LIBRO PRIMERO

Argumento

El asunto de esto libro comienza por la invocación al Espíritu Santo. El poema representa en primer lugar a Juan bautizando en el Jordán: llega Jesús, que recibe a su vez las aguas del bautismo; y es reconocido como Hijo de Dios, no solo por la bajada del Espíritu Santo, sino también por una voz del cielo. Al ver esto Satán, que se halla presente, remóntase al momento a las regiones etéreas, donde reuniendo a sus infernales consejeros, les manifiesta sus temores de que Jesús sea aquella semilla de la mujer, destinada a aniquilar todo su poderío. Al propio tiempo les indica la urgente necesidad de averiguar la certeza del hecho, intentando, por medio de lazos y engaños, combatir y exterminar al Hombre de quien tanto deben temer. Satán se brinda a acometer por sí solo tamaña empresa, y aceptado su ofrecimiento, se pone en marcha para llevar a cabo su cometido. Dios, entre tanto, rodeado de su corte celestial, anuncia que ha resuelto someter a su Hijo a las tentaciones de Satán; pero predice que el tentador sufrirá la más completa derrota, lo cual celebran los ángeles, entonando un himno de triunfo. Jesús es conducido por el Espíritu al desierto, cuando pensaba en el principio de su elevada misión de Salvador de la humanidad: sumido en sus meditaciones, refiere, en un soliloquio, cuán divinos y generosos impulsos había experimentado desde su más tierna juventud, y cómo su madre, María, al observar en él tales disposiciones, le dio a conocer las circunstancias de su nacimiento, revelándole que era nada menos que el Hijo de Dios. Indica luego lo que sus propios estudios y reflexiones le habían sugerido en confirmación de esta gran verdad, fundándose particularmente en el reciente testimonio que acababa de recibir en el Jordán. Nuestro Señor pasa cuarenta días ayunando en el desierto, donde las fieras se humillan a su presencia, mostrándose inofensivas. Satán aparece después bajo la forma de un anciano campesino, y entabla conversación con nuestro Señor; manifiéstale su extrañeza por verle solo en tan peligroso sitio, y al propio tiempo aparenta recordar que él es la persona reconocida en el Jordán como Hijo de Dios. Jesús contesta lacónicamente: Satán le replica, enumerando las dificultades que ofrece vivir en el desierto; y excítale a manifestar su divino poder, si es realmente Hijo de Dios, trasformando algunas piedras en pan. Jesús reprueba su proceder, y le dice que ya sabe quién es. Satán se da entonces a conocer, y procura disculpar su conducta con una artificiosa defensa; pero nuestro Señor le reprende severamente, refutando todos los puntos de su justificación. Satán, con aparente humildad, intenta todavía sincerarse; finge admirar a Jesús por su virtud, y le pide permiso para conversar con él en otra ocasión, a lo cual contesta el Señor que obre según el permiso del Cielo. Desaparece entonces Satán, y termina el libro con una breve descripción de la noche en el desierto.

Yo, que en otro tiempo canté el feliz jardín, perdido por la desobediencia de un hombre, voy a cantar ahora el Paraíso, recobrado para la humanidad entera por la firme obediencia de aquel que a rudas pruebas sometido por todo género de tentaciones, humilló al tentador, frustrando sus asechanzas, y convirtió en Edén el salvaje desierto.

¡Oh tú! celeste Espíritu, que al glorioso eremita condujiste al desierto, futuro campo de su victoria, para combatir al Enemigo; y le llamaste a ti cuando hubo dado irrecusables pruebas de ser el Hijo de Dios: inspírame como solías hacerlo, que sin ti enmudeciera mi improvisado canto. Condúceme a las alturas o a los profundos abismos del universo todo; préstenme apoyo tus favorables alas, para que pueda referir actos en alto grado heroicos, que aunque secretos y relegados al olvido durante tantos siglos, no menos dignos son de haberse cantado ha mucho tiempo.

Ya el gran Precursor, con voz más imponente que el sonido de la trompeta, proclamaba el arrepentimiento, anunciando que el reino de los cielos estaba al alcance de todos cuantos recibieran el bautismo: poseídos de religioso temor, los habitantes de las comarcas vecinas acudían en tropel para ser bautizados; y con ellos llegó desde Nazaret a las orillas del Jordán, aquel que pasaba por hijo de José. Oscuro se presentaba entonces, desconocido y sin llamar la atención de nadie; pero avisado San Juan Bautista, por conducto divino, reconociole al punto como superior, más digno que él de alabanzas; y hasta hubiera querido resignar en sus manos su santo ministerio. No tardó en confirmarse este testimonio: entreabriose la celeste bóveda sobre el que acababa de ser bautizado, y descendió el Espíritu en figura de paloma; mientras que la voz del Padre proclamaba desde el empíreo que aquel era su muy amado Hijo. Oídas fueron estas palabras por el Enemigo, que vagando todavía por la tierra, no debía ser el último en acudir a tan famosa reunión; y consternado al escuchar la voz divina, contempló unos momentos con asombro al hombre glorificado a quien se acababa de dar tan augusto título. Poseído entonces de envidia y de rabia, emprende su vuelo a través de los aires, sin detenerse hasta llegar a su imperio; convoca a consejo a todos sus poderosos próceres, sombrío consistorio rodeado por diez capas de negras y espesas nubes; y una vez en medio de ellos, con miradas de temor y abatimiento, dirígeles estas palabras:

«¡Oh antiguas potestades del aire y de este inmenso mundo! (pues pláceme mucho más hablaros del aire, nuestra primitiva conquista, que recordar el infierno, nuestra odiosa morada); bien sabéis cuántos siglos hace, para nosotros como los años de los hombres, que hemos poseído este universo, gobernando a nuestro antojo los asuntos de la tierra, desde que Adán y su fácil consorte Eva, engañados por mí, perdieron el Paraíso. Con temor esperaba yo, no obstante, la hora en que la semilla de Eva asestaría contra mi cabeza este golpe fatal. Tardía es la ejecución de los decretos del cielo, pues el más largo período es corto para él; y ahora, demasiado pronto para nosotros, por la sucesión de las horas ha llegado el temido momento en que debemos sufrir las consecuencias de la remota amenaza. Preciso es ante todo parar el golpe, si es que podemos, so pena de ver derrocado todo nuestro poderío, perdida nuestra independencia, y el derecho de residir en este hermoso imperio del aire y de la tierra, conquistado por nosotros. Malas noticias os traigo: de mujer ha nacido últimamente el vástago destinado a combatirnos. Fundado motivo nos dio ya su nacimiento para abrigar temores; pero ahora, llegado a la flor de la juventud, dotado de todas las virtudes, de gracia y de sabiduría, para llevar a cabo las más altas misiones, redobla justamente mi recelo. Un gran profeta, que a guisa de heraldo le precede, a fin de anunciar su llegada, llama a todo el mundo; y pretende lavar los pecados en el consagrado río, para preparar a sus neófitos, así purificados, a recibir a ese hombre sin mancha, o más bien, a honrarle como a su Rey. Todos acuden, y él mismo, entre ellos, fue bautizado, no con el fin de purificarse más, sino para recibir el testimonio del Cielo, y que no puedan dudar ya las naciones de su divino carácter. Yo vi al profeta acogerle con respeto; vi que al salir del agua, abría el cielo por cima de las nubes sus puertas de cristal; inmaculada paloma bajó entonces sobre su cabeza; y oí la voz soberana pronunciar desde el Empíreo estas palabras: «Ese es mi Hijo muy amado, con quien estoy complacido.» Vemos, pues, que su madre es mortal; pero su Padre ocupa el trono del cielo; y ¿qué no hará para favorecer a su único Hijo? Conocémosle ya, y harto comprendimos su fuerza cuando su terrible trueno nos lanzó a las profundidades. Averiguar debemos quién es Aquel, pues hombre parece por todas sus facciones, aunque resplandezcan en su rostro los rayos de la gloria de su Padre. Ya lo veis; el peligro es inminente y no permite que entremos en largas discusiones: debemos oponerle al punto un grave obstáculo (no por la fuerza, sino por una refinada astucia, por una trama bien urdida), antes que a la cabeza de las naciones aparezca como su rey, su jefe, el dueño supremo de la tierra. En otro tiempo, cuando nadie se atrevía, yo solo acometí la arriesgada empresa que tenía por objeto descubrir el paradero de Adán y perderle; y entonces llevé a cabo felizmente mi ardua misión. El viaje que debo emprender hoy os menos peligroso; y hallado ya una vez el buen camino, de esperar es que el éxito me favorezca de nuevo.»

Calló Satán, y sus palabras, honda sorpresa causaron en el infernal concurso, abatido y consternado por tan infaustas nuevas; mas no era ya tiempo de discurrir sobre su despecho y sus temores. Unánimes todos, confiaron la dirección de tan delicada empresa, a su gran dictador, cuyo primer ataque contra la humanidad había contribuido tan poderosamente a la pérdida de Adán; y que desde las profundas bóvedas de las cavernas infernales condujo a sus cómplices a la región de la luz, donde eran gobernadores, potentados, monarcas, y hasta dioses de muchos grandes reinos y vastas provincias.

Así el Enemigo, escudado con todas las astucias de la serpiente, dirige sus ligeros pasos a las orillas del Jordán, donde quizás encuentre al Mesías nuevamente anunciado, a este hombre de los hombres, reconocido como Hijo de Dios. Contra él debe poner en juego todos sus ardides y medios de seducción, a fin de subvertir al que, según sospecha, ha sido enviado a la tierra para poner fin al reinado de que tanto tiempo disfrutara. Inútiles fueron sus esfuerzos, pues muy por el contrario, contribuyó a realizar el designio concebido, preordenado y decretado por el Altísimo, que en medio de su corte celestial dirigió a Gabriel con benevolencia las siguientes palabras:

«Ya verás hoy claramente, Gabriel, tú y todos los ángeles que en asuntos humanos se interesan, cómo comienzo a realizar lo predicho en aquel solemne mensaje, que en otro tiempo te di para la casta virgen de Galilea, anunciándola que daría a luz un hijo de gran renombre, el cual debía llamarse Hijo de Dios. Entonces la dijiste para disipar sus dudas de que tales cosas sucediesen, que el Espíritu Santo bajaría sobre ella, y que la virtud del Altísimo la protegería con su sombra. A ese hijo, adulto ahora, es al que voy a exponer a las asechanzas de Satán, para demostrar que es digno de su divino nacimiento y de tan gloriosa predicción. Que le tiente; y al efecto, que ponga en juego todos sus más sutiles artificios, ya que entre la turba de sus cómplices se jacta y vanagloría de su refinada astucia. Debió haber aprendido, sin embargo, a ser menos arrogante desde que fracasaron sus tentativas contra Job, cuya firme perseverancia se sobrepuso a cuantos males inventar pudiera su cruel malicia. Ahora sabrá que puedo producir un hombre, de mujer nacido, mucho más capaz de resistir a todas sus tentaciones y a su inmensa fuerza, y de precipitarle nuevamente en el infierno, recobrando así por conquista lo que el primer hombre perdió, por la astucia sorprendido. Pero ante todo me propongo ejercitarle en el desierto; allí hará sus primeras pruebas para prepararse a la gran lucha que él solo ha de empeñar, antes de enviarle a vencer, con su propia humildad y penosos sufrimientos, al pecado y a la muerte, estos dos grandes enemigos. Su debilidad triunfará de la fuerza de Satán, y del mundo entero, y de esta masa de carne pecadora; para que sepan todos los ángeles y celestes potestades, y comprenda después la raza humana, de qué excelsa virtud he dotado a este hombre perfecto, por su mérito llamado mi Hijo, para alcanzar la salvación de todos los hijos de los hombres.»

Así habló el Padre Eterno, y toda la celeste corte enmudeció de admiración un instante, prorrumpiendo en armoniosos himnos; formáronse celestiales danzas alrededor del trono, y entonaron los coros el siguiente cántico:

«Victoria por el Hijo de Dios, que ahora empeña su grandioso vuelo para vencer las astucias infernales, no con las armas sino con la sabiduría. El Padre conoce al Hijo, y por eso expone sin temor su virtud filial, aunque no probada todavía, contra todo lo que pueda tentar, seducir, halagar o atemorizar. ¡Con ella frustrará todas las estratagemas del infierno, inutilizando sus diabólicas maquinaciones!»

Así resonaban en el cielo los himnos y cánticos de la corte celestial.

Entre tanto el Hijo de Dios, que algunos días antes había pasado a vivir a Bathabara, donde Juan confería el bautismo, meditaba y buscaba en su espíritu la mejor manera de acometer la grandiosa misión de Salvador de la humanidad, ideando de qué modo daría principio al divino ministerio para el cual ya estaba preparado. Paseándose un día solo, fue conducido por el Espíritu, e impelido por sus profundas meditaciones, a una soledad apartada de toda huella humana, y la más a propósito para reflexionar. Sucediéndose sus pensamientos, y un paso tras otro, penetró al fin en el salvaje desierto, que se extendía en la frontera; y allí, rodeado por do quier de ásperas sombras y peladas rocas, prosiguió de este modo sus santas meditaciones:

«¡Oh, qué cúmulo de pensamientos se agolpan a la vez a mi espíritu cuando considero lo que siento en mi interior, y al escuchar lo que a mis oídos llega desde fuera, tan poco conforme todo con mi presente estado! Siendo todavía un niño, ningún juego de la infancia tenía encanto para mí; todo mi espíritu se fijaba seriamente en aprender y saber, a fin de practicar luego cuanto pudiese contribuir al bien público. Creíame yo nacido para este fin, para propagar toda verdad, para promover toda acción loable; y por eso leí la ley de Dios en mis infantiles años; y me pareció tan admirable, que constituía todas mis delicias. Así logré adquirir tal sabiduría, que antes de cumplir los doce años, en la época de nuestra gran fiesta, habiendo entrado en el templo para oír a los doctores de la ley y proponerles cuestiones que pudieran ilustrar mis conocimientos o los suyos, fui de todos admirado. Empero, no era esto todo a lo que yo aspiraba; ardía en deseos de llevar a cabo sublimes actos, hechos heroicos: unas veces ideaba librar a Israel del romano yugo, y otras domeñar y reprimir en toda la tierra la violencia brutal y el orgullo de los tiranos poderosos, hasta que la verdad fuese libre y se restableciera la equidad. Sin embargo, pareciome más humano, y más glorioso a la vez, conquistar primero con benévolas palabras los corazones bien dispuestos; y hacer por la persuasión lo que se consigue con el temor. Resolví, en fin, dirigir y enseñar a las almas extraviadas, a las que no pecan voluntariamente, sino por ignorancia; y someter tan solo a las rebeldes. Pronto se apercibió mi madre de que alimentaba tales ideas, pues harto se traducían de vez en cuando por mis palabras; y regocijada interiormente, llamome aparte y me dijo: “Nobles son tus pensamientos, hijo mío; pero debes conservarlos y procurar su desarrollo hasta que alcancen esa sublimidad a que pueden elevarlos la santa virtud y el mérito, por grande que sea el modelo que tienes en el Altísimo. Imita a tu incomparable Maestro, practicando actos superiores a los de todo hombre, pues sábelo, no eres hijo de ningún mortal, por más que las gentes te crean de oscuro nacimiento. Tu Padre es el Rey eterno, que gobierna todo el cielo y la tierra, los ángeles y los humanos. Un enviado de Dios predijo tu nacimiento, anunciando que serias concebido en mí, aunque virgen; pronosticó también que serias poderoso, que ocuparías el trono de David, y que tu reino no tendría fin. Cuando tú naciste, los pastores que en los campos de Belén guardaban por la noche sus ganados, oyeron un cántico glorioso de los ángeles, el cual les anunciaba que acababa de nacer el Mesías, indicándoles dónde le podrían ver. Entonces fueron a buscarte, conducidos hacia el establo donde reposabas, pues en la posada no se había encontrado sitio mejor. Una estrella que apareció en el cielo, jamás vista antes, guió hasta aquí desde el oriente a unos hombres sabios, que vinieron a rendirte homenaje, ofreciéndote incienso, mirra y oro. Por su brillante luz conducidos, hallaron el lugar donde naciste, asegurando que era tu estrella la que acababa de aparecer en el cielo, y que por ella habían sabido el nacimiento del Rey de Israel. El justo Simeón y la profetisa Ana, por una visión advertidos, fueron al templo para verte; y ante el altar y los sacerdotes dijeron cosas semejantes, que oyeron todos los que allí se hallaban.”

»Enterado de estos pormenores por boca de mi madre, volví a leer de nuevo la ley y los profetas, buscando cuanto se había escrito respecto al Mesías, de lo cual solo conocían una parte nuestros escribas. Pronto comprendí que yo era aquel de quien hablaban, y principalmente, que debía seguir mi carrera, sufriendo rudas pruebas, y aun la muerte, antes de serme lícito alcanzar el reino prometido o conseguir la redención de la humanidad, cuyos pecados todos debían recaer sobre mi cabeza. No obstante, sin desanimarme ni abatirme, esperaba la hora prefijada, cuando se presentó el Bautista (de quien había oído hablar con frecuencia, aunque no le conocía); y él era el destinado a servir de precursor al Mesías, preparándole el camino. Como todos los demás, presenteme para que me bautizara, pues le creía enviado del cielo; pero reconociome al punto (por revelación divina), y en alta voz proclamome por aquel de quien era precursor. Rehusó primero conferirme el bautismo, porque yo era muy superior a él, y a duras penas consintió por fin en ello. Mas al salir de la corriente purificadora, abrió el cielo sus eternas puertas; sobre mí bajó el Espíritu en forma de paloma; y por último, para completar el testimonio, oí distintamente la voz de mi Padre, que desde el cielo me llamó su muy amado Hijo, con quien solo estaba complacido. Por esto comprendí que el momento de obrar era llegado; que ya no debía vivir oscuro, sino comenzar mi obra abiertamente, de la manera más conforme con la autoridad del cielo recibida. Y ahora me siento conducido a este desierto por no sé qué poderosa fuerza; ignoro con qué objeto; pero acaso no lo deba conocer, que Dios me revela cuanto saber me importa.»

Así habló nuestra estrella matutina, que entonces despuntaba: y mirando en torno suyo, solo vio Jesús por todas partes un árido desierto, oscurecido ya por densas sombras. Como no había observado el camino que a tal paraje conducía, difícil era volver, pues ninguna humana huella lo indicaba. Y sin embargo, sentíase impelido siempre; pero embargado el espíritu con tales pensamientos sobre su pasado y su porvenir, que debía parecerle preferible aquella soledad a la reunión más escogida. Cuarenta días enteros estuvo en aquel lugar, recorriendo unas veces las colinas, y otras algún umbrío valle; descansaba de noche bajo una añosa encina o corpulento cedro, para preservarse del rocío, o bien se retiraba a una caverna, lo cual no nos ha sido revelado. En todo aquel tiempo no probó alimento humano, ni le acosaron los tormentos del hambre. Las fieras, entre las cuales vivía, se amansaban a su vista, sin causarle daño alguno, ni durante su sueño ni cuando despierto estaba; la terrible serpiente y el nocivo gusano huían de su presencia; el león y el tigre feroz mirábanle desde lejos. Al fin llegó la hora, y el Hijo de Dios tuvo hambre.

Entonces vio acercarse a un hombre de avanzada edad, vestido con traje de campesino: parecía ir en busca de alguna oveja descarriada, y al paso recogía varias ramas secas, que podrían servirle para calentarse en un día de invierno, cuando los vientos soplan con fuerza, al entrar mojado en su morada. Después de contemplar a Jesús con ojos de curiosidad, dirigiole estas palabras:

«Señor, ¿qué enojoso accidente te ha conducido a este lugar, tan apartado de la senda o el camino que siguen los demás hombres en numerosa caravana? De los que aquí se aventuran, no hay uno solo que vuelva y que no deje los huesos, después de haber sufrido los tormentos del hambre y de la sed. Te pregunto esto, y más me admiro, porque me parece reconocer en ti al hombre a quien nuestro profeta, que bautiza, en las orillas del Jordán, recibió en otro tiempo tan respetuosamente, llamándole Hijo de Dios. Yo lo vi y lo oí, pues nosotros, los habitantes de este desierto, obligados a veces por la necesidad, debemos ir a la ciudad o los pueblos vecinos, de los cuales dista de aquí mucho el más cercano. De esta suerte sabemos cuánto de nuevo ocurre, satisfaciendo nuestra curiosidad: también la lama llega hasta nosotros.»

A lo que contestó el Hijo de Dios: «El que aquí me condujo, de aquí me sacará; no busco yo otro guía.»

«Acaso pueda hacerlo por milagro, replicó el campesino, pues no veo cómo sería posible de otro modo. Las raíces y los troncos son aquí nuestro único alimento; capaces de soportar la sed más que el camello, muy lejos vamos a buscar el agua, que ya nacimos a la fatiga y la miseria acostumbrados. Pero si el Hijo de Dios eres, convierte, en pan esas duras piedras; así te salvarás tú mismo y nos aliviarás con este alimento, del que rara voz prueban los míseros como nosotros.»

Calló Satán; y el Hijo de Dios repuso: «¿Piensas tú que el pan sea tan necesario? ¿No está escrito (pues reconozco en ti otro del que aparentas ser) que el hombre no vive de pan solo, sino de cada palabra salida de la boca de Dios, cuyo maná sirvió aquí de alimento a nuestros padres? Cuarenta días estuvo Moisés en la montaña sin comer ni beber, y durante otros tantos recorrió Elías este árido desierto sin tomar alimento alguno; yo hago ahora lo mismo. ¿Por qué tratas, pues, de inspirarme recelo, si sabes ya quién soy, como yo sé quién eres?»

El gran Enemigo, deponiendo entonces todo disimulo, contestó así: «Es verdad: yo soy aquel desdichado espíritu, que aliado con millones de seres, les excitó a una rebelión temeraria; y que no habiendo sabido conservar mi dichoso estado, fui precipitado con ellos desde la morada feliz al abismo sin fondo. Sin embargo, no quedé tan rigurosamente confinado en aquel lugar horrible, que no me fuera permitido abandonar a menudo mi dolorosa prisión, para disfrutar alrededor de este globo de amplia libertad, o cruzar los aires; y hasta fue tolerada mi presencia algunas veces en el cielo de los cielos. Yo me introduje entre los hijos de Dios, cuando el Eterno expuso a mis golpes a Job el Husiano, para probarle y enaltecer su elevado mérito. Más tarde, cuando propuso a todos sus ángeles atraer a un lazo al orgulloso rey Achab, a fin de que cayera en Ramoth, viéndoles vacilar, encargueme yo del cometido; y llené de mentiras las lenguas de todos aquellos aduladores profetas, para arrastrarlos a su pérdida, según tenía encargo de hacerlo, porque yo hago lo que Dios me manda. Aunque haya decaído mucho mi primitivo esplendor, perdiendo el amor del Eterno, no por eso estoy privado de la facultad de amar, de contemplar, al menos, y admirar lo que veo de excelente en el bien, de bello y virtuoso, pues de otra suerte, habría perdido todo sentimiento. ¿Qué más puedo desear que verle y acercarme a ti, sabiendo que has sido declarado Hijo de Dios, y escuchar atentamente tus sabias palabras, considerando tus divinas obras? Créenme generalmente los hombres peligroso enemigo de la humanidad: ¿por qué había de serlo? Ellos no me hicieron jamás ni daño ni violencia; no por ellos perdí cuanto he perdido; más bien gané por ellos lo ganado; y con ellos habito estas regiones del mundo, ya que no sea su soberano. Con frecuencia les presto mi ayuda y les anuncio las cosas venideras, por presagios, signos, respuestas, oráculos, prodigios o sueños, a fin de que puedan regir su futura conducta. Dicen que la envidia, me impele a obrar de tal modo, para tener compañeros en mi desgracia y miseria: en un principio pudo ser así; pero acostumbrado a sufrir ha mucho tiempo, sé ahora por experiencia que los padecimientos de los otros no disminuyen la amargura ni alivian en modo alguno el peso de cada cual. ¡Triste consuelo sería pues para mí ver a los demás asociados a mi suerte! Lo que más me aflige (¿y cómo no había de ser así?) es que el hombre, el hombre caído se redimirá, pero nunca yo.»

A lo cual contestó nuestro Salvador con severo acento: «Merecida tienes tu pena, pues desde el principio fuiste tejedor de mentiras, y mentirás hasta el fin. Te jactas de haber logrado escapar del infierno, y de que te se haya permitido penetrar en el cielo de los cielos: cierto es que entraste, aunque como el pobre y mísero cautivo que vuelve al lugar donde antes se sentaba entre los que primero brillan por su esplendor. Pero ahora, depuesto, rechazado, despojado, despreciado, envilecido, e indigno de compasión, solo ofreces el aspecto de una ruina, y eres objeto de irrisión para todos los habitantes del cielo. La mansión feliz no te proporciona dicha ni alegría, antes bien acrecienta tu tormento, representándole las perdidas bendiciones, que ya no puedes compartir en el infierno, como tampoco antes en el cielo. Pero, dices que eres obediente a las órdenes del Rey de los cielos: ¿pretendes por ventura atribuir a obediencia lo que el temor te arranca, o lo que ejecutas por el gusto de hacer daño? ¿Qué, sino tu malicia, te ha impelido a juzgar mal del virtuoso Job, agobiándole después con toda clase de aflicciones? Sin embargo, su paciencia triunfó. El otro servicio que alegas, por ti mismo elegido, se redujo a mentir por cuatrocientas bocas, pues la mentira es lo que le sustenta, es tu único alimento. No obstante, aspiras a la verdad; a ti son debidos todos los oráculos; mas ¿qué verdades han anunciado entre las naciones? Tu arte ha consistido en mezclar algo cierto con lo falso para propagar más mentiras. Pero ¿cuáles han sido tus respuestas? Solamente palabras oscuras y ambiguas, engañosas por su doble sentido, que rara vez comprendieron los que te preguntaban; y lo que no se comprende ignorado queda. ¿Cuándo el que entró en tu santuario, a fin de consultarte, volvió más sabio o instruido, para evitar o buscar lo que más le interesaba? ¿Cuál no cayó más pronto en el lazo fatal? Dios ha entregado justamente las naciones a tus engaños, desde que se dieron a la idolatría; pero cuando se propone anunciarlas su providencia, de ellas desconocida, ¿de dónde recibes la verdad sino de Él o de aquellos de sus ángeles, que presiden todas las provincias y que, desdeñando acercarse a tus templos, te prescriben como al último de todos, lo que debes decir a tus adoradores? Tú, temblando de pavor, o cual parásito servil, obedeces primero, y después te vanaglorias de haber anunciado la verdad; pero esta gloria te será muy pronto arrebatada; y no podrás seguir engañando a los Gentiles con tus oráculos, porque estos enmudecerán siempre. Ya no irán a consultarte a Delfos, ni a ninguna otra parte, haciendo sacrificios y pomposas ceremonias, pues al fin, todo sería inútil, porque permanecerás mudo. Dios ha enviado ahora su oráculo vivo al mundo, para dar a conocer su última voluntad; y quiere que habite en lo sucesivo en las almas piadosas su espíritu de verdad, oráculo espiritual que revela toda la que al hombre conocer importa.»

Así habló nuestro Salvador; pero el astuto Enemigo, aunque poseído interiormente de rabia y despecho, disimuló, y contestole con dulzura en estos términos: «Severo has sido en tu reprimenda, y con dureza censuras los actos a que me ha impelido mi desdicha, y no la voluntad. ¿Dónde podrías encontrar fácilmente un mísero que no se sienta impulsado a menudo a separarse de la verdad, si le ofrece alguna ventaja mentir, negar, fingir, lisonjear o abjurar? Pero tú eres superior a mí; tú eres Señor; de ti puedo y debo sufrir con sumisión reprensiones o censuras, congratulándome de salir librado a tan poca costa. Escabrosas son las sendas de la verdad, y penoso recorrerlas; pero es dulce anunciarla, agradable el oírla; es melodiosa como el caramillo campestre o el canto de los pastores. ¿Qué extraño, pues, que me complazca en oír las máximas por tu labio pronunciadas? Los más de los hombres admiran la virtud, sin ser capaces de seguir su senda: permíteme, pues, oírte, ya que he venido donde otros no llegan, y que procure al menos conversar contigo, aunque sin esperanza de igualarte. Tu Padre, que es santo, sabio y puro, tolera que el sacerdote hipócrita o ateo huelle su sagrada mansión, y ejerza su ministerio cerca del altar, poniendo sus manos sobre las cosas santas, y elevándole preces y oraciones. Hasta se ha dignado prestar su voz a Balaam, el profeta réprobo: no me prohíbas, pues, acercarme a ti.»

«Aunque conozco tu objeto, contestó el Salvador, ni deseo que vengas aquí, ni te lo prohíbo: obra según el permiso que del cielo recibas: nada más puedes hacer.»

Calló el Salvador, e inclinándose Satán, con sombrío disimulo, desapareció evaporándose, en el aire ligero. Entonces la noche comenzó a extender sus densas sombras sobre el desierto, cubriéndole al fin con sus tenebrosas alas: las aves descansaban en sus nidos de arcilla, y las fieras salían en busca de una presa.

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