LIBRO SEGUNDO

Argumento

Inquietos los discípulos de Jesús por su prolongada ausencia, discurren entre sí acerca de ella. También María da rienda suelta a su maternal ansiedad, evocando con este motivo el recuerdo de muchas circunstancias referentes al nacimiento y temprana vida de su Hijo. Satán se presenta otra vez ante sus infernales consejeros, dales cuenta del mal éxito de su primera tentativa contra nuestro Señor, y les pide consejo y auxilio. Belial propone tentar a Jesús por medio de las mujeres; pero Satán le reprende por su disolución, acusándole de todo el libertinaje de este género, atribuido por los poetas a los dioses; y rechaza su proposición, por no ofrecer en modo alguno probabilidades de éxito. Después indica otros medios de tentación, particularmente el de aprovecharse de la circunstancia de estar padeciendo hambre nuestro Señor; y formando una legión de espíritus escogidos, marcha con ellos a continuar su obra. Jesús sufre los tormentos del hambre en el desierto. Llega la noche; descríbese cómo la pasa nuestro Salvador. Avanza la mañana: Satán reaparece ante el Mesías, y después de manifestar su extrañeza por verle tan abandonado en el desierto, donde otros habían sido alimentados milagrosamente, le tienta con un suntuoso y espléndido banquete. Jesús rechaza la oferta y aquel se desvanece. Viendo Satán que no puede vencer a nuestro Señor por el apetito, le tienta de nuevo ofreciéndole riquezas como medio de alcanzar poderío. Jesús rehúsa también, citando muchos casos en que personas pobres y virtuosas llevaron a cabo nobles acciones; demuestra al propio tiempo el peligro que llevan consigo las riquezas, y los cuidados y disgustos inseparables del fausto y del poder.

Entre tanto, los discípulos recientemente bautizados, que aún permanecían en el Jordán con su precursor; que habían visto al que acababa de ser proclamado Mesías de una manera tan expresa, y declarado Hijo de Dios, y que creyeron en aquella autoridad superior, con la cual habían conversado y vivido (me refiero a Andrés y Simón, tan ilustres más tarde, así como otros no citados en la Sagrada Escritura), echando de menos la presencia de Aquel cuya llegada les causara tal regocijo (tan tardío como prontamente desvanecido), comenzaban a dudar, y dudaron aún muchos días. Cuanto más se prolongaba la ausencia, más aumentaba la incertidumbre: imaginábanse algunas veces que el Mesías solo habría sido mostrado al mundo para volver por cierto tiempo al lado de Dios, como Moisés en la montaña, donde permaneció mucho tiempo; y como el gran Tesbita, que se elevó al cielo llevado en ruedas de fuego para volver un día. He aquí por qué, así como los jóvenes profetas buscaron entonces cuidadosamente a Elías, creyéndole perdido, así los discípulos recorrieron los lugares inmediatos a Bathabara, Jericó, la ciudad de las palmas, Æsón, la antigua Salem, Machœros, y todas las ciudades y aldeas construidas en las márgenes del ancho lago de Genezaret o en la Perea; pero todas sus pesquisas fueron inútiles. Entonces, en la orilla del Jordán, cerca de una pequeña bahía donde los vientos juguetean susurrando entre las cañas y los mimbres, unos sencillos pescadores (no se les designaba entonces con más pomposo nombre) en humilde cabaña reunidos, lamentábanse de su inesperada pérdida, y así exhalaban sus quejas:

«¡Ay! ¡en qué triste abatimiento hemos vuelto a caer después de las halagüeñas esperanzas que habíamos concebido! Nuestros ojos contemplaron al Mesías, cuya venida era cierta, y que tanto tiempo esperaron nuestros padres; hemos oído sus palabras, admirando su sabiduría llena de gracia y de verdad. «Y ahora, ahora es seguro que la redención está próxima, y que el reino de Israel será recobrado.» Así nos regocijábamos; pero nuestra alegría se ha trocado bien pronto en incertidumbre y en nuevo asombro. ¿Dónde habrá ido? ¿Qué accidente ha sido la causa de que desaparezca de entre nosotros? ¿Se quiere retirar acaso después de haberse dejado ver, aplazando de esta suerte la realización de nuestra esperanza? Dios de Israel, envíanos a tu Mesías, que ya es la hora llegada: mira a los reyes de la tierra, cual oprimen a tus elegidos, hasta qué punto se ha elevado su injusto poderío, y cómo, escudados con él, ningún temor les infunde ya tu brazo. Levántate para ostentar tu gloria, y libra a tu pueblo del ominoso yugo. Mas, aguardemos; hasta ahora ha cumplido su promesa enviándonos su Cristo; nos lo ha revelado por su gran profeta, designándole y mostrándole en público, y con él hemos conversado. Alegrémonos, pues, y deponiendo todos nuestros temores confiemos en su providencia; no nos faltará; no le llamará a sí; no se burlará de nosotros privándonos de la bendita presencia de Aquel cuya llegada nos había regocijado, y pronto veremos al objeto de nuestro anhelo y alegría.»

Así es como, después de exhalar sus quejas, recobraron la esperanza de encontrar al que habían hallado ya sin buscarle. En cuanto a su madre, María, cuando vio que los otros volvían del bautismo sin su hijo, a quien no habían dejado tampoco en las orillas del Jordán; y que no se tenía noticia alguna de su paradero, aunque su corazón estuviese tan tranquilo como puro, su inquietud y temores maternales tomaron incremento, despertándose en su espíritu algunas tristes reflexiones, que entre suspiros así se traducían:

«¡Oh! ¿de qué me sirve ahora el alto honor de haber concebido de Dios? ¿De qué esa salutación, ese insigne favor de haber sido bendecida entre todas las mujeres, puesto que no son menores mis penas, y me depara la suerte aflicciones mucho más profundas que las de otras mujeres, por causa del fruto que he llevado? Vio la luz en un momento en que apenas se pudo encontrar un abrigo para preservarle a él y a mí del frío; nuestro asilo fue un establo, y un pesebre le sirvió de cuna. Pronto nos vimos obligados a huir a Egipto, hasta que murió el rey asesino, que quería su vida, y que inundó de sangre infantil las calles de Bethleem. Desde Egipto regresamos a nuestra morada de Nazaret, donde vivimos muchos años. Su vida tranquila y contemplativa se deslizaba en el retiro doméstico, sin que pudiera inspirar sospechas a ningún rey; pero hoy, que ha llegado a la edad viril, siendo reconocido, según dicen, por Juan Bautista, y declarado públicamente Hijo de Dios por la voz de su Padre, ¿podré esperar un gran cambio en su favor? No, pero sí una pena, como lo ha predicho el anciano Simeón, pues según él, mi hijo será causa de que muchos caigan en Israel, encumbrándose otros; y en apoyo de este pronóstico, anunciome que una espada me traspasaría el corazón. ¡Tal es la suerte que me ha sido deparada; mi gloria me impone muchas penalidades! A lo que parece, afligida puedo estar y ser bendita al mismo tiempo; no me quejaré ni murmuraré tampoco. Pero ¿dónde se detiene ahora? Sin duda está oculto para llevar a cabo algún gran designio. Cuando apenas contaba doce años, se perdió; mas al encontrarle, reconocí al punto que no se podía extraviar, y que se ocupaba en los asuntos de su Padre. Reflexioné sobre el sentido de sus palabras, y luego le comprendí muy bien. Su ausencia se prolonga mucho más esta vez, porque medita en el retiro algún gran proyecto; pero acostumbrada estoy a esperarle con paciencia; mi corazón ha sido desde hace largo tiempo como un depósito de importantes cosas, de palabras recogidas, de pronósticos y de acontecimientos extraordinarios.»

Así María, reflexionando a menudo, y repasando en su memoria cuanto había sucedido de notable desde que se le dirigió la primera salutación, esperaba el cumplimiento con dulce humildad. Su Hijo, entretanto, recorría solo el salvaje desierto; pero alimentado con las más santas meditaciones: bajó en él mismo el espíritu, y de pronto le fue revelada toda su grande obra futura: vio cómo debía comenzar, el mejor medio de llenar el objeto de su venida a la tierra, y su elevada misión. En cuanto a Satán, después de insinuar hábilmente que volvería pronto, dejó a Jesús y trasladose rápidamente a las regiones medias del aire condensado, donde todos sus próceres celebraban consejo. Una vez allí, sin aire jactancioso ni alegría, con señales de inquietud, y pálido el semblante, habloles de este modo:

«Príncipes, antiguos hijos del cielo, tronos etéreos, ahora espíritus de demonios, a cada uno de los cuales han sido asignados los elementos de su reino, y que debierais llamaros con más justicia poderes del fuego, del aire, del agua y de la tierra (¡así pudiéramos conservar estas humildes residencias sin nuevas perturbaciones!). Sabed que contra nosotros acaba de levantarse un enemigo que nos amenaza nada menos que con expulsarnos al infierno. Según lo proyecté, y revestido de los poderes que me disteis por vuestro voto unánime, le he hallado, le he visto y sondeado; pero encuentro una resistencia muy distinta de la que me opuso Adán, el primer hombre. Aunque este no sucumbió sino por las seducciones de su mujer, es inferior por mucho al enemigo de que os hablo, pues si bien hombre por parte de madre, le ha dotado el cielo de superiores dones, de una perfección absoluta, de una gracia divina y de una fuerza de espíritu capaz de las más grandes acciones. Por eso vuelvo ahora, temeroso de que el recuerdo de mi triunfo cerca de Eva, en el Paraíso, os indujese equivocadamente a contar por seguro igual éxito en este caso. Antes bien, os invito a todos a prepararos para secundarme con mano firme o con vuestro consejo, a fin de que yo, que hasta el día no he hallado en parte alguna quien me iguale, no sea completamente vencido.»

Así habló la vieja Serpiente para expresar sus dudas, y por todas partes fueron acogidas sus palabras con aclamaciones, que le aseguraban eficacísimo auxilio, cuando en medio de todos se levantó Belial, el más disoluto de los espíritus que cayeron; el más sensual, y después de Asmodeo, el más carnal de los demonios, quien emitió de este modo su parecer y consejo: «Poned ante su vista y a su paso la más hermosa de las hijas de los hombres; muchas hay en cada país, cuya belleza aventaja a la del firmamento, más semejantes a diosas que a mortales criaturas, graciosas, discretas, hábiles en amorosas lides, de lenguaje seductor y persuasivo; que a una virginal majestad saben reunir la más dulce ternura; pero cuya aproximación es peligrosa, porque saben retirarse hábilmente, arrebatando en pos de sí los corazones, prendidos en amorosas redes. Semejantes seres tienen poder suficiente para dulcificar y domeñar los caracteres más rígidos, para desarrugar el entrecejo de los más graves, enervar, seducir con esperanzas voluptuosas, engañar inspirando crédulos deseos, y conducir a su antojo los más viriles y resueltos corazones, como el imán atrae al más duro hierro. Las mujeres, cuando no otra cosa, ganaron el corazón del más sabio de los hombres, de Salomón, induciéndole a erigir templos, donde adoró los dioses de aquellas.»

A lo cual contestó Satán al punto de este modo: «Belial, inicuamente juzgas a los demás por ti mismo, porque ya desde un principio te prendaste de amor por las mujeres, admirando sus formas, su color, sus graciosos atractivos; y creer que no hay ninguno a quien no seduzcan semejantes dijes. Antes del diluvio, tú y los de tu temible hueste, llamados todos falsamente hijos de Dios, recorristeis la tierra, fijando vuestras impúdicas miradas en las hijas de los hombres; os unisteis a ellas, y disteis nacimiento a una poderosa raza. ¿No hemos visto, o por lo menos oído decir, cómo tiendes tus lazos en los salones y palacios de los reyes, lo mismo que en los bosques y arboledas, a orillas de la musgosa fuente, en el valle o en el verde prado, para engañar a algunas raras bellezas? Calisto, Climene, Dafne, Semele, Antíope, Amimones, Syrinx, y otras muchas que sería muy largo enumerar, fueron víctimas de tus persecuciones. Tú las engañaste, tomando la forma de algunos héroes adorados, tales como Apolo, Neptuno, Júpiter, Pan, Sátiro, Fauno o Silvano; pero estas lides no agradan a todos. ¡Cuántos no habrá, entre los hijos de los hombres, que han desdeñado con ligera sonrisa la belleza y sus incentivos; y que supieron rechazar fácilmente sus ataques, fijando sus pensamientos en objetos más nobles! Acuérdate de aquel joven conquistador que vino de Pella[153]; ya sabes con qué indiferencia miró a todas las hermosuras del Oriente, pasando entre ellas sin fijar su atención; recuerda también a aquel que recibió su nombre del África en la flor de su juventud y supo respetar a la hermosa doncella íbera[154]. En cuanto a Salomón, vivió entre el fausto y la abundancia, colmado de gloria y de riquezas, sin aspirar a mayor dicha que la de disfrutar de su elevada posición; por ello estuvo expuesto a las seducciones de las mujeres. Pero aquel con quien tenemos que habérnoslas es mucho más sabio que Salomón, de un espíritu más elevado; y está dispuesto a realizar cumplidamente las más grandes empresas. ¿Qué mujer quieres encontrar, aunque fuese la maravilla y gloria de esta generación, en la que él se dignase fijar una mirada de deseo? Aun cuando, segura de sí misma, cual otra reina adorada en el trono de la hermosura, se presentase revestida de todos los atractivos propios para enamorar, así como Venus, que con su ceñidor ganó el corazón de Júpiter, según cuentan las fábulas, una sola señal de su frente majestuosa, en la que parece resplandecer la virtud, avergonzaría a esa pobre criatura, disipando todos sus encantos. Abatiría su orgullo o le transformaría en respetuoso temor. La belleza no inspira admiración sino a los espíritus débiles, que por ella se dejan cautivar; cesa de admirarla, y todas sus galas caen, convirtiéndose en trivial juguete; queda de pronto confundida a la primera mirada de desdén. Por lo tanto, con medios más enérgicos debemos combatir su firmeza; con otros de más ostentación; con las dignidades, los honores, la gloria y el favor popular, esos escollos donde han naufragado a menudo los más grandes hombres. O bien convendría despertar en él los deseos que pueden satisfacerse legítimamente, sin violar las leyes de la naturaleza. Yo sé que ahora le atormenta el hambre en un vasto desierto, donde no es posible encontrar alimento alguno: lo demás corre de mi cuenta, pues no dejaré de aprovechar toda ventaja, poniendo a prueba su firmeza tantas veces como necesario fuere.»

Calló Satán; y las ruidosas aclamaciones con que fueron acogidas sus palabras, hiciéronle comprender que merecían la aprobación general. Sin detenerse un punto, formó una escogida hueste de espíritus, sus rivales en astucia, a fin de tenerlos a mano, dispuestos a presentarse a la primera señal, si se ofrecía una ocasión de hacer entrar en escena a diversos personajes. Cada uno de aquellos espíritus sabía su papel; y con ellos emprende Satán su vuelo hacia el desierto, donde noche tras noche, después de cuarenta días, aún ayunaba el Hijo de Dios. Padeciendo entonces hambre, por primera vez, decíase a sí mismo:

«¿Cuándo acabará esto? Por espacio de cuarenta días he recorrido este desierto laberinto sin probar ningún alimento y sin sentir apetito alguno: ni atribuyo a virtud semejante privación, ni como sufrimiento la considero; si la naturaleza no lo necesita, o si la protección de Dios alimenta el cuerpo debilitado sin el auxilio de aquella, ¿qué mérito tiene el ayuno? Pero ahora me aqueja el hambre, lo cual indica que la naturaleza reclama lo que ha de menester. Sin embargo, Dios puede satisfacer esta necesidad de otro modo, aunque persista el hambre; y si esta me acosa sin perjudicar al cuerpo, por contento me daré, sin temer daño alguno de su aguijón. Sin cuidado estoy si me alimentan mejores pensamientos, porque alimentándome así, y a pesar del hambre, cumpliré mejor aún la voluntad de mi Padre.»

Era la hora de la noche cuando el Hijo de Dios se hablaba de este modo durante su silencioso paseo, yendo después a buscar reposo bajo la hospitalaria bóveda que formaban unos árboles estrechamente enlazados por sus copas. Allí se durmió, y tuvo unos sueños tales como suelen acosar a aquel a quien aqueja el hambre; es decir, que soñó manjares y bebidas, dulce alivio de la naturaleza. Parecíale hallarse junto al arroyo de Cherith, y que veía a los cuervos de duro pico llevar a Elías su alimento por mañana y tarde, respetándolo a pesar de su natural voracidad. Vio también cómo el profeta había huido al desierto, donde se durmió bajo un enebro; cómo al despertar encontró su cena preparada sobre las brasas; y cómo fue invitado por el ángel para levantarse y comer, y comió por segunda vez después de haber descansado. Las fuerzas que cobró así le sostuvieron por espacio de cuarenta días: unas veces participaba Jesús del alimento de Elías, y otras, imitando al huésped de Daniel, probaba sus legumbres. Así pasó la noche: la alondra, mensajera del día, abandonó entonces su nido, remontándose por los aires para esperar la salida de la aurora y saludarla con su alegre canto. Tan ligeramente como ella, nuestro Salvador abandonó su lecho de césped, reconociendo al punto que todo había sido un sueño; en ayunas se había entregado al reposo y en ayunas se levantaba. Entonces se encaminó a una colina a fin de examinar desde su elevada cumbre el país vecino, para ver si divisaba alguna cabaña, algún redil de ovejas o un ganado; pero no descubrió ninguna choza, ni rebaño ni redil; solo divisó en el fondo de un valle un delicioso bosquecillo, donde gorjeaban ruidosamente las aves cantoras. Hacia allí enderezó su paso, con intención de reposar por la tarde, cobijándose a la sombra de aquellas vastas bóvedas de verdura, bajo las cuales se paseó, recorriendo las sombrías alamedas abiertas en medio de los solitarios bosques. Parecía el conjunto obra de la naturaleza misma, pues esta enseña al arte; y una mirada supersticiosa habría creído ver allí el asilo de las ninfas y dioses de la selva. Dirigía Jesús una mirada en torno suyo, cuando de pronto se presentó un hombre a su vista. No era un rústico, como la vez primera, antes por el contrario, vestía un traje más aliñado, como el de un habitante de la ciudad, o de un hombre que ha vivido en la corte o en los palacios. Dirigiose al Hijo de Dios, y con expresivo decir, hablole en estos términos:

«En uso del permiso concedido, vuelvo a presentarme respetuosamente; pero admírame ahora mucho más que el Hijo de Dios habite tanto tiempo esta salvaje soledad, falto de todo recurso, padeciendo hambre, como bien me consta. Otros personajes de cierta nota, según la historia refiere, hollaron también este desierto: la criada fugitiva[155], expulsada con su hijo de la casa de su amo, encontró aquí alivio, merced a un ángel protector: toda la raza de Israel hubiera perecido aquí de hambre, si Dios no hubiese hecho caer el maná del cielo; y aquel audaz profeta, natural de Tebas[156], al vagar por estos lugares fue alimentado dos veces por una voz que le invitaba a comer. Durante cuarenta días, nadie se ha cuidado de ti; has sido olvidado todo este tiempo y aún más.»

A lo cual contestó Jesús: «¿Qué deduces de aquí? Todos ellos tuvieron necesidad de comer; pero yo, según ves, no la experimento.» «¿Cómo es, entonces, que te aqueja el hambre? replicó Satán; dime, ¿si te presentasen ahora alimento, no querrías comer?» «Eso sería según quien me lo ofreciera,» contestó Jesús. «¿Y por qué dependería tu negativa de esta causa? repuso el sutil enemigo. ¿No tienes tú derecho sobre todas las cosas creadas? ¿No te deben todas las criaturas con justo título, obediencia y vasallaje, estando obligadas a poner a tu disposición todas sus fuerzas, sin esperar tus órdenes? No hablo yo de las viandas impuras, según la ley, ofrecidas a los ídolos, y que el joven Daniel pudo rehusar; ni de las servidas por un enemigo; mas cuando aqueja la necesidad, ¿quién repara en escrúpulos? Mira, avergonzada la naturaleza, o mejor dicho, turbada por que hayas padecido hambre, ha elegido entre todos los elementos sus más selectas provisiones a fin de regalarte cual conviene, a ti que eres su Señor: dígnate solo sentarte y comer.»

Y lo que decía no era un sueño, pues apenas acabó de hablar, levantando nuestro Salvador la vista, vio en un ancho espacio, bajo la inmensa bóveda del follaje, una mesa ricamente servida, a la usanza regia, cubierta de platos, de los manjares más exquisitos y sabrosos, de caza de pelo y pluma, preparada en forma de pastel, hecha en el asador o cocida con ámbar gris. Veíanse también toda clase de peces de mar y de río, o cogidos en algún arroyo de suave murmullo; ostras y conchas de las especies más buscadas, por las cuales se había agotado el lago Lucrino, el Ponto y la costa de África. ¡Ah! ¡cuán vulgar era, comparada con todos estos delicados manjares, aquella manzana cruda que tentó a Eva! Y más allá, junto a un rico aparador cargado de vinos de agradable fragancia, manteníanse en buen orden jóvenes servidores de esbelto talle, ricamente vestidos y de más frescos colores que los de Ganimedes o de Hilas. A corta distancia, debajo de los árboles, formaban vistosas danzas, o permanecían graves, las Náyades y las ninfas del cortejo de Diana; llevaban frutos y flores en cuernos de la abundancia; Hespérides más bellas aún que las representadas en las fábulas, o las que encontraron en los solitarios bosques los caballeros de Logres o de Lyons, Lancelot, Peleas o Pellinore[157]. Y entre tanto, oíanse armoniosas melodías producidas por instrumentos de cuerda o por dulces flautas; y de un lado y otro revoloteaban ligeros céfiros, de cuyas alas se desprendían los más suaves perfumes de la Arabia o de las más lozanas flores. Tal era el conjunto de aquel espléndido festín; y el Tentador repitió su invitación de esta suerte:

«¿Por qué el Hijo de Dios vacila en sentarse y comer? Estos no son frutos prohibidos; ninguna ley veda el tocar a estas puras viandas; el hecho de probarlas no supone el conocimiento del mal, sino que preserva la vida, aniquila al enemigo, al hambre, proporcionando un placer que restaura agradablemente las fuerzas del cuerpo. Todos estos que ves, espíritus son del aire, de los bosques y de las fuentes, dóciles servidores tuyos que han venido a rendirte pleito homenaje y reconocer en ti a su Señor. ¿Por qué tardas, pues, Hijo de Dios? Siéntate y come.»

A esto contestó Jesús con mesura y moderación: «¿No dices que tengo derecho sobre todas las cosas? ¿Y quién se opone a que haga uso de él? ¿Debo recibir acaso como donativo lo que me pertenece? Puedo mandar dónde y cuándo lo juzgue oportuno; a mi antojo puedo, no lo dudes, y tan pronto como tú, disponer que me pongan una mesa en este desierto, y llamar a las rápidas legiones de ángeles coronados de gloria, para que me sirvan y me presenten la copa. ¿Por qué te has de anticipar a mis deseos con esa oficiosidad inútil, puesto que no ha de ser aceptada? ¿Y qué tienes tú que ver con mi hambre? Yo desprecio tus pomposos goces, y por artificios tengo tus especiosas dádivas.»

Desconcertado Satán, replicó: «Ya ves, sin embargo, que también yo tengo poder para dar. Si por él le ofrezco voluntariamente lo que hubiera podido conceder a quien se me antojase, y si prefiero satisfacer con oportunidad en este sitio tu aparente necesidad, ¿por qué no has de aceptar mis servicios? Pero veo que cuanto pueda hacer u ofrecer es sospechoso; otros dispondrán sin vacilar de todas estas cosas, que con trabajo se habían ido a recoger muy lejos.» Al pronunciar estas palabras, mesa y manjares se desvanecieron completamente, y se oyó un rumor semejante al producido por las alas y las garras de las harpías. El importuno Tentador se quedó solo y con las siguientes palabras continuó su pérfida obra:

«El hambre, que doma a todos los seres, no te ocasiona dolor alguno, y por consiguiente no te impresiona; además de esto, tu sobriedad es invencible, pues no permites al apetito ejercer influencia en tu voluntad. Todo tu corazón aspira a elevados designios, a grandes acciones; pero ¿de qué manera las llevarás a cabo? Las grandes empresas requieren poderosos medios: desconocido, sin amigos, y de oscuro nacimiento, pasas por hijo de un carpintero; te has criado en la pobreza y la estrechez en tu morada, y estás perdido en este desierto, sufriendo hambre. ¿Por qué camino, o por qué esperanza aspiras tú a la grandeza? ¿En qué autoridad te apoyas? ¿Qué sectarios, qué partidarios puedes ganar? ¿Piensas por ventura que la inconstante multitud siga tus pasos más tiempo del que tú podrás alimentarla a tus expensas? Con el dinero se adquieren honores y amigos y se conquistan reinos. ¿Qué, sino el oro, encumbró a Antipater, el Idumeo, y colocó a su hijo Herodes en el trono de Judea, ese trono que te pertenece, permitiéndole adquirir poderosos amigos? Si quieres, pues, llegar a grandes cosas, comienza por reunir riquezas y bienes, y acumular tesoros, lo cual no te será difícil si mis consejos sigues. Las riquezas son mías; en mi mano está la fortuna; aquellos a quienes favorezco, prosperan y se enriquecen muy pronto; mientras que la virtud, el valor y la sabiduría quedan sumidos en la indigencia.»

A cuyas palabras contestó Jesús sin impacientarse: «Sin embargo, la riqueza, sin estas tres virtudes, es impotente para alcanzar el predominio, o conservarle cuando se adquiere. Testigos de ello son aquellos antiguos imperios de la tierra, que se aniquilaron en el apogeo de su prosperidad, al paso que los hombres dotados de esas virtudes, aun sumidos en la mayor pobreza, se distinguieron a menudo por los más grandiosos hechos. Tales fueron Gedeón, Jefté, y aquel joven pastor, cuya raza ocupó tantos siglos el trono de Judea, y que debe subir a él de nuevo para reinar sin fin en Israel. Entre los paganos (pues no ignoro los hechos dignos de memoria que se han llevado a cabo en el mundo), ¿no te acuerdas de Quinto Fabricio, de Curcio y de Régulo[158]? Yo estimo los nombres de esos varones que a pesar de su pobreza, pudieron hacer grandes cosas y despreciar las riquezas, aún siendo estas ofrecidas por mano de los reyes. ¿Y por qué he de ser incapaz, a despecho de mi indigencia, de llevar a cabo lo que ellos han hecho, y acaso más? No ensalces, pues, las riquezas, objeto del afán de los necios, embarazosas para el sabio, cuando no un lazo más propio para debilitar la virtud y aniquilar su energía, que para impelerla a hacer lo que merece aprecio. ¿Qué mucho si rechazo las riquezas y los reinos con semejante aversión? No porque una corona, que aunque resplandeciente de oro solo es tejido de espinas, no lleve consigo peligros, tribulaciones, cuidados y noches de insomnio para el que ostenta la diadema real, cuando sobre sus hombros carga el peso de todos, pues tal es el deber de un rey; su honor, su virtud, su mérito y principal gloria consisten en llevar ese peso para bien del pueblo. No obstante, el que reina en sí mismo, el que gobierna los deseos, los temores y las pasiones, es aún más rey; esto es lo que alcanza todo hombre sabio y virtuoso; y el que no lo consigue, mal hace en aspirar a regir las ciudades de los hombres o de las multitudes turbulentas, mientras reina la anarquía en su corazón o alimenta mezquinas pasiones que le esclavizan. Conducir a las naciones por la recta senda con saludables doctrinas, llevarlas del error a la verdad, e inducirlas a rendir a Dios un culto noble y puro, es todavía más digno de un rey. He aquí lo que eleva el alma, lo que gobierna al hombre interiormente, esto es, en la más noble parte de nosotros mismos. Ese otro poder que solo sobre el cuerpo domina, y por la fuerza a menudo, no puede servir de verdadera satisfacción al hombre generoso que así reina. Además, siempre se consideró como acción más noble y gloriosa dar un reino que usurparlo, y como mucho más magnánimo renunciar a una corona que aceptarla. Las riquezas son, pues, superfluas, tanto por sí mismas como para el objeto que, según pretendes, deben buscarse, para adquirir un cetro, que con frecuencia vale más rehusar.»

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