Capítulo LVI

De las oraciones

A semejanza de los que plantean cuestiones dudosas para que sean debatidas en las escuelas, propongo yo aquí ideas informes e indecisas, no para dejar sentada la verdad, sino para buscarla, y las somete a la consideración de aquellos a quienes corresponde el juzgarlas; y no ya sólo mis acciones y escritos, sino hasta mis pensamientos. Será por consiguiente igualmente admisible y útil para mí la aprobación como la desaprobación, y desde luego declaro absurdo o impío todo principio que por ignorancia o inadvertencia se haya escapado de mi pluma y sea contrario a las santas resoluciones y prescripciones de la Iglesia católica, apostólica y romana, en la cual he nacido y pienso morir. Encomendándome siempre a la autoridad de su censura, que todo lo puede sobre mí, me meto temerariamente a hablar de todas las cosas en estas divagaciones.

Ignoro si estoy en lo cierto, pero entiendo que habiéndosenos prescrito por una merced particular de la bondad divina una oración que salió de la boca de nuestro Señor, palabra por palabra, siempre he pensado que debíamos rezarla con más frecuencia de lo que ordinariamente acostumbramos; si mi dictamen se aceptara, la diríamos al empezar y al acabar de comer, al acostarnos y al levantarnos; en todo momento en que nos ponemos a orar, quisiera yo que fuese el Padrenuestro la oración que los cristianos recitasen constantemente. Puede la Iglesia aumentar el número de oraciones y modificarlas según que la necesidad de nuestra instrucción lo exija, pues la idea y esencia de ellas siempre es idéntica y jamás se modifica; mas de todas suertes, el Padrenuestro debiera tener el privilegio de estar perennemente en boca del pueblo, pues sobre contener cuanto nos es necesario, es plegaria muy adecuada en toda circunstancia. Es la única de que me sirvo yo siempre, y la repito en lugar de emplear otras, de donde resulta que es la que recuerdo mejor.

Algunas veces considero cuál puede ser la causa del error que perpetramos al recurrir a Dios en todas nuestras empresas y designios; al llamarle en nuestra ayuda, sea cual fuere el lugar en que nuestra flaqueza necesite de su auxilio, sin tener en cuenta si nuestros propósitos son justos o injustos. Dios es nuestro solo y único protector y lo puede todo para ayudarnos; a pesar de que se digna honrarnos con sa paternal apoyo, es además tan justo como bueno y poderoso, y usa con más frecuencia para con nosotros de su justicia que de su poder, favoreciéndonos según aquélla, no conforme a nuestras súplicas. Platón en su libro de las Leyes, dice que hay tres clases de creencias igualmente injuriosas a los ojos de los dioses:

«Creer que no existan; que no se mezclan en las cosas de la tierra, y que nada dejan de conceder ante nuestras súplicas, ofrendas y sacrificios»

El primer error, según el filósofo, no es jamás inmutable desde el nacimiento hasta la muerte de un hombre; los otros dos pueden ser constantemente sustentados.

La justicia y el poder de Dios son inseparables, y por consiguiente imploramos en vano su socorro para que favorezca una mala causa. Preciso es tener el alma limpia de toda mancha y libre de pasiones viciosas, cuando menos en el momento en que le rogamos; de lo contrario le procuramos el látigo para que nos aplique el castigo; en lugar de reparar nuestra culpa la duplicamos, presentando a aquel de quien solicitamos el perdón un corazón lleno de odio e irreverencia. Por eso no se dirige mi alabanza a los que ruegan a Dios más frecuente y ordinariamente, si las acciones que ejecutan antes de la devoción no muestran el testimonio de alguna enmienda y reforma,

Si, nocturnos adulter,

tempora santonico velas adoperta cucullo.[426]

Y el estado de un hombre que mezcla con la devoción los actos de una vida execrable, es desde luego más digno de censura que el de otro hombre que se mantiene constantemente sumido en toda suerte de disolución; sin embargo, nuestra Iglesia rechaza todos los días sus gracias a los que persisten en la práctica de costumbres depravadas. Rezamos por uso y costumbre, o por mejor decir, leemos o recitamos nuestras oraciones, lo cual no es en suma más que apariencia y gesto. Me disgusta el ver hacer tres veces el signo de la cruz al Benedicite, y a las Gracias otras tantas, y más desapruebo todavía, por ser un signo que reverencio, el continuo uso que de él hacemos, hasta cuando el bostezo nos acomete. Y juntamente con tantos actos devotos las restantes horas del día vémoslas ocupadas en el odio, la injusticia y la avaricia: al vicio se dedica su tiempo a Dios el suyo, como por compensación o componenda. Es cosa milagrosa el ver la continuación de acciones tan diversas, sin interrupción ni alteración. ¿Cuál es la conciencia prodigiosa que acierte a encontrar reposo albergando en idéntico lugar al crimen y al que lo juzga? Un hombre a quien la lascivia gobierna la cabeza, y no supone este vicio odioso a los ojos de Dios, ¿qué dice al señor cuando de él le habla? Se enmienda por el momento, mas instantáneamente cae de nuevo en el pecado. Si la justicia divina le tocara como dice, y castigase su alma, por corta que fuese la penitencia, el temor mismo alejaría con tanta presteza sus viles pensamientos, que al momento sentiríase capaz de dominar los vicios que se encuentran en él encarnados. ¿Y qué decir de los que a sabiendas consagran su vida entera al pecado mortal? ¡Cuántos oficios, profesiones y ocupaciones admitidos existen en el mundo, cuya esencia es viciosa! Y qué decir de un hombre que me declaró haber practicado durante todo un periodo de su vida una religión condenable a juicio suyo, y contraria a las creencias de su pecho, sólo por conservar su crédito y el honor de sus cargos? ¿Cómo osó siquiera emplear razonamiento semejante? ¿Qué lenguaje emplean tales gentes en este punto ante la justicia divina? Consistiendo su arrepentimiento en una reparación visiblemente acomodaticia, esas gentes pierden ante Dios y ante los hombres el medio de alegarlo. ¿Cómo osan solicitar el perdón sin que a ellos llegue el arrepentimiento? Yo creo que con los primeros acontece lo propio que con los segundos; pero la obstinación de aquéllos no es tan fácil de conducir al buen camino. Tal contrariedad, tan repentino cambio de opinión como simulan, ofrecen para mí todas las apariencias de un milagro. Esos hombres nos muestran el estado permanente de una ruda agonía.

¡Qué extraña me pareció la idea de los que en estos últimos años tenían por costumbre hacer un cargo a todos aquellos en que brillaba alguna claridad de espíritu, y que profesaban la religión católica! Esas personas nos decían que fingíamos, que no éramos sinceros. Y aseguraban, además, para con ello honrarnos, que los católicos no podían menos, en su fuero interno, de abrigar sus creencias. Desagradable enfermedad la de creerse tan fuerte hasta el extremo de persuadirse de que no se pueden profesar doctrinas contrarias a las propias, y más desagradable aún la persuasión de un tal espíritu que prefiere los beneficios que le procura la práctica de una religión que en su fuero interior condena, a las esperanzas y amenazas de la vida eterna. Pueden gentes tales creer lo que digo, si algo hubiera tentado mi juventud, la ambición del azar y dificultad que siguieron a esta empresa reciente hubiese tenido una buena parte.

No sin poderosa razón, a mi entender, prohíbe la Iglesia el uso promiscuo, temerario e indiscreto de los cánticos sagrados y divinos que el Espíritu Santo dictó a David. No dejemos mezclar el nombre del Señor en nuestras acciones sino con atención reverente, llena de honor y respeto: esa voz es demasiado divina para no hacer de ella otro uso que el de ejercitar los pulmones y procurar que nuestros oídos gusten una música grata; la conciencia debe entonar esos cantos, no la lengua. No es razonable que un marmitón en medio de sus vanos y frívolos pensamientos se entretenga y divierta con las salmodias divinas; y es absurdo también el ver rodar por un tocador o por una cocina el libro santo de los sagrados misterios de nuestras creencias: misterios eran en otro tiempo, al presente no son más que amores y diversiones. No es yendo como de paso y tumultuariamente como se practica un estudio tan severo y venerable; debe ser un acto determinado y fijo, al cual siempre ha de acompañar esta introducción de nuestro oficio: Sursum corda, y hasta que nuestro mismo cuerpo permanezca puro, para testimoniar así en nosotros particular atención y reverencia. No es un estudio para todo el mundo; es la ocupación de personas consagradas a él, y al cual Dios las llama; los malos y los ignorantes empeoran consagrándose a la interpretación de los libros santos, que no son como la relación de una historia, son una historia digna de reverencia, temor y adoración. ¡Buenas gentes que creen haberla puesto al alcance del pueblo por haberla traducido en lengua vulgar! No es la culpa de las palabras el que no se comprenda todo lo que se encuentra escrito. ¿Diré yo más? Por pretender inculcar en las gentes eso poco que pretenden, las hacen marchar hacia atrás; la ignorancia pura, confiada a otro, era mucho más saludable y sabia que esa ciencia parlera y vana, engendradora de presunción y temeridad. Creo también que el otorgar a cada uno la libertad de trasladar una palabra tan elevada y religiosa en tantas lenguas diferentes, es mucho más perjudicial que útil.

Los judíos, los mahometanos y casi todas las demás sectas, han aceptado y reverencian el lenguaje en el cual originariamente fueron concebidos sus misterios, y entre ellos está prohibida la alteración y el cambio, no sin razón sobrada. ¿Estamos bien seguros de que haya en las provincias vascas y bretonas jueces capaces para apreciar una traducción en sus respectivas lenguas? La Iglesia universal no tiene juicio más arduo ni solemne que emitir. Cuando se predica o cuando se habla, la interpretación de los textos es vaga, libre, mudable y sólo de éste o del otro versículo, no de la Biblia entera, lo cual es asunto mucho más grave.

Uno de nuestros historiadores griegos censura justamente a su siglo por que los secretos de la religión cristiana corrían por las calles, en boca de los más insignificantes artesanos, y porque cada cual pudiera debatir sobre ellos y emitir su opinión; lo cual, según el propio historiador, debería avergonzarnos a nosotros, que por la gracia de Dios gozamos de los misterios puros de la piedad, dejándolos profanar en boca de personas ignorantes y vulgares, en atención a que los gentiles prohibían a Sócrates y a Platón, a los más sabios, el hablar e informarse de las cosas encomendadas a los sacerdotes de Delfos. El mismo historiador dice que los partidos políticos y los príncipes, por lo que a la teología toca, están armados, no de celo, sino de cólera; que el primero se fundamenta en la razón y divina justicia, conduciéndose ordenada y moderadamente, pero que si se cambia en odio y envidia, produce en lugar de trigo y racimos, cizaña y ortigas cuando lo conduce una pasión humana. Con igual justicia aconsejaba otro escritor al emperador Teodosio, diciéndole que las disputas teológicas no aplacaban los cismas de la iglesia, sino que los encendían y animaban las herejías; que por lo mismo era preciso huir de las argumentaciones dialécticas y acomodarse de todo en todo a las prescripciones y fórmulas de la fe establecidas por los antiguos. El emperador Andrónico encontró en su palacio a dos cortesanos trabados de palabras contra Lapodio, sobre un punto importante de la ley los amonestó fuertemente, llegando su amenaza hasta decirles que los lanzaría al río si continuaban discutiendo. Hoy día los niños y las mujeres reprenden a los más viejos y más experimentados en lo que toca a las leyes eclesiásticas, y sin embargo, ¡qué contraste! la primera orden de Platón en su Tratado prohibía a los primeros hasta el informarse del fundamento de las leyes civiles que debían sustituir a los preceptos divinos; a los ancianos sólo era permitido comunicar su parecer en este punto entre ellos y el magistrado; y el filósofo añade aun esta limitación: «siempre y cuando que no sea en presencia de jóvenes ni de personas profanas».

Un obispo escribió que en el otro extremo del mundo hay una isla, que los antiguos llamaban Dioscóride, feraz en toda suerte de árboles y frutos y de atmósfera saludable, de la cual los habitantes son cristianos y tienen templos y altares adornados sólo con cruces, sin ninguna imagen; aquellas gentes son fieles observadores del precepto del ayuno y de la santificación de las fiestas; pagan puntualmente el diezmo a los sacerdotes, y son tan castos que ninguno puede tener tratos más que con una mujer en toda su vida. Por lo demás, viven contentos con su fortuna; encontrándose en medio del mar ignoran el uso de los navíos; son tan sencillos que de la religión que tan escrupulosamente observan no comprenden ni una sola palabra, cosa que parecería increíble a quien no supiera que los paganos, idólatras tan devotos, sólo conocen de sus dioses el nombre imagen. El comienzo de Menalipo, tragedia de Eurípides, dice en la traducción de Amyot

O Jupiter!, car de toy rien sinon

je ne cognois sculement que la nom.[427]

Yo he visto también no ha mucho quejarse de algunos escritos porque son puramente humanos y filosóficos sin mezcla de teología. Quien censurara lo contrario, quizás estuviera en lo cierto, pues la doctrina divina tiene su rango aparte como reina y dominadora. Ella debe ser principal en todas partes, no sufragánea ni subsidiaria. Sáquense en buen hora los ejemplos de la gramática, de la retórica, de la lógica, los cuales son por otra parte más adecuados que no los de una tan santa doctrina; también los asuntos dramáticos, los juegos y espectáculos públicos deben apartarse de la religión; que las divinas razones se consideren, veneren y evidencien solas, en el estilo que las es propio, y no aparejadas con los razonamientos humanos; mejor es que se eche de ver la falta de que los teólogos escriban demasiado humanamente, que el que los humanistas escriban con exceso de teología. La filosofía, dice san Juan Crisóstomo, ha ya tiempo que se arrojó de la escuela santa como sierva inútil, digna de ver, solamente de pasada, desde el dintel, el sagrario de los santos tesoros de la doctrina celeste, pues el lenguaje humano tiene sus formas peculiares, las cuales son bajas, y no debe servirse de la dignidad, majestad y realeza del hablar divino. Yo consiento por lo que a mí toca, en que diga verbis indisciplinatis, Fortuna, Destino, Accidente, Dicha y Desgracia; en que cite a los dioses y emplee otras frases conformes a su modo. Yo propongo estas mis humanas fantasías simplemente, como tales, e independientemente consideradas; no como acordadas y ordenadas por la sabiduría celeste, ni como absolutas e incontrovertibles; sólo como materia de opinión, no como materia de fe; lo que yo discurro según mis propias ideas, no lo que creo según Dios; como los muchachos proponen sus ejercicios para ser instruidos, no para instruir, de una manera laica, no sacerdotal, pero religiosísima siempre.

¿Y no se dirá también, no sin algún viso de razón, que el derecho de entrometerse, y eso con toda reserva a escribir sobre la religión incumbe sólo a los que de ello hacen profesión expresa; que esto no está quizás exento de alguna imagen de utilidad y justicia, y que yo debiera también callarme? Hanme dicho que hasta los mismos que no practican nuestra fe prohíben sin embargo entre ellos el empleo del nombre de Dios en las cosas comunes; no quieren que de tan santo nombre ses sirvan a manera de interjección y exclamación, para dar testimonio de cosa alguna, ni para establecer una comparación, en lo cual entiendo que obran cuerdamente. Como quiera que invoquemos a Dios en nuestro comercio y sociedad es preciso siempre que se haga seria y religiosamente.

En un pasaje de Jenofonte se lee, si no recuerdo mal, que debemos sólo rara vez rogar a Dios, porque no es fácil que con mucha frecuencia nos sea dable hacer que nuestra alma se encuentre dispuesta para la oración, ni que esté en el camino de la enmienda, recogida en completa devoción. Si así no acontece, nuestras oraciones no solamente son vanas e inútiles, son viciosas además. «Perdónanos, decimos, como nosotros perdonamos a los que nos ofendieron»; ¿qué declaramos con estas palabras, sino que ofrecemos a Dios nuestra alma exenta de rencor y venganza? Sin embargo, invocamos a Dios y su ayuda para que sea cómplice de nuestras culpas y lo invitamos a la injusticia.

Quae, nisi seductis, nequeas committere divis.[428]

El avaricioso le ruega por la conservación vana y superflua de sus tesoros; el ambicioso por sus victorias y por el triunfo de su pasión; el ladrón le llama en su ayuda para franquear el azar y las dificultades que se oponen a la ejecución de sus viles empresas, o le da gracias por la facilidad con que degolló a un caminante; al pie de la casa que se dispone a escalar o asaltar hace sus oraciones, mientras su intención y su esperanza están impregnadas de crueldad, lujuria o codicia:

Hoc ipsum, quo tu Jovis aurem impellere tentas,

dic agedum Staio: proh Juppiter!, o bone, clamet,

Juppiter! At sese non clamet Juppiter ipse?[429]

La reina Margarita de Navarra habla de un príncipe joven, que aunque no nombra su grandeza le ha hecho conocer suficientemente, el cual, para asistir a una cita amorosa y acostarse con la mujer de un abogado de París, tenía que atravesar una iglesia, por donde no pasaba nunca, ni a la ida ni a la vuelta de su gira sin hacer sus rezos y oraciones. Teniendo el alma llena de aquella acción reprobable, hay razón para preguntar en qué empleaba el favor divino. La reina, sin embargo, cita el hecho como ejemplo de singular devoción. No es la relación de este suceso solamente lo que prueba que las mujeres son casi nulas para tratar las cuestiones teológicas.

Una verdadera plegaria y una reconciliación completa de nuestra alma para con Dios no pueden aislarse en un alma impura sometida en el momento mismo en que ora a la dominación de Satanás. El que apela a Dios en su auxilio permaneciendo en el camino del vicio, hace lo propio que el timador que llamase a la justicia en su ayuda para la comisión de su delito, o como los que pronuncian el nombre del Señor en testimonio de sus mentiras.

Tacito mala vota susurro

concipimus.[430]

Habría pocos hombres que osasen declarar los secretos ruegos que dirigen al Señor:

Haud cuivis promptum est, murmurque, humilesque susurros

tollere de templis, et aperto vivere voto.[431]

Por eso los pitagóricos querían que las oraciones de cada uno fuesen públicas, y que se pronunciaran en alta voz, a fin de que no se pidiese a Dios cosa indecorosa o injusta, como aquel que

Clare quum dixit, Apollo!

Labra movet, metuens audiri: «Pulchra Laverna,

da mihi fallere, da justum sanctumque videri;

noctem peccatis, et fraudibus objice nubem.»[432]

Los dioses castigaron cruelmente los inicuos deseos de Edipo, haciendo que se realizaran, pues había rogado que sus hijos resolvieran entre ellos, por medio de las armas, la sucesión de su Estado; tan miserable fue la suerte de sus descendientes al ser oída su palabra. No hay que pedir que todas las cosas se acomoden a nuestra voluntad, sino que ésta siga el camino de la prudencia.

En verdad parece que nos servimos de nuestras oraciones como de una jerigonza, lo mismo que los que emplean las palabras santas y divinas en brujerías y efectos mágicos, y que nos echamos la cuenta de que sólo la contextura, el tono, el orden de las palabras y nuestro continente constituyen la eficacia de aquéllas, pues teniendo el alma llena de concupiscencia, desprovista de arrepentimiento y de toda reconciliación hacia Dios, le dirigimos las frases que la memoria presta a nuestra lengua y con ellas esperamos pagar la expiación de nuestras culpas. Nada tan fácil, tan dulce y tan misericordioso como la ley divina; ésta nos llama a su recinto majestuoso, por detestables y pecadores que seamos; nos tiende los brazos y nos recibe en su regazo por viles, puercos y encenagados que hayamos sido y que volvamos a ser en lo porvenir; pero, en recompensa, es preciso mirarla con deseos leales; es preciso recibir el perdón con acción de gracias, y al menos en ese instante en que nos dirigimos a ella, que el alma esté desolada de sus pecados y se sienta enemiga de las pasiones que nos empujaron a ofenderla. Ni los dioses, ni los hombres de bien, dice Platón, aceptan el presente de los malos.

Immunis aram si tetigit manus,

non sumptuosa blandior hostia,

mollivit aversos Penates

arre pio, et saliente mica.[433]

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