Capítulo III Como lo porvenir nos preocupa más que lo presente

Los que acusan a los hombres de marchar constantemente con la boca abierta en pos de las cosas venideras, y nos enseñan a circunscribirnos a los bienes presentes y a contentarnos con ellos, como si nuestro influjo sobre lo porvenir fuera menor que el que pudiéramos tener sobre lo pasado, tocan el más común de los humanos errores, si puede llamarse error aquello a que la naturaleza nos encamina para la realización de su obra, imprimiéndonos como a tantos otros, la falsa imaginación, más celosa de nuestra acción que de nuestra ciencia.

No estamos nunca concentrados en nosotros mismos, siempre permanecemos más allá: el temor, el deseo, la esperanza nos empujan hacia lo venidero y nos alejan de la consideración de los hechos actuales, para llevarnos a reflexionar sobre lo que acontecerá, a veces hasta después de nuestra vida. Calamitosus est animus futuri anxius[74].

El siguiente precepto es muy citado por Platón: «Cumple con tu deber y conócete.» Cada uno de los dos miembros de esta máxima envuelve en general todo nuestro deber, y el uno equivale al otro. El que hubiera de realizar su deber, vería que su primer cuidado es conocer lo que realmente se es y lo que mejor se acomoda a cada uno; él que se conoce no se interesa por aquello en que nada le va ni le viene; profesa la estimación de si mismo antes que la de ninguna otra cosa, y rechaza los quehaceres superfluos y los pensamientos y propósitos baldíos. Así como la locura con nada se satisface, así el hombre prudente se acomoda a lo actual y nunca se disgusta consigo mismo. Epicuro dispensa a sus discípulos de la previsión y preocupación del porvenir.

Entre las leyes que se refieren a las defunciones, la que juzgo más fundamentada es aquella por virtud de la cual se examinan las acciones de los príncipes y soberanos después de su muerte. Ellos son los compañeros, si no los dueños de las leyes: lo que la justicia no ha podido vencer en su vida, justo es que lo pueda sobre su reputación y los bienes de sus sucesores, cosas que a veces ponemos por cima de la propia existencia. Es una costumbre que lleva consigo ventajas singulares para las naciones en que se observa y digna de ser deseada por todos los buenos príncipes que tienen motivos de queja de que su memoria se trate como la de los malos. Debemos sumisión y obediencia igualmente a todos los reyes, pero tanto la estima como la afección la debemos únicamente a su virtud. Concedamos al orden político el sufrirlos pacientemente, aunque sean indignos; ayudemos con nuestra recomendación sus acciones indiferentes, mientras que su autoridad ha menester de nuestro apoyo; pero una vez acabadas nuestras relaciones, no es razón el negar a la justicia y a nuestra libertad la expresión de nuestros verdaderos sentimientos, y principalmente el rechazar a los buenos súbditos la gloria de haber fiel y reverentemente servido a un dueño cuyas imperfecciones le eran bien conocidas, quitando a la posteridad tan conveniente recurso. Aquellos que por respeto de algún beneficio recibido elogian cínicamente la memoria de un príncipe indigno de tal honor, hacen justicia particular a expensas de la justicia pública. Tito Livio dice verdad cuando escribe «que el lenguaje de los que viven a expensas de los monarcas está siempre lleno de ostentaciones vanas y testimonios falsos»; cada cual ensalza a su rey a la primera línea del valer y a la grandeza soberanos. Puede reprobarse la magnanimidad de aquellos dos soldados que interrogados por Nerón, el uno por qué no le quería bien: «Te quería, le contestó, cuando eras bueno; pero desde que te has convertido en parricida, incendiario y charlatán, te odio como mereces.» Preguntado el otro por qué pretendía darle muerte, respondió: «Porque no veo otro medio de evitar tus continuas malas acciones.» Pero los universales y públicos testimonios que después de su muerte se dieron y se darán siempre que se trate de príncipes perversos como él y demás reyes tiránicos, ¿qué sano espíritu puede reprobarlos?

Me contraría que en pueblo tan bien gobernado como el de los lacedemonios, hubiera una costumbre tan poco sincera como la de que voy a hablar. Cuando morían sus reyes, todos los confederados y vecinos, así como los ilotas, hombres y mujeres indistintamente, se hacían cortaduras en la frente en señal de duelo, y proclamaban con gritos y lamentos que el monarca cuya muerte lloraban, cualquiera que su índole hubiera sido, era el mejor soberano que habían tenido; así atribuían al rango la alabanza que sólo al mérito pertenece, y sólo al de la categoría más depurada.

Aristóteles, que en sus escritos todo lo abarca y comprende, habla de la frase de Solón que dice: «Nadie antes de morir puede considerarse dichoso»; sin embargo, hasta el mismo que ha vivido y muerto a medida de sus deseos, tampoco puede considerarse como feliz si su fama se desprestigia y si su descendencia es miserable. Mientras nos agitamos sobre la tierra, por espíritu de preocupación nos trasladamos donde nos place más cuando la vida nos escapa no tenemos ninguna comunicación con las cosas de por aca; así que podemos reponer al dicho de Solón que jamás hombre alguno es feliz puesto que no alcanza tal dicha sino que cuando ya no existe:

Quisquam

vix radicitus e vita se tollit, et jecit:

sed facit esse sui quiddam super inscius ipse...

Nec removet satis a projecto corpore sese, et

vindicat.[75]

Beltrán Duguesclin murió en el cerco del castillo de Randón, cerca de Puy, en Auvernia; habiendo sido vencidos los sitiados se vieron obligados a dejar las llaves de la fortaleza junto al cadáver. Bartolomé de Alviani, general del ejército veneciano, habiendo muerto en las guerras que estos sostuvieron en el Bresciano y su cadáver trasladado a Venecia, al través de Verona, ciudad enemiga, la mayor parte de sus tropas fue de parecer que se pidiera un salvoconducto a los veroneses; pero Teodoro Trivulcio se negó a ello, y antes profirió pasarlo a viva fuerza exponiéndose a los azares del combate, «no siendo propio, decía, que quien en vida jamás había tenido miedo a sus enemigos, una vez muerto les mostrase algún temor». En efecto, en caso análogo y por virtud de las leyes griegas, el que pedía al enemigo un cadáver para darle sepultura renunciaba por este hecho a la victoria, y no lo era ya posible dejar bien puesto el pabellón. Así perdió Nicias la que ganara en buena lid sobre los corintios; y por el contrario, Agesilao aseguró el triunfo que estuvo a punto de perder sobre los beocios.

Rasgos semejantes podrían parecer extraños, si no fuera costumbre de todos los tiempos, no solamente llevar el cuidado de nuestras vidas más allá de este mundo, sino también creer que con frecuencia los favores celestiales nos acompañan al sepulcro y siguen a nuestros restos. De lo cual hay tantos ejemplos antiguos, dejando a un lado los nuestros, que no hay para qué insistir. Eduardo I, rey de Inglaterra, habiendo observado en las dilatadas guerras que sostuvo con Roberto, rey de Escocia, cuanto su presencia hacía ganar a sus empresas, dándole siempre la victoria en las expediciones que dirigía, hallándose moribundo obligó a su hijo, por juramento solemne, que cuando dejara de existir hiciera cocer su cuerpo para separar así la carne de los huesos y que enterrase aquélla; y cuanto a los huesos, que los reservase para llevarlos consigo en las batallas siempre que hubiera de sostener guerra contra los escoceses, como si el destino hubiera fatalmente unido la victoria a sus despojos. Juan Ziska, que trastornó la Bohemia defendiendo los errores de Wiclef, quiso que le arrancaran la piel después de muerto y que con ella hicieran un tambor para tocarlo en las guerras que en adelante se sostuvieran contra sus enemigos, estimando que esto ayudaría a continuar las glorias que él había alcanzado en las lides contra aquellos. Algunos indios de América entraban en combate contra los españoles llevando el esqueleto de uno de sus jefes, en consideración de la buena estrella que en vida había tenido; otros pueblos americanos llevaban a la guerra los cadáveres de los más bravos que habían perecido en las batallas para que la fortuna les fuera favorable y les sirviesen de estímulo. Los primeros ejemplos no atribuyen a los muertos virtud mas que por reputación alcanzada, a causa de sus acciones, mas los segundos suponen la idea de la acción.

Quizás más digna de señalarse sea la acción del capitán Bayardo, quien sintiéndose herido de muerte por un arcabuzazo, y aconsejándole que se retirase del combate, respondió que no le parecía, que no estaba por empezar a volver la espalda al enemigo en los últimos momentos de su vida; habiendo combatido mientras para ello le quedaron fuerzas, cuando ya se sintió sin aliento, y próximo a caer del caballo, mandó a su maestresala que le tendiera al pie de un árbol de modo que pudiese morir con el rostro frente al enemigo, como lo hizo.

Me es necesario consignar este otro ejemplo, tan digno de memoria como los precedentes. El emperador Maximiliano, bisabuelo del rey Felipe actualmente en vida, era un príncipe a quien adornaban muy brillantes dotes y entre otras una belleza física singular; pero entre sus caprichos tenía el siguiente, bien contrario al de los príncipes que, para el despacho de sus más urgentes negocios, convierten en trono la silla de servicio; jamás tuvo criado de tanta confianza que le permitiera verle cuando hacía menesteres; ocultábase para orinar tan cuidadosamente como una doncella, y ni ante su propio médico, ni ante ninguna otra persona, cualesquiera que ésta fuese, mostraba sus desnudeces. Yo, que soy libre de palabra, propendo sin embargo por temperamento al pudor; si una gran necesidad no me obliga a ello, no muestro a los ojos de nadie las partes del cuerpo que el decoro obliga a tener guardadas. A tan supersticioso extremo llevó su hábito el príncipe de que hablo, que dispuso expresamente en su testamento que le atasen bien los calzoncillos cuando muriese, que la persona que se los sujetase tuviera los ojos vendados. El mandato que Ciro hizo a sus hijos de que ni éstos ni nadie viese ni tocase su cuerpo luego que el alma se desprendiera de la materia, atribúyelo a costumbre piadosa, pues así su historiador como aquel monarca, entre otros de sus relevantes méritos, mantuvieron durante todo el transcurso de su vida un especial cuidado de reverencia a las religiosas.

Disgustome la relación que un noble me hizo de un pariente mío, distinguido así en la paz como en la guerra acabando sus días, ya largos, en su casa señorial, atormentado por fuertes dolores de piedra, ocupó sus últimas horas con un cuidado intenso en disponer la ceremonia de su entierro, e hizo que, todos los nobles que le visitaron le dieran palabra de asistir a la ceremonia; y a su mismo soberano, que le había oído disponer semejantes preparativos, suplicole que los de su casa fueran también de la comitiva, empleando muchos ejemplos y razones para demostrar que tal honor pertenecía legítimamente a un hombre de su rango. Obtenida que fue la promesa, pareció expirar contento luego que hubo ordenado a su gusto el acompañamiento del cortejo fúnebre. Apenas he visto otro caso de vanidad tan perseverante.

Otra preocupación opuesta, de que también podría encontrar algún ejemplo en algunas familias, me parece hermanarse con la anterior, y consiste en cuidarse de un modo meticuloso, en los últimos instantes, en ordenar el entierro conforme a la más feroz economía, y en reducir todo el séquito a un criado con una farola. Tal fue el proceder de Marco Emilio Lépido, a quien se alaba por ello, el cual escribió a sus herederos que para él se llevaran a cabo las ceremonias acostumbradas en tales casos. ¿Testimonia frugalidad y templanza el evitar los gastos y beneficios de cuyo disfrute y conocimiento no podemos ya darnos cuenta? Es cuando más una privación sencilla y de poco coste. Si hubiera necesidad de ordenar tales aprestos, sería mi parecer que en esta como en todas las demás cosas de la vida, cada cual los dispusiera con arreglo a su estado de fortuna. El filósofo Lycón ordena cuerdamente a sus amigos que depositen su cuerpo donde mejor les parezca; y en cuanto a los funerales, les dice que no sean ni demasiado mezquinos ni suntuosos con exceso. En punto a entierro, me acomodaré la costumbre general, y me encomendaré a la voluntad de aquellos que a la hora de mi muerte me rodeen. Totus me locus est contemnendus in nobis, non negligendus in nostris[76]. Y muy santamente escribe un padre de la Iglesia: Curatio funeris, conditio sepulturae, pompa exsequíarum, magis sunt vivorum solalia, quam, subsidia mortuorum[77]. Por eso Sócrates responde a Critón, que le pregunta en el momento de su muerte cómo quiere ser enterrado: «Como mejor te cuadre.» Si el temple de mi alma alcanzara a tanto, mejor preferiría imitar a los que vivos y rozagantes arreglan y hasta disfrutan del orden y disposición de su sepulcro, y se complacen viendo su marmórea representación funeraria. ¡Dichosos los que saben hacer que sus sentidos gocen en presencia de la insensibilidad y vivir de su muerte!

Cuando viene a mi memoria la inhumana injusticia del pueblo ateniense, que hizo morir sin remisión, sin querer siquiera oír sus defensas, a los valientes capitanes que acababan, de ganar contra los lacedemonios en combate naval que se libró cerca de las islas Arginensas, poco me falta para detestar con irreconciliable odio toda dominación popular, aunque en el fondo me parezca la más justa y natural. Aquel combate fue el más reñido, el más encarnizado que los griegos libraran por mar con sus escuadras, y se sacrificó a sus caudillos porque después de la victoria siguieron la conducta que la ley de la guerra les brindara, mejor que detenerse a recoger y dar sepultura a sus muertos. Hace más odiosa todavía esta ejecución la varonil y generosa conducta de Diomedón, uno de los condenados, hombre dotado de grandes virtudes militares y políticas, el cual, adelantándose para hablar a sus jueces, luego de haber oído el decreto que le condenaba, que era la ocasión única en que lo era lícito hablar, en lugar de emplear sus palabras en defensa de su causa y de hacer flagrante la evidente injusticia de un decreto tan cruel, ninguna palabra dura tuvo para los que le juzgaban; rogó sólo a los dioses que convirtieran la sentencia en beneficio de los que la dictaron. Y con el fin de que por dejar sin cumplimiento las promesas que él y sus compañeros habían echo a las divinidades por haberles otorgado un tan señalado triunfo, la ira celeste no descargara sobre los condenadores, Diamón explicó en qué consistían aquéllas. Al punto, sin proferir una palabra más, sin titubear, encaminose al suplicio con heroico continente.

Años después la fortuna les infringió el mismo castigo: Cabrías, general de las fuerzas marítimas, habiendo tenido la mejor parte en el combate contra Pollis, almirante de Esparta en la isla de Naxos, perdió todos los beneficios de una victoria decisiva por no incurrir en igual desgracia que los anteriores; queriendo recoger algunos cadáveres que flotaban en el mar dejó salvarse un número importante de enemigos que les hicieron pagar bien cara su importuna superstición:

Quaeris, quo jaceas, post obitum, loco?

Quo non nata jacent.[78]

Ennio concede el sentimiento del reposo a un cuerpo sin alma:

Neque sepulcrum quo recipiatur, habeat portum corporis

ubi remissa humana vita, corpus requiescat a malis?[79]

Igualmente la naturaleza nos muestra que algunas cosas muertas guardan todavía relaciones ocultas con la vida: el vino se altera en las bodegas al tenor de los cambios que las estaciones producen las vides, y la carne montesina cambia de naturaleza y sabor en los saladeros, del propio modo que la de los animales vivos, al decir de algunos.

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