Capítulo XLIII De las leyes suntuarias

El medio de que nuestras leyes se valen para reglamentar los locos y vanos dispendios de las mesas y de los vestidos de los ricos, parece contradecir su fin. Yo creo que el procedimiento verdadero sería inculcar a los hombres el desprecio del oro y de la seda como cosas inútiles y fútiles. Aumentamos el brillo y precio de esas cosas, lo cual es contraproducente para apartar a los hombres del lujo; pues el ordenar que sólo los príncipes pueden comer salmón y gastar terciopelos y galones de oro, o impedírselo al pueblo, ¿qué es si no dignificar el fausto y acrecentar en los demás el deseo de disfrutarlo? Que los reyes realicen el acto heroico de abandonar esas muestras de grandeza, puesto que de otras muchas disfrutan; tales excesos son más excusables en otro cualquiera que en un príncipe. Por el ejemplo que varias naciones nos dan, podemos adoptar mejores medios de distinguirnos exteriormente, y lo mismo nuestras categorías respectivas (yo creo que cada cual debe tener los honores pertinentes a su rango), sin atizar por ello la corrupción manifiesta que al excesivo lujo acompaña Es cosa peregrina el ver cómo la costumbre en estas cosas indiferentes implanta con facilidad suma el peso de su autoridad. Apenas si vestimos durante un año en la corte de paño negro por la muerte de Enrique II; verdad es que ya, en, opinión de todos, las sedas se habían desprestigiado tanto, que si alguien se veía ataviado con ellas tomábanle desde luego por un plebeyo. Usábanlas sólo los médicos y cirujanos, aunque alguien fuese vestido de igual modo existían diferencias visibles entre la categoría de las personas. ¡Cuán de pronto nuestros ejércitos dignifican, usándolos, los corpiños mugrientos de gamuza y de lienzo, y desdeñan los trajes ricos! Que los reyes sean los primeros en abandonar esos lujos, y un mes bastará para que los imitemos todos sin necesidad de edicto ni ordenanza. La ley debiera ordenar, por el contrario, la prohibición del color carmesí y las joyas a todo el mundo, salvo a los comediantes y cortesanas.

Por análogo procedimiento corrigió Zeleuco las costumbres corrompidas de los locrios. Sus ordenanzas declaraban, que la mujer de condición libre no podía llevar consigo más que una criada, salvo cuando aquélla estuviera borracha; que de noche no pudiera salir fuera de la ciudad, ni llevar joyas de oro para adornar su persona, ni traje enriquecido con brocado, si no era mujer pública o ramera; y que excepción hecha de los rufianes a ningún otro se lo permitiera llevar anillos de oro, ni traje lujoso, como son los que se hacen con las telas tejidas en la ciudad de Mileto.» Así valiéndose de esas excepciones vergonzosas, apartaba ingeniosamente a sus ciudadanos de las superfluidades y goces perniciosos; era un medio útil de atraer a los hombres por ambición y honor al deber y a la obediencia.

Todo lo pueden nuestros reyes en tales reformas externas; su voluntad sirve pronto de ley: Quidquid principes faciunt praecipere videntur[370]: el resto de Francia toma por norma la regla de la corte. Que se despojen de esa fea vestidura que muestra al descubierto la huella de nuestros miembros ocultos; de ese pesado y abultado corpiño, que nos hace distintos de lo que realmente somos, y que es tan incómodo para encerrarlo dentro de la coraza; de esas cabelleras luengas que nos afeminan; de la costumbre de besar las manos al saludar, ceremonia que se practicaba en otro tiempo sólo con los príncipes; evitese también el que un gentilhombre se encuentre en lugar de respeto sin tener la espada al costado, al desgaire y desabotonado, como si saliera del retrete. Contra la costumbre de nuestros padres y la privativa libertad de la nobleza de nuestro reino, nos mantenemos descubiertos, aun estando bien lejos del soberano, en cualquier lugar que en éste se encuentre, de la propia suerte que ante cien otros: tan grande es el número que tenemos de tercios y cuartos de reyes; que se borren igualmente otras novedades análogas y no menos viciosas, y muy luego se verán desacreditadas y desvanecidas, sin que de ellas quede señal alguna. Son errores superficiales, mas por lo mismo de mal augurio, y sabemos por experiencia que el muro amenaza ruina cuando vemos descascarillarse el revoque de las paredes de nuestras casas.

Platón, en sus leyes, cree que no hay peste más perjudicial para su ciudad ideal, ni más dañosa, que el dejar a la juventud en libertad de cambiar los trajes, las diversiones y lo mismo los gestos, danzas, ejerqicios y canciones, y el que pase de unos a otros, removiendo su juicio, ya en una dirección, ya en la contraria; corriendo en pos de novedades y honrando a los que las inventan: todo lo cual contribuye a que las costumbres se corrompan, y a que las instituciones antiguas se desdeñen y caigan en descrédito. En todas las cosas, salvo naturalmente en las dañosas, la mutación es de temer: el cambio de las estaciones, el de los vientos, el de los alimentos que nos sustentan y el de los humores que nos gobiernan. Ninguna ley es digna de tanto crédito como aquellas a que Dios ha concedido duración bastante, de suerte que nadie conozca cuándo tuvieron su origen, ni que hayan sido jamás distintas.

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