Capítulo XXVI Locura de los que pretenden distinguir lo verdadero de lo falso con la aplicación de su exclusiva capacidad

Acaso no sin razón achacamos a ignorancia y sencillez la facilidad en el creer y dejarse llevar a la persuasión, pues entiendo haber oído que la creencia es como una impresión que se graba en nuestra alma, y conforme ésta es más blanda y ofrece menos resistencia, es más fácil el que las cosas impriman en ella su sello. Ut necesse est, lancem in libra, ponderibus impositis, deprimi; sic animum per spicuis cedere[238]. A medida que el alma está más vacía y más sin contrapeso, tanto más apta se encuentra para acomodarse a la persuasión; y he aquí por qué los niños, el vulgo, las mujeres y los enfermos, están más sujetos a dejarse llevar por patrañas y cuentos. Mas si tal principio es verídico, no deja por ello de ser una presunción torpe la de condenar como falso todo lo que no se nos antoja verosímil, que es vicio en que caen los que se figuran ser dueños de alguna capacidad que sobrepasa los límites de la generalidad. Incurría yo hace tiempo en este error, y cuando oía hablar de los espíritus que vuelven del otro mundo o del pronóstico de las cosas futuras, relatar encantamientos, brujerías o cualquiera otra cosa fantástica,

Somnia terrores magicos, miracula, sagas.

Nocturnus lemures, portentaque Thessala[239],

que yo no acertaba a explicarme, compadecía al paciente pueblo, engañado con tales locuras. Actualmente creo que yo era digno, por lo menos, de igual conmiseración, y no porque de entonces acá haya visto cosas maravillosas que me hayan encaminado a otorgar fe a lo extraordinario, lo cual no ha sido por falta de curiosidad, sino porque la razón me ha enseña que el condenar así resueltamente una cosa como falsa e imposible, vale tanto como considerar que el hombre tiene guardados en su cabeza los límites a que puede alcanzar la voluntad divina y los del poder de la naturaleza misma; y entiendo que la mayor locura que el humano entendimiento puede albergar es el medirlas conforme a nuestra capacidad e inteligencia. Si llamamos monstruoso o milagroso a lo que nuestra razón es incapaz de concebir, equivocámonos lastimosamente. ¿Cuántas cosas de tal índole no se ofrecen constantemente a nuestra isla? Consideremos al través de cuántas opacidades reflexionemos cuán a tientas se nos lleva al conocimiento de la mayor parte de los objetos que tenemos constantemente en nuestro derredor, y veremos que es más la costumbre que la ciencia la que aparta de nuestro espíritu la extrañeza de las mismas:

Jam nemo, fessus saturusque videndi,

suspicere in caeli dignatur lucida templa[240]:

y que si tales conocimientos nos fueran de nuevo presentados, los hallaríamos tanto o más increíbles que los otros.

Si nunc primum mortalibus adsint

ex improviso, ceu sint objecta repente,

nil magis his rebus poterat mirabile dici,

aut minus ante quod auderent fore credere gentes.[241]

Quien no había visto nunca un río, el primero que se presentó ante sus ojos creyó que fuese el océano. Las cosas más grandes que conocemos, antójansenos las mayores que la naturaleza produzca en su género:

Scilicet et fluvius qui non est maximus, ei'st

qui non ante aliquem majorem vidit; et ingens

arbor, homoque videtur; et omnia de genere omni

maxima quae vidit quisque, haec ingentia fingit.[242]

Consitetudine ocuiorum assitescunt animi, neque admirantur, neque requirunt rationes earum rerum, quas semper vident[243]. Incitanos la novedad de los objetos más que su grandeza a investigar la causa de los mismos. Preciso es juzgar reverentemente del poder infinito de la naturaleza, y necesario es también que tengamos conciencia de nuestra debilidad o ignorancia. ¡Cuántas cosas hay poco verosímiles testimoniadas por gentes dignas de crédito, las cuales, sino pueden llevarnos a la persuasión, al menos deben dejarnos en suspenso! El declararlas imposibles es hacerse fuertes por virtud de una presunción temeraria, que vale tanto como la pretensión de conocer hasta dónde llega la posibilidad. Si se comprendiera bien la diferencia que existe entre lo imposible y lo inusitado; entre lo que va contra el orden del curso de la naturaleza y contra la común idea de los hombres, no creyendo temerariamente, ni tampoco negando con igual facilidad, observaríase el precepto del justo medio que ordenó el filósofo Quilón.

Cuando se lee en Froissard que el conde de Foix tuvo nuevas en el Bearne de la derrota del rey don Juan de Castilla en la batalla de Aljubarrota al día siguiente de acontecida, y se consideran los medios que el conde alega para el tan presto conocimiento de la noticia, puede uno tomarlos a broma, no sin fundamento; e igualmente lo que cuentan nuestros anales de que el papa Honorio, el mismo día que murió en Mantes Felipe Augusto, hizo que se celebraran exequias públicas y mandó que se celebrasen igualmente en toda Italia, la autoridad de ambos testimonios carece de razones suficientes para ser creídos. ¿Pero qué diremos si Plutarco (sin contar parecidos ejemplos que de la antigüedad relata, y que asegura saber casi a ciencia cierta) nos dice que en tiempo del emperador Domiciano, la nueva de la batalla perdida por Antonio en Alemania, fue publicada en Roma y esparcida por todo el mundo el mismo día que tuvo lugar, y si César afirma que con frecuencia a muchos sucesos precedió el anuncio de los mismos? ¿Habremos nosotros de concluir, en vista de los referidos testimonios, que Plutarco y César dejáronse engañar con el vulgo por carecer de la clarividencia que a nosotros nos adorna? ¿Hay nada más delicado, más preciso, ni más vivo que el criterio de Plinio, cuando le place ponerlo en juego? Nada hay más alejado de la presunción que el juicio de este escritor, -y dejo a un lado la excelencia de su saber, el cual tengo en menos consideración.- ¿En cuál de esas dos calidades le sobrepasamos nosotros? Sin embargo no hay estudiantuelo que no deje de encontrarlo en error y que no quiera aleccionarle, apoyándose en el progreso de las ciencias naturales.

Cuando leemos en Bouchot los milagros realizados por las reliquias de san Hilario, podemos negarlos; el crédito qué merece el escritor no es suficiente para alejar de nosotros la licencia de contradecirlo; pero negar redondamente todos los hechos análogos me parece singular descaro. Testifica el gran san Agustín haber visto en Milán que un niño recobró la vista por el contacto de las reliquias de san Gervasio y san Protasio; que una mujer en Cartago fue curada de un cáncer por medio de la señal de la cruz que le hizo otra mujer recientemente bautizada; Hesperio, discípulo san Agustín, expulsó los espíritus que infestaban su casa con una poca tierra del sepulcro de nuestro Señor; y añade que la misma tierra transportada luego a la iglesia, curó repentinamente a un paralítico; una mujer que hallándose en la procesión tocó el relicario de san Esteban con un ramo de flores, se frotó después con ellas los ojos y recobró la vista que había perdido hacía mucho tiempo; y el mismo santo relata otros varios milagros que dice haber presenciado. ¿Qué acusación le lanzaremos, como tampoco a los dos santos obispos Aurelio y Maximino, que presenta en apoyo de sus asertos? ¿Le acusaremos de ignorancia, simplicidad y facilidad en el creer? ¿o de malicia e impostura? ¿Hay algún hombre en nuestro siglo de presunción tanta, que crea resistir el parangón con aquellos varones, ni en virtud, ni en piedad, ni en saber, como tampoco en juicio ni inteligencia? qui ut rationem nullam afferrent, ipsa auctoritate me frangerent[244].

Es la de que hablo osadía peligrosa y que acarrea consecuencias graves, a más de la absurda temeridad que supone el burlarnos de aquello que no concebimos; pues luego que con arreglo a la medida de nuestro entendimiento dejamos establecidos y sentados los límites de la verdad y el error, necesariamente tenemos que creer en cosas en las cuales hay mayor inverosimilitud que en las que hemos desechado por inciertas, y que para proceder con recto criterio debiéramos desechar también. En conclusión, lo que me parece acarrear tanto desorden en nuestras conciencias, en estos trastornos de guerras de religión, es la licencia con que los católicos interpretan los misterios de la fe. Paréceles desempeñar un papel moderador y ejercer oficio de entendidos cuando abandonan a sus adversarios algunos artículos de los que se debaten; mas sobre no ver la ventaja que acompaña al que acomete cuando el acometido se echa atrás y pierde terreno, y cómo esto le anima a seguir él combate, aquellos artículos que nuestros adversarios eligen como menos importantes, suelen a veces ser los más esenciales. Una de dos cosas precisa: o someterse en absoluto a la autoridad eclesiástica, o abandonarla por completo. No reside en nosotros la facultad de establecer en qué la debemos obediencia. Este principio puedo yo sentarlo mejor que ningún otro por haber antaño puesto en práctica cierta libertad en la elección y escogitación particular de lo que ordena nuestra iglesia y tenido por débiles ciertos principios de su observancia, que simulan tener un aspecto más pueril o extraño; pero habiendo luego comunicado aquellas miras a hombres competentes, he visto que estas cosas tienen un fundamento macizo y muy sólido, y que sólo por simpleza e ignorancia las recibimos con menor reverencia que las demás. ¡Qué no recordemos la constante contradicción de nuestro juicio! ¡Cuántas cosas teníamos ayer por artículo de fe que consideramos hoy como fábulas! La curiosidad y la vanagloria son el azote de nuestra alma; la primera nos impulsa a meter las narices por todas partes, y la segunda nos impide dejar nada irresuelto e indeciso.

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