LIBRO TERCERO

Argumento

Pronunciando un discurso por demás lisonjero y encomiástico, Satán procura despertar en Jesús la ambición de gloria; al efecto cita algunos ejemplos de conquistas realizadas, y de actos heroicos llevados a cabo por varios hombres en un remoto período. Nuestro Señor contesta demostrando la vanidad de la gloria mundana, y los impropios medios con que se alcanza generalmente, poniéndola en parangón con la que se adquiere por la resignación religiosa y la virtuosa sabiduría, personificadas en Job. Satán justifica el amor a la gloria por el ejemplo de Dios mismo, que la requiere de todas sus criaturas. Jesús patentiza la falacia de este argumento, probando que, como la bondad es el verdadero terreno donde se alcanza la gloria para el gran Criador de todas las cosas, los hombres pecadores no tienen de ningún modo derecho a ella. Satán excita entonces a nuestro Señor a reclamar su derecho al trono de David; dícele que siendo el reino de Judea en aquella época una provincia romana, no podría apoderarse de él sin grandes esfuerzos por su parte; y le insta a que se apresure a reinar. Jesús le contesta, que así esta como todas las cosas, debe realizarse a su tiempo debido; y después de indicar algo acerca de sus propios padecimientos, pregunta a Satán por qué se muestra tan solícito por el encumbramiento de aquel cuya elevación tiene por objeto la derrota de su enemigo. Satán replica, que como su situación es tan desesperada, poco puede ya temer; y que debiendo ser igualmente castigado por su falta, prefería reinase Aquel de cuya aparente benevolencia podía esperar más bien alguna intervención en su favor. El Enemigo prosigue con sus primeras instigaciones; y suponiendo que la marcada repugnancia de Jesús a engrandecerse podría ser debida a no conocer el mundo ni sus glorias, condúcele a la cima de una alta montaña. Desde allí le muestra la mayor parte de los reinos del Asia, llamando particularmente su atención sobre ciertos extraordinarios preparativos guerreros de los Partos para resistirse a las incursiones de los Escitas. Manifiesta después a nuestro Señor, que le enseña aquello expresamente a fin de que pueda ver cuán necesario es el empleo de las armas para conservar los reinos, así como para someterlos en su origen; aconséjale considere cuán imposible era defender a Judea contra dos vecinos tan poderosos como los Romanos y los Partos, y cuán necesario sería aliarse con uno u otro de ellos. Al propio tiempo le recomienda la alianza de los segundos, comprometiéndose a proporcionársela; asegúrale que por este medio podrá defender su poderío de todo cuanto intentaren contra él Roma o César; que le es dado extender su gloria por do quiera, y especialmente realizar lo que era necesario sobre todo para que el trono de Judea fuese en realidad el de David, es decir, libertar y restablecer las diez tribus, que aún estaban cautivas. Jesús después de hacer algunas ligeras observaciones acerca de la vanidad de los aparatos guerreros y de la debilidad del brazo humano, añade, que cuando llegue la hora de ocupar el trono que le está destinado, no vacilará un momento. Admírase luego del extraordinario interés que manifiesta Satán por la libertad de los Israelitas, de quienes había sido siempre al parecer enemigo, y declara que su esclavitud es la consecuencia de su idolatría; pero que en una época futura podría ser del agrado de Dios volver a llamarlos y restituirles su independencia y país natal.

Así habló el Hijo de Dios, y Satán enmudeció algunos instantes sin saber qué decir ni replicar, confuso y convencido de la debilidad de sus argumentos y de la falacia de su discurso; pero al fin, apelando a todas sus astucias de serpiente, contestó con estas aduladoras palabras:

«Ya veo que sabes cuanto se debe saber, que dices lo que mejor puedes decir, que haces lo que mejor puedes hacer. Tus actos concuerdan con tus palabras, y estas expresan los levantados sentimientos de tu noble corazón, imagen perfecta de la bondad, de la sabiduría, de la justicia. Si los reyes y las naciones llegasen a consultarte, tus respuestas serían el oráculo de Urim y de Tumim, esas preciosas piedras proféticas que brillaban en el pecho de Aarón, o infalibles como las palabras de los antiguos veedores. Y si fueras buscado para tomar parte en las empresas que exigen las leyes de la guerra, tu hábil conducta sería tal, que el mundo entero no podría imitar tus proezas ni resistirte en batalla, aunque reducido fuera el número de tus contendientes. ¿Por qué, pues, ocultas estas divinas virtudes, haciendo una vida retirada, más oscura todavía en este inmenso desierto? ¿Por qué privar al mundo todo de la admiración que merecen tus obras, y a ti mismo del renombre y de la gloria, única recompensa que estimula a las más grandes empresas, llama de los espíritus más elevados, de esos espíritus etéreos, los más puros y tranquilos, que desprecian todos los demás placeres, que miran como fango todos los tesoros y beneficios, todos los honores y poderes, aspirando solo a los más eminentes? Tú has llegado a la edad viril, y hasta pasas de ella; a esta edad, el hijo de Felipe el Macedonio había conquistado ya el Asia, haciéndose dueño del trono de Ciro; el joven Escipión había humillado el orgullo de los cartagineses, y el joven Pompeyo sometido al rey del Ponto, alcanzando la victoria. No obstante, los años y el juicio, madurado por ellos, no suelen extinguir la sed de gloria; al contrario se acrecienta con la edad. El gran Julio, que ahora excita la admiración del mundo, más ardía en deseos de gloria cuanto más avanzaba en años, y lloró el haber vivido tanto tiempo oscuro e ignorado. Mas aún no es para ti demasiado tarde.»

A lo cual contestó con calma nuestro Salvador: «Todos tus argumentos no me decidirán a buscar riquezas por amor al imperio, ni a que aspire al trono por el afán de gloria. ¿Qué es esta sino el resplandor de la fama, las alabanzas de un pueblo? ¿Y son estas siempre sinceras? ¿Qué es el pueblo sino una multitud confusa, una muchedumbre revuelta, que ensalza cosas vulgares y que, a decir verdad, apenas son dignas de elogio? Los hombres alaban y admiran lo que no conocen, y sin saber a quién, dejándose guiar unos por otros. ¿Y qué satisfacción puede causar verse ensalzado por semejantes jueces, ser tema de sus discursos y recibir aplauso de aquellos a quienes sería glorioso despreciar? ¿No sería singularmente feliz la suerte del que osare hacerlo así? Reducido es entre aquellos el número de los sabios e ilustrados, y muy escasos los que contribuyen a la gloria. Cuando Dios dirige sus miradas a la tierra, observando con satisfacción al hombre justo, y le da a conocer en el cielo a todos sus ángeles, que celebran sus alabanzas con sincero aplauso, entonces es cuando aquel alcanza la verdadera gloria, la verdadera celebridad. Esto es lo que hizo con Job, cuando para propagar su fama en el cielo y la tierra te preguntó, según puedes recordar para vergüenza tuya: «¿Has visto a mi servidor Job?» Aquel hombre, célebre en el cielo, era mucho menos conocido en la tierra, donde la gloria es una falsa gloria, atribuida a causas poco dignas y a hombres que no merecen nombradía alguna. Engáñanse aquellos que consideran como título de gloria extender a lo lejos sus conquistas, asolar vastos países, alcanzar brillantes victorias y tomar por asalto opulentas ciudades. ¿Qué hacen esos pretendidos héroes sino robar, devastar, saquear, incendiar, matar y reducir a la esclavitud pacíficas naciones, pueblos vecinos o lejanos, mucho más dignos de la libertad que sus conquistadores, quienes solo dejan ruinas por do quiera que pasan, destruyendo las obras de una paz floreciente? Entonces, henchidos de orgullo, se hacen adorar como dioses; quieren que se les llame libertadores, grandes bienhechores de la humanidad; desean que se les rinda culto en los templos, y se les ofrezcan sacrificios por sus sacerdotes. El uno es hijo de Júpiter, el otro de Marte, hasta que la Muerte, el verdadero conquistador, viene a demostrar que apenas son hombres que se han dejado embrutecer por groseros vicios, y que hallan en una muerte violenta o vergonzosa su digna recompensa. Si algo bueno hubiese en la gloria podríase alcanzar por medios muy distintos, sin ambición, sin guerra, sin violencia; con obras pacíficas, una eminente sabiduría, paciencia y templanza. Haré otra vez mención de aquel hombre que, sufriendo resignadamente los males con que le agobiaste, se hizo célebre en un país muy lejano y en época muy remota. ¿Quién pronuncia hoy el nombre de Job sin elogiarle? Y al pobre Sócrates, ¿quién podría disputarle después el primer lugar en la memoria de los hombres? Por su enseñanza y por lo que sufrió para propagarla, arrostrando una muerte injusta para que prevaleciese la verdad, alcanzó una nombradía que iguala hoy a la de los más orgullosos conquistadores. Sin embargo, si es preciso hacer alguna cosa para alcanzar fama y gloria, necesario es también sufrir: si para obtener alguna celebridad libró el joven africano del feroz cartaginés a su devastado país, su hazaña no fue ensalzada, o por lo menos, no gozó él de gran crédito, ni recibió por toda recompensa más que alabanzas. ¿Buscaría yo la gloria como la buscan los hombres vanos, sin merecerla muchas veces? No busco yo la mía, sino la de Aquel que me ha enviado, y por aquí demuestro de dónde vengo.»

A lo cual repuso el tentador murmurando: «No hagas tan poco aprecio de la gloria, que entonces te parecerías poco a tu glorioso Padre, pues él también la busca, y para su gloria ha hecho todas las cosas, y ordena y gobierna el universo. No contento con ser glorificado en el cielo por todos sus ángeles, quiere serlo también por los hombres, por todos los hombres, buenos o malos, sabios o ignorantes, sin diferencias, sin excepción. Además de todos los sacrificios, de todas las ofrendas, gloria necesita y gloria recibe indistintamente de todas las naciones, de los hebreos, de los griegos o de los bárbaros, sin admitir excusa alguna. A nosotros mismos, que somos sus enemigos declarados, nos exige que le glorifiquemos.»

«Y no sin razón, replicó Jesús con fervor, puesto que su palabra creó todas las cosas, no principalmente para su gloria como primer objeto, sino para manifestar su bondad y hacer partícipes a todas las almas de la felicidad de que son susceptibles. ¿No es lo menos que puede esperar de sus criaturas la gloria y la bendición, es decir, el más ligero agradecimiento, la más fácil y natural de las recompensas, de parte de aquellos seres que nada pueden ofrecerle en cambio, y que no haciéndolo, solo le pagarían probablemente con el desprecio, la rebelión y la maledicencia? ¡Cruel recompensa, extraño reconocimiento por tanto bien, por tan gran beneficio! Pero ¿por qué el hombre habría de buscar la gloria, cuando nada tiene suyo, cuando nada debe esperar sino condena, ignominia y baldón; cuando después de haber sido colmado de tantos beneficios, corresponde solo con la infidelidad, la ingratitud y la falsía, privándose a sí mismo de todo verdadero bien? Y como si esto no bastase, revindica para sí, por un sacrilegio, lo que no pertenece en justicia sino a Dios solo; pero tal es la bondad, tal la misericordia divina, que si alguno intenta alcanzar mayor gloria para el Eterno, le hace obtener entonces la gloria verdadera.»

Así habló el Hijo de Dios, y de nuevo Satán permaneció sin hallar contestación: reconocíase culpable de su propio pecado, pues por su insaciable sed de gloria lo había perdido todo; pero bien pronto recurrió a otro argumento.

«Piensa como quieras de la gloria, dijo; poco importa que la juzgues digna o indigna de ser buscada; pero tú has nacido para reinar, tú has sido destinado a sentarte en el trono de tu antecesor David, que te corresponde por parte de madre. Aunque tu derecho dependa ahora de una mano poderosa que no quiere compartirlo, fácil sería posesionarle por las armas. Verdad es que la Judea y toda la tierra prometida, reducidas a provincias bajo el yugo de los romanos, obedecen a Tiberio; pero este país no está siempre gobernado con templanza. Con frecuencia se han violado su templo y sus leyes; se le han inferido sangrientos ultrajes; se han cometido abominaciones, como lo hizo en otro tiempo Antíoco. ¿Piensas, por ventura, reconquistar tu derecho permaneciendo en la inacción o en el retiro? No lo hizo así Macabeo: verdad es que se retiró al desierto, pero con armas, y de esta suerte venció varias veces a un poderoso rey. Con mano fuerte, y aunque sacerdote, obtuvo la corona para su familia, y usurpó el trono de David, él, que en otro tiempo se contentaba con la colina de Modén y los arrabales contiguos. Si un reino no basta para tentarte, muévante al menos el celo y el deber, que no deben permanecer ociosos, sino estar alerta para aprovechar una ocasión, contribuyendo ellos mismos a que llegue el momento favorable. Muestra, pues, tu celo, por la casa de tu Padre; cumple con tu deber librando a tu país del yugo de los paganos, que esa es la mejor manera de realizar, de verificar las antiguas profecías que anunciaron tu reinado sin fin, ese reinado tanto más feliz cuanto antes comience. Reina, pues ¿qué ventaja te ofrece aplazar tu reinado?»

Nuestro Salvador contestó en estos términos: «Todas las cosas deben realizarse a su debido tiempo, y tiempo hay para que se verifiquen todas. Si el espíritu profético habló de mi reinado, si ha dicho que debe ser sin fin, también el Padre ha decretado, en sus inescrutables designios, cuándo ha de comenzar, Él, que es el dueño de todos los tiempos y las estaciones. Si ha decretado que he de vivir antes en oscura condición, en medio de la adversidad, sufriendo tribulaciones, injurias, insultos, desprecios y burlas; que debo estar expuesto a los lazos y la violencia; que he de sufrir, practicar el ayuno, esperar tranquilamente, sin inquietud ni desconfianza, para saber lo que puedo soportar y cómo sabré obedecer, ¿no debo conformarme con su voluntad? Quien mejor sabe sufrir, mejor sabe obrar; mejor reina el que primero ha sabido obedecer, justa prueba a que debo someterme antes de obtener un poder que no debe cambiar ni concluir. Pero ¿qué te importa a ti el momento en que ha de comenzar mi reinado sin fin? ¿Por qué te muestras tan solícito? ¿A qué vienen tus preguntas? ¿No sabes acaso que mi elevación será la señal de tu caída, y mi triunfo la causa de tu exterminio?»

El Tentador, aunque atormentado interiormente, replicó así: «Suceda esto cuando quiera, yo he perdido toda esperanza de obtener gracia, y siendo así, ¿qué cosa peor puedo temer? Aquel que ha perdido la esperanza no debe conocer el temor; si mi suerte pudiese agravarse, la expectativa de una desgracia mayor me atormentaría más que el mal mismo. Yo quiero apurarle hasta el fin, porque este es mi puesto, mi refugio, mi último reposo; y esperaré así el término, mi objeto final. Mi error viene de mí mismo, mi delito es hijo de mi propio impulso; cualquiera que mi falta fuere, ha sido condenada por sí misma, y en todo caso será castigada, bien reines o no. Cierto que hubiera confiado desde luego en tu continente lleno de dulzura, esperando por ese aspecto pacífico y esa mirada serena que tu reinado debía más bien aligerar que agravar mi pena, que sería como un intermediario entre la cólera de tu Padre y yo (la cual temo mucho más que el fuego del infierno), que sería una especie de fresca sombra, una nube de verano. Si estoy, pues, impaciente por conocer esa desgracia extrema que me amenaza, ¿por qué avanzas con tan lento paso hacia un porvenir mejor, hacia lo que debe poner el colmo a tu felicidad y a la del mundo entero cuando reines, tú, que eres el más digno del trono? Acaso aplazas, sumido en profundas meditaciones, la ejecución de tan importante y arriesgada empresa; y esto no sería de extrañar, pues aunque reúnas en tu persona cuantas perfecciones caben en el hombre, todo aquello de que la naturaleza humana es susceptible, como has vivido hasta ahora en el retiro, deslizándose en tu morada la mayor parte de tu existencia, sin visitar apenas las ciudades de Galilea, ni residir en Jerusalén sino algunos días al año, ¿qué observaciones podías haber hecho? Todavía no has visto el mundo, ni mucho menos su gloria, los imperios, los monarcas y sus brillantes cortes, la mejor escuela de la experiencia para dar a conocer los más rápidos y seguros medios de realizar grandes empresas. El hombre más sabio, si carece de práctica, será siempre medroso y tímido, semejante a aquel joven novicio, que buscando burras encontró un reino[159]; irresoluto y circunspecto, en fuerza de su reserva, prívale esta de todo su valor. Pero yo quiero conducirte a un lugar donde acabarás bien pronto tu aprendizaje, donde verás ante tus ojos las monarquías de la tierra, su pompa y magnificencia; y esto bastará para imponerte, a ti que eres tan apto para saberlo todo, en los secretos y misterios de la monarquía, a fin de que sepas cómo se debe combatir el poderío de los príncipes.»

Así diciendo (tal era la fuerza que se le concedió entonces), llevó al Hijo de Dios a la cima de una elevada montaña: en su verdosa falda extendíase una vasta llanura, formando inmenso circuito, y desde allí ofrecíase a la vista un admirable panorama. Por los lados deslizábanse dos ríos, uno de los cuales serpenteaba entre los campos; mientras que el otro se alejaba rápidamente a través de hermosas praderas, bañadas por numerosos riachuelos, cuyas aguas recogía para llevarlas al mar. El país era fértil en trigo, vino y aceite; y cubrían el llano y las colinas abundantes pastos, poblados de rebaños. Veíanse grandes ciudades rodeadas de altas torres, que bien pudieran ser residencia de poderosos monarcas, y tan inmensa era la perspectiva, que se divisaban acá y allá las estériles landas del árido y abrasado desierto. A esta alta montaña fue donde el Tentador trasladó a Jesús, dirigiéndole allí de nuevo la palabra en estos términos:

«Rápida ha sido nuestra carrera; pasando sobre las colinas y los valles, los bosques, los campos y los ríos, los templos y las torres, hemos atajado muchas leguas. Desde aquí contemplas la Asiria y las antiguas fronteras de su imperio; ves el Aras y el mar Caspio; por este lado, a la extremidad del oriente, corre el Indus, por el occidente el Éufrates; y con frecuencia fueron traspasados estos límites. Al sur se divisa el golfo Pérsico y la Arabia, desierto intransitable: he aquí a Nínive, en cuyo amurallado recinto se podría viajar durante varios días; edificada por Nino, es el asiento de esa primera monarquía de la edad de oro, y fue residencia de Salmanasar[160] cuyo triunfo llora todavía Israel en su prolongado cautiverio. He ahí a Babilonia, la maravilla de las naciones, tan antigua como Nínive; pero reedificada por aquel[161] que dos veces hizo cautiva a la Judea y a toda la casa de tu padre David, asolando a Jerusalén, hasta que Ciro llegó para libertar a los hebreos. A ese lado ves Persépolis, la ciudad que él fundó; más lejos Bactres, Ecbatana, que se ostenta en toda su extensión y Hecatómpilos, con sus cien puertas; aquí está Susa, a orillas del Idaspes, ese río de color de ámbar, de cuyas aguas solo pueden beber los reyes; y la gran Seleucia, más célebre aún, construida por los Macedonios o los Partos. Nísibe, Artaxates, Teredón y Ctesifonte[162], se ofrecen también a tus miradas; todo este país, conquistado por los libertinos príncipes de Antioquía, se halla actualmente bajo el dominio de los Partos, que conducidos por el gran Arsaces, fundador de este imperio, se apoderaron de él hace varios siglos. Este momento es el más oportuno para darte una idea de su inmenso poderío, porque el rey de los Partos acaba de reunir en Ctesifón todas sus huestes para marchar contra los Escitas, cuyas bárbaras incursiones han asolado la Sogdiana; y se apresura a prestar auxilio a esta provincia. A pesar de la distancia, puedes ver sus numerosas tropas, su aspecto marcial, los arcos de acero y las agudas flechas de esos guerreros, tan temibles en la fuga como en la persecución; todos son jinetes, porque la lucha a caballo es aquella en que más se distinguen. Mira cuán belicoso ardimiento demuestran en esa revista, cómo se forman sus filas en cuadro, en ángulo, en media luna, o se desplegan en alas.»

Jesús miró, y por las puertas de la ciudad vio salir innumerable multitud de guerreros, brillantes con sus cotas de malla y ornamentos militares; sus caballos, aunque cubiertos de acero, no son menos ágiles y vigorosos, y encabritándose avanzan con sus jinetes, flor y nata de las provincias que se extienden de un extremo a otro del imperio. Vienen los unos de Aracosia, de Candahar y de la Margiana; los otros de las montañas de Hircania o del Cáucaso, de los profundos valles de la Iberia, de Atropatis, de las vecinas llanuras de Adiabene y Media, y del sur de Susiana, hasta el puerto de Balsara. Veíaseles alinearse en orden de batalla, girar rápidamente, y huyendo al parecer, lanzar tras sí una terrible granizada de agudos dardos a la cara de sus perseguidores, a los cuales vencían por esta maniobra. El campo estaba cubierto de armaduras, que despedían el sombrío fulgor del hierro; no faltaban allí numerosos escuadrones, y en cada ala guerreros armados de punta en blanco para combatir de cerca; ni carros, ni elefantes, que llevaban torres cuajadas de arqueros; ni peones en gran número, provistos de azadas y hachas, para allanar las alturas, abrir paso por los bosques, cegar los valles, levantar trincheras, o echar puentes sobre los ríos orgullosos, como para someterles al yugo. Detrás de ellos iban mulos, camellos, dromedarios, y furgones cargados de instrumentos de guerra; jamás se habían visto tantas fuerzas reunidas ni tan vasto campamento. Cuando Agricán, con todos sus aliados del norte, sitió a Albraca, la ciudad de Galafrón, según cuentan los romanos, a fin de conquistar la mano de Angélica, la más hermosa de las mujeres e hija de aquel príncipe, solicitada en matrimonio por muchos valerosos caballeros, por los dos Paynim, y los pares de Carlomagno, su ejército no era más brillante ni más numerosos sus guerreros[163]. El gran Enemigo, lisonjeándose de que aquel espectáculo había producido gran impresión en nuestro Salvador, dirigiole de nuevo la palabra en estos términos:

«Para que reconozcas que no es mi ánimo comprometer tu virtud, y que no omito medio alguno a fin de que tu seguridad repose en sólidas bases, escucha y sabrás con qué objeto te he conducido aquí, mostrándote tan hermoso espectáculo. Aunque tu reino haya sido anunciado por los profetas o por los ángeles, si no tratas de conquistar ese trono, como lo hizo tu padre David, nunca reinarás; en todas las cosas y sobre todos los hombres, la predicción supone medios de éxito, y si no se hace uso de ellos, la profecía se revoca. Pero supongamos que tomas posesión del trono de David con el libre consentimiento de todos, sin oposición alguna por parte de los Hebreos o de los Samaritanos: ¿cómo podrías abrigar la esperanza de disfrutarle largo tiempo, tranquilo y seguro, hallándote entre dos enemigos cual los Partos y los Romanos? Por esto debes obtener el apoyo de uno de los dos; yo te aconsejaría comenzar por los primeros, que son los vecinos más cercanos, y que demostraron en otro tiempo ser capaces de asolar tu país, haciendo cautivos a sus antiguos reyes Antígono y el viejo Hircano. De mi cuenta corre poner a los Partos a tu disposición, por el medio que tú elijas, bien por conquista o alianza, pues solo con su apoyo recobrarás el poder, sin el cual no puedes ocupar realmente el trono de David, como su legítimo sucesor. De este modo conseguirás la libertad de tus hermanos, de esas diez tribus cuya posteridad conserva todavía aquel pueblo en su territorio. Entre los Medos andan también dispersos diez hijos de Jacob y dos de José, perdidos lejos de Israel y esclavizados, como lo estuvieron en otro tiempo sus padres en la tierra de Egipto. El ofrecimiento que te hago te proporciona ocasión de alcanzar su libertad; si así lo haces, y les devuelves su herencia, entonces, y solo entonces, reinarás cubierto de gloria en el trono de David, desde el Egipto al Éufrates, y aún más allá, sin que nada debas ya temer de Roma ni de César.»

A lo cual contestó nuestro Salvador sin inmutarse: «Me has hecho ver una grande y vana ostentación del poder mundano, frágiles armas, y un pomposo aparato guerrero, tan largo de preparar como fácil de destruir: me has comunicado secretos de alta política, hábiles proyectos sobre enemigos, alianzas y batallas, plausibles todos a los ojos del mundo; pero que no tienen para mí ningún valor. Dices que debo poner en juego todos los medios, porque si no quedará sin efecto la predicción y me veré privado del trono. Mi hora, según antes te dije, no ha llegado aún, y debieras desear que estuviese lejana todavía. Cuando haya sonado, no creas que me verás vacilar en dar principio a mi obra, sin recurrir a tus máximas políticas, ni hacer uso de ese incómodo aparato guerrero que me has mostrado, más propio para demostrar la debilidad humana que su fuerza. Alegas que es preciso liberte a mis hermanos, según les llamas, los Israelitas de las diez tribus, si aspiro a reinar como el heredero legítimo de David, y a extender su dominio sobre todos los hijos de Israel. Pero dime, ¿de qué proviene ese celo por su independencia? ¿Por qué no mostraste el mismo por Israel, David, o su trono, en vez de excitarle por orgullo a que hiciese el recuento de su pueblo, lo cual costó la vida a setenta mil hombres en tres días de epidemia[164]? ¡Tal fue entonces tu celo por Israel; y ese es el que afectas hoy por mí! En cuanto a esas tribus cautivas, ellas mismas labraron su desgracia, pues abandonaron a Dios para adorar el becerro de oro, los ídolos de Egipto, Baal y Astarot, y los de todos los pueblos vecinos. Además de esto imitaron sus crímenes, que excedían en perversidad a los de otros pueblos paganos; no habiendo implorado con arrepentimiento al Dios de sus padres, murieron impenitentes, dejando una raza que se les asemeja, que no se distingue de los Gentiles sino por una vana circuncisión, y que rinde a Dios un culto confundiéndole con los ídolos. ¿Cómo he de pensar en devolver su independencia a esas tribus, que una vez libres volverían sin vacilar, sin humillarse, sin arrepentimiento y sin conversión, a buscar sus dioses de Betel y de Dan, como un antiguo patrimonio? No; que sigan esclavizadas por sus enemigos, puesto que adoran ídolos con su Dios. Sin embargo, es posible que al fin (Dios sabe cuándo), acordándose de Abraham, se inclinen a un arrepentimiento sincero por alguna vocación milagrosa; y que se abran paso a través de la multitud de Asirios, cuando se dirijan alegres y presurosos a su país natal, así como en otro tiempo cruzaron sus padres el mar Rojo y el Jordán al encaminarse a la tierra prometida. Yo abandono su porvenir a la Providencia.»

Así habló el verdadero Rey de Israel, contestando con dulzura al Enemigo, de un modo que burlaba todos sus artificios, como sucede siempre cuando con la verdad se combate la falsía.

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