominable, maldita, asilo de la miseria y prisión de nuestro tirano. Ya poseéis como señores un espacioso mundo, apenas inferior al cielo en que nacisteis, mundo que os he conquistado con mi esfuerzo, a costa de indecibles riesgos. Sería largo empeño referiros todo lo que hecho, lo que he sufrido, los obstáculos que he hallado en mi viaje por esos inmensos abismos en que nada hay real, y en que la más horrible confusión domina. Sobre ellos han labrado el Pecado y la Muerte un ancho camino para facilitar vuestra gloriosa marcha; pero ¡qué de penalidades me ha costado esa vía por nadie transitada aún, viéndome obligado a luchar con un insondable vacío, y sumergirme en el seno de la Noche primitiva y del fiero Caos! Celosos ambos de sus secretos, se oponían a mi extraño viaje, y con espantosos bramidos protestaban de mi audacia ante el supremo Hado. Llegué por fin a ese mundo nuevamente creado, cuya fama tanto se ha celebrado en el cielo. ¡Oh! ¡qué fábrica tan maravillosa y tan perfecta! Allí tenía situado su paraíso el Hombre, que era feliz a consecuencia de nuestro destierro. Ya no lo es: mi astucia le ha seducido, le ha divorciado de su Creador, y lo que más debe admiraros, valiéndome para esto no más que de una manzana; de cuya ofensa en castigo (cosa es que os moverá a risa), Dios ha condenado a su querido Hombre, y juntamente con él a todo el mundo, a ser víctimas del Pecado y de la Muerte, es decir, de nosotros, que hemos adquirido este poder sin esfuerzo, ni peligro, ni contratiempo alguno. Allí vamos a trasladarnos, allí nos estableceremos, y mandaremos en el Hombre como mandaba él en todas las cosas. Verdad es que también Dios me ha condenado a mí, o más bien que a mí, a la serpiente, en cuyo cuerpo me introduje para engañar al Hombre: la parte que a mí me alcanza de esa sentencia es la enemistad que ha de mediar entre mí y el género humano. Yo morderé sus plantas, y su descendencia hollará mi cabeza, aunque ignoro cuándo; pero en cambio de la adquisición de un mundo ¿quién teme tan leve pena, ni otra más rigurosa? Ya sabéis, pues, lo que hecho; ¿qué os resta a vosotros hacer, ¡oh dioses!, más que lanzaros a la posesión de bien tan incomparable?»

Aguardando de hora en hora a su aventurero caudillo...

Horrible fue la silba que se desató por todos los ámbitos del salón...

Así dio fin a su arenga, y permaneció algún tiempo inmóvil, esperando que atronasen sus oídos universales aclamaciones y aplausos estrepitosos; mas en su lugar, solo resonaron siniestros silbidos, lanzados por todas partes, de aquellas innumerables lenguas, que era demostración harto clara de público menosprecio. Maravillose de esto, mas no le duró mucho el asombro, que mayor era el que de sí mismo concibió al sentir que su rostro se adelgazaba prolongándose, que los brazos se lo adherían a las costillas, que sus piernas se enlazaban una a otra, hasta que faltándole el apoyo, cayó convertido en monstruosa serpiente, arrastrándose sobre su vientre, y luchando consigo en vano, porque un poder superior le sujetaba, condenándole a tomar la figura en que había pecado, y según la sentencia que se le había impuesto. Quiso hablar; y su arponada lengua solo acertó a contestar con silbidos a todas las demás lenguas, arponadas como la suya; que todos cual él, quedaron transformados en serpientes, dado que eran cómplices de su inicuo crimen. Horrible fue la silba que se desató por todos los ámbitos del salón: arrastrábanse por él un enjambre de monstruos, revueltos entre sí colas con cabezas, escorpiones, áspides, crueles anfisbenas, cornudas cerastes, hidras, temibles élopes y dipsas[112]; que nunca se multiplicaron muchedumbre tan grande de serpientes ni en la tierra empapada con la sangre de la Gorgona, ni en las playas de la isla Ofiusa[113].

En medio de todos sobresalía Satán por su magnitud de enorme dragón, más grande que el inmenso Pitón, engendrado por el Sol en el cieno del valle Pitio, de suerte que aún así conservaba su superioridad sobre los demás. Todos le siguieron atropelladamente hasta la llanura en que estaba el rebelde ejército precito, formado en orden de batalla y con el sublime anhelo de ver llegar en son de triunfo a su glorioso adalid; y vieron en efecto ¡qué espectáculo tan inesperado! un tropel de asquerosísimas serpientes. El horror que al principio sintieron acabó por trocarse en no menos horrible simpatía, porque ellos también se convirtieron en aquello mismo que a su vista se presentaba, cayéndoseles de las manos armas, lanzas y broqueles, dando en tierra con sus cuerpos, prorrumpiendo en agudos silbos y desapareciendo bajo aquella forma de que habían sido contagiados; que a crimen igual, correspondía también igual castigo. Así el aplauso con que contaban se volvió atronadora silba, y el triunfo en ignominia que lanzaban sobre sí por sus propias bocas.

No lejos de allí se extendía un bosque, nacido en el momento de su metamorfosis, y que el Supremo Señor había dispuesto para más agravar su pena, cuyos árboles se veían cargados de hermosos frutos parecidos a aquellos del Paraíso con que el enemigo infernal había seducido a Eva. En aquella extraña novedad se fijaron sus ávidas miradas, figurándose que en vez del árbol vedado, se les ofrecían otros muchos que aumentasen sus tormentos y su vergüenza; pero devorados por una sed ardiente y por una hambre rabiosa que Dios les envió a fin de incitarlos más, no pudieron resistir, y enredándose unos en otros, se precipitaron y encaramaron a los árboles, formando madejas más enmarañadas que las de los cabellos de Megera. Abalanzáronse ansiosamente a los frutos, bellísimos a la vista, tan bellos como los que se producían orillas del bituminoso lago en que ardió Sodoma; frutos que no engañaban el tacto, pero sí el gusto, y de que procuraron saciarse para satisfacer el hambre; mas en vez de manjar sabroso, comían solo amarga ceniza, que arrojaban al punto de sus contrariadas bocas entre repugnantes náuseas. Apretados del hambre y de la sed, renovaban frecuentemente su embestida, y siempre experimentaban el mismo sabor asqueroso que les desquiciaba las quijadas, llenas de hollín y ceniza, cayendo repetidas veces en el propio engaño, mientras el Hombre, de quien habían triunfado, solo una había incurrido en su error. Así permanecieron largo tiempo devorados por el hambre y atormentados por la incesante furia de los silbidos, hasta que les fue dado recobrar su perdida forma; y así quedaron condenados a sufrir todos los años por cierto número de días aquella misma humillación, en pena del orgullo y regocijo que habían sentido al seducir al Hombre. Ellos, sin embargo, difundieron entre los paganos una tradición, inventando la fábula de una serpiente, que llamaron Ofión, la cual juntamente con Eurínome[114] (quizás la dominadora Eva) se alzó en un principio con el imperio del alto Olimpo, de donde fueron ambos expulsados por Saturno y Rea[115] antes que naciese Júpiter Dicteo[116].

Entre tanto llegaba al Paraíso la infernal pareja, y ¡ojalá no hubiese llegado! El Pecado, que primero influía allí con su poder y posteriormente con su acción, ahora se establecía corporalmente para residir en él como constante habitador. Seguíale en pos y paso a paso la Muerte, que no cabalgaba aún en su pálido caballo; a la cual se dirigió el Pecado, diciendo:

«Segundo fruto de Satán, Muerte, que has de avasallarlo todo: ¿qué juzgas ahora de nuestro imperio? Con penosa dificultad hemos llegado a él; pero ¿no es preferible a aquel umbral tenebroso del infierno dónde estábamos sentados, siempre vigilando, siempre ignorados y envilecidos, y tú medio extenuado de hambre?»

Y el Monstruo nacido del Pecado le respondió así: «A mí, víctima de un hambre eterna, tanto me da el Infierno, como el Cielo o el Paraíso. Allí me encontraré mejor donde más tenga que devorar; y esto, aunque tanta abundancia ofrece, paréceme sobrado pequeño para llenar este estómago y este anchuroso cuerpo.»

A lo cual repuso el incestuoso Padre: «Pues desde luego puedes alimentarte de todas esas yerbas, frutos y flores, y no perdonar ni una bestia, ni un pescado, ni un ave, que no es pasto poco apetitoso, y saciarte de cuantas cosas ha de destruir la segur del Tiempo, hasta que apoderado yo del Hombre y de su raza, pervierta sus pensamientos, sus miradas, sus palabras y sus acciones, y le prepare para ser tu postrera y más agradable presa.»

Dicho esto, se separaron, tomando cada cual diverso camino, ambos con el propósito de destruir y hacer perecedero todo lo criado, y de disponerlo a la devastación que tarde o temprano había de verificarse; viendo lo cual el Omnipotente, desde el sublime trono que ocupa rodeado de sus Santos, habló así a todas aquellas esplendorosas jerarquías:

«Ved con qué rabia se apresuran esos monstruos[117] del infierno a perturbar y destruir ese nuevo mundo que Yo he creado tan bello y tan perfecto; y que se mantendría en el mismo estado, si la insensatez del Hombre no hubiera dado entrada en él a esas destructoras furias que me califican de demente; y esto suponen el príncipe del Infierno y sus secuaces, porque cuando les concedo tan llano acceso a ese lugar celestial y consiento que se enseñoreen de él, piensan que condesciendo con las miras de tan menguados enemigos, y se lisonjean de que mi pasión me ciega en términos de abandonarlo todo y entregar el universo a su desconcierto. No conocen esos abortos del infierno que me he valido de ellos y los mantengo esclavizados allí, para que absorban toda la escoria e inmundicia con que la impura desobediencia del Hombre ha manchado lo que tan inmaculado era en su origen, hasta que rebosando y ahítos de ese letal veneno, llegue un día en que tu victorioso brazo, dulcísimo Hijo mío, hunda para siempre en el Caos al Pecado y a la Muerte con su voraz sepulcro, y quede cerrada la boca del infierno, y sus mandíbulas ociosas. Regenerados entonces el cielo y la tierra, se purificarán para santificar lo que no podrá ya mancillarse nunca; pero entre tanto la maldición que he pronunciado tiene que cumplirse.»

Dijo; y resonando como las olas del mar, prorrumpieron los celestiales coros en cánticos de aleluya; y entre innumerables himnos repetían: «Justos son tus designios, justos tus decretos en cuanto obras. ¿Quién puede destruirte?» Y celebraban después al Hijo, Redentor del género humano, por quien los siglos verán nacer o descender de los cielos un nuevo cielo, una nueva tierra.

Dicho esto, se separaron, tomando cada cual diverso camino...

Esto cantaban; y el Creador llamó por su nombre a sus principales Ángeles, y les encargó de diferentes ministerios, conforme la actual sazón de las cosas lo requería. El primero fue el Sol, a quien prescribió que alterase su movimiento y enviase su luz a la tierra haciendo que alternasen en ella el calor y el frío, hasta el punto de ser casi intolerables ambos; que llevase del norte al decrépito invierno, y del mediodía los rigores del abrasado solsticio. A la pálida luna le ordenaron también su curso; a los otros cinco planetas su movimiento y sus varios aspectos, el sextil, el cuadrado, el trino y el opuesto[118], todos ellos tan nocivos y tan funestos en su conjunción; enseñando a las estrellas fijas a ejercer asimismo su maligna influencia y suscitar tempestades, ya al ascender cuando el Sol, ya al declinar con él. A los vientos señalaron sus lugares respectivos, y cuándo enfurecidos debían introducir la confusión en el aire, en el mar y a lo largo de sus playas; al trueno, en fin, el tiempo en que había de aterrar los tenebrosos palacios aéreos con su hórrido estampido.

Dicen algunos que el Señor mandó a los ángeles apartar más de dos veces diez grados los polos de la tierra del eje del Sol, y que no sin gran trabajo pudieron poner oblicuo aquel globo central. Otros pretenden que se ordenó al Sol llevar sus riendas a igual distancia de la línea equinoccial por uno y otro lado, pasando por el Tauro, las siete Hermanas Atlánticas y los Gemelos de Esparta, subiendo hasta el trópico de Cáncer, y bajando después por Leo, Virgo y Libra hasta Capricornio, para proporcionar en su curso a cada clima la variedad de las estaciones. De otra suerte, ornada la tierra de flores inmarcesibles, hubiera gozado de una perpetua primavera, y de igual duración en los días y las noches, excepto en los puntos situados más allá de los círculos polares, donde hubiera brillado el día sin noche alguna, mientras que el Sol, para resarcirlos de su alejamiento, girando visible siempre a sus ojos en torno del horizonte, no les hubiera dejado conocer el oriente ni el ocaso, ni se hubieran visto envueltos en nieve el yerto Estotiland[119] y los países australes que se extienden más allá del de Magallanes.

Al presenciar la desobediencia de nuestros primeros padres, el Sol retrocedió en su curso, como en el festín de Atreo[120]: ¿quién sabe si antes de su pecado se hubiera, visto la tierra expuesta, cual hoy, al penetrante frío y a los rigorosísimos calores? Estas vicisitudes de los cielos produjeron, aunque lentamente, iguales efectos en los mares y en la tierra: la influencia de los astros esparció por todas partes vapores, nieblas, ardientes emanaciones, corruptas y pestilenciales; desde el norte de Norumbeca[121] y las playas de Samoyeda[122], rompiendo sus prisiones de bronce, y lanzándose armados de hielo, nieve y granizo, de huracanes y torbellinos, los furiosos Bóreas y Cecias, Argeste y Tracias arrasan las selvas y trastornan los mares; saliendo de Sierra Leona con encontrado ímpetu el Áfrico y el Noto, impelen las negras nubes preñadas de truenos; y a través de ellos, no menos airados, se precipitan de levante a occidente el Euro y el Céfiro con sus fragorosos colaterales el Siroco y el Libequio[123]. Empezó pues la desolación por las cosas inanimadas. La discordia, hija del Pecado, fue la primera que introdujo la muerte entre los irracionales por medio de una feroz antipatía, y se encendió la guerra entre bruto y bruto, entre ave y ave, entre pescado y pescado, devorándose unos a otros, olvidados de su pasto y perdido el temor al Hombre, de quien huían, o a quien con gesto amenazador veían pasar, clavando en él aviesas miradas.

Así tuvieron exteriormente principio nuestros males, que Adán pudo ya presenciar en parte, aunque acongojado por la pena, se ocultó en la más retirada oscuridad; pero otros mayores sentía dentro de sí; y en la lucha que traía con sus pasiones, procuraba desahogarse, exclamando:

«¡Qué desventura la mía, después de tanta felicidad! ¡Este fin ha tenido para mí ese nuevo y glorioso mundo! ¡Y yo, que era la gloria de su gloria, y que gozaba de tal bienaventuranza, ahora me veo maldito! ¡Que tenga que huir de la presencia de Dios, cuando su vista era en otro tiempo mi mayor delicia! Y ¡si al menos fuera este el término de mis males! Merecidos los tengo, y justo es que pague lo que merezco; pero no sucederá así, que cuanto coma, cuanto beba, cuanto proceda de mí, solo servirá para perpetuar mi maldición. ¡Oh! Aquellas palabras que antes tanto me deleitaban, aquel creced y multiplicaos equivaldrá para mí a una sentencia de muerte. Porque ¿qué puedo yo multiplicar más que la maldición que llevo sobre mi cabeza? Y de los que en las futuras edades sean mis sucesores ¿quién al considerar los males que de mí heredan, no execrará mi memoria?: «¡Maldito seas, impuro progenitor! ¡Agradecidos debemos estarte, Adán!» Y sus gracias serán otras tantas imprecaciones. A la maldición, pues, que sobre mí llevo, deberán agregarse las que por una violenta reacción me alcancen, que hallarán en mí su centro, y aunque estén en su esfera, me abrumarán con su pesadumbre. ¡Oh malogradas dulzuras del Paraíso! ¡Cuán caras me costáis, adquiridas a precio de tantos males!

»Pero después de todo, ¿te exigí yo, Creador Omnipotente, que me convirtieses de tierra en Hombre? ¿Te solicité para que me sacases de las tinieblas, o para que me colocases en este jardín delicioso? Pues si mi voluntad no tuvo parte en mi existencia, lo justo y equitativo sería que me restituyeses a la nada, mayormente cuando mi deseo es resignar y devolver todo lo que he recibido, y cuando es tal mi incapacidad para cumplir con las duras condiciones que se me han impuesto a fin de conservar un bien que no he pretendido. ¿No es suficiente pena la pérdida de este bien? ¿Por qué has de añadir el sentimiento de una desventura eterna? Es pues inexplicable tu justicia, aunque a decir verdad, demasiado tarde para prorrumpir en estas quejas. Hubiera debido rehusar tales condiciones, en el momento en que se me propusieron; pero ¡desdichado! si las aceptaste ¿cómo quieres gozar del bien y cuestionar sobre ellas? Dices que Dios te ha creado sin tu consentimiento: y si un hijo desobediente, a quien tú reconvinieses, te replicara: «Y ¿por qué me has dado la existencia cuando yo no te la pedía?» ¿aceptarías tú el menosprecio que hacía de ti y su insolente disculpa? No fue ciertamente creado por tu elección, sino por una necesidad de la naturaleza. Dios te creó por su voluntad y con el fin de que le sirvieses; la recompensa que te otorgaba era una pura gracia; tu castigo el que a su justicia plugo imponerte. Pues bien: sometido estoy; su sentencia es equitativa. Polvo soy, y en polvo he de convertirme. ¡Oh felicidad, cuando quiera que acontezca! Mas ¿por qué esta dilación en ejecutar la pena el mismo día que se ha dictado? ¿Por qué he de sobrevivirme? ¿Por qué ha de burlarse de mí amenazándome con la muerte, y reservándome un castigo perpetuo? ¡Con qué placer cumpliría yo mi sentencia de muerte y me trocaría en tierra insensible, descansando en ella como en el seno de mi madre! Hallaría allí mi reposo, y dormiría tranquilo; no atronaría más mis oídos aquella tremenda voz; no abrigaría el temor de mayor desdicha, ni me atormentaría esta expectativa cruel de mi posteridad. Pero una duda me asalta aún. ¿Si será que no muera del todo, y que este puro aliento vital, este espíritu del Hombre, que Dios le ha inspirado, no llegue a perecer con el barro de su cuerpo? Y entonces ¿quién sabe si yaceré en el sepulcro, o en otro lugar no menos terrible, y si mi muerte será todavía una especie de vida? ¡Horrible idea, si fuese cierta! Pero ¿cómo ha de serlo? Si lo que en mí pecó fue ese hálito vital, eso que vive y ha pecado será lo que haya de morir; pero verdaderamente el cuerpo no tiene parte en la vida ni en el pecado. Todo, pues, morirá en mí; resuélvase así esta duda, quedando tranquilo, dado que no llega a tanto el alcance humano.

»Y porque el Señor sea infinito en todo ¿ha de serlo también en sus rigores? Aun cuando así sea, el Hombre no lo es, y por lo tanto ha de ser mortal, pues de otra suerte, ¿cómo Dios ha de hacer objeto de su cólera infinita al Hombre, cuyo fin es la muerte? ¿Ha de ser esta inmortal? Sería una contradicción tan extraña, que no es posible en el mismo Dios, porque argüiría, no poder, sino debilidad. Y por satisfacer su ira, al castigar al Hombre ¿había de llevar lo finito hasta lo infinito, pretendiendo saciar un rigor que nunca se saciaría? Valdría esto tanto como hacer extensiva su sentencia hasta más allá del polvo, de la nada, y de las leyes de la Naturaleza, la cual mide las causas por la energía de la acción que imprimen, no por el círculo de su propia esfera. Mas si la muerte no acabase de un golpe con todo lo que es sentir, como suponía yo, y fuese desde ahora para siempre un mal interminable, mal que empiezo a experimentar en mí, fuera de mí y por toda una eternidad... ¡oh desdichado! Vuelve a espantarme este temor, y de nuevo combate con tempestuosos vértigos mi indefensa fantasía. Sí: la muerte y yo somos incorpóreos: no solo a mí, sino a toda mi posteridad alcanza la maldición. ¡Envidiable patrimonio os lego, hijos míos! ¡Oh! ¡Si me fuese dado consumirlo todo, y no dejaros la menor parte! ¡Cómo me bendeciríais por esta pérdida, en vez de maldecirme ahora! Mas ¿por qué ha de condenarse a todo el género humano, siendo inocente, por la falta de un solo Hombre? ¡Inocente! ¿Lo es, cuando de mí nada puede salir que no sea corrupción, y espíritu y voluntad tan depravados, que no solamente estén dispuestos a hacer, sino a desear lo que yo he hecho? ¿Qué descargo han de ofrecer cuando comparezcan ante el Señor? Después de todo, yo no puedo menos de absolverlos: todo este laberinto de vanos subterfugios y razonamientos en que me pierdo, me trae otra vez a mi convicción. El primero y el último a quien debe acriminarse, soy yo, solo yo, raíz y origen de toda corrupción, y sobre mí debe recaer todo el castigo. ¡Ojalá que así sea! ¡Insensato anhelo! ¿Podrías tú soportar esta carga, más pesada que la tierra, más pesada que el mundo todo, aun cuando te ayudase a sobrellevarla aquella Mujer infame? De suerte que lo que deseas y lo que temes te da el mismo resultado; viene a destruir todas tus esperanzas de consuelo, y a demostrarte que eres un miserable, sin ejemplo en lo pasado ni en lo futuro, comparable solo a Satán en el crimen y en el castigo. ¡Oh conciencia! ¡En qué abismo de sobresaltos y horrores me has sumergido! ¡No encuentro camino alguno que me ponga a salvo, y de un precipicio doy en otro más insondable!»

De este modo se lamentaba Adán consigo mismo, en medio de la soledad de la noche. No era ya esta, como antes de la caída del Hombre, templada, agradable y serena, sino húmeda, nebulosa y encapotada, que representaba doblemente terribles los objetos a la conciencia del criminal. Tendido en tierra, en la yerta tierra, maldecía mil veces la hora en que fue criado, y mil veces también acusaba a la muerte de lenta, desde que sabía que era la consecuencia de su culpa. «Muerte ¿por qué no vienes, decía, con triplicado rigor a acabar conmigo? ¿Faltará la verdad a su promesa, y no se apresurará a ser justa la Divina Justicia? No acude la Muerte a mi llamamiento, y la Justicia Divina no acelera sus tardíos pasos, a pesar de mis súplicas y clamores. Bosques, fuentes, colinas, valles y arboledas: un eco de mi voz bastaba otro tiempo para que vuestros sombríos recintos me respondiesen. ¡De cuán diferente modo entonces resonabais!»

Al verle tan afligido la triste Eva, desde el sitio en que su pena la tenía postrada, se acercó a él, y procuró con dulces palabras calmar su arrebatada furia; mas Adán la rechazó con aspereza, diciendo: «¡Apártate de mí, malvada serpiente, que este nombre es el que te conviene como cómplice suya, no menos falsa y odiosa que ella! Nada más te falta que su figura y color para descubrir tu traidora índole, para que en lo sucesivo se guarden de ti todas las criaturas y no se dejen deslumbrar de tu celestial apariencia, que oculta la malicia del infierno. ¡Ah, que sin ti yo hubiera seguido siendo dichoso, a no haber tu soberbia e inquieta vanidad despreciado mis consejos cuando mayor era el peligro y empeñádote en no creerme! Anhelabas ser vista del Demonio; te prometías vencerle; te engañó y se burló de ti, y yo engañado a mi vez, permitiendo que te alejaras de mi lado, creyéndote prudente, constante, experta y prevenida contra todo género de asechanzas, no conocí que tu virtud, lejos de verdadera, era aparente, y que la naturaleza te formó de una costilla corva, torcida, según veo ahora, hacia el lado siniestro mío, de que saliste. ¡Si al menos me hubiera visto privado de ella, porque sobraba entre las restantes![124]

»¡Oh! ¿Por qué Dios, sabio Hacedor, que pobló los altos cielos de espíritus varoniles, introdujo en la tierra este ser nuevo, este bello defecto de la naturaleza, y no llenó el mundo de hombres, como lo está el cielo de ángeles, sin necesidad de mujer alguna? ¿Por qué no halló otro medio de perpetuar la raza humana? No hubiera dado lugar a esta desventura ni a las muchas que de ella han de originarse; que la tierra experimentará innumerables males por los artificios de la mujer y por la íntima unión con su sexo; pues o no hallará el hombre ninguna que le convenga, sino la que más desdichas y desaciertos le ocasione, o la que desee le pagará en ingratitudes, entregándose a otro peor que él, y si le ama, se verá contrariada por sus padres, o el logro de su mejor elección resultará tardío, y cuando quede unido con el vínculo que anhelaba, lo estará a una pérfida enemiga que solo le proporcione aborrecimiento y mengua; de donde infinitas calamidades para la vida humana, y disturbios sin cuento, en lugar de la paz doméstica.»

Nada más dijo Adán, y se apartó de ella; pero sin mostrarse Eva ofendida, bañado el rostro en lágrimas que sin cesar corrían por sus mejillas, y suelto y desgreñado el cabello, postrose humilde a sus pies, y abrazada a ellos, imploró perdón exclamando:

«No así me abandones Adán: el cielo es testigo del sincero amor y respeto que te profesa mi corazón, y de que te he ofendido involuntariamente, por efecto de mi desdicha y del engaño que padecí. Apiádate de mis ruegos; abrazada estoy a tus rodillas; no me prives de lo único que es mi vida, de tus miradas, de tu protección, de tus consejos; que en el colmo de desventura en que me veo, no cuento con otra fuerza ni con otro apoyo. Si tú me abandonas, ¿de quién he de esperar auxilio, ni dónde podré vivir? El tiempo que nos dure la vida, que quizá sean breves momentos, haya al menos paz entre nosotros. Partícipes ambos de esta común afrenta, unámonos también en el odio contra el enemigo que nos ha impuesto nuestra sentencia, contra esa cruel serpiente. ¡No me hagas objeto de tu aborrecimiento por una desgracia tan imprevista, cuando ya es segura mi perdición y cuando soy más miserable que tú mismo! Los dos hemos pecado, tú solo contra Dios, y yo contra Dios y contra ti. Volveré al lugar en que fui condenada; desde allí importunaré al cielo con mis lamentos; le rogaré que aparte de ti el castigo, y que caiga sobre mí sola, sobre mí, ¡única causa de todos tus males, objeto único de su cólera!»

No la dejaron proseguir sus sollozos; permaneció inmóvil en su humilde actitud, hasta que el perdón que demandaba por una falta así confesada y de que estaba tan arrepentida, movió a compasión a su esposo, el cual sintió al punto inclinarse su corazón hacia la que ha poco era su vida, su mayor delicia, y ahora estaba a sus pies sumisa y acongojada; bellísima criatura, que imploraba la indulgencia, el consejo, la ayuda del mismo a quien había desagradado. Él, como quien se encuentra desarmado, no teniendo en qué emplear su cólera, la levantó y consoló con estas afectuosas palabras:

«¡Imprudente! ¡Conque otra vez, como antes, vuelves a desear lo que no conoces, a desear que el castigo caiga sobre ti sola! ¡Ah! ¿sufrirás el que se te imponga, puesto que no eres capaz de sobrellevar la ira de que has experimentado no más que una pequeña parte, y que tan insoportable te parece hasta mi disgusto? Si mis ruegos alcanzasen a atenuar el rigor de lo que está ya decretado, yo me apresuraría a adelantarme a ti yendo a aquel lugar, y levantando cuanto me fuera posible la voz para que cayese toda la maldición sobre mi frente, para que fuese perdonada la fragilidad de tu débil sexo, que me estaba confiado y de que cuidé tan mal. Pero levanta: no disputemos más; no nos acriminemos uno a otro, que harto acriminados estamos ya. Procuremos, con el auxilio de un mutuo amor y ayudándonos uno a otro, aligerar el peso de la desgracia que nos abruma, porque el día de nuestra muerte que se nos ha anunciado, o mi previsión es falsa, o no llegará tan pronto, sino que será un mal lento, un morir prolongado, que haga mayor nuestra pena, y que trascienda a toda nuestra raza. ¡Oh raza desventurada!»

Y Eva, para inspirarle ánimo, replicó: «Sé, Adán, por una triste experiencia, cuán ineficaces son mis palabras para contigo, y cuán destituidas las juzgas de razón. ¡Oh, y si lo acaecido poco ha no las hubiera hecho además funestas! Sin embargo, a pesar de mi indignidad, alentada por ti, restablecida nuevamente en tu gracia y en la esperanza de recobrar tu amor, único consuelo de mi alma, que viva o muera, no quiero ocultarte los pensamientos que la inquietud de mi ánimo me suscita, y que pueden aliviar nuestros males o darles fin. Violentos y tristes son, pero tolerables, dada la extremidad en que nos vemos, y sobre todo están más en nuestra mano. Si tanto nos angustia la pena de nuestros descendientes, condenados a una maldición infalible, víctimas al fin de la Muerte (que, en efecto, terrible es ser causa de la infelicidad ajena, de la infelicidad de nuestros propios hijos, y lanzar de nuestro propio seno a ese maldito mundo una desdichada raza, para que después de una vida de tormentos sea presa de tan repugnante monstruo) de ti depende, ya que aún no se halla en su estado de concepción, evitar que esa raza no bendecida llegue a ser engendrada. Sin hijos estás; sin hijos puedes quedarte. Así la Muerte será burlada, y habrá de saciar en nosotros dos su ansia devoradora. Pero si crees que es duro y dificultoso hablándose, mirándose, amándose, renunciar al sagrado débito del amor, a las dulzuras de los abrazos nupciales, y ahogar sin esperanza alguna el deseo, teniendo a la vista un objeto que arde en el mismo anhelo, tormento no menos irresistible que el que causa nuestros temores, entonces, para librarnos a nosotros y librar al propio tiempo a los nuestros del mal que nos amenaza, tomemos más pronta resolución y entreguémonos a la Muerte; y si no damos con ella, hagamos en nosotros su oficio con nuestras manos. ¿A qué seguir viviendo con un temor que no promete más término que la Muerte, cuando podemos abreviar el plazo de nuestros días, y destruyéndonos, anticipar nuestra destrucción?»

Esto dijo, o añadió otras palabras que indicaban bien su desesperación; y tanto había discurrido sobre la muerte, que llevaba impresa su palidez en el semblante. No así Adán; que poco convencido de su consejo, y entregado con solícito afán a otras esperanzas, contestó a Eva:

«El menosprecio que haces de la vida y del placer parece indicar que hay en ti algo más sublime y excelente que lo que con tal indignación rechazas; pero desde el momento en que recurres a la destrucción de tu existencia, tú misma desmientes semejante indicio, porque manifiestas, no desprecio, sino angustia y pena por la pérdida de una vida y un placer que prefieres a todos los demás bienes. Engáñaste si deseas la muerte como término de tus males, creyendo evadirte así de la pena a que estás condenada, porque Dios no se ha armado tan vigorosamente de su vengadora ira para que se frustre; más temería yo que esa muerte anticipada no nos preservase del castigo que nos aguarda, y que semejante obstinación empeñase al Altísimo en perpetuar la muerte en nuestra vida. Adoptemos pues resolución más eficaz: yo creo acertar con ella reflexionando atentamente en aquella profecía de nuestra sentencia: Tu raza hollará la cabeza de la serpiente; lo cual sería bien fútil reparación, si como presumo, no aludiese a nuestro enemigo Satán, que se valió de este engaño contra nosotros. Hollar su cabeza sería en efecto nuestra mejor venganza, que sin duda malograríamos dándonos nosotros mismos la muerte, o resolviéndonos a hacer estériles nuestros días, como propones; con lo que nuestro enemigo se libraría del castigo que se le ha impuesto, y nosotros solo conseguiríamos doblar el nuestro. Renunciemos pues a toda violencia contra nosotros mismos, o a una infecundidad voluntaria que nos privaría de toda esperanza y no argüiría en nosotros más que rencor, orgullo, impaciencia, despecho y rebeldía contra Dios, que tan justo es imponiéndonos este yugo. Recuerda con qué benignidad y agrado nos escuchó, y cómo pronunció su sentencia sin cólera alguna, sin hacernos reconvenciones. Temíamos una disolución inmediata, y pensábamos que la amenaza y la muerte tendrían lugar en el mismo día; y ¿a qué se ha reducido? A anunciarnos, a ti lo penoso que ha de serte llevar en tu seno y dar a luz el fruto de tus entrañas, pena que se compensará con la alegría de verte reproducida, y a mí la maldición, que de rechazo alcanza a la tierra, de que ganaré mi sustento trabajando; ¡como si fuese esto tan gran desgracia! Mayor lo sería la ociosidad; porque al fin viviré de mi trabajo; y para que el frío y el calor se nos hiciesen más soportables, sus próvidos cuidados atendieron a nuestra necesidad sin que lo solicitásemos, y mientras nos juzgaba, se compadecía de nosotros, indignos de su protección, y sus manos nos proporcionaban con qué vestirnos. Pues si le dirigimos nuestras súplicas, ¿cómo ha de cerrar el oído a ellas, ni negar su corazón a la piedad? ¿Cómo dejará de enseñarnos por qué medios hemos de evitar la inclemencia de las estaciones, la lluvia, el hielo, la nieve y el granizo? Ya el cielo con demudada faz empieza a amenazar desde esa montaña con todas estas contrariedades, y los vientos con su soplo húmedo y destructor arrancan el follaje de esos hermosos y copudos árboles. Esto nos obliga a procurarnos mejor auxilio, y algún calor más con que templar nuestros ateridos miembros; y antes que al astro del día reemplace la frialdad de la noche, veamos cómo reflejando juntos sus rayos, pueden inflamar la materia seca, o cómo por el frote de dos cuerpos llega a encenderse el aire; a la manera de las nubes, que luchando entre sí hace poco, e impelidas por el aire, con su violento choque han engendrado el rayo y precipitándose este con su sesga llama, ha prendido en la resinosa corteza del pino y del abeto, y esparcido en derredor un calor agradable, que puede suplir al sol. Dios nos instruirá en el uso que hemos de hacer de ese fuego, y en todo lo demás que sirva de alivio o preservativo a los males que nuestras culpas han producido; y nos enseñará a orar e implorar su gracia. Auxiliados y alentados por Él, no tendremos que temer las incomodidades de la vida, hasta que nos convirtamos por fin en el polvo, última y natural morada nuestra. ¿Qué cosa podemos hacer mejor que volver al lugar en que hemos sido juzgados, postrarnos devotamente ante Él, confesar con humildad nuestras culpas, y pedirle perdón, regando el suelo con nuestras lágrimas, y exhalando profundos sollozos salidos de nuestros contritos corazones, en señal de sincero arrepentimiento y abnegación completa? Mitigará su rigor sin duda y dará al olvido su desagrado; pues cuando más indignado y justiciero parecía ¿no brillaba en sus tranquilas miradas el afecto, la gracia y la compasión?»

Así habló nuestro arrepentido padre, y Eva no manifestaba menores remordimientos. Encamináronse sin más tardanza al lugar en que habían sido juzgados, y se prosternaron reverentemente en su presencia. Allí confesaron con humildad sus culpas, imploraron perdón, bañaron con sus lágrimas la tierra, y prorrumpieron en profundos sollozos con corazones contritos, en señal de sincero arrepentimiento y de la más completa sumisión.

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