Capítulo VII Que la intención juzga nuestras acciones

Dícese que la muerte nos libra de todos nuestros compromisos. Yo sé de algunos que han interpretado este principio de diverso modo. Enrique VII, rey de Inglaterra, convino con don Felipe, hijo del emperador Maximiliano, o, para designarle de una manera más honrosa, padre del emperador Carlos V, en que le hiciera entrega del duque de Suffol de la Rosa blanca, su enemigo, que había huido y buscado asilo en los Países Bajos, con la condición de que no atentaría contra la vida de dicho duque; sin embargo, a la hora de morir ordenó a su hijo en el testamento que diera muerte a Suffol en cuanto él hubiera exhalado el último suspiro. Poco ha, en esa tragedia de los condes de Horn y Hegmond que el duque de Alba nos hizo ver en Bruselas, hubo toda suerte de acontecimientos notables. El conde de Hegmond, bajo cuya fe y seguridad su compañero se entregó al duque, rogó con grande insistencia que se le hiciera morir el primero a fin de pagar con su vida la del conde de Horn. La muerte no descargó al primero de la fe prometida, y el segundo pudo estar libre sin sucumbir. No podemos mantenernos más allá de nuestras fuerzas ni de nuestros medios; por esto, y porque nuestros esfuerzos y ejecuciones no residen en modo alguno en nuestro poder, no hay nada tan real en nuestro albedrío como la voluntad; en ella se fundan y establecen por necesidad todas las reglas del deber del hombre. Así, el conde de Hegmond que tenía su alma y voluntad sujetas a su promesa, bien que la facultad de efectuarla no estuviera en su mano, quedaba sin duda libre de su deber, aun cuando hubiese sobrevivido al conde de Horn. Pero el rey de Inglaterra, faltando a la palabra dada por designio, no puede encontrar excusa por haber dejado para después de la muerte, la ejecución de su deslealtad; como tampoco el arquitecto de que nos habla Heródoto, el cual guardó lealmente durante toda su vida el secreto del lugar en que se encontraban los tesoros del rey de Egipto, su señor, y al morir lo descubrió a sus hijos.

He visto algunos hombres que en vida retuvieron a sabiendas intereses ajenos, disponerse a entregarlos por su testamento, después de su muerte. Con semejante proceder nada hacen de eficaz, ni al aplazar cosa tan urgente, ni al pretender borrar falta tan grave mediante sacrificio tan escaso. Este debe ser mayor cuanto que pagan a regañadientes; su satisfacción debe ser más justa y meritoria: la penitencia exige el sacrificio. Todavía son más dignos de reprensión los que guardan la declaración de alguna odiosa voluntad hacia el prójimo para sus últimos instantes, habiéndola ocultado toda su vida; dan estos muestra de estimar en poco su propio honor, irritando al ofendido contra su memoria, y menos todavía su conciencia, no habiendo sabido hacer extinguir su odio por el respeto de la muerte misma, y llevándolo hasta más allá del sepulcro. Jueces injustos que juzgan cuando carecen ya de conocimiento de causa. Yo me guardaré, si puedo, de que mi muerte diga nada que mi vida no haya sostenido y abiertamente declarado.

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