Capítulo XI

De los cojos

Hace dos o tres años que se acorta en diez días el año en Francia. ¡Cuántos cambios seguirán a esta reforma! Esto ha sido, en verdad, remover el cielo y la tierra juntamente. Sin embargo, nada se mueve de su lugar; para mis vecinos es la misma la hora de la siembra y la de la cosecha; el momento oportuno de sus negocios, los días aciagos y propicios, encuéntranlos en el mismo lugar donde los hallaron en todo tiempo: ni el error se echaba de ver en nuestros usos, ni la enmienda tampoco se descubre. ¡A tal punto nuestra incertidumbre lo envuelve todo, y tanto nuestra percepción es grosera, obscura y obtusa! Dicen que este ordenamiento podía arreglarse de una manera menos dificultosa, sustrayendo, a imitación de Augusto, durante algunos años, un día de los bisiestos, el cual, así como así, viene a ser cosa de obstáculo y trastorno, hasta que se hubiera llegado a satisfacer exactamente esa deuda, lo cual ni siquiera se hace con la corrección gregoriana, pues permanecemos aún atrasados en algunos días. Si por un medio semejante se pudiera proveer a lo porvenir ordenando que al cabo de la revolución de tal número de años aquel día extraordinario fuese siempre suprimido, con ello nuestro error no podría exceder en adelante de veinticuatro horas. No tenemos otra cuenta del tiempo si no es los años; ¡hace tantos siglos que el mundo los emplea! y, sin embargo, todavía no hemos acabado de fijarla, de tal suerte que dudamos a diario de la forma que las demás naciones diversamente los dieron y cuál en ellas era su uso. ¿Y qué pensar de lo que algunos opinan sobre que los cielos se comprimen hacia nosotros envejeciendo, lanzándonos en la incertidumbre hasta de horas, días y meses? Es lo que Plutarco dice, que todavía en su época la astrología no había acertado a determinar los movimientos de la luna. ¡Nuestra situación es linda para tener registro de las cosas pasadas!

Pensando en lo precedente fantaseaba yo, como de ordinario acostumbro, cuánto la humana razón es un instrumento libre y vago. Comúnmente veo que los hombres, en los hechos que se les proponen, se entretienen de mejor grado en buscar la razón que la verdad. Pasan por cima de aquello que se presupone, pero examinan curiosamente las consecuencias: dejan las cosas, y corren a las causas. ¡Graciosos charlatanes! El conocimiento de las causas toca solamente a quien gobierna las cosas, no a nosotros, que no hacemos sino experimentarlas, y que disponemos de su uso perfectamente cabal y cumplido, conforme a nuestras necesidades, sin penetrar su origen y esencia; ni siquiera el vino es más grato a quien conoce de él los principios primeros. Por el contrario, así el cuerpo como el espíritu interrumpen y alteran el derecho que les asiste al empleo del mundo y de sí mismos, cuando a ello añaden la idea de ciencia: los efectos nos incumben, pero los medios en modo alguno. El determinar y distribuir pertenecen a quien gobierna y regenta, como el aceptar ambas cosas a la sujeción y aprendizaje. Vengamos a nuestra costumbre. Ordinariamente así comienzan: «¿Cómo aconteció esto?» «¿Aconteció?» habría que decir simplemente. Nuestra razón es capaz de engendrar cien otros mundos descubriendo, al par de ellos, sus fundamentos y contextura. No la precisan materiales ni base: dejadla correr, y lo mismo edificará sobre el vacío que en el lleno, así de la nada como de cal y canto:

Dare pondus idonea fomo.[1382]

En casi todas las cosas reconozco que precisaría decir: «Nada hay de lo que se cree»; y repetiría con frecuencia tal respuesta, pero no me atrevo, porque gritan que el hablar así es una derrota que reconoce por causa la debilidad de espíritu y la ignorancia, y ordinariamente he menester hacer el payaso ante la sociedad tratando de cosas y cuentos frívolos en que nada creo rotundamente. A más de esto, es algo rudo y ocasionado a pendencias el negar en redondo la enunciación de un hecho, y pocas gentes dejan principalmente en las cosas difíciles de creer, de afirmar que las vieron o de alegar testimonios cuya autoridad detiene nuestra contradicción. Siguiendo esta costumbre conocemos los medios y fundamentamos de mil cosas que jamás acontecieron, y el mundo anda a la greña por mil cuestiones, de las cuales son falsos el pro y el contra. Ita finitima sunt falsa veris... ut in praecipitem locum non debeat se sapiens committere.[1383]

La verdad y la mentira muestran aspectos que se conforman; el porte, el gusto y el aspecto de una y otra, son idénticos: mirámoslas con los mismos ojos. Creo yo que no solamente somos débiles para defendernos del engaño, sino que además le buscamos convidándole para aferrarnos en él: gustamos embrollarnos en la futilidad como cosa en armonía con nuestro ser.

En mi tiempo he visto el nacimiento de algunos milagros, y aun cuando al engendrarse ahogasen no por ello dejamos de prever la marcha que hubieran seguido si hubiesen vivido su edad, pues no hay más que dar con el cabo del hilo para confabular hasta el hartazgo; y hay mayor distancia de la nada a la cosa más pequeña del universo, que de ésta a la más grande. Ahora bien, los primeramente abrevados en este principio de singularidad, viniendo a esparcir su historia, echan de ver por las oposiciones que se les hacen, el lugar dolido radica la dificultad de la persuasión, y van tapándolo con materiales falsos; a más de que: insita hominibus libidine alendi de industria rumores[1384], nosotros consideramos como caso de conciencia el devolver lo que se nos prestó con algún aditamento de nuestra cosecha. El error particular edifica primeramente el error público, y éste a su vez fabrica el particular. Así van todas las cosas de este edificio elaborándose y formándose de mano en mano, de manera que el más apartado testimonio se encuentra mejor instruido que el más cercano, y el último informado, mejor persuadido que el primero. Todo lo cual es mi progreso natural, pues quien cree alguna cosa, estima obra caritativa hacer que otro la preste crédito, y para así obrar nada teme en añadir de su propia invención cuanto necesita su cuento para suplir a la resistencia y defecto que cree hallar en la concepción ajena. Yo mismo, que hago del mentir un caso de conciencia, y que no me cuido gran cosa de dar crédito y autoridad a lo que digo, advierto, sin embargo, en las cosas de que hablo, que hallándome excitado por la resistencia, de otro o por el calor propio de mi narración, engordo e inflo mi asunto con la voz, los movimientos, el vigor y la fuerza de las palabras, y aun cuando sea por extensión y amplificación, no deja de padecer algo la verdad ingenua, pero, sin embargo, yo así obro a la condición de que ante el primero que me lleva al buen camino, preguntándome la verdad cruda y desnuda, súbito abandono mi esfuerzo y se la doy sin exageración, sin énfasis ni rellenos. La palabra ingenua y abierta, como es la mía ordinaria, se lanza fácilmente a la hipérbole. A nada están los hombres mejor dispuestos que a abrir paso a sus opiniones, y cuando para ello el medio ordinario nos falta, empleamos nuestro mando, la fuerza, el hierro y el fuego. Desdichado es que la mejor piedra de toque de la verdad sea la multitud de creyentes, en medio de una confusión en que los locos sobrepujan con tanto a los cuerdos en número. Quasi vero quidquam sit tam valde, quam nihil sapere, vulgare.[1385] Sanitatis patrocinium est, insanientium turba.[1386] Cosa peliaguda es el asentar su juicio frente a las opiniones comunes: la persuasión primera, sacada del objeto mismo, se apodera de los sencillos, de los cuales se extiende a los más hábiles, por virtud de la autoridad del número y de la antigüedad de los testimonios. En cuanto a mí, por lo mismo que no creeré a uno, tampoco creeré a ciento, y no juzgo de las opiniones por el número de años que cuentan.

Poco ha que uno de nuestros príncipes, en quien la gota había aniquilado un hermoso natural y un templo alegre, se dejó tan fuertemente persuadir con lo que le contaron de las operaciones maravillosas que ejecutaba un sacerdote, el cual por medio de palabras y gestos sanaba todas las enfermedades, que hizo un largo viaje para dar con él, y hallándole adormeció sus piernas durante algunas horas, por virtud de la fuerza de su propia fantasía, de tal suerte que en el instante no le fue mal. Si el acaso hubiese dejado amontonar cinco o seis ocurrencias semejantes habrían éstas bastado para considerar la cosa como puro milagro de la naturaleza. Después se vio tanta sencillez y tan poco arte en la arquitectura de tales obras, que se juzgó al eclesiástico indigno de todo castigo: lo propio experimentaría en la mayor parte de las cosas de este orden quien las examinara en su yacimiento. Miramur ex intervallo fallentia[1387]: así nuestra vista representa de lejos extrañas imágenes que se desvanecen al acercarnos: numquam ad liquidum fama perducitur[1388].

¡Maravilla es de cuán fútiles comenzamientos y frívolas causas nacen ordinariamente tan famosas leyendas! Esta misma circunstancia imposibilita la información, pues mientras se buscan razones y fines sólidos y resistentes, dignos de una tan grande nombradía, se pierden de vista las verdaderas, las cuales escapan a nuestras miradas por su insignificancia. Y a la verdad se ha menester en tales mientes un muy prudente, atento y sutil inquiridor, indiferente y en absoluto despreocupado. Hasta los momentos actuales, todos estos milagros y acontecimientos singulares se ocultan ante mis ojos. En el mundo no he visto monstruo ni portento más expreso que yo mismo: nos acostumbramos por hábito a todo lo extraño, con el concurso del tiempo; pero cuanto más me frecuento y reconozco, más mi deformidad me pasma y menos yo mismo me comprendo.

La causa primordial que preside al engendro y adelantamiento de accidentes tales, está al acaso reservada. Pasando anteayer por un lugar, a dos leguas de mi casa, encontré la plaza caliente todavía a causa de un milagro cuya farsa acababa de descubrirse, por el cual el vecindario había estado inquieto varios meses: ya las comarcas vecinas empezaban a conmoverse y de todas partes a correr en nutridos grupos de todas suertes al teatro del suceso. Un mozo del pueblo se había divertido simulando de noche en su casa la voz de un espíritu, sin otras miras que gozar de una broma pasajera, pero habiéndole esto producido algo mejor efecto del que esperaba, a fin de complicar más la farsa, asoció a ella una aldeana completamente estúpida y tonta, reuniéndose, por fin, tres personas de la misma edad y capacidad análoga, y trocándose la cosa de privada en pública. Ocultáronse bajo el altar de la iglesia, hablaron sólo por la noche y prohibieron que se llevaran luces: de palabras que tendían a la conversión de los pecadores y a las amenazas del juicio final (pues éstas son cosas bajo cuya autoridad la impostura se guarece con facilidad mayor) fueron a dar en algunas visiones y movimientos tan necios y ridículos, que apenas si hay nada tan infantil en los juegos de niños. Mas de todas suertes, si el acaso hubiera prestado algún tanto su favor a la ocurrencia, ¡quién sabe las proporciones que hubiera alcanzado la mojiganga! Estos pobres diablos están ahora a buen recaudo: cargarán, sin duda, con la torpeza común y no sé si algún juez se vengará sobre ellos de la suya propia. El portento éste se ve con toda claridad, porque fue descubierto, pero en muchas cosas de índole parecida, que exceden nuestro conocimiento, soy de entender que suspendamos nuestro juicio, lo mismo en el aprobar que en el rechazar.

En el mundo se engendran muchos abusos, o para hablar con resolución mayor, todos los abusos del mundo nacen de que se nos enseña a temer el hacer de nuestra ignorancia profesión expresa. Así nos vemos obligados a acoger cuanto no podemos refutar, hablando de todas las cosas por preceptos y de manera resolutiva. La costumbre romana obligaba que aun aquello mismo que un testigo declaraba por haberlo visto con sus propios ojos, y lo que un juez ordenaba, inspirado por su ciencia más certera, fuese concebido en estos términos: «Me parece.» Se me hace odiar las cosas verosímiles cuando me las presentan como infalibles: gusto de estas palabras, que ablandan y moderan la temeridad de nuestras proposiciones: «Acaso, En algún modo, Alguno, Se dice, Yo pienso», y otras semejantes; y si yo hubiera tenido que educar criaturas, las habría de tal modo metido en la boca esta manera de responder, investigadora, y no resolutiva: «¿Qué quiere decir? No lo entiendo, Podría ser, ¿Es cierto?» que hubieran más bien guardado la apariencia de aprendices a los sesenta años que no el representar el papel de doctores a los diez, como acostumbran. Quien de ignorancia quiere curarse, es preciso que la confiese.

Iris es hija de Thaumas: la admiración es el fundamento de toda filosofía, la investigación, el progreso, la ignorancia, el fin. Y hasta existe alguna ignorancia sólida y generosa que nada debe en honor ni en vigor a la ciencia, la cual, para ser concebida, no exige menos ciencia que para penetrar la ciencia misma. Yo vi en mi infancia un proceso que Coras (magistrado tolosano) hizo imprimir, de una naturaleza bien rara: tratábase de dos hombres que se presentaban uno por otro. Recuerdo del caso solamente, y no me acuerdo más que de esto, que aquel auxiliar de la justicia convirtió la impostura del que consideró culpable en tan enorme delito, y excediendo de tan lejos nuestro conocimiento y el suyo propio que era juez, que encontré temeridad singular en la sentencia que condenaba a la horca a uno de los reos. Admitamos alguna fórmula jurídica que diga: «El tribunal no entiende jota en el asunto», con libertad e ingenuidad mayores de las que usaron los areopagitas, quienes hallándose en grave aprieto con motivo de una causa que no podían desentrañar, ordenaron que las volvieran pasados cien años.

Las brujas de mi vecindad corren riesgo de su vida, a causa del testimonio de cada nuevo intérprete que viene a dar cuerpo a sus soñaciones. Para acomodar los ejemplos que la divina palabra nos ofrece en tales cosas (ejemplos ciertísimos e irrefutables), y relacionarlos con nuestros, acontecimientos modernos, puesto que nosotros no vemos de ellos ni las causas ni los medios, precisa otro espíritu distinto del nuestro: acaso exclusivamente pertenece sólo a ese poderosísimo testimonio el decirnos: «Esto y aquello son milagro, y no esto otro.» Dios debe ser creído; razón cabal es que lo sea, mas no cualquiera de entre nosotros que se pasma con su propia relación (y nada más natural si no está loco), ya relate ajenas cosas o portentos propios. Mi contextura es pesada y se atiene un poco a lo macizo y verosímil, esquivando las censuras antiguas: Majorem fidem homines adhibent iis, quae non intelligunt. -Cupidine humani ingenii, libentius obscura creduntur.[1389] Bien veo que la gente se encoleriza, y que se me impide dudar bajo la pena de injurias execrables; ¡novísima manera de persuadir! Gracias a Dios, mi crédito no se maneja a puñetazos. Que se irriten contra los que acusan de falsedad sus opiniones, yo no los achaco sino la dificultad y lo temerario, y condeno la afirmación opuesta igualmente como ellos, si no tan imperiosamente. Quien asienta sus opiniones a lo matón e imperiosamente, de sobra deja ver que sus razones son débiles. Cuando se trata de un altercado verbal y escolástico, muestren igual apariencia que sus contradictores: videantur sane non affirmentur modo[1390]; mas en la consecuencia efectiva que deducen, estos últimos llevan la ventaja. Para matar a las gentes precisa una claridad luminosa y nítida, y nuestra vida es cosa demasiado real y esencial para salir fiadora de esos accidentes sobrenaturales y fantásticos.

En cuanto a las drogas y venenos, los dejo a un lado, por ser puros homicidios de la índole más detestable. Sin embargo, aun en esto mismo dicen que no hay que detenerse siempre en la propia confesión de estas gentes, pues a veces se vio que algunos se acusaron de haber muerto a personas que luego se encontraban vivas y rozagantes. En esas otras extravagancias, diría yo de buena gana que es ya suficiente el que un hombre, por recomendaciones que le adornen sea creído en aquello puramente humano: en lo que se aparta de su concepción, en lo que es de índole sobrenatural, debe solamente otorgársele crédito cuando una aprobación sobrenatural también lo revistió de autoridad. Este privilegio, que plugo a Dios conceder a algunos de nuestros testimonios no debe ser envilecido ni a la ligera comunicado. Aturdidos están mis oídos con patrañas como ésta: «Tres le vieron en tal día en levante. Tres le vieron al siguiente día en occidente, a tal hora, en tal lugar, así vestido.» En verdad digo que ni a mí mismo me creería. ¡Cuánto más natural y verosímil encuentro yo el que dos hombres mientan que no el que un mismo hombre, en el espacio de doce horas, corra con los vientos de oriente a occidente; cuánto más sencillo que nuestro magín sea sacado de quicio por la volubilidad de nuestro espíritu destornillado, que el que cualquiera de nosotros escape volando, caballero en una escoba, por cima de la chimenea de su casa, en carne y hueso, impulsado por un extraño espíritu! No busquemos fantasmagorías exteriores y desconocidas, nosotros que estamos perpetuamente agitados por ilusiones domésticas y peculiares. Paréceme que se es perdonable descreyendo una maravilla, al menos cuando es dable rechazarla con razones no maravillosas, y con san Agustín entiendo «que vale más inclinarse a la duda que a la certeza en las cosas de difícil prueba, y cuya creencia es nociva».

Hace algunos años visité las tierras de un príncipe soberano, quien por serme grato y al par por acabar con mi incredulidad, me concedió la gracia de mostrarme en su presencia, en lugar reservado, diez o doce prisioneros de esta clase; entre ellos había una vieja bruja, en grado superlativo fea y deforme, famosísima de muy antiguo en esta profesión. Vi de cerca las pruebas, libres confesiones y no saqué marca insensible en el cuerpo de esta pobre anciana; me informé y hablé a mi gusto con la más sana atención de que fui capaz (y no soy hombre, que deje agarrotar mi juicio por preocupación alguna); pues bien, en fin de cuentas y con toda conciencia, hubiera yo ordenado el elaboro mejor que la cicuta a todas aquellas gentes: captisque res magis mentibus, quam consceleratis, similis visa1391; la justicia cuenta con remedios apropiados para enfermedades tales. En cuanto a las oposiciones y argumentos que algunos hombres cumplidos me hicieran en aquel mismo lugar y en otros, ninguno oí que me sujetara y que no tuviera solución siempre más verosímil que las conclusiones presentadas. Bien es verdad que las pruebas y razonamientos fundados en la experiencia y en los hechos, en modo alguno los desato; como éstos no tienen fin los corto a veces, como Alejandro su nudo. Después de todo es poner sus conjeturas muy altas el cocer a un hombre vivo.

Refiérense ejemplos varios, entre otros el de Prestancio de su padre, el cual, amodorrado más pesadamente que con el sueño perfecto, creyó haberse convertido en yegua y servir de acémila a unos soldados; y, en efecto, lo que fantaseaba sucedía. Si los brujos sueñan así cabales realidades, si los sueños pueden a veces trocarse en cosa tangible, creo yo que nuestra voluntad para nada tendría que habérselas con la justicia. Esto que digo, entiéndase como emanado de un hombre que ni es juez ni consejero de reyes, y que, con muelle, se cree indigno de tales cargos, sino de persona del montón, nacida y consagrada a la obediencia de la razón pública, en hechos y en sus dichos. Quien tomara en cuenta mis ensueños en perjuicio de la más raquítica ordenanza de villorrio, o bien contra sus opiniones y costumbres, se inferiría grave daño y a mí juntamente; pues en todo cuanto digo no sustento otra certeza que la que se albergaba en mi pensamiento cuando lo escribí; tumultuario y vacilante pensamiento. Yo hablo de todo a manera de plática, y de nada en forma de consejo; nec me pudet, ut istos, fateri nescire quod nesciam1392: no sería tan grande mi arrojo al hablar si tuviera derecho a ser creído; y así respondí a un caballero que se quejaba de la rudeza y contención de mis razones. Viéndoos convencidos y preparados hacia un partido, os propongo el otro con todo el cuidado que puedo para aclarar vuestro juicio, no para obligarle. Dios que retiene vuestros ánimos os procurará medio de escoger. No soy tan presuntuoso para creerme ni siquiera capaz de desear que mis opiniones ocasionaran cosa de tal magnitud: mi fortuna no las enderezó a conclusiones tan elevadas y poderosas. Verdaderamente, no sólo mis complexiones son numerosas, sino que mis pareceres lo son también, de los cuales haría que mi hijo repugnara, si le tuviera. ¿Y qué decir, además, si los más verdaderos no son siempre los más ventajosos para el hombre? ¡tan salvaje es su naturaleza!

A propósito, o fuera de propósito, poco importa: dícese en Italia, como común proverbio, que desconoce a Venus en su dulzura perfecta, quien no se acostó con una coja. La casualidad, o alguna circunstancia particular, pusieron hace largo tiempo esas palabras en boca del pueblo, y se aplican lo mismo a los machos que a las hembras, pues la reina de las amazonas contestó al escita que la invitaba al amor:  [1393], «el cojo lo hace mejor». En esta república femenina, para escapar a la dominación de los varones, las mujeres los inutilizaban desde la infancia brazos y piernas y otros miembros que los procuraban ventaja sobre ellas, y empleaban a los machos en lo que empleamos a las hembras por acá. Hubiera yo supuesto que el movimiento desconcertado de la coja, proveía de algún nuevo placer a la tarea, y de alguna punzante dulzura a los que lo experimentan, pero acaban de decirme que la propia filosofía antigua decidió de la causa: las piernas y los muslos de las cojas, como no reciben, a causa de su imperfección, el alimento que les es debido, acontece que las partes genitales, que están por cima, se ven más llenas, nutridas y vigorosas; o bien que el defecto de la cojera, imposibilitando el ejercicio a los que la padecen, disipa menos sus fuerzas, las cuales llegan así más enteras a los juegos de Venus: precisamente la razón misma por donde los griegos desacreditaban a las tejedoras, diciendo que eran más ardorosas que las demás mujeres, a causa del oficio sedentario que ejercían, sin que dieran movimiento al cuerpo. ¿Y de dónde no podemos sacar razones que valgan tanto como las enunciadas? Por ejemplo, podría yo también decir que el zarandeo que su trabajo les imprime, así sentadas, las despierta y solicita, como a las damas el vaivén y temblequeteo de sus carrozas.

¿No justifican estos ejemplos lo que dije al comienzo de este capítulo, o sea que nuestras razones anticipan los efectos y que los límites de su jurisdicción son tan infinitos, que juzgan y se ejercen en la nada misma y en el no ser? A más de la flexibilidad de nuestra inventiva para forjar argumentos a toda suerte de soñaciones, nuestra fantasía es igualmente fácil en el recibir impresiones de las cosas falsas, merced a las apariencias más frívolas, pues por la sola autoridad del uso antiguo y público de aquel decir, antaño llegué yo a creer recibir placer mayor de una dama porque no andaba como las demás, e incluí esta imperfección en el número de sus gracias.

En la comparación que Torcuato Tasso establece entre Francia e Italia, dice haber advertido que nosotros tenemos las piernas más largas y delgadas que los caballeros italianos, y de ello atribuye la causa a nuestra costumbre de ir continuamente a caballo, que es precisamente la misma razón que Suetonio alega para deducir una conclusión contraria, pues dice que las de Germánico habían engordado por el mismo constante ejercicio. Nada hay tan flexible ni errático como nuestro entendimiento: es el coturno de Theramenes, adecuado a toda suerte de pies: es doble y diverso, lo mismo que los objetos en que se ejercita. «Dame una dragma de plata», decía un filósofo cínico a Antígono. «No es presente digno de un rey», respondió este. «Pues dame un talento.- Ese no es presente digno de un cínico», repuso.

Seu plures calor ille vias et caeca relaxat

spiramenta, novas veniat qua succus in herbas;

seu durat magis, et venas adstringit hiantes;

ne tenues pluviae, rapidive potentia solis

acrior, aut Boreae penetrabile frigus adurat.[1394]

Ogni medaglia ha il suo riverso.[1395] He aquí por qué Clitómaco decía en lo antiguo, que Carneades había soprepujado los trabajos de Hércules, como hubiera arrancado de los hombres el consentimiento, es decir, la idea y temeridad del juzgar. Esta tan vigorosa fantasía de Carneades nació a mi ver en aquellos siglos de la insolencia de los que hacen profesión de saber, y de su audacia desmesurada. Pusieron en venta a Esopo juntamente con otros dos esclavos: el comprador se informó de uno de ellos sobre lo que sabía hacer, y éste dijo que lo sabía hacer todo; que era maestro de esto y lo otro, respondiendo portentos y maravillas: el segundo habló por igual tenor, o se infló más todavía, y cuando llegó para Esopo el momento de contestar sobre su ciencia: «Nada sé hacer, dijo, pues éstos lo abarcaron todo.» Aconteció lo propio en la escuela de la filosofía: la altivez de los que atribuyen al espíritu humano la capacidad de todas las cosas suscitó en otros, por despecho y emulación, la idea de que no es capaz de ninguna: los unos ocupan en la ignorancia la misma extremidad que los otros en la ciencia, a fin de que no pueda negarse que el hombre no es en todo inmoderado, y que para él no hay más sujeción posible que la necesidad e impotencia de pasar adelante.

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