LIBRO NONO

Argumento

Después de explorar Satán la tierra con la más maligna intención, vuelve de noche al Paraíso, introduciéndose en forma de vapor acuoso en el cuerpo de la Serpiente que yacía dormida. Salen Adán y Eva al amanecer para continuar su trabajo, el cual propone Eva que se divida, dirigiéndose cada cual a distinto punto; mas Adán no lo aprueba, alegando el peligro que podían correr, y temeroso de que el enemigo contra quien ya estaban prevenidos, no sedujese a Eva al hallarla sola. Picada ella de que no la creyese bastante cuerda o bastante fuerte, insiste en que se separen, deseando además dar pruebas de su firmeza. Cede por fin Adán; la Serpiente halla sola a su Esposa; acércase cautamente; empieza por contemplarla; le dirige la palabra, y con lisonjeros encarecimientos la declara muy superior a todas las demás criaturas. Admirada Eva de oír hablar a la Serpiente le pregunta cómo ha adquirido aquella facultad humana, y la inteligencia de que carecía antes; la Serpiente responde que habiendo probado el fruto de cierto árbol que allí existía, ha adquirido a un mismo tiempo la palabra y la razón, de que hasta entonces no había gozado. Ruégale Eva que la conduzca adonde está el árbol, y al verlo reconoce que es el de la ciencia prohibida; pero más alentada ya la Serpiente, la induce con mil instancias y artificios a que pruebe el fruto, y hallándolo de un sabor delicioso, reflexiona un momento si debe o no participárselo a Adán; pero al cabo va a presentárselo, y le refiere lo que la ha decidido a comer de él. Queda al pronto consternado Adán; pero considerando que su Esposa está perdida, resuelve, llevado de su vehemente amor, perecer con ella, y atenuando su falta, come también del mismo fruto. Efectos que ambos experimentan. Procuran encubrir su desnudez, y acaban por reconvenirse y acusarse mutuamente.

Cesen ya las pláticas que Dios o un ángel, huésped del Hombre, sostenían familiarmente con él, como con un amigo, dignándose de sentarse a su lado, de compartir con él su campestre mesa y de permitirle discurrir sencillamente sin mostrarse con él severo. Una trágica catástrofe sucederá a esta escena: insensata desconfianza, monstruosa infidelidad, desobediencia y rebelión por parte del Hombre; por parte de Dios, de tal manera olvidado, desvío y profundo disgusto, indignación, justísimo rigor y terrible sentencia, que trajo sobre el mundo un cúmulo de males, el pecado y la muerte que le acompaña, y la miseria precursora de la muerte: enojoso empeño, pero asunto no menos sublime y más heroico que la cólera del inexorable Aquiles persiguiendo a su enemigo tres veces fugitivo alrededor de las murallas de Troya[90], y que el furor de Turno al verse privado de Lavinia, su prometida esposa[91], y la ira de Neptuno[92] y de Juno, tan pertinaz contra los griegos y contra el hijo de Citerea. Y no me será difícil remontar mi canto a tal altura, si logro el auxilio de mi celeste protectora, que sin ser llamada acude a mí todas las noches, y me dicta entre sueños o me inspira fáciles rimas en que yo no había pensado.

Largo tiempo ha que por vez primera elegí este asunto para un canto heroico, pero comencé ya tarde. La naturaleza no me ha dado facilidad para pintar guerras que hasta aquí se han contemplado como el único argumento para la poesía heroica: ¡sublime aspiración realzar a fuerza de largos y repugnantes desastres, hazañas de fabulosos caballeros en batallas también supuestas, y no consagrar un solo canto a la verdadera fortaleza, a la paciencia y heroicidad de los mártires; describir evoluciones y juegos, vistosas empalizadas, escudos relumbrantes de empresas y blasones, bridones encubertados, arneses bordados de oro, y arrogantes jinetes entrando en las justas y en los torneos; y luego la suntuosidad de los banquetes, servidos en magníficos salones por numerosos pajes y escuderos; primores artificiosos y rutinarios, que no pueden dar justo y heroico renombre ni al autor ni a su poema! Pero a mí, que no he puesto mi arte ni mi estudio en estas cosas, se me ofrece argumento más sublime, bastante por sí solo a granjearme alta reputación, a no ser que la tardanza del tiempo, el hielo del clima o el de mis años entorpezcan mis ya rendidas alas; y no podría menos de suceder así, si esta obra fuese exclusivamente mía, y no del nocturno numen que sugiere sus cantos a mis oídos.

Hundíase el Sol en el océano, y con él desaparecía la estrella de Héspero, cuyo oficio es llevar el crepúsculo a la tierra, sirviendo de medianera entre el día y la noche. Del uno al otro extremo del hemisferio extendía esta su velo en torno del horizonte, a tiempo que Satán, a quien Gabriel había intimidado con sus amenazas y expulsado del Edén, más diestro ahora en su falacia y malignidad, y más ansioso de la perdición del Hombre, a pesar de que se exponía él también a mayor castigo, sin temor alguno resolvió penetrar de nuevo en aquellas regiones. Era de noche cuando emprendió el vuelo; a la mitad de ella había acabado de dar la vuelta a la tierra, porque evitaba el día, desde que Uriel, que regulaba el movimiento del Sol, le descubrió al entrar en el Edén y previno contra sus intentos a los querubines que lo guardaban. Así expulsado y poseído de mortal angustia, siete noches consecutivas anduvo rodando entre las tinieblas: tres veces recorrió la línea equinoccial, y cuatro, atravesando los coluros, cruzó por el carro de la noche de polo a polo. A la octava noche volvió al Paraíso[93], y en la parte opuesta a la que guardaban los querubines, descubrió una entrada furtiva, que ellos no conocían.

¡Oh Tierra! Cuán semejante eres al cielo...

En el río se hundió Satán y volvió a salir.

Había allí un lugar (ya no existe, y de esta novedad no fue causa el tiempo, sino el pecado), donde el Tigris se precipita en una profunda sima al pie del Paraíso, refluyendo parte de sus aguas hasta formar una fuente junto al árbol de la vida. En aquel precipicio se arrojó Satán, arrastrado por el río, y entre el salto que sus aguas daban subió al jardín, envuelto en su densa niebla. Allí buscó un sitio donde ocultarse. Había recorrido mares y tierras del Edén al Ponto Euxino y la laguna Meótides, y más allá de las riberas del Obi, y descendió al polo Antártico, cruzando al occidente, desde el Orontes al océano que se ve atajado por el istmo de Darién, y luego a las regiones bañadas por el Ganges y por el Indo[94]. Al escudriñar así toda la tierra con minucioso examen y contemplar con profunda atención todas las criaturas, para elegir la que mejor se prestase a sus intentos, halló que la más astuta era la serpiente, y después de prolijas dudas y reflexiones, se convenció de que en ninguna como en ella podría injertar su insidioso espíritu, y en ninguna encubrir mejor sus siniestros odios a la más penetrante vista; porque en la falsedad de la serpiente no había ardid que pareciese impropio, ni cabía sospechar de su natural sutileza y malignidad, al paso que en los demás animales cualquier acto superior a su rudo instinto hubiera podido parecer influencia y sugestión diabólica. Esta fue al cabo su resolución; pero tales y tan desesperados combates traía en su interior, que prorrumpió en doloridos ayes, discurriendo así:

«¡Oh Tierra! ¡Cuán semejante eres al Cielo, por no decir superior y morada más digna de los dioses, dado que has sido producto de una segunda creación, con la cual se perfeccionó la antigua! Porque ¿hubiera Dios, después de hacer una obra perfecta, creado otra peor? ¡Oh terrestre cielo, alrededor del cual giran otros, que brillan únicamente para comunicarte sus resplandores! Solo para ti existen, al parecer, uno y otro astro, y en ti concentran los preciosos destellos de su sagrada influencia. Así como en el cielo Dios es el centro que se difunde por donde quiera, así lo eres tú también con respecto a los demás orbes que tienes por tributarios. En ti, que no en ellos, aparecen todas las virtudes conocidas que producen las yerbas y las plantas, y la estirpe más noble de los seres animados de vida gradual que crecen, sienten y raciocinan, dones todos cifrados en el Hombre. ¡Con qué placer, si de algún placer fuese yo capaz, recorrería tus campos, contemplando esa deliciosa alternativa de colinas y valles, ríos, bosques y llanuras; tan pronto tierras, tan pronto mares; aquí una ribera al pie de una selva, allá enormes rocas y grutas y cavernas! Pero ninguno de esos lugares me ofrece mansión ni asilo, y cuanto mayores son los encantos que me rodean, más grande es el tormento que llevo dentro de mí, como si fuese yo el odioso objeto de sentimientos tan encontrados. Toda dulzura se convierte para mí en veneno, y hasta en el cielo mi suerte sería tristísima. Y no es que yo quiera vivir aquí, ni aun en el cielo, de no imperar en él como soberano; porque no es la esperanza de llegar a condición menos miserable la que me anima ahora, sino el deseo de hacer a otros tan desdichados como lo soy yo, aunque redunde en mayor desventura mía; que lo que únicamente halaga mi desasosegado anhelar es la destrucción. Si en efecto, logro destruir, o que él propio labre su total perdición, al hombre para quien todo esto se ha creado, todo ello le acompañará en su ruina, como identificado que está con su prosperidad o su infortunio. ¡Sea con su infortunio! ¡Perezca cuanto aquí existe! De todas las potestades infernales, yo seré el único a quien quepa la gloria de haber aniquilado en un día lo que Él, el que se llama Omnipotente, ha empleado en crear seis días y seis noches sin interrupción; y ¿quién sabe cuánto tiempo empleara antes en concebirlo? Quizá no tuvo tal pensamiento hasta que yo, en una sola noche, libré de oprobiosa servidumbre casi a la mitad de los que llevan el nombre de ángeles, reduciendo en proporción la multitud de sus adoradores. En venganza de esto, sin duda, y para reponer sus legiones así mermadas, fuese por haber desmerecido de aquella antigua virtud que poseyó al crear los ángeles, si fueron creación suya, fuese para humillarnos más, determinó suplir nuestra falta con un ser formado de tierra, elevándole desde tan vil extracción hasta el punto de concederle nuestra dignidad celeste. Como lo resolvió, lo llevó a cabo; y formó al Hombre, y para él labró todo este magnífico mundo, y le dio por mansión la tierra, proclamándole rey de ella; y ¡oh indignidad! puso a su servicio las alas de los serafines, y por custodios suyos espíritus de fuego, obligados a desempeñar este terrestre ministerio.

Pronto la encontró profundamente dormida y enroscada.

»Temeroso de su vigilancia, y con el fin de eludirla, me he envuelto en los nebulosos vapores de la noche, y deslizádome cautelosamente entre estos matorrales, buscando una serpiente adormecida para introducirme entre sus escamas, y ocultarme y ocultar mis tenebrosos planes. ¡Oh indigna degradación! ¡Yo, que he lidiado contra los dioses queriendo sublimarme sobre todos ellos, verme obligado ahora a transformarme en un reptil, a identificarme con su asqueroso cieno, y embrutecer así la pura esencia que aspiraba al más excelso grado de la divinidad! Pero ¿a qué extremo no son capaces de descender la ambición y la venganza? El ambicioso, para lograr su fin, debe rebajarse tanto como ha pretendido elevar sus miras, y por encumbrado que esté, humillarse hasta los más viles empleos. La venganza, tan dulce a primera vista ¡qué amarga es al fin, pues que recae en el vengativo! Pero no importa: recaiga en mí, con tal que descargue el golpe donde le asesto; y ya que no puede alcanzar al que está más alto, hiera al menos al que provoca más inmediatamente mi envidia, a ese nuevo favorito del cielo, al Hombre, formado de barro, hijo del despecho, a quien, para mayor afrenta nuestra, sacó su Hacedor del lodo. No haya más: a ese ensañamiento se responderá con la misma saña.»

Esto dijo; y rastreando por entre la maleza, ya húmeda, ya árida, en forma de negro vapor, prosiguió su nocturna excursión por los sitios donde más fácilmente diera con la serpiente, hasta que la descubrió adormecida, enroscada en la multitud de sus complicados pliegues, y en medio su cabeza, llena de astutas maquinaciones. No estaba oculta en la siniestra sombra de horrible caverna, sino durmiendo tranquila, ni temerosa, ni terrible, sobre la espesa yerba. Introdújose el demonio por su boca, y apoderándose de su brutal instinto, de su corazón, de su cabeza, impregnó en todo su ser su activa inteligencia, mas sin turbar su sueño, y esperando la llegada de la mañana.

Cuando la sagrada luz comenzó a alborar en el Edén sobre las húmedas flores, y a exhalar estas su matinal incienso, cuando todos los seres que respiran elevan al Criador su silencioso homenaje desde el grande altar de la tierra con el aroma que le es tan grato, salieron de su mansión nuestros primeros padres, y unieron la plegaria de sus labios al coro de las criaturas que carecían de voz; y terminada su oración, recreándose unos instantes con la dulzura del ambiente que el aire les enviaba, acordaron el medio de adelantar en sus incesantes trabajos, los cuales requerían mucho más de lo que ellos dos podían hacer en tan vasto terreno; y así ocurriósele a Eva decir a su esposo:

«Adán, no debemos aflojar en el cultivo de este jardín, sino cuidar de sus plantas, yerbas y flores que es la agradable tarea que se nos ha impuesto; pero hasta que vengan más brazos en nuestra ayuda, la obra será menor que el trabajo, y cada vez más desproporcionada a la exuberancia con que crece todo. Las ramas que podamos por superfluas, que enderezamos o sujetamos durante el día, en una o dos noches brotan de nuevo y frustran todos nuestros afanes. Quisiera, pues, que para remediarlo, me dieses algún consejo, u oye el que de pronto se ocurre a mi imaginación. Dividamos nuestro trabajo: elige tú el sitio que mejor te parezca, o dedícate a lo que más urgente contemples, ya cubriendo de madreselva esta enramada, ya dirigiendo la yedra a las plantas con que deba unirse, mientras yo, alejándome por aquel lado, iré enderezando los tallos de las rosas mezcladas con los mirtos, en lo cual me ocuparé hasta el mediodía. Porque si seguimos como hasta aquí, trabajando siempre uno al lado de otro ¿cómo hemos de evitar, viéndonos juntos, que la distracción de una mirada, de una sonrisa, de la conversación a que da lugar un objeto nuevo, interrumpa nuestra ocupación a cada paso, y la haga cundir tan poco, que aunque comenzada muy de mañana, esté sin terminar a la hora de la comida?»

A lo que con cariñosas palabras replicó Adán: «¡Eva mía, mi única compañera, de todas las criaturas vivientes la que más amo, sin comparación alguna! Bueno es tu intento; acertadamente discurres sobre lo que debemos hacer para el mejor desempeño de la tarea que nos ha impuesto el Señor aquí; y no puedo menos de alabar tu celo, porque nada más recomendable en la mujer que el estudio que pone en sus quehaceres y en procurar que su esposo trabaje también con fruto. Pero el mandato de Dios no es tan riguroso que nos vede el descanso indispensable, ora se invierta en alimentar el cuerpo, o en pláticas sabrosas, que son el alimento del espíritu, o en la dulce distracción de una mirada, de una sonrisa, placeres concedidos a nuestra razón y negados a los brutos, porque son la expresión de nuestro amor que no debe considerarse como el fin menos noble de nuestra vida; así que, no nos ha destinado Dios a un trabajo penoso, sino al que puede proporcionarnos aquel gusto que es inseparable de la razón. Unidas nuestras manos, no dudes que dejarán fácilmente expeditas las enramadas y veredas que frecuentamos en nuestros paseos, hasta que dentro de poco tengamos otros brazos más jóvenes que nos ayuden. Si, después de todo, te molesta el conversar tanto conmigo, consentiré en ausentarme por breve tiempo, que la soledad es a veces la compañía más agradable, y una separación, aunque corta, hace más dulce el placer de volver a verse. Un recelo, sin embargo, me trae inquieto, el riesgo que puedes correr lejos de mí; porque ya sabes lo que se nos ha advertido; sabes que envidioso de nuestra felicidad y desesperando de la suya, un enemigo perverso está acechándonos para consumar nuestra perdición y mengua, y que vigila, no lejos de aquí tal vez, ansioso de realizar su anhelo, y aprovechar la ventaja de tenernos separados. Mientras estemos juntos, no se atreverá a acercarse, dado que en caso necesario, fácilmente nos podremos prestar auxilio, bien intente apartarnos de nuestra obediencia a Dios, bien perturbar nuestro conyugal amor, que de todas nuestras venturas, es quizá la que más envidia. Sea pues este su intento, sea que abrigue otro más funesto, no te alejes de quien te ha dado la vida, de quien te ampara y protege aún. La mujer que se ve amenazada de algún peligro o de algún menoscabo en su honra, halla su segura confianza en el esposo que la defiende, y se hace participante de todas sus desgracias y sinsabores.»

Eva, con inocente dignidad, mas con severa dulzura, propia de quien ama y se siente contrariada, prosiguió así: «¡Hijo del cielo y de la tierra, Señor de la tierra toda! Bien sé que tenemos un enemigo que solicita nuestra ruina. Ya me has informado de esto, y lo he oído además de boca del Ángel, al despedirse, desde una sombría estancia en que me oculté, regresando precisamente a la caída de la tarde, cuando se cierran los cálices de las flores. Pero ¡sospechar de mi fidelidad para con Dios y para contigo, solo porque un enemigo intenta ponerla a prueba! Nunca supuse en ti semejante duda. ¿Por qué temer tanto su violencia, si, inaccesibles a la muerte y a las penalidades, hemos al cabo de preservarnos de ellas, y aun rechazarlas cuando necesario fuere? Y si lo que verdaderamente temes es su astucia, ¿qué recelo tienes de que venza ni seduzca mi inquebrantable fidelidad ni mi amor sincero? ¿Cómo han podido albergarse en tu corazón tales sentimientos? ¿Cómo pensar tan desfavorablemente de la que tanto amas?

A lo cual, tratando de persuadirla, contestó Adán así:

«Hija de Dios y el Hombre, inmortal Eva, porque tal eres, pura de todo pecado y mancha: si pretendo persuadirte a que no te alejes de mi vista, no es por desconfianza que de ti tenga, sino para evitar las asechanzas con que nos persigue nuestro enemigo, porque el seductor, aunque trabaje en vano, siempre deja alguna mancha en aquel a quien solicita, dando a entender que su entereza no es tal que pueda resistir a la tentación. Tú misma te enojarías y mostrarías tu indignación contra semejante ultraje, aunque resultase sin efecto; y así no interpretes mal el deseo que tengo de preservarte a ti sola de esta ofensa, pues contra los dos a la vez, bien que su audacia sea grande, no la dirigiría; y si a tanto se atreviese, a mí me acometería primero. Ni son para menospreciadas su astucia y perversidad, que poderosas deben ser cuando logró seducir a los ángeles. No juzgues, pues, inútil mi auxilio. Al influjo de tus miradas, crecerán en mí todas las virtudes; tu presencia me inspirará más cordura, más previsión, más fuerza, si fuese preciso recurrir a esta, porque la humillación de verme ante ti vencido redoblaría mi vigor al más indecible extremo. ¿Por qué mi presencia no ha de producir en ti un sentimiento igual, ni qué testigo mejor de esta prueba de entereza a que estás resuelta, y del triunfo de tu virtud?»

Celoso de lo que tanto le interesaba, expresaba así Adán su conyugal amor; pero atribuyéndolo Eva a desconfianza de su firmeza, le replicó de nuevo, dulcificando su voz: «Si nuestro estado es tal que hemos de vivir incesantemente estrechados por un enemigo violento o pérfido, y si estando separados no hemos de ser cada cual bastante a defendernos ¿qué tranquilidad nos espera en medio de tan continuo sobresalto? El castigo no puede preceder al pecado: al tentarnos ese enemigo, nos ultraja ciertamente poniendo en duda nuestra integridad, pero de la duda no resulta infamia para nosotros, sino descrédito para él. ¿Por qué, pues, temerle y huirle tanto? Doble honor será, por el contrario, para nosotros desbaratar sus maquinaciones, y granjearnos así nuestra paz interior, y juntamente el favor del cielo, testigo de nuestra resistencia. ¿Será bien culpar a nuestro sabio Creador de habernos hecho felices tan a medias, que ni juntos ni separados contemos con seguridad alguna? Poco apetecible sería ventura semejante; y de estar expuestos a un peligro como este no merece nuestro Edén tal nombre.»

A lo que con mayor vehemencia contradijo Adán en estos términos: «Mujer, Dios lo hizo todo perfecto, que así lo dispuso su voluntad. Nada salió imperfecto ni defectuoso de sus manos creadoras, y mucho menos el hombre y cuanto puede asegurar su felicidad, preservándole de toda fuerza exterior, pues aunque lleva consigo el peligro, lleva también los medios de evitarlo. Contra su voluntad ningún mal puede inferírsele, y esta voluntad es libre, como lo es cuanto obedece a la razón. Esta razón, por otra parte, obra con rectitud, pero Dios la manda que esté siempre vigilante y sobre sí, para que no dejándose deslumbrar por una engañosa apariencia de bien, se incline al error, y extravíe a la voluntad de manera, que esta incurra en lo que Dios expresamente tiene prohibido. No es pues la desconfianza, sino la ternura del amor la que nos prescribe a mí que vele por ti, y a ti que veles por mí igualmente. A vueltas de toda nuestra firmeza posible es que nos perdamos, porque no es imposible que, cegándonos nuestro enemigo con engaños artificiosos, se olvide la razón de la vigilancia a que está obligada, y nos induzca en inadvertido yerro. No te expongas a la tentación; vale más evitarla, lo cual más fácilmente conseguirás si no te apartas de mí; pero el peligro viene sin ser buscado. Pretendes dar pruebas de tu constancia; dalas antes de tu obediencia. ¿Quién testificará de tu triunfo, si no ha presenciado nadie tu combate? Pero si presumes que en el imprevisto trance saldremos más airosos de lo que parece estando unidos, ya vas advertida; aléjate, porque permanecer aquí a la fuerza sería tanto como estar ausente. Aléjate con tu nativa inocencia, y cobra fuerzas de tu virtud; empléala toda; y pues Dios ha hecho con respecto a ti lo que debía, haz tú también lo que debes.»

A estas razones del patriarca del género humano, insistió Eva en replicar; y aunque sumisa, dijo por fin: «Iré, pues, con tu permiso, y sobre todo alentada por la razón que has indicado últimamente; que en un trance imprevisto, quizá nos hallaríamos menos preparados estando juntos. Iré ya más animosa, y sin el recelo de que tan fiero enemigo comience desde luego su agresión por la parte más débil; y si tal intentase, sería doblemente vergonzoso su vencimiento.»

Y diciendo esto, retiró suavemente su mano de entre las de su esposo, y como una ninfa de las selvas, o dríada, o del séquito de Diana, se encaminó con ligera planta hacia el bosque, sobrepujando en gentileza y gracia a la misma diosa de Delos, bien que no fuese como ella armada de arco ni flechas, sino de instrumentos apropiados al cultivo de los jardines, no pulidos aún por el arte ni por la acción del fuego, y tales como los ángeles se los habían suministrado. Asemejábase en su atavío a Pales o Pomona, a Pomona huyendo de Vertumno, y a Ceres, virgen aún, antes de tener fruto de Júpiter en Proserpina. Veíala Adán alejarse, contemplándola encantado, y fija su ardiente mirada en ella; hubiera, sin embargo, preferido tenerla a su lado. Una y otra vez la advirtió que regresase en breve, y otras tantas prometió ella volver a su morada al acercarse el mediodía, para disponer lo conveniente a la comida de aquella hora, y entregarse luego al reposo.

¡Oh desdichada Eva! ¡Qué amargo desengaño, qué humillación te espera antes de tu imaginado regreso! ¡Oh infame crimen! Desde este momento no hallarás ya en el Paraíso ni dulces manjares ni grata tranquilidad. Un lazo te está aguardando oculto entre esas risueñas flores y entre esas sombras, donde el odio infernal se prepara a interceptarte el camino y arrebatarte tu inocencia, tu ventura y tu fidelidad.

Y era así, que desde los primeros albores de la mañana había salido el Enemigo de su escondrijo, disfrazado bajo la apariencia de una serpiente, y con la esperanza más que probable de hallar a los dos únicos representantes del género humano, que en realidad equivalían a todo este, y eran el anhelado objeto de su venganza. Recorre florestas y descampados, todos los lugares en que el ramaje forma alguna espesura y ofrece sitios más deliciosos y retirados; los busca en las márgenes de las fuentes y en la frescura de los arroyos y las umbrías, pero desea sobre todo hallar a Eva separada de su esposo, aunque no abrigaba la menor esperanza de conseguir tanta ventura; cuando de pronto, realizándose una y otra, la descubre completamente sola, velada por una fragante nube. Divisábasela a medias, entre el espeso valladar de encendidas rosas que en torno la rodeaban, ocupándose en enderezar los delgados tallos de las flores, que aunque ostentaban en toda su viveza brillantes colores de púrpura y azul matizados de oro, se inclinaban lánguidas bajo su peso; y ella las sostenía graciosamente enlazándolas con mirtos, descuidada a la sazón de sí misma, flor más delicada y bella que todas las otras, necesitada también de su natural apoyo, del cual estaba tan lejos, cuanto cercana la tempestad que le amenazaba. Allí, a poca distancia, por entre las sombrías calles que formaban los más empinados árboles, los cedros, los pinos y las palmeras, la acechaba la Serpiente, ya acercándose resueltamente a ella, ya ocultándose y volviendo a aparecer, resguardada por la frondosidad del ramaje y las flores que había Eva plantado por su propia mano: pensil más encantador que los fabulosos jardines del resucitado Adonis, o los del famoso Alcínoo, huésped del hijo del viejo Laertes, y más delicioso que los no fingidos, sino verdaderos, donde el rey, sabio por excelencia, se solazaba con la bella esposa que debía al Egipto.

Admirado contemplaba Satán aquel lugar, y mucho más la persona de Eva. Hallábase como el que encerrado largo tiempo en una ciudad populosa, cuyas apiñadas chimeneas y fétidos vapores vician el aire, sale una mañana de estío a respirar ambiente más puro en una granja campestre, halagado por el olor de las mieses, de las eras y de los establos, y por el aspecto y bullicio de los campos; y si por dicha acierta a pasar una beldad virginal, graciosa como una ninfa, todo lo que le rodea adquiere por ella mayor encanto, como si en sus ojos se cifrase todo aquello que le enajena. Este mismo placer experimentó la Serpiente al contemplar aquel florido vergel, dulce retiro de Eva en medio de la soledad de la mañana. Su celestial belleza es la de un ángel, aunque más delicada, como de mujer al fin; su graciosa inocencia, cada ademán y hasta el menor de sus movimientos desconciertan la infernal malicia, y como que la arrebatan algo de la feroz intención que antes la animaba. Así permaneció el malvado unos momentos enajenado del mal que era su esencia y estúpidamente entregado al bien que por entonces le libraba de su enemistad y perfidia, de su odio, de su envidia y de su venganza; mas el fuego del infierno que interiormente le abrasaba, como le hubiera abrasado aun en el cielo, le sacó en breve de su delicioso éxtasis, atormentándole tanto más, cuanto mayor era la felicidad que allí se respiraba, y de que él estaba privado para siempre; lo que, renovándose su furioso encono, y entregándose de nuevo a su perversa intención, se complacía en discurrir así:

«¿Adónde me llevas, pensamiento? ¿Qué dulce impulso es este con que me enajenas, hasta el punto de hacerme olvidar el fin con que aquí he venido? No ha sido el amor, sino el odio; no la esperanza de trocar el Infierno en Paraíso, ni la de gozar de ningún placer, sino la de destruir todo goce, excepto el que consiste en la destrucción, pues los demás son para mí extraños. No he de malograr, pues, la ocasión que ahora me sonríe. Encuentro sola a la mujer, que será dócil a mis sugestiones; mis ojos, de tanta penetración dotados, no alcanzan a ver a su esposo, de cuya superior inteligencia es bien que me recate, porque su fuerza, su altivo denuedo y sus heroicos miembros, aunque formados de deleznable tierra, le hacen un competidor temible. Él además es invulnerable, y yo no; que a tal bajeza me ha traído el infierno, y tanto me han hecho mis dolores desmerecer de lo que era en el cielo. Y ¡qué hermosa, qué divina creación es la mujer! ¡Cuán digna es del amor de los dioses, y cuán poco terrible, por más que sean terribles el amor y la hermosura cuando no son objeto de un odio más poderoso aún, doblemente poderoso si sabe encubrirse con la máscara del amor! Esto, que ha de perderla, voy a intentar ahora.»

Y con esta resolución, el enemigo del género humano, introducido en el cuerpo de la serpiente (¡fatal consorcio!), se dirigió hacia Eva, no arrastrando por tierra y enroscándose en sí misma, como después lo hizo, sino enhiesta sobre su cola, base circular de múltiples anillos que se elevaban unos sobre otros, y que creciendo cada vez más, formaban con sus escamosos pliegues un confuso laberinto. Erguía su cabeza coronada por una cresta; brillaban sus ojos como dos carbunclos; y alzando entre espirales círculos su cuello con mil vistosos cambiantes de verde y oro, mecíase el resto de su cuerpo sobre la yerba. Nada más bello y gracioso que su figura. Jamás se conocieron serpientes tan seductoras, ni las que en Iliria transformaron a Hermione y Cadmo[95], ni aquella en que se convirtió el dios adorado en Epidauro[96], ni las que dieron su forma a Júpiter Ammón o a Júpiter Capitolino, unida la una a Olimpia, la otra a la que fue madre de Escipión[97], gloria de Roma.

Moviose primero torcidamente, como el que acercándose a otro por temor de importunarle, se vale de rodeos; como el diestro piloto que al llegar con su nave a la corriente de un río o a la proximidad de un promontorio, inclina a un lado y otro el timón y cambia las vidas según el viento. Así variaba la Serpiente de dirección, y con sus tortuosas posturas y estudiados ademanes procuraba atraerse las miradas de Eva; pero distraída esta en su quehacer, aunque oía el movimiento de las hojas, no prestaba atención al ruido, acostumbrada como estaba al jugueteo que por el campo traían en su presencia todos los animales, más dóciles a su mandato que a la voz de Circe su rebaño transfigurado[98].

Más confiada ya la Serpiente, púsose delante de ella, sin esperar a que la llamase, y quedó inmóvil de admiración; inclinó repetidas veces su prominente cresta y su esmaltado y brillante cuello con sumisión cariñosa, lamiendo la tierra en que había fijado Eva su planta, hasta que tantas mudas demostraciones consiguieron por fin su efecto; y satisfecho Satán de haber llamado su atención, valiéndose de la lengua de la serpiente, o por un mero impulso del aire en que iba envuelta su voz, comenzó con insinuante astucia a tentarla así:

«No te maravilles de mí, reina del universo, cuando tú eres aquí la única maravilla. No me rechacen con desdén esos ojos, que son todo un cielo de dulzura, ni te ofendas de que yo me acerque a ti y no me sacie de contemplarte, que yo solo soy, yo solo el que no se ha dejado intimidar por tu majestuoso aspecto, más majestuoso ahora en la soledad. ¡Oh imagen la más perfecta de tu perfecto Hacedor! Todos los seres vivientes se recrean en ti, gloríanse de ser tuyos y adoran enajenados tu celestial hermosura, cuyo poder es mayor a medida que es objeto de admiración más universal. Y ¡estar encerrada aquí en este recinto agreste, en medio de salvajes brutos, incapaces de contemplarte, incapaces de apreciar todo lo bella que eres, a excepción de un hombre que te acompaña! Y ¿por qué ha de ser uno solo, cuando merecerías ser tenida por diosa entre los dioses, y adorada y servida por multitud de ángeles que a todas horas te rodeasen?»

Con tan lisonjeras palabras dio principio a su discurso el Tentador, y halló desde luego cabida en Eva; que aunque en extremo admirada de oír su voz, manifestó su asombro diciendo así:

«¿Qué es esto? ¡El lenguaje del hombre y el pensamiento humano expresados por la lengua de un bruto! Creía yo que a lo menos del primero estaban privados los irracionales, habiéndolos Dios creado mudos e incapaces de articular todo sonido; en cuanto al segundo, ya abrigaba yo dudas al notar que hay mucho de discernimiento en sus miradas y en sus acciones. No ignoraba que tú, Serpiente, eres el más sagaz de todos los animales campestres, mas no sabía que estuvieses dotada del habla humana. Repite, pues, este milagro, y dime cómo siendo muda, has podido adquirir la palabra, y cómo de todas las criaturas que diariamente se ofrecen a mi vista, eres la que conmigo te muestras más afectuosa. Esto deseo saber; que bien lo merece semejante maravilla.»

«¡Reina de este hermoso mundo, contestó el pérfido seductor, encantadora Eva! Fácil me es hacer lo que ordenas, y justo que en todo seas obedecida. Era yo al principio como los demás animales que pacen la yerba que van pisando; eran mis instintos tan viles y terrestres como mi alimento, y fuera de este o de la diferencia de sexo, nada sabía discernir, ninguna cosa más alta se me alcanzaba. Pero vagando acaso un día por el campo, acerté a descubrir a lo lejos un hermosísimo árbol, cargado de frutos, que resaltaban extraordinariamente por sus colores de carmín y oro. Acerqueme para mejor contemplarlo, y sentí que de sus ramas salía un delicioso perfume que excitaba el apetito, más sabroso al olfato que el olor del más dulce hinojo, o el de las ubres de la oveja y la cabra, llenas, a la caída de la tarde, de leche que no han mamado aún el cordero ni el cabritillo, distraídos en su retozo. Con la impaciencia de satisfacer el ansia que en mí se despertó, resolví gustar aquel bello fruto; estimulábanme el hambre y la sed, poderosos incentivos, a comer una de aquellas manzanas cuyo aroma me incitaba tanto. Enrosqué mi cuerpo alrededor del musgoso tronco, pues para alcanzar a sus ramas desde la tierra, es menester tu elevada estatura, o la de Adán. Viéronme con envidia, poseídos de igual deseo, los animales que me rodeaban, imposibilitados de hacer lo mismo; y llegado que hube a la mitad del árbol, del que tan cercana pendía la seductora abundancia de aquella fruta, arranqué, comí hasta la saciedad, y experimenté un placer que jamás había hallado ni en las más gustosas plantas ni en las más cristalinas fuentes. Satisfecho por fin, experimenté en mí un extraño cambio; iluminó la razón mis facultades interiores; tardé poco en adquirir el habla, aunque conservando esta misma forma; y desde entonces se elevó mi pensamiento a profundas y sublimes meditaciones, y mi espíritu fue capaz de considerar todo lo que hay visible en el cielo, en la tierra y en el aire, todo lo bueno y lo bello que en el mundo existe. Pero todo lo bueno y lo bello está cifrado en tu divina imagen, junto todo en el celestial destello de tu hermosura, a la cual nada hay que pueda igualarse ni compararse. Ella es la que, aun a riesgo de serte importuno, me ha obligado a venir aquí para contemplar y adorar a la que con tan justo derecho está proclamada como soberana de las criaturas y señora del universo.»

Así habló la Serpiente poseída del maligno espíritu; y doblemente admirada y sin cautela alguna. Eva le replicó así: «Serpiente, tus excesivas alabanzas me hacen dudar de la virtud de ese fruto que has sido la primera en probar; mas dime: ¿dónde crece ese árbol? ¿Está muy lejos de aquí? ¡Hay tantos y tan diferentes árboles puestos por Dios en el Paraíso, que nos son todavía desconocidos! Con tal abundancia se brindan a nuestra elección, que existen multitud de frutas a que no hemos tocado aún, y que penden incorruptibles de sus ramas hasta que nazcan otros hombres que se aprovechen de ellas, y otras manos que nos ayuden a aligerar a la naturaleza de tanta fecundidad.»

Lo cual oído por la astuta Serpiente, se apresuró, llena de júbilo, a responder: «El camino, gran señora, es fácil y nada largo. Al otro lado de una calle de mirtos, en una plazoleta y junto a una fuente, pasado un bosquecillo de balsámica mirra, lo encontraremos; por lo que si aceptas mi compañía, te conduciré en seguida.» «Condúceme», dijo Eva. Y sin más tardanza se aprestó a hacerlo la Serpiente, arrastrándose con tal rapidez, que su encorvado cuerpo parecía derecho: tan pronta estaba para la maldad. Incítala la esperanza, y brilla su cresta de alegría; como el fuego errante, formado de untuosos vapores, que condensa la noche y sostiene el frío, que con el movimiento produce llama, y que animado, según dicen, por un espíritu maligno, girando y despidiendo falaces fuegos, engaña y extravía al caminante nocturno, llevándole por bosques y pantanos, hasta que tal vez le precipita en un lago, donde se ahoga privado de todo auxilio. Así brillaba el traidor enemigo, conduciendo engañoso a Eva, nuestra crédula madre, hacia el árbol prohibido, origen de todos nuestros males; la cual, así que le vio, dijo a su guía:

«Serpiente, hubiéramos podido ahorrarnos de venir hasta aquí, diligencia para mí infructuosa, bien que sea tal la abundancia de estos frutos. Admirable es sin duda, y si tales efectos producen, guarda su virtud para ti, que nosotros no podemos gustar de ellos, ni tocar a ese árbol. Dios nos lo ha prohibido, único mandamiento que ha salido de sus labios; por lo demás, vivimos siendo ley de nosotros mismos: nuestra ley es nuestra razón.»

«¿Eso dices? replicó astutamente el Seductor. ¡Dios ha mandado que no comáis de todos los frutos de estos árboles, y os ha hecho señores de cuanto hay en la tierra y en los aires!»

Y Eva, que todavía no había pecado, contestó: «Podemos comer de los frutos que llevan todos los árboles de este jardín, pero del que da ese hermoso árbol plantado en medio del Paraíso, ha dicho Dios: «No comeréis, ni llegaréis a él, porque será vuestra muerte.»

Y apenas oyó el Seductor esta breve respuesta, fingiendo gran celo y amor por el Hombre y profunda indignación por el agravio que se le hacía, apeló a un nuevo recurso, y como luchando con el sentimiento que le agitaba, tomó al fin una actitud tranquila y el aire estudiado de quien se preparaba a tratar de un asunto grave. Como cuando en Atenas o en la libre Roma, en tiempo en que florecía aquella elocuencia que no ha vuelto a oírse, se presentaba un orador famoso, encargado de una gran causa, y concentrándose en sí mismo, cautivaba antes de hablar con sus movimientos y gestos al auditorio, y otras veces, para no entretenerse en el exordio, prorrumpía desde luego en altos conceptos, arrebatado por la fuerza de su razón o de la justicia; no de otro modo irguiéndose, agitándose y levantándose a su mayor altura, con toda la vehemencia de su pasión, exclamó el falso Tentador:

«¡Oh sagrada y sabia planta, dispensadora de la sabiduría y madre de la ciencia! En mí siento ya la eficacia de tu poder, que ilumina mi mente, y no solo me permite discernir las cosas en sus primeras causas, sino los medios de que se valen los agentes superiores, a pesar de su profunda sabiduría. Y tú, reina de este universo, no creas en esa terrible amenaza de muerte, que seguramente no se realizará. ¿Quién ha de haceros morir? ¿El fruto de ese árbol, cuando con él se adquiere la vida de la ciencia? ¿El que ha fulminado esa amenaza? Pues, ¿no me veis a mí, a mí que he tocado y gustado ese fruto que se os veda? Y no solamente vivo, sino que gozo de una vida más perfecta que la que el destino me había otorgado, gracias al propósito que formé de sobreponerme a mi condición. ¿Ha de cerrarse para el Hombre el camino que tienen abierto los irracionales? ¿Ha de encenderse la ira de Dios por tan pequeña falta? ¿No aplaudirá más bien vuestro intrépido valor, al ver que ni el temor de la muerte que os pone delante, sea la muerte lo que quiera, os retrae de un empeño que puede proporcionaros vida más venturosa, el conocimiento del bien y el mal? ¡El bien! ¿Hay nada más justo? ¡El mal! Pues si el mal existe, ¿por qué no conocerlo, y así se evitará mejor? Dios no puede castigaros siendo justo, y si no es justo, no es Dios, y dejando de ser Dios, no hay para qué temerle ni obedecerle. El mismo temor de la muerte debe induciros a no temerla. Y ¿por qué os ha impuesto esa prohibición sino para intimidaros, para manteneros en vuestra baja servidumbre, en vuestra ignorancia, y que no dejéis de ser sus adoradores? Sabe bien que el día en que comáis de ese fruto, vuestros ojos, que tan claros parecen ahora, y que, sin embargo, están rodeados de oscuridad, se abrirán completamente a la luz, y seréis lo que son los dioses, y comprenderéis el bien y el mal, como lo comprenden ellos. Llegaréis a ser dioses, como yo he llegado a ser hombre, que hombre soy interiormente, pues tal es la proporción establecida: el bruto pasa a ser hombre, y el hombre Dios. Quizá la muerte consista en esto, en trocar la naturaleza humana por la divina; y si con tal trueque se os amenaza, y es lo peor que puede aconteceros, el morir ¿no es apetecible? ¿Qué dignidad es la de los dioses, que el Hombre no puede aspirar a ella, ni aún participando del alimento divino? Han existido primero, y de esta ventaja se prevalen para hacernos creer que todo procede de ellos, lo cual es muy dudoso al ver esta bellísima tierra caldeada por el sol, tan fecunda de todo, mientras ellos nada producen. Si ellos lo han hecho todo ¿por qué han puesto en este árbol la ciencia del bien y del mal, para que quien quiera que guste de sus frutos obtenga a pesar suyo la sabiduría? Y al adquirir esta ¿en qué puede el Hombre ofender a Dios, ni en qué vuestro saber perjudicar al suyo? Y si todo depende de él ¿cómo este árbol produce una cosa contraria a su voluntad? ¿Será su móvil la envidia? pero ¿cabe esta pasión en ánimos celestiales? Estas, estas razones y otras muchas os inducen a no privaros de tan precioso fruto. Arráncale, pues, diosa humana, y come de él sin recelo alguno.»

Concluyó así su razonamiento, y sus pérfidas sugestiones hallaron fácil acogida en el corazón de la incauta Eva. Tenía sus ojos fijos en aquellos frutos, cuyo aspecto era por sí solo harto tentador; resonaba en sus oídos el eco de aquel lenguaje que a ella le parecía tan persuasivo, tan convincente por su razón y por su verdad. Acercábase por otra parte la hora del mediodía, y despertaba en ella un apetito tanto mayor, cuanto más incitativa era la fragancia de aquella fruta, que un irresistible deseo estimulaba a su vista a coger y saborear; pero se detuvo un momento, haciéndose a sí propia estas reflexiones:

«Grandes son sin duda tus virtudes ¡oh el más excelente de los frutos! y aunque vedado al Hombre, digno de la mayor admiración, cuando por tanto tiempo menospreciado, es tu primer efecto dar elocuencia a un mudo y hacer que una lengua incapaz de hablar prorrumpa de este modo en tus alabanzas; alabanzas que no omitió ni aún el mismo por quien nos estás prohibido, en el hecho de llamarte árbol de la ciencia del bien y del mal. Védanos que te probemos, pero su mandato te hace doblemente apetecible, porque manifiesta el bien que de ti resulta y la necesidad que tenemos de él. El bien que no se conoce, no es tal bien, y el poseer lo que no se aprecia es como si no se poseyese. En suma ¿qué nos prohíbe? El saber, es decir, nuestro bien; nos prohíbe adquirir la sabiduría; pero semejante prohibición no puede obligarnos a nosotros. Y si la muerte ha de venir después a esclavizarnos ¿de qué nos sirve esa libertad concedida a nuestra naturaleza? El día que comamos de ese fruto es el de nuestra perdición; ¡moriremos! Pero ¿ha muerto la serpiente? ¿No ha comido de él, y sin embargo vive, y conoce, y habla, y discurre, y raciocina, cuando antes estaba privada de razón? ¿O es que la muerte se ha inventado solo para nosotros, y que se nos niega el alimento intelectual concedido a los irracionales? Pues si únicamente se concede a estos ¿cómo el primero que ha gustado de él, lejos de mostrarse avaro de tal bien, lo ofrece tan espontáneamente, sin interés alguno, por amistad hacia el Hombre, ajeno a toda especulación y engaño? ¿Qué tengo, pues, que temer, o más bien, por qué abrigo temor alguno en la ignorancia en que estoy del bien y el mal, de Dios y de la muerte, de la ley y del castigo? Remedio da para todo este divino fruto, tan hermoso a la vista, tan grato al paladar, con su virtud de infundir la ciencia. ¿Quién me impide cogerlo, y alimentar con él mi cuerpo y mi espíritu a la vez?»

¡En mal hora discurrió así; que acabando de decir esto, alargó su temeraria mano, cogió el fruto, y comió de él! En el mismo momento la tierra se sintió herida; la naturaleza toda, estremecida hasta en sus últimos cimientos y exhalando un quejido de cada una de sus obras, anunció con dolorosas angustias que todo se había perdido. Ocultose el perverso reptil en la espesura del bosque, y pudo hacerlo sin que lo advirtiese Eva, que totalmente entregada a la satisfacción de su apetito, a nada más atendía. No había, al parecer, experimentado hasta entonces placer igual en ningún otro fruto, fuese que realmente lo sintiera así, o que en la ilusión de la ciencia que iba a adquirir se lo imaginara. No se apartaba de su pensamiento la idea de su divinidad; devoraba el fruto con ansioso afán, sin conocer que comía su muerte. Y luego que se hubo saciado, cual si estuviese exaltada de embriaguez, dando rienda a su júbilo, lo expresó así:

Ocultose el perverso reptil en la espesura del bosque...

«¡Oh árbol soberano, en quien tan alta virtud reside, el más precioso de todos los del Paraíso! ¡Que siendo tu bendito fruto la sabiduría, haya estado hasta hoy oscurecido, menospreciado, pendiente de ti y creado sin utilidad alguna! Todos los días, al venir la aurora, te visitaré y aligeraré tus ramas del fértil peso de que están cargadas, y con que brindas a todos tan liberalmente; hasta que, alimentada por ti, adquiera suficiente caudal de ciencia para igualarme a los dioses, a esos dioses dotados del conocimiento de todo, y que envidian a los demás lo que ellos no pueden concederles; que si fuesen suyos los dones que tú das, seguramente no brillarías aquí. Y ¡cuán reconocida ¡oh experiencia! no debo estarte desde que eres mi mejor guía! Por no seguirte, he estado hasta hoy sumida en la ignorancia; mas ya me abres el camino de la ciencia y me introduces en el asilo más recóndito en que se oculta. Yo quizá estoy oculta también: el cielo está tan alto, que desde su remota esfera no se perciben distintamente las cosas de acá abajo, y tal vez distraído en otros cuidados nuestro gran Legislador, confía su continua vigilancia a los ministros que le rodean.

»Pero ¿cómo compareceré ahora yo en presencia de Adán? ¿Le daré conocimiento de la mudanza que hay en mí, le haré partícipe de toda mi felicidad, o me reservaré la ciencia que he adquirido sin comunicársela? Esto postrero añadirá a mi sexo lo que le falta, acrecentará su amor, y me hará igual a él, y acaso superior, que sin duda es preferible; porque mientras sea inferior ¿qué libertad disfruto? Esto es lo que conviene. Mas ¿y si me ha visto Dios? ¿Y si me aguarda la muerte? ¡Quedar privada de la existencia! ¡Adán entonces se uniría a otra Eva, y faltando yo, sería feliz con ella! De solo pensarlo me siento ya morir. ¡No: llevaré a cabo mi resolución! Adán me acompañará en la prosperidad o en el infortunio. Le amo con tal ternura, que arrostraré con él todas las muertes, porque vivir sin él no sería vida.»

Y diciendo esto, se apartó del árbol para alejarse, pero antes hizo una profunda reverencia al poderoso ser que residía en él y le infundía la savia de la ciencia, de que manaba el néctar, alimento de los dioses.

Adán, en tanto que impaciente esperaba su vuelta, de las más selectas flores había tejido una guirnalda para adornar los cabellos de la que merecía ver coronadas sus tareas campestres, como cuando los labradores ofrecen una corona a la reina de sus sembrados. Recreábase en mil alegres pensamientos y en el placer con que volvería a verla después de tan larga ausencia, y sin embargo, algo de funesto presentía a veces su corazón en los desiguales latidos con que palpitaba; y así se adelantó a aguardarla, siguiendo el camino que había tomado al separarse de él. Conducía este al árbol de la ciencia, y la encontró a poco de haberle ella dejado. Vio que llevaba en la mano una rama llena de hermosos frutos, cubiertos de brillante vello y que difundían en torno la fragancia de la ambrosía. Apresurose Eva a llegar; antes de hablar, expresaba en el rostro su disculpa y la defensa de su tardanza, y con las cariñosas palabras de que sabía usar, le dijo de esta manera:

«Adán ¿has extrañado mi larga ausencia? ¡Cuánto te he echado de menos! y separada de ti ¡qué lento me ha parecido el tiempo! Agonía de amor semejante, no la he experimentado nunca, ni la experimentaré otra vez, porque no volveré a exponer mi inexperiencia y temeridad al tormento que he sentido en estar lejos de ti; pero el motivo ha sido tal, que te admirarás de oírlo.

»Este árbol no es, como nos habían dicho, peligroso por sus frutos, ni son estos origen de males desconocidos: todo lo contrario; producen un divino efecto, abren los ojos a una nueva luz, y convierten en dioses a los que los prueban, como he tenido ocasión de verlo. La sabia serpiente no está sometida al precepto que nosotros, o no se ha sometido a él: ha comido de este fruto, y en vez de hallar la muerte, que a nosotros nos amenaza, ha adquirido desde luego el habla humana, el discurso humano, y raciocina que es un asombro. Sus persuasiones me han convencido de suerte, que yo también he comido, y he experimentado cuán verdaderos son los efectos: se han abierto mis ojos, cerrados antes; se ha engrandecido mi espíritu, ensanchado mi corazón, y yo elevádome a la divinidad; divinidad que anhelo principalmente para ti, y que sin ti no apetecería; porque la ventura, si tú no participas de ella, no me haría a mí venturosa, y el disfrutarla sin ti engendraría en mí hastío y aborrecimiento. Gusta pues de este fruto, para que permanezcamos los dos unidos, y sea igual nuestra suerte, igual nuestro gozo y nuestro amor igual. Si no lo haces, nuestra condición no será la misma; nos veremos separados, y aunque yo renuncie por ti a la divinidad, quizá sea tan tarde, que el destino no lo consienta ya.»

Con tan lisonjeras expresiones refería Eva lo acaecido, pero en sus mejillas se notaba cierto tinte de rubor. Adán, por su parte, al oír tan funesta declaración, quedó sorprendido y anonadado; helósele la sangre en las venas, y corrió por todos sus miembros un estremecimiento. Sus manos privadas de acción dejaron caer la guirnalda que tenía preparada para Eva, cuyas flores, esparcidas por el suelo, se marchitaron. Permaneció algún tiempo confuso y mudo, hasta que por fin rompió el silencio, empezando por decirse a sí mismo:

«¡Oh hermoso ser, obra la más acabada y perfecta de la creación, criatura en quien Dios apuró para deleite de los ojos y el pensamiento cuanto hay de santo y divino, de bueno, de afectuoso y de encantador! ¡Que así te hayas perdido! ¡Que en un instante te veas en tan miserable estado, postrada, envilecida y condenada a muerte! ¿Cómo has podido resolverte a infringir tan estrecho mandamiento, y a tocar con sacrílega mano el fruto prohibido? Algún falaz artificio de un enemigo a quien no conocías te ha seducido y causado tu perdición y la mía, porque yo estoy resuelto a morir contigo. Privado de ti ¿cómo he de vivir? ¿Cómo renunciar a tu dulce compañía, al amor que tan estrechamente nos une, ni sobrevivirte en la soledad de estos salvajes bosques? Porque aunque Dios crease otra Eva, producida nuevamente de mi costado, jamás te apartarías tú de mi corazón. No, no: la naturaleza me encadena a ti con indisoluble lazo. ¡Eres la carne de mi carne, el hueso de mis huesos, y en la prosperidad como en el infortunio, mi suerte será siempre la tuya!»

Y profiriendo estas palabras, como quien recobrado de un profundo desmayo, y después de luchar con mil opuestos pensamientos, se somete a lo que le parece irremediable, así con tranquilo ánimo se volvió a Eva añadiendo:

«¡Qué acción tan temeraria has cometido, irreflexiva Eva, y qué peligro tan grande has arrostrado, no solo al poner tus ojos en el fruto prohibido, prohibido tan terminantemente, sino lo que es mucho más, en gustar de él cuando nos estaba vedado hasta tocarlo! Pero ¿quién puede anular lo pasado, y no hacer lo que ya se ha hecho? Ni Dios con todo su poder, ni aun el mismo Hado. Quizá no morirás por esto: quizá tu acción sea menos vituperable, por haber gustado antes y profanado ese fruto la serpiente, haciéndolo común a los demás y privándole de su carácter sagrado. Y si para ella no ha sido mortal, sino que vive, y vive, según dices, adquiriendo la vida del Hombre, indicio es muy favorable para nosotros, que con este alimento podemos obtener una superioridad proporcionada a nuestra naturaleza, que necesariamente será de dioses, de ángeles o de semidioses. Ni me resuelvo yo a creer que Dios, sabio Creador, aunque nos haya amenazado con la muerte, quiera destruirnos tan pronto, siendo sus criaturas predilectas y habiéndonos elevado a tanta dignidad sobre todas sus demás obras: las cuales después de haber sido hechas para nosotros perecerían, porque dependen de nuestra, suerte. ¿Ha de ponerse Dios en contradicción consigo mismo, deshaciendo hoy lo que ayer hizo, y perdiendo el fruto de sus trabajos? ¿Puede concebirse, aunque en su mano esté repetir su obra, que así quiera aniquilarnos? Daría lugar al triunfo de su adversario, y a que dijese este: «Efímera es la condición de los que más han merecido el favor divino. ¿Quién está seguro de disfrutarlo largo tiempo? Primero me destruyó a mí; ahora a la raza humana; ¿a quién le tocará luego?» Ocasión que no debe darse nunca a un enemigo para que así se mofe. Mi suerte, pues, está identificada con la tuya; la misma sentencia ha de alcanzar a ambos: si muero contigo, será para mí la muerte como la vida. Tan fuertes son los lazos con que la Naturaleza ha unido los sentimientos de mi corazón a mi existencia propia: mi existencia eres tú, porque mío es cuanto tú eres: nuestra condición no puede ser distinta; los dos somos uno solo, una sola carne: perderte a ti, será tanto como perderme yo a mí mismo.»

Y a este razonamiento, respondió así Eva: «¡Oh prueba insigne de un extremado amor, testimonio ilustre, y sublime ejemplo, que me obliga a imitarte! Destituida de tu perfección ¿cómo he de lograrlo, Adán? Yo, que me envanezco de haber salido de tu costado, ¿cómo no he de regocijarme al oírte hablar así de nuestra unión, y al ver que formamos ambos un solo corazón, un alma sola? Bien lo muestras en este día, al declarar que antes que la muerte, o cosa más temible que la muerte pueda separarnos, estás resuelto, llevado de tu entrañable amor, a seguirme en mi falta, y aun en mi crimen, si crimen hay en gustar de este hermoso fruto, cuya virtud (pues el bien procede siempre del bien, sea directa, sea accidentalmente) me ha suministrado esta preciosa prueba de tu amor, que sin ella, quizá no hubiera llegado a manifestárseme tan inmenso. Y si yo hubiera creído que la muerte con que se nos amenaza había de ser la consecuencia de mi temerario intento, yo sola hubiera arrostrado este castigo, sin tratar de exponerte a él; porque antes morir abandonada, que obligarte a una acción contraria a tu sosiego, sobre todo después de la completa seguridad que tengo de un cariño tan verdadero, tan profundo, tan incomparable. Yo siento en mí efectos muy distintos; no la muerte, sino una vida más grande, una vista más perspicaz, otras esperanzas, otros goces y un deleite tal, que cuantos placeres han halagado hasta ahora mis sentidos me parecen insípidos y hasta ingratos. Come, pues, siguiendo mi ejemplo, Adán, sin reparo alguno, y da al viento esos mortales temores.»

Estas palabras acompañó con un estrecho abrazo, e inundados sus ojos en lágrimas de alegría. No podía ser mayor su satisfacción, viéndose objeto de un amor que arrostraba por ella la divina cólera o la muerte; y en recompensa (porque a complacencia tal era lo que correspondía) presentó con pródiga mano a Adán los apetitosos frutos pendientes de su rama, que él no tuvo escrúpulo en comer contra lo que su razón le sugería, porque no obraba ofuscado, sino seducido por una mujer encantadora.

La tierra temblaba en tanto, alterada hasta en sus más profundos senos, como acometida de un nuevo vértigo, y la Naturaleza prorrumpió en un segundo gemido. Oscureciose el firmamento; rugió sordamente el trueno, y el cielo vertió algunas tristes lágrimas al consumarse aquel pecado que en su origen llevaba ya la muerte; mas nada de esto advirtió Adán, embebecido en saborear el funesto fruto. Ni Eva temió reincidir en su atrevimiento, doblemente animada por la complicidad de su compañero; así que embriagados ambos como con un vino nuevo, se entregaron al más frenético regocijo, imaginándose sentir ya en sus pechos el aliento de la divinidad, que los levantaba sobre la despreciable tierra. Pero aquel fruto engañoso comenzó a despertar en ellos por vez primera otros afectos, encendiéndolos en lúbricos deseos: Adán miró a Eva con lascivos ojos; ella le correspondió con voluptuoso agrado, y en ambos prendió el fuego de la lujuria. Él empezó a provocarla así:

«Ahora descubro, Eva, de cuán delicado gusto, de qué gentileza estás dotada, que no es pequeña parte de la sabiduría, pues ahora distinguimos de sabores, y tenemos un buen juez en el paladar. Pero a ti es debida toda la gloria que me has proporcionado en semejante día. ¡Oh! ¡qué de placeres hemos perdido, absteniéndonos de este delicioso fruto! Hasta hoy no sabíamos lo que es verdadero gusto; y si tal deleite tienen en sí las cosas que se nos prohíben, debiéramos desear que la prohibición se extendiera a diez árboles en vez de uno. Ven, pues; gocemos, ya que es nuestro tanto bien, del inefable placer que este nuevo alimento nos promete. Jamás, desde que te vi por primera vez y me desposé contigo, me ha parecido tu hermosura ornada de tanto encanto, ni he sentido deseos tan vehementes de gozar de tu belleza, que me enamora como nunca: influencia sin duda de la virtud de ese árbol.»

Añadió a estas palabras acciones y miradas que indicaban la impaciencia de su amor. No era menor la de Eva, cuyos ojos despedían el fuego que la devoraba. Asiola él de la mano, y sin resistencia alguna la condujo a un verde ribazo cubierto por una espesa enramada que daba sombra a un lecho de flores, pensamientos, violetas, gamones y jacintos, el más fresco y muelle regazo de la tierra. Apuraron allí sin tasa sus amorosas ansias y delicias, sellando su mutuo crimen y desquitándose de su pecado, hasta que vencidos por el estupor del sueño, hubieron de renunciar a sus voluptuosos goces.

Luego que fue perdiendo aquel falso fruto la virtud con que sus suaves y penetrantes aromas habían embriagado sus espíritus y pervertido sus más íntimas facultades, desvaneciéndose el impuro letargo de un sueño que les había representado al vivo la enormidad de su falta, se levantaron desasosegados, se miraron uno a otro, y vieron cuán distinto se ofrecía todo a sus ojos, y cuán oscura niebla cubría sus corazones. Había huido de ellos la inocencia, que los preservaba del conocimiento del mal, ocultándoselo como con un velo; la confianza sincera, la rectitud natural y el honor, lejos ya de su lado, dejaban expuesta su desnudez a la criminal vergüenza que los cubría; pero al que la vergüenza cubre con su máscara, le descubre más. Como el valeroso Danita[99], el hercúleo Sansón, que al desasirse de los torpes brazos de la filistea Dalila, despertó ya privado de su fuerza, volvieron ellos en sí destituidos de todas sus virtudes; y confusos y silenciosos, permanecieron sentados, contemplándose largo tiempo, sin atreverse a proferir palabra; hasta que Adán, aunque tan abatido como Eva, prorrumpió al fin en sentidas quejas, diciendo:

«¡Oh Eva! ¡En mal hora diste oídos a aquel falso reptil, que nunca hubiera aprendido a remedar la voz humana! Veraz habría sido en pronosticar nuestra desgracia, no en prometernos una mentida elevación, porque si se han abierto nuestros ojos, y sabemos discernir ya lo bueno de lo malo, hemos perdido el bien, y solo nos queda el mal. ¡Funesto fruto de la ciencia, si consiste en conocer esto, en dejarnos así desnudos, privados de nuestro honor, de la inocencia, de la fe y de la pureza, que eran nuestro mejor ornato, ahora manchadas y envilecidas! En nuestros rostros aparecen evidentes las huellas de la insensata concupiscencia, origen de nuestros males y nuestra vergüenza, que es el mayor de todos; que en cuanto a la pérdida del bien, no debe quedarte la menor duda. Y ¿cómo osaré yo ahora ponerme en presencia de Dios o de los ángeles, a quienes veía antes con tanto júbilo y enajenamiento? Sus celestiales figuras anonadarán con su irresistible esplendor esta materia terrestre. ¡Oh! ¡Si pudiera ocultar mi salvaje existencia en la soledad, en el más oscuro rincón, al abrigo de árboles gigantescos, impenetrables a la luz del sol y de los astros, y entre las tinieblas de una oscuridad más profunda que la de la noche! ¡Encubridme vosotros, pinos; tapadme ¡oh cedros! con vuestras innumerables ramas, donde jamás vuelva a ser visto! Pero, no: en tan miserable estado, pensemos qué arbitrio será el mejor por de pronto para ocultar uno a los ojos de otro lo que nos causa mayor vergüenza, lo que más repugnante es a nuestra vista. Busquemos un árbol cuyas anchas y flexibles hojas unidas entre sí y rodeadas a nuestra cintura, nos preserven de esta vergüenza, que en lo sucesivo ha de acompañarnos siempre, para que no nos dé continuamente en rostro con nuestra impureza.»

Y no solo acudieron las lágrimas a sus ojos...

Y practicando el consejo, internáronse ambos en lo más espeso del bosque, y eligieron al efecto la higuera; mas no la que nosotros apreciamos con este nombre y por su celebrado fruto, sino la conocida hoy entre los indios, en la costa de Malabar, o en el Decán, de ramas tan anchas y dilatadas, que colgando hasta el suelo y prendiendo en él, como hijas que crecen alrededor de su madre, forman pilares, bóvedas y muros, dentro de los cuales resuena el eco; donde el pastor indio, huyendo del sol, busca la fresca sombra, y por entre los claros del ramaje vigila a su ganado mientras está pastando[100].

Cogieron aquellas hojas, anchas como el escudo de una amazona, y con el arte que ya sabían, las juntaron y ciñeron a sus riñones: inútil precaución, si así querían ocultar su crimen y librarse de la vergüenza que los acosaba. ¡Oh! ¡cuán menguado reparo, en comparación de su primitiva y gloriosa desnudez! Tales halló en los últimos tiempos Colón a los americanos, cubiertos con una faja de plumas, desnudo lo restante del cuerpo, y viviendo como salvajes en sus islas y entre los bosques de sus playas.

Así disfrazados, y creyendo encubrir así parte de su vergüenza, mas no por eso más tranquilos ni consolados interiormente, se sentaron para desahogarse en llanto; y no solo acudieron las lágrimas a sus ojos, sino que se desencadenó una tempestad furiosa en el fondo de sus corazones; lucha de violentos afectos, de ira, odios, desconfianzas, sospechas y discordias, todos perturbando a la vez lo más íntimo de sus ánimos, en otro tiempo morada pacífica y apacible, y al presente llena de agitaciones y sobresalto. No les servía ya de guía la inteligencia, ni la voluntad se prestaba a sus persuasiones; eran esclavos del apetito sensual, que usurpándoles, a pesar de su inferioridad, la soberanía de la razón, se alzaba con su dominio. En este estado de excitación, torva la mirada y temblorosa la voz, dirigió de nuevo Adán la palabra a Eva:

«¡Oh! ¡Si hubieras dado oído a mis palabras, y permanecido a mi lado como te lo rogué, en la infausta hora que te asaltó el necio afán de vagar por esos campos, sugerido no sé por quién! Éramos hasta entonces dichosos; no nos veíamos, como ahora, imposibilitados de todo bien, infamados, desnudos, miserables... Que de hoy más nadie pretenda con frívolos pretextos poner a prueba su fidelidad: quien con tal empeño solicita verse en semejante trance, muy expuesto está a perecer en él.»

Y sentida Eva de esta reconvención, le replicó: «¿Qué severidad de lenguaje estás empleando, Adán? ¿A mi insensatez, o al capricho de vagar por esos campos, como dices, atribuyes nuestro infortunio? ¿Quién sabe lo que hubiera acontecido aun estando tú presente, y lo que hubieras tú mismo hecho? Aquí, de igual suerte que allí, no hubieras sospechado la falacia de la Serpiente, al oírla hablar como hablaba, mucho más no mediando entre nosotros y ella motivo alguno de enemistad, ni temor de que quisiese hacerme mal, o idease cómo perdernos. ¡Que no debía separarme de tu lado! ¡Bueno sería yacer siempre inerte como una costilla inanimada! Siendo así, ¿por qué tú, que eres mi superior, no me prohibiste terminantemente el alejarme, dado que me exponía al riesgo que encareces tanto? Lejos de contrariarme, no opusiste dificultad; no lo permitiste y lo aprobaste, despidiéndote de mí cariñosamente. Si te hubieras mantenido firme y resuelto en tu negativa, ni yo hubiera faltado a mi deber, ni tú ahora serias mi cómplice.»

Adán, irritado por vez primera: «¡Eva ingrata! exclamó: ¿Este es tu amor? ¿Así correspondes al mío, que has visto inalterable cuando tú estabas perdida, y yo a salvo aún? ¿No he podido yo vivir y gozar de inmortal ventura, sin arrostrar contigo la muerte voluntariamente? ¿Y me acusas de ser la causa de tu culpa, y crees que no fui bastante severo en lo que te permití? ¿Qué más podía yo hacer? Te advertí, te aconsejé, te predije el riesgo a que te exponías, y que un enemigo oculto estaba acechando para tender sus lazos. Llevar más allá mi celo, hubiera sido violentarte, y emplear la violencia contra el que es libre, es un proceder indigno. La confianza es la que te ha cegado, la seguridad que abrigabas o de que no corrías peligro alguno, o de que saldrías triunfante de cualquier empeño. Acaso yo erré también cuando admirando más de lo justo lo que me parecía en ti tan perfecto, imaginé que ningún mal se atrevería a llegar hasta ti. Bien pago mi error ahora, que se ha convertido en crimen. ¿Y tú eres mi acusadora? Este castigo merece quien por confiar demasiado en la excelencia de la mujer, la deja ejercer imperio; que contrariada, romperá el freno, y entregada a su albedrío, cuando algún daño le sobrevenga, su primer impulso será acusar al hombro de débil e indulgente.»

Así pasaban infructuosamente el tiempo en mutuas reconvenciones; ninguno de los dos se culpaba a sí propio, pareciendo interminables sus estériles altercados.

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