Capítulo XIII

De la experiencia

Ningún deseo más natural que el deseo de conocer. Todos los medios que a él pueden conducirnos los ensayamos, y, cuando la razón nos falta, echamos mano de la experiencia,

Por varios usus artem experientia fecit,

exemplo monstrante viam[1435],

que es un medio mucho más débil y más vil; pero la verdad es cosa tan grande que no debemos desdeñar ninguna senda que a ella nos conduzca. Tantas formas adopta la razón que no sabemos a cual atenernos: no muestra menos la experiencia; la consecuencia que pretendemos sacar con la comparación de los acontecimientos es insegura, puesto que son siempre de semejantes. Ninguna cualidad hay tan universal en esta imagen de las cosas como la diversidad y variedad. Y los griegos, los latinos y también nosotros, para emplear el más expreso ejemplo de semejanza nos servimos del de los huevos: sin embargo, hombres hubo, señaladamente uno en Delfos, que reconocía marcas diferenciales entre ellos, de tal suerte que jamás tomaba uno por otro; y, como tuviera unas cuantas gallinas sabía discurrir de cuál era el huevo de que se tratara. La disimilitud se ingiere por sí misma en nuestras obras; ningún arte puede llegar a la semejanza; ni Perrozet[1436] ni ningún otro pueden tan cuidadosamente pulimentar y blanquear el anverso de sus cartas que algunos jugadores no las distingan tan sólo al verlas escurrirse en las manos ajenas. La semejanza es siempre menos perfecta que la diferencia. Diríase que la naturaleza se impuso al crear el no repetir sus obras, haciéndolas siempre distintas.

Apenas me place, sin embargo, la opinión de aquel que pensaba por medio de la multiplicidad de las leyes sujetar la autoridad de los jueces cortándoles en trozos la tarea; no echan de ver los que tal suponen que hay tanta libertad y amplitud en la interpretación de aquéllas como en su hechura; y están muy lejos de la seriedad los que creen calmar y detener nuestros debates llevándonos a la expresa palabra de la Biblia; tanto más cuanto que nuestro espíritu no encuentra el campo menos espacioso al fiscalizar el sentido ajeno que al representar el suyo propio; y cual si no hubiera menos animosidad y rudeza al glosar que al inventar. Quien aquello sentaba vemos nosotros claramente cuánto se equivocaba, pues en Francia tenemos más leyes que en todo el resto del universo mundo, y más de las que serían necesarias para gobernar todos los mundos que ideó Epicuro; ut olim flagitiis, sic nunc legibus laboramus[1437]. Y sin embargo, dejamos tanto que opinar y decidir al albedrío de nuestros jueces, que jamás se vio libertad tan poderosa ni tan licenciosa. ¿Qué salieron ganando nuestros legisladores con elegir cien mil cosas particulares y acomodar a ellas otras tantas leyes? Este número no guarda proporción ninguna con la infinita diversidad de las acciones humanas, y la multiplicación de nuestras invenciones no alcanzará nunca la variación de los ejemplos; añádase a éstos cien mil más distintos, y sin embargo no sucederá que en los acontecimientos venideros se encuentre ninguno (con todo ese gran número de millares de sucesos escogidos y registrados) con el cual se puede juntar y aparejar tan exactamente que no quede alguna circunstancia y diversidad, la cual requiera distinta interpretación de juicio. Escasa es la relación que guardan nuestras acciones, las cuales se mantienen en mutación perpetua con las leyes, fijas y móviles: las más deseables son las más raras, sencillas y generales: y aún me atrevería a decir que sería preferible no tener ninguna que poseerlas en número tan abundante como las tenemos.

Naturaleza, las procura siempre más dichosas que las que nosotros elaboramos, como acreditan la pintura de 1a edad dorada de los poetas y el estado en que vemos vivir a los pueblos que no disponen si no es de las naturales. Gentes son éstas que en punto a juicio emplean en sus causas al primer pasajero que viaja a lo largo de sus montañas, y que eligen, el día del mercado, uno de entre ellos que en el acto decide todas sus querellas. ¿Qué daño habría en que los más prudentes resolvieran así las nuestras conforme a las ocurrencias y a la simple vista, sin necesidad de ejemplos ni consecuencias? Cada pie quiere su zapato. El rey Fernando, al enviar colonos a las Indias, ordenó sagazmente que entre ellos no se encontrara ningún escolar de jurisprudencia, temiendo que los procesos infestaran el nuevo mundo, como cosa por su naturaleza generadora de altercados y divisiones, y juzgando con Platón «que es para un país provisión detestable la de jurisconsultos y médicos».

¿Por qué nuestro común lenguaje, tan fácil para cualquiera otro uso, se convierte en obscuro o ininteligible en contratos y testamentos? ¿Por qué quien tan claramente se expresa, sea cual fuere lo que diga o escriba, no encuentra en términos jurídicos ninguna manera de exteriorizarse que no esté sujeta a duda y a contradicción? Es la causa que los maestros de este arte, aplicándose con particular atención a escoger palabras solemnes y a formar cláusulas artísticamente hilvanadas, pesaron tanto cada sílaba, desmenuzaron tan hondamente todas las junturas, que se enredaron y embrollaron en la infinidad de figuras y particiones, hasta el extremo de no poder dar con ninguna prescripción ni reglamento que sean de fácil inteligencia: confusum est, quidquid usque in pulverem sectum est[1438]. Quien vio a los muchachos intentando dividir en cierto número de porciones una masa de mercurio, habrá advertido que cuanto más la oprimen y amasan, ingeniándose en sujetarla a su voluntad, más irritan la libertad de ese generoso metal, que va huyendo ante sus dedos, menudeándose y desparramándose más allá de todo cálculo posible: lo propio ocurre con las cosas, pues subdividiendo sus sutilezas, enséñase a los hombres a que las dudas crezcan; se nos coloca en vías de extender y diversificar las dificultades, se las alarga y dispersa. Sembrando las cuestiones y recortándolas, hácense fructificar y cundir en el mundo la incertidumbre y las querellas, como la tierra se fertiliza cuanto más se desmenuza y profundamente se remueve. Difficultatem facit doctrina.[1439] Dudamos, con el testimonio de Ulpiano[1440], y todavía más con Bartolo y Baldo[1441]. Era preciso borrar la huella de esta diversidad innumerable de opiniones y no adornarse con ellas para quebrar la cabeza a la posteridad. No sé yo qué decir de todo esto, mas por experiencia se toca que tantas interpretaciones disipan la verdad y la despedazan. Aristóteles escribió para ser comprendido: si no pudo serlo, menos hará que penetren su doctrina otro hombre menos hábil, y un tercero menos que quien sus propias fantasías trata. Nosotros manipulamos la materia y la esparcimos desleyéndola; de un solo asunto hacemos mil, y recaemos, multiplicando y subdividiendo, en la infinidad de los átomos de Epicuro. Nunca hubo dos hombres que juzgaran de igual modo de la misma cosa; y es imposible ver dos opiniones exactamente iguales, no solamente en distintos hombres, sino en uno mismo a distintas horas. Ordinariamente encuentro qué dudar allí donde el comentario nada señaló; con facilidad mayor me caigo en terreno llano, como ciertos caballos que conozco, los cuales tropiezan más comúnmente en camino unido.

¿Quién no dirá que las glosas aumentan las dudas y la ignorancia, puesto que no se ve ningún libro humano ni divino, con el que el mundo se ataree, cuya interpretación acabe con la dificultad? El centésimo comentario se remite al que le sigue, que luego es más espinoso y escabroso que el primero. Cuando convenimos que un libro tiene bastantes, ¿nada hay ya que decir sobre él? Esto de que voy hablando se ve más patente en el pleiteo: otórgase autoridad legal a innumerables doctores y decretos, así como a otras tantas interpretaciones; ¿reconocemos, sin embargo, algún fin o necesidad de interpretar? ¿Se echa de ver con ello algún progreso y adelantamiento hacia la tranquilidad? ¿Nos precisan menos abogados y jueces que cuando este promontorio jurídico permanecía todavía en su primera infancia? Muy por el contrario, obscurecemos y enterramos la inteligencia del mismo; ya no lo descubrimos sino a merced de tantos muros y barreras. Desconocen los hombres la enfermedad natural de su espíritu, el cual sólo se ocupa en bromear y mendigar; va constantemente dando vueltas, edificando y atascándose en su tarea, como los gusanos de seda, para ahogarse; mus in pice[1442]: figúrase advertir de lejos no sé qué apariencia de claridad y de verdad imaginarias, pero mientras a ellas corro, son tantas las dificultades que se atraviesan en su camino, tantos los obstáculos y nuevas requisiciones, que éstos acaban por extraviarle y trastornarle. No de otro modo aconteció a los perros de Esopo, los cuales descubriendo en el mar algo que flotaba semejante a un cuerpo muerto, y no pudiendo acercarse a él, decidieron beber el agua para secar el paraje, y se ahogaron. Con lo cual concuerda lo que Crates decía de los escritos de Heráclito, o sea «que habrían menester un lector que fuera buen nadador», a fin de que la profundidad y el peso de su doctrina no lo tragaran y sofocaran. Sólo la debilidad individual es lo que hace que nos contentemos con lo que otros o nosotros mismos encontramos en este perseguimiento de la verdad; uno más diestro no se conformará, quedando siempre lugar para un tercero, igualmente que para nosotros mismos, y camino por donde quiera. Ningún fin hay en nuestros inquirimientos; el nuestro está en el otro mundo. El que un espíritu se satisfaga, es signo de cortedad o de cansancio. Ninguno que sea generoso se detiene en cuanto emplea su propio esfuerzo; pretendo siempre ir más allá, transponiendo sus fuerzas; posee vuelos que exceden, que sobrepujan los efectos: cuando no adelanta, ni se atormenta ni da en tierra, o no choca ni da vueltas, no es vivo sino a medias; sus perseguimientos carecen de término y de forma; su alimento se llama admiración, erradumbre, ambigüedad. Lo cual acreditaba de sobra Apolo hablándonos siempre con doble sentido, obscura y oblicuamente; no saciándonos, sino distrayéndonos y atareándonos. Es nuestro espíritu un movimiento irregular, perpetuo, sin modelo ni mira: sus invenciones se exaltan, se siguen y se engendran las unas a las otras:

Ainsi veoid on, en un ruisseau coulant,

sans fin l'une eau aprez l'altre roulant;

et tout le reng, d'un eternel conduict,

l'une suyt l'aultre, et l'une l'aultre fuyt.

par cetle cy celle la est poulsee,

et cette cy par l'aultre est devancee,

tousjours l'eau va dans l'eau; et tousjours est ce

mesme ruisseau, et tousjours eau diverse.[1443]

 

Da más quehacer interpretar las interpretaciones que dilucidar las cosas; y más libros se compusieron sobre los libros que sobre ningún otro asunto: no hacemos más que entreglosarnos unos a otros. El mundo hormiguea en comentadores; de autores hay gran carestía. El primordial y más famoso saber de nuestros siglos, ¿no consiste en acertar a entender a los sabios? ¿no es éste el fin común y último de todo estudio? Nuestras opiniones se injertan unas sobre otras; la primera sirve de sostén a la segunda, la segunda a la tercera; así, de grado en grado, vamos escalonándolas, por donde acontece que el que ascendió más alto frecuentemente atesora mayor honor que mérito, pues no ascendió sino en el espesor de un grano de mijo sobre los hombros del penúltimo.

¡Cuán frecuente, y torpemente quizás, amplifiqué yo mi libro hablando de él mismo! Torpemente, aun cuando no fuera más que por la sencilla razón que debiera moverme a acordarme de lo que digo de aquellos que hacen otro tanto, o sea: «que esas ojeadas tan frecuentes a su obra son testimonio de un corazón estremecido de puro amor; y hasta las asperezas del menosprecio con que la combaten, no son sino melindres y afectaciones enconados de un sentimiento maternal», según Aristóteles, para quien avalorarse y menospreciarse, nacen a veces de arrogancia semejante. La excusa que yo presento de «que debo disfrutar en aquello mismo libertad mayor que los demás, puesto que ex profeso escribo de mí y de mis escritos, como de mis demás acciones, y que mis argumentos se revelen contra mí mismo», ignoro si alguien la tomará en consideración para disculparme.

En Alemania he visto que Lutero ha dejado tantas divisiones y altercaciones sobre la interpretación de sus ideas, y más todavía de las que promovió sobre la Santa Escritura. Nuestro cuestionar es puramente verbal: yo pregunto, por ejemplo, lo que es Naturaleza, Voluptuosidad, Círculo y Sustitución; la cosa no depende sino de palabras, y con ellas se paga. Una piedra es un cuerpo: mas quien apurase siguiendo, «y cuerpo ¿qué es? - Sustancia.- ¿Y sustancia?», y así sucesivamente, acorralaría por fin al que respondiera en los confines de su calepino. Una palabra se cambia por otra, a veces más desconocida que la primera; conozco mejor lo que es Hombre, que no lo que es Animal, Mortal o Racional. Para aclarar una duda se me propinan tres; es la cabeza de la hidra. Sócrates preguntaba a Memnón: «¿Qué era virtud?» -Hay, decía Memnón, virtud de hombre y de mujer; de funcionario y de hombre privado, de niño y de anciano. -¡Buena es ésa! exclamó Sócrates, buscábamos una virtud y nos presentas un enjambre.» Comunicamos una cuestión, y se nos facilita una colmena. De la propia suerte que ningún acontecimiento ni ninguna forma se asemejan exactamente a otras, así ocurre que ninguna cosa difiere de otra por completo: ¡ingeniosa mezcolanza de la naturaleza! Si nuestras caras no fueran semejantes, no podría discernirse el hombre de la bestia; si no fueran desemejantes, tampoco se acertaría a distinguir, el hombre del hombre; todas las cosas se ligan mediante alguna similitud; todo ejemplo cojea, y la relación que por la experiencia se alcanza, es siempre floja e imperfecta. Júntanse de todos modos las comparaciones por algún cabo así también las leyes se adaptan a nuestros negocios a expensas de alguna interpretación apartada, obligada y oblicua.

Puesto que las leyes morales, cuya mira es el deber particular de cada uno en sí, son tan difíciles de establecer como por experiencia tocamos, no es maravilla que las que gobiernan el conjunto lo sean más aún. Considerad la índole de esta justicia que nos rige, la cual es un verdadero testimonio de la humana debilidad: tan grande es la contradicción y el error que alberga. Lo que nosotros creemos favor o rigor en la justicia, y reconocemos tanto que no sé si con el término medio se tropieza con igual frecuencia, no son sino partes enfermizas y miembros injustos del cuerpo mismo y esencia de ella. Unos campesinos acaban de advertirme apresuradamente que han dejado en un bosque de mi pertenencia a un hombre acribillado de heridas, que todavía respira, y que por piedad les ha pedido agua, y socorro para que le levantaran: ellos dicen que ni siquiera osaron acercarse a él, y han huido, temiendo que las gentes de justicia los atraparan, y que como ocurre cuando se encuentra a alguien junto a un muerto, los obligaran a dar cuenta del sucedido para la cabal ruina de todos, puesto que carecen de capacidad y dinero con que defender su inocencia. ¿Qué los hubiera yo repuesto? Es ciertísimo que ese deber de humanidad les hubiera colocado en un aprieto.

¿Cuántos inocentes no hemos descubierto que fueron castigados hasta sin culpa de los jueces, y cuántos más que no descubrimos? El hecho siguiente ocurrió en mi tiempo. Algunos fueron condenados a muerte por homicidio; la sentencia si no dictada fue al menos en principio acordada. Así las cosas, ocurre que los jueces son advertidos por los magistrados de mi tribunal subalterno vecino, de que guardar algunos prisioneros, quienes confiesan resueltamente el homicidio, llevando al proceso una claridad indudable. Delibérase si a pesar de ello, se debe interrumpir y diferir la ejecución de la sentencia emitida contra los primeros; considérase la novedad del ejemplo, y su consecuencia, para suspender los juicios; que la condena fue jurídicamente sentada, y los jueces de arrepentimiento exentos. En suma, aquellos pobres diablos, se sacrifican a las fórmulas de la justicia. Filipo (o algún otro) proveyó a un inconveniente parecido de la manera siguiente: había condenado a un hombre a pagar a otro recias multas, por virtud de un juicio bien determinado, y como la verdad se hallara algún tiempo después, viose que el juicio había sido injusto. De un lado estaba la razón de la causa, de otro la razón de las formas judiciales: el rey satisfizo en cierto modo a ambos, dejando la sentencia en su primitivo estado y recompensado con su bolsillo los perjuicios del lesionado. Pero este accidente era reparable; los individuos de que hablo fueron irreparablemente ahorcados. ¡Cuántas condenas he visto más criminales que el crimen mismo!

Esto trae a mi memoria aquellas opiniones antiguas: «Que es fuerza ejecutar males particulares a quien quiere obrar bien en conjunto; e injusticias en las cosas pequeñas a quien pretende hacer justicia en las grandes; que la justicia humana se formó o modeló con la medicina, según la cual, todo cuanto es útil, es al par justo y honrado: y me recuerda también lo que dicen los estoicos, o sea que la naturaleza misma procede contra la justicia en la mayor parte de sus obras; y lo que sientan los cirenaicos: que nada hay justo por sí mismo, y que las costumbres y las leyes son las que forman la justicia; y lo que afirman los teodorianos, quienes para el filósofo encuentran justo el latrocinio, el sacrilegio y toda suerte de lujuria, siempre y cuando que le sean provechosos.» La cosa es irremediable: yo me planto en el dicho de Alcibíades, y jamás me presentaré, en cuanto de mi dependa, ante ningún hombre que decida de mi cabeza, donde mi honor y mi vida penden del cuidado e industria de mi procurador, más que de mi inocencia. Arriesgaríame a semejante justicia quien considerara el bien obrar y también el malo; donde me cupiera tanta esperanza como temor: la indemnización no es recompensa suficiente para un hombre cuya conducta supera al no incurrir en falta. No nos muestra nuestra justicia más que una de sus manos, y ésta ni siquiera es la derecha: quien con ella se las ha, pierde seguramente.

En China, donde las leyes y las artes, sin mantener comercio ni tener conocimiento de las nuestras, sobrepujan nuestros ejemplos en muchas partes de excelencia, y cuya historia me enseña cuánto más amplio es el mundo y más diverso de lo que los antiguos y nosotros penetramos, los oficiales comisionados por el príncipe para estudiar la situación de sus provincias, de la propia suerte que castigan a los malversadores del erario, también remuneran con liberalidad cabal a los que se condujeron por cima de lo ordinario y excedieron el deber que su cargo los imponía: ante aquéllos se comparece no sólo para responder de la misión encomendada, sino para adquirir con ella, ni simplemente para ser remunerado, sino para ser gratificado. A Dios gracias, ningún juez hasta ahora me habló como tal, ni por negocio mío ni por el de un tercero, ni criminal ni civilmente: ninguna prisión me recibió, ni siquiera para por ella pasearme; la fantasía misma muéstrame ingrata la vista de tales recintos. Tan loco estoy de libertad, que si alguien me prohibiera el acceso de algún rincón de las Indias, viviría en algún modo contrariado; y mientras encontrara tierra o aire libres por otras partes, no me estancaría en lugar donde me fuera necesario ocultarme. Bien sabe Dios que yo soportaría mal la condición en que veo a tantas gentes, clavadas en un barrio de estos reinos, privadas de la entrada en las principales ciudades y cortes y de la frecuentación de los caminos públicos, por haber infringido las leyes. Si aquellas a quienes sirvo me amenazaran, siquiera fuera en lo que monta un grano de anís, partiría incontinenti en busca de otras, donde quiera que fuese. Toda mi insignificante prudencia en estas guerras civiles en que vivimos, encaminada va a que no interrumpan mi libertad de ir y venir.

Ahora bien, éstas se mantienen en crédito, no porque sean justas, sino porque son leyes, tal es la piedra de toque de su autoridad; de ninguna otra disponen que bien las sirva. A veces fueron tontos quienes las hicieron, y con mayor frecuencia gentes que en odio de la igualdad, despliegan falta de equidad; pero siempre fueron hombres, vanos autores o irresueltos. Nada hay tan grave, ni tan ampliamente sujeto a error como en leyes, en ellos caen siempre de continuo. Quien las obedece porque son justas, no lo hace precisamente por donde seguirlas debe. Las nuestras, francesas, nos dan la mano en algún modo, merced a su desbarajuste y deformidad para el desorden y corrupción que vemos en su promulgación y ejecución: la autoridad es tan turbia o inconstante que excusa algún tanto la desobediencia, y el vicio de interpretación en la administración y en la observancia. Cualquiera que sea, pues, el fruto que de la experiencia podamos alcanzar, apenas servirá gran cosa a nuestro régimen el que sacamos de los ejemplos extraños, si tan mal utilizamos el que de nosotros mismos tenemos, el cual nos es más familiar y en verdad capaz de instruirnos en lo que nos precisa. Yo me estudio más que ningún otro asunto: soy mi física y mi metafísica.

Qua Deus hauc mundi temperet arte domum:

qua venit exoriens, qua deficit, unde coactis

cornibuss in plenum menstrua luna redit;

unde salo superant venti, quid flamine captet

eurus, et in nubes unde perennis aqua;

sit ventura dies, mundi quae subruat arces,

quaerite, quos agitat mundi labor.[1444]

 

En esta universalidad me dejo ignorante y negligentemente llevar por la ley general del mundo: de sobra la sabré cuando la sienta; mi ciencia no puede hacerla mudar de sendero: no se diversificará por mí; considero que es locura esperarla y más grande aún apenarse por ella, puesto que en todo es necesariamente semejante, pública y común. La bondad y capacidad de gobernador nos debe pura y plenamente descargo del cuidado del gobierno: las inquisiciones y contemplaciones filosóficas sólo sirven de alimento a nuestra curiosidad. Con harta razón los filósofos nos remiten a los preceptos de la naturaleza, pero éstos nada tienen que hacer con un conocimiento tan sublime: ellos lo falsifican, presentándonos disfrazado el semblante de aquéllos, subido de color y sofístico en demasía, de donde nacen tantos retratos diversos de un asunto tan uniforme. Como nos proveyó de pies para andar, también nos suministró prudencia para manejarnos en la vida, no tan ingeniosa, robusta, ni pomposa como la que para nuestro uso inventaron, sino fácil, queda y saludable; ésta cumple a maravilla lo que la otra ordena en quien sabe emplearla de una manera ingenua y ordenada, es decir, de una manera natural. El más sencillo encomendarse a la naturaleza, es el más prudente entregarse. ¡Oh, cuán dulce almohada, blanda y sana es la ignorancia e incuriosidad, para el reposo de una cabeza bien conformada!

Mejor preferiría entenderme bien conmigo mismo que no con Cicerón. Con la experiencia que tengo de mí propio en lo bastante con que hacerme prudente si fuera buen escolar: quien ingiere en su memoria el exceso de su cólera pasada y hasta dónde esta fiebre lo llevó, ve toda la fealdad de esta pasión mejor que en Aristóteles, y de ella concibe un odio más justo; quien recuerda los males que lo atormentaron, los que le amenazaron, las ligeras sacudidas que le cambiaron de un estado en otro, con ello se prepara a las mutaciones futuras y al reconocimiento de su condición. La vida de César no es de mejor ejemplo que la nuestra para nosotros mismos; emperadora o popular, siempre es una vida acechada por todos los accidentes humanos. Ecuchémonos vivir, esto es todo cuanto tenemos que hacer; nosotros nos decimos todo lo que principalmente necesitamos; quien recuerda haberse engañado tantas y tantas veces merced a su propio juicio, ¿no es un tonto de remate al no desconfiar de él para siempre? Cuando por ajenas razones me convenzo de la evidencia de una falsa opinión, no tanto veo lo que de nuevo se me ha dicho (flaca adquisición sería), como en general pienso en mi debilidad y en la traición de mi entendimiento, de lo cual saco enseñanza para mi corrección en conjunto. Con todos mis demás errores hago lo propio, y experimento con esta regla utilidad grande para la vida: no considero la especie ni el individuo como una piedra donde haya tropezado, sino que aprendo a desconfiar en todo de mis remedios, deteniéndome a mejorarlos. Los yerros en que mi memoria me hizo caer con frecuencia tanta, hasta cuando estuvo más segura de sí misma, no fueron cabalmente perdidos: inútil es ahora que me jure y perjure afianzarse para en adelante: hago con la cabeza la señal de quien desconfía; el primer reparo que se presenta a su testimonio me deja, suspenso y no osaría fiarme de ella en cosa de alguna monta ni fundamentarla en autoridad ajena. Y si no considerara que en el defecto en que yo incurro por falta de memoria los otros caen con frecuencia mayor por falta de fe, cogería, siempre la verdad de la boca del prójimo, mejor que de la mía, tratándose de hechos. Si cada cual expiara de cerca los efectos y circunstancias de las pasiones que le regentan como yo hice con aquellas en que caí, veríalas venir, procurando hacer un poco más lenta la impetuosidad y la carrera de las mismas: no saltan de una vez a nuestra garganta; muéstranse a veces con gradaciones y amenazas:

Fluctus uti primo caepit quum albescere vento,

paniatim sese tollit mare, et altius undas

erigit, inde imo consurgit ad aethera fundo.[1445]

El juicio ocupa en mi un lugar primordial, o al menos cuidadosamente se estuerza para ello; deja a mis apetitos amplio campo, así al odio como a la amistad, hasta la que a mí mismo me profeso, sin alterarlo ni corromperlo: si no puede reformar las demás partes según él, por lo menos no se deja deformar por ellas; cumple su misión aislado.

El advertimiento común «De conocerse», debe de ser de un importante efecto, puesto que aquel Dios de ciencia y de luz[1446] lo hizo plantar al frente de su templo como comprensivo de cuanto tenía que aconsejarnos: Platón dice también que prudencia no es otra cosa que la ejecución de esta enseñanza; y Sócrates lo verifica por lo menudo en Jenofonte. Las dificultades y obscuridades no se descubren en las ciencias sino por aquellos que las penetraron, pues precisa todavía algún grado de ver la ignorancia; para saber si una puerta está cerrada, menester es empujarla; de donde nace esta sutileza: «Ni los que saben necesitan inquirir, puesto que saben; ni tampoco los que no saben, puesto que para informarse precisa saber en lo que se trata de inquirir.» Así en punto a, «Conocerse a sí mismo», lo de que todos se muestren tan resueltos y satisfechos, y lo de que cada cual crea hallarse suficientemente competente, significa que nadie entiende jota, conforme Sócrates enseña a Eutidemo. Yo que de otra cosa no hago profesión, en ello encuentro una profundidad y variedad tan infinitas que en mi aprendizaje no reconozco otro fruto que el de hacerme sentir cuánto me queda por aprender. A mi debilidad, tantas veces reconocida, debo mi inclinación a la modestia, la sujeción a las creencias que no fueron prescritas, la constante frialdad y moderación de opiniones, y el odio de esa arrogancia importuna, y querellosa que en sí se cree, y todo lo fía, y en sí todo lo confía, capital enemiga de disciplina y de verdad. Oíd cómo ejercen de maestros; para las primeras torpezas que anticipan emplean el estilo de un profeta o el de un legislador. Nihil est turpius, quam cognitioni et perceptioni assertionem approbationemque praecurrere.[1447] Aristarco decía que antiguamente apenas si se encontraron siete sabios en el mundo, y que en su tiempo apenas se encontraban siete ignorantes; ¿no tendríamos nosotros mayor motivo de sentar lo mismo de nuestro tiempo? La afirmación y testadurez son signos expresos de torpeza. Quien ha caído de bruces en el suelo cien veces en un día, vedle al instante sobre sus espolones sustentado, tan resuelto y cabal como antes: diríase que al punto le infundieron algún alma y vigor de entendimiento nuevos y que le acontece lo propio que a aquel antiguo hijo de la tierra[1448], que alcanzaba nueva firmeza y se reforzaba con su caída;

Cui quum tetigere parentem,

jam defecta vigent renovato robore membra[1449]:

ese indócil porfiado, ¿cree recuperar un nuevo espíritu emprendiendo una nueva disputa? Por experiencia propia acuso la humana ignorancia, que es a mi entender el más serio partido de la mundanal escuela. Los que en sí mismos no quieren reconocerla, valiéndose de ejemplo tan vano como el mío, o como el suyo propio, que la descubran por Sócrates, el maestro de los maestros; pues Antístenes el filósofo decía a sus discípulos: «Vamos todos a oírle; ante él, seré yo discípulo con vosotros»; y sentando el dogma de su secta estoica, según el cual, «la virtud basta a hacer la vida plenamente dichosa sin necesidad de ningún otro aditamento», añadía: «si no es de la fuerza de Sócrates».

Esta dilatada atención que yo pongo en considerarme me enseña también a juzgar medianamente de los demás; y pocas cosas hay de que hable de una manera más dichosa y admisible. Acontéceme con frecuencia ver y distinguir más exactamente la condición de mis amigos de lo que ellos la reconocen; a alguno dejé admirado por la pertinencia de mi descripción, y de sí mismo le advertí. Por haberme acostumbrado desde mi infancia a mirar mi vida en la de los otros adquirí una complexión estudiosa en este punto, y cuando en ello me empleo, pocas cosas se me escapan en mi derredor que dejen de ilustrarme: continente, humores, razonamientos. Todo lo estudio, lo que me precisa fluir como lo que he menester seguir. Así en mis amigos descubro por el modo cómo se producen sus inclinaciones internas; y no para ordenar tan infinita variedad de acciones, tan diversas y tan recortadas, en ciertos géneros y capítulos, y distribuir distintamente mis pareceres y divisiones en clases y regiones conocidas

Sed neque quam multae species, et nomina quae sint,

est numerus.[1450]

Los doctos hablan, y denotan sus fantasías más específicamente y a la menuda: yo que no veo en ellas sino lo que el uso me informa, sin regla alguna, presento las mías generalmente a tientas, como aquí formulo mi sentencia mediante artículos descosidos, como cosa que no se pueda decir en conjunto ni en montón: la relación y conformidad no se encuentran en almas como las nuestras, bajas y comunes. Es la prudencia un edificio sólido y entero en el cual cada pieza ocupa su rango y lleva su marca correspondiente: sola sapientia in se tota conversa est[1451]. Yo dejo a los artífices (y no estoy muy seguro de si logran su empeño en cosa tan complicada, menuda y fortuita) el ordenar en categorías esta variedad innumerable de aspectos, detener nuestra inconstancia y disponerla en orden. No solamente considero difícil el ligar nuestras acciones las unas a las otras, también aisladas juzgo poco hacedero el designarlas propiamente, por alguna cualidad principal: tan dobles son todas ellas y abigarradas, según el cristal con que se miran. Lo que por raro se advierte en Perseo, rey de Macedonia, o sea: «que su espíritu a ninguna condición se sujetaba, sino que iba errando por todos los géneros de vida y representando costumbres tan libres en su vuelo y tan vagabundas que ni él mismo ni los demás conocían qué clase de hombre fuera», me parece aproximadamente convenir a todo el mundo y por cima de todos he visto algún otro de su medida a quien esta conclusión podría aplicarse todavía más propiamente, a mi ver[1452]. Ninguna posición media; yendo a dar del uno al otro extremo por causas inadivinables; ninguna clase de rumbo, sin experimentar contrariedad portentosa; ninguna facultad completamente buena ni enteramente mala, de tal suerte que lo más verosímilmente que algún día pueda representársele será diciendo que gustaba y estudiaba el darse a conocer por ser desconocido. Hay que tener oídos bien resistentes para escuchar el juicio franco de sí mismo; y porque son pocos los que pueden sufrirlo sin mordedura, los que se determinan a emprenderlo de nosotros nos muestran una amistad singular, pues es querer raramente el tomar a su cargo el ofender y el herir para buscar provecho. Duro es a mi entender el juzgar a aquel cuyas malas condiciones sobrepujan a las buenas: Platón recomienda tres cualidades a quien pretende examinar el alma ajena: ciencia, benevolencia y resolución.

Alguna vez se me ha preguntado para qué me hubiese reconocido yo apto en el caso de que a alguien se lo hubiera ocurrido servirse de mí cuando de ello estaba en edad;

Dum melior vires sanguis dabat, aemula necdum

temporibus geminjis canebat sparsa senectus[1453]:

«A nada», contestaba yo: y me excuso de buen grado de no saber hacer cosa que a otro me esclavice. Pero habría dicho las verdades a mi maestro, y hubiera fiscalizado sus costumbres si él lo hubiese deseado: no en conjunto, por medio de lecciones escolásticas, que ignoro por completo (y ninguna enmienda veo nacer en los que las conocen), sino observándolas paso a paso, con toda oportunidad, y juzgando a la vista, parte por parte, de manera sencilla y natural; haciéndole ver quién es conforme a la opinión común, oponiéndome a sus cortesanos. Ninguno hay de entre nosotros que no valiera menos que los reyes si fuera así, continuamente corrompido, como ellos lo son, por esa canalla de gentes: ¿y cómo si hasta Alejandro, aquel gran monarca y filósofo, no pudo de ellos libertarse? Yo hubiera poseído fidelidad bastante y también resolución de juicio para expresarme con desahogo. Sería un cargo sin razón de ser en la casa de un príncipe si así no se desempeñara, no respondiendo al efecto para que se instituye, y es un papel que no todos pueden indistintamente desempeñar, pues hasta la verdad misma carece del privilegio de ser empleada a cada instante, y en todas las cosas; tan noble como es su causa, tiene sus circunscripciones y sus límites. Con frecuencia ocurre, siendo el mundo como es, que se desliza en el oído de un monarca, no solamente sin provecho, sino también perjudicial e injustamente; y nadie podrá hacerme creer que un santo advertimiento no pueda a veces ser viciosamente aplicado, ni que el interés de la substancia no tenga que inclinarse en ocasiones al de la fórmula.

Quisiera yo, para este oficio, un hombre contento de su fortuna,

Quod sit, esse velit; nihilque malit[1454],

y nacido en situación mediana; con tanta más razón cuanto que de una arte no temería tocar viva y profundamente el corazón de su señor por no desviarse con esta conducta del curso de su carrera; por otro lado, siendo de aquella condición tendría más fácil comunicación con toda suerte de gentes. Quisiera también un solo hombre, pues extender a varios el privilegio de esta libertad y privanza, engendraría una perjudicial irreverencia; exigiría, sobre todo, en el hombre de que hablo la fidelidad y la reserva.

Un soberano no es de creer cuando se alaba de su firmeza en aguardar el encuentro del enemigo para su gloria, si para su provecho y mejoramiento no es capaz de soportar la libertad de las palabras amigables, cuyo fin no es otro que el de pellizcarle el oído (el complemento efectivo en su mano está). Ahora bien; no hay ninguna condición humana que más haya menester que los reyes de verdaderas y libres advertencias: pública es su vida, y han de ser gratos a la opinión de tantos espectadores, mas como se acostumbra a callarlos cuanto puede apartarlos de la resolución que formaran, cuando menos lo piensan se muestran sin sentirlo entregados al odio y execración de sus pueblos por circunstancias que acaso hubieran podido evitar sin detrimento de placeres mismos, de haber sido avisados y, desde luego, bien encaminados. Comúnmente los favoritos miran a sí mismos más que al soberano y así no les va mal, pues, a la verdad, casi todos los deberes de la amistad verdadera se colocan cuando en aquél se emplean en prueba ruda y peligrosa. De suerte que precisa para con ellos no solamente mucha afección y franqueza, sino también la entereza y el ánimo.

En fin, toda esta pepitoria que yo emborrono aquí, no es más que un registro de las experiencias de mi vida, la cual, por lo que a la salud interna toca, es bastante ejemplar, no como un modelo que imitar, sino que evitar; mas por lo que respecta a la salud corporal, nadie mejor que yo puede poveer de experiencias más útiles, ni presentarla pura, en ningún modo corrompida ni adulterada, por parte ni opinión preconcebidos. En las cosas tocantes a lo medicina, todo lo puede la experiencia, aun cuando la razón impere. Decía Tiberio que quien había vivido veinte años debía estar bien al cabo de las cosas que le eran perjudiciales o favorables, y saber manejarse libre de medicinas; lo cual acaso aprendiera en Sócrates, quien cuidadosamente aconsejaba a sus discípulos como un estudio principal el estudio de su salud, añadiendo que era difícil para un hombre de entendimiento que pusiera reparo en sus ejercicios, en comer y en beber, el no discernir mejor que cualquier médico lo que era bueno o malo. Así la medicina hace siempre profesión de mostrar constantemente la experiencia como piedra de toque de sus operaciones, y así Platón decía bien al asegurar que para ser médico verdadero sería necesario haber pasado por todas las enfermedades que han de curarse por todas las circunstancias y accidentes de que un facultativo debe juzgar. Es razón que padezcan el mal venéreo si pretenden saber curarlo. En las manos de uno así resolveríame yo encomendarme, pues los otros nos guían a la manera de aquel artista que pintara los mares, escollos y los puertos, tranquilamente sentado en su gabinete, e hiciera pasear la figura de un navío con seguridad cabal: lanzadle a la realidad, y no sabrá por dónde se anda. Hacen igual descripción de nuestros males que el pregonero de la ciudad, cuando grita la pérdida de un caballo o la de un perro de tal color, alzada u oreja, a quien, cuando el animal es presentado, le desconoce por completo sabiendo sus señas puntuales. ¡Pluguiera a Dios que la medicina me procurase algún día un evidente y buen socorro; entonces gritaría con buena fe sus milagros,

Tandem efficaci do manus scientiae![1455]

Las artes que nos prometen mantener el cuerpo en salud y lo mismo el alma, mucho es lo que nos prometen, así no hay ningunas otras que más desencanten ni desilusionen. Y en nuestro tiempo, los que entre nosotros las ejercen, muestran menos los efectos que todos los demás hombres; puede decirse de ellos, a lo sumo, que venden drogas medicinales, mas que sean médicos no puede asegurarse. Yo he vivido bastante tiempo para poder tener en cuenta el régimen que tan largo me condujo: para quien quiera gustarlo me presento como escanciador. He aquí algunos artículos tal como el recuerdo me los muestra: ninguno de mis humores ha dejado de cambiar a medida de los accidentes; registro sólo los más ordinarios, los que me dominaron hasta el momento actual.

Mi manera de vivir es la misma, cuando sano que cuando enfermo: reposo en el mismo lecho y a horas idénticas, tomo los mismos alimentos e igual bebida, y la única diferencia consiste en la moderación del más o del menos, según mis fuerzas y apetito. Consiste mi salud en mantener sin trastorno mi natural estado. Yo veo que la enfermedad me deja libre de un lado, y, si otorgo crédito a los médicos me desvían del otro, de suerte que, por acaso y por arte, héteme fuera de mi camino. Nada más que esto creo con mayor certeza: que en manera alguna podrán ocasionarme quebranto las cosas con que me familiaricé de tan antiguo. La costumbre imprime norma a nuestra vida, tal cual la place, y todo lo puede en este punto; es el brebaje de Circe, que diversifica a su antojo nuestra naturaleza. ¡Cuántas naciones, hasta las situadas a cuatro pasos de nosotros, consideran ridículo el temor al sereno, que nos hiere tan sensiblemente! Un alemán enferma acostándose sobre un colchón, un italiano sobre la pluma blanda y un francés sin cortinaje ni fuego. El estómago de un español no soporta nuestra manera de comer, ni el nuestro el beber a la suiza. Plugiéronme las palabras de un alemán en Augsburgo el cual censuraba las molestias de nuestros hogares con iguales argumentos a los de ordinario por nosotros empleados para condenar sus estufas, pues a la verdad ese calor estadizo, junto con el olor de la substancia que las compone, recalentada, aturde a casi todos los no habituados; a mi no me hace mella, pero por lo demás, aun siendo el calor igual, constante y general, sin llama ni humo, y sin el viento, que la abertura de nuestras chimeneas nos procura, tiene por qué ser con el nuestro comparado. ¿Por qué no imitamos la arquitectura romana? Dícese que en lo antiguo el fuego no se encendía en las casas sino por fuera, y al fin de ellas, de donde el calor se extendía al interior por medio de tubos practicados en el recio de los muros, los cuales iban a dar a los lugares, que debían ser calentados, cosa que he visto claramente manifiesta en Séneca, no recuerdo en qué pasaje. Como mi alemán me oyera encarecer las comodidades y hermosura de su ciudad (y eran justas mis alabanzas), empezó a compadecerme porque tenía que alejarme, y entre las molestias primeras con que me brindó, figuraba la pesantez de cabeza que me procurarían las chimeneas en otras partes. De este mal había oído quejarse a alguien y me colgaba a mí, privado como estaba por la costumbre de advertirlo en su país. Todo calor proveniente del fuego me debilita y amodorra; Eveno decía, sin embargo, que el mejor condimento de la vida era el fuego: mejor prefiero yo todo otro modo de escapar al frío.

Tenemos nosotros el vino cuando en los toneles queda poco, los portugueses constituyen con él sus delicias, y es entre ellos el brebaje de los príncipes. En conclusión, cada pueblo tiene algunos usos y costumbre que son no solamente desconocidos para los demás, sino también milagros y repulsivos. ¿Qué hacer de un pueblo que sólo acoge los testimonios impresos, que no cree a los hombres sino a los libros, ni lo verdadero cuando su edad no es competente? Dignificamos nuestras torpezas al meterlas en el molde: para el común de las gentes es de mayor peso decir: «Lo he leído» que si decís: «Lo he oído decir.» Pero yo que creo lo mismo en la boca que en la mano de los hombres; que sé que se escribe tan indiscretamente como se habla, y que juzgo este siglo de la propia suerte que cualesquiera otros de los que pasaron, lo mismo traigo a cuento a un mi amigo que a Macrobio o Aulo Gelio, y lo que vi como lo que éstos escribieron. Y del propio modo que la virtud no es más grande por ser más añeja, creo que la verdad por ser más vieja no es más prudente. A veces me digo que es torpeza pura lo que nos hace correr tras los ejemplos extraños y escolásticos: la fertilidad de éstos es igual en los momentos en que vivimos que en los tiempos de Homero y Platón. ¿Mas no es cierto que buscamos más bien el honor de la alegación que la verdad del razonamiento? Como si no fuera lo mismo extraer nuestras pruebas de las oficinas de Vascosan o Plantino que de lo que se ve en nuestro lugar; o más bien ocurre que carecemos de espíritu para escudriñar y hacer valer lo que pasa ante nosotros, y juzgarlo vivamente para convertirlo en ejemplo; pues si decimos que la autoridad nos falta para dar fe a nuestro testimonio, expresámonos torcidamente, tanto más cuanto que a mi entender de las más ordinarias cosas comunes y conocidas, si a luz supiéramos sacarlas, podrían formarse los prodigios más grandes de la naturaleza y los ejemplos más maravillosos, principalmente en lo tocante a las acciones humanas.

Ahora bien, para volver a mi asunto, y dejando a un lado los ejemplos antiguos que sé por los libros, y lo que Aristóteles refiere de Andrón el argiano, sobre que atravesaba sin catar el agua los áridos desiertos de Libia, diré que un gentilhombre, el cual desempeñó dignamente algunos cargos, aseguraba en mi presencia haber hecho el viaje de Madrid a Lisboa en pleno estío sin beber gota; para los años que cuenta, goza de salud vigorosa, y nada de extraordinario ofrece su género de vida, sino el permanecer dos o tres meses, y a veces hasta un año, sin probar el agua. Siente sed, pero la deja pasar, considerando que es un apetito que fácilmente por sí mismo languidece, y bebe más bien por capricho que por necesidad o por placer.

He aquí otro caso. No ha mucho tiempo que encontré yo a uno de los hombres más sabios de Francia, y de los que gozan de fortuna no mediocre, estudiando en el rincón de una sala, al abrigo de un espeso cortinaje; en derredor suyo los criados promovían un estrépito lleno de licencia, y me dijo (Séneca casi decía otro tanto de sí propio) que alcanzaba su provecho de la barahúnda, cual si derrotado su espíritu por el ruido se recogiera y encerrara más en sí mismo para la contemplación, añadiendo que la tempestad de las voces hacía repercutir sus pensamientos en su interior. Siendo este señor escolar en Padua tuvo su estudio instalado durante tanto tiempo en un cuarto que daba a la plaza, donde nunca tenía fin el tumulto ni el estruendo de los carruajes, y así se había hecho no sólo a menospreciar, sino a apetecer el ruido para el provecho de sus estudios. Sócrates contestó a Alcibíades, quien se maravillaba de que pudiera soportar el continuo machaqueo de la mala cabeza de su mujer: «Como los que se familiarizan con el ruido ordinario de las norias», repuso el filósofo. Mi manera de ser no es así; mi espíritu es blando, y fácilmente toma vuelo, mas cuando algún impedimento le tropieza, hasta el zumbido de una mosca le asesina.

Séneca, siendo joven, como abrazara ardientemente el ejemplo de Sextio, quien no comía cosa ninguna a que se hubiera dado muerte, mantúvose así durante un año, y muy a gusto, según dice, abandonando solamente tal costumbre para que no oyeran que seguía los preceptos de algunas religiones nuevas que lo sembraban. Al propio tiempo siguió el ejemplo de Átalo, de no acostarse muellemente en colchones de los que se hunden con el peso del cuerpo, usando hasta la vejez los que no ceden al tenderse. Lo que el uso de su tiempo consideraba como rudo, el del nuestro lo convierte en voluptuoso.

Parad mientes en la diferencia que existe entre el vivir de mis braceros y el mío; los escitas y los indios nada tienen que más se aleje de mi fuerza y de mi forma de vida. Ocurriome a veces arrancar a algunas criaturas de la limosna para que me sirvieran, y bien pronto me dejaron, y mi cocina y mi librea, sólo por convertirse a su existir primero; uno encontré luego recogiendo almejas en medio del arroyo para su comida, a quien ni por ruegos ni amenazas supe distraer de lo sabroso y dulce que encontraba en la indigencia. Tienen los pordioseros sus magnificencias y voluptuosidades, como los ricos, y dícese que también cuentan con sus dignidades y órdenes políticas. Estos son efectos de la costumbre; la cual puede habituarnos no sólo a tal o cual forma que la plazca (por eso dicen los filósofos que debemos plantarnos en la mejor, pues al punto nos facilitará el camino), sino también al cambio y a la variación, que es el más noble y útil de sus aprendizajes. La mejor de mis complexiones corporales consiste en ser flexible y escasamente porfiado; algunas de mis inclinaciones me son más propias y ordinarias y también más agradables que otras, pero a costa de poco esfuerzo las sacudo y me deslizo fácilmente a la manera contraria. Para despertar su vigor debe un joven trastornar sus reglas, evitando al par así que aquél se enmohezca y apoltrone; ningún género de vida tan tonto ni tan flojo como el de conducirse por prescripción y disciplina;

Ad primum lapidem vectari quum placet, hora

sumitur ex libro; si prurit frictus ocelli

angulus, inspecta genesi, collyria quarit[1456]:

lanzarase con frecuencia hasta en los excesos mismos, si me cree; de otra suerte el menor desorden ocasionará su ruina; en la conversación truécase en desagradable e incómodo. La cualidad más opuesta a la esencia del hombre cumplido es la delicadeza y sujeción a cierto hábito particular, y es particular cuando no es plegable y flexible. Es vergonzoso dejar de hacer algo por impotencia o por no atreverse a practicar lo que se ve hacer a los compañeros: que gentes tales permanezcan en su cocina, junto al fuego. Indecoroso es en todos, pero en un guerrero es vicioso además e insoportable. Éste, como decía Filopómeno, debe acostumbrarse a todas las vidas, por desiguales y diversas que sean.

Aun cuando yo haya sido enderezado, tanto como fue posible, a la libertad e indiferencia, como por incuria envejeciendo me detuve en ciertos hábitos (mi edad está ya libre de toda educación, y nada tiene que considerar si no es la persistencia), la costumbre, sin darme cuenta de ello imprimió tan maravillosamente en mí su carácter en ciertas cosas, que llamo excesos al desvíarme; y sin efecto sensible no puedo dormir durante el día; ni tomar nada entre las comidas, ni desayunar, ni acostarme sino pasado un largo intervalo, como de tres horas largas, después de cenar; ni procrear sino antes del sueño, ni de pie; ni soportar el sudor, ni beber agua pura o vino puro, ni permanecer largo tiempo con la cabeza descubierta, ni resistir que me afeiten después de comer; tan difícilmente prescindiría de mis guantes como de mi camisa; de lavarme al acabar de comer y al levantarme de la cama y del dosel y cortinas de mi lecho, como de las cosas más necesarias, no pondría ningún reparo en comer sin mantel, pero a la alemana, sin servilleta blanca, lo haría con incomodidad sobrada; más que ellos y que los italianos las ensucio, ayudándome poco de tenedor y cuchara. Siento que no se haya seguido una costumbre que yo he visto iniciada, a ejemplo de los reyes, o sea que nos cambiaran de servilleta, según los manjares, como de plato. De Mario, aquel soldado rudo, sabemos que con la vejez trocose delicado en el beber, y que sólo lo hacía en una copa que llevaba consigo lo mismo me dejo yo cautivar por cierta forma de vasos, y no bebo de buena gana, en los de vidrio común; todo metal me disgusta comparado con una substancia clara y transparente; quiero que mis ojos prueben las cosas en la medida de lo posible. Algunos de entre tales regalos me los procuró la costumbre. Naturaleza también me favoreció con los suyos, como el no poder soportar ya dos comidas fuertes en un mismo día sin recargar mi estómago, ni la abstinencia cabal de una de las comidas sin llenarme de vientos, tener la boca seca y perturbar mi apetito. El sereno dilatado me hace daño, pues de algunos años acá, en los quebrantos de la guerra, cuando toda la noche se va de un lado a otro, como acontece comúnmente, pasadas cinco o seis horas, mi estómago empieza a removerse, procurándome vehemente dolor de cabeza, y el día no llega sin que haya vomitado. Como los demás van a tomar el desayuno, yo me voy a dormir, y después del sueño me encuentro muy a gusto y bien dispuesto. He considerado siempre que el sereno no se extendía sino con el nacimiento de la noche, mas frecuentando familiarmente en estos últimos años durante largo tiempo a un señor imbuido en la creencia de que es más rudo y perjudicial al declinar del sol, una o dos horas antes de ponerse (el cual evita cuidadosamente menospreciando el de la noche), faltome poco para que imprimiera en mí, más que su razonamiento, su propia sensación. ¿Qué decir de nosotros, puesto que la duda misma y la investigación hieren nuestra fantasía modificándonos? Los que instantáneamente se inclinan ante esas pendientes, atraen hacia sí la completa ruina. Yo compadezco a muchos gentileshombres a quienes la torpeza de sus médicos hizo languidecer, encerrándose en sus hogares en plena juventud y con las fuerzas cabales: mejor sería sufrir un catarro que perder para siempre por desacostumbrarse el comercio de la vida común. ¡Desdichada ciencia, que nos avinagra las horas más dulces de la jornada! Dilatemos nuestro dominio echando mano hasta de los últimos medios: comúnmente nos endurecemos al resistir al mal, corrigiendo así la propia complexión, como César con el epiléptico, a fuerza de menospreciarlo y descuidarlo. Deben ponerse en práctica los preceptos mejores, mas no a ellos esclavizarse, si no es a aquellos (si los hay) cuya obligación y servidumbre sean cabalmente provechosos.

Defecan los monarcas y los filósofos, y también las damas: a ceremonia se debe la reputación que envuelve las vidas públicas; la mía, privada y obscura, goza de toda dispensa natural; soldado y gascón son también cualidades algo apartadas de lo discreto, por lo cual diré lo siguiente de ese acto: Que precisa dejarlo para cierta hora determinada de la noche, obligarse por costumbre y sujetarse, como yo hago; mas no dejarse avasallar, como hice envejeciendo, por el cuidado de la comodidad particular de lugar y sitio para esta operación, convirtiéndola en molesta por dilatación y molicie. Sin embargo, hasta en los más sucios quehaceres, ¿no es en algún modo excusable exigir algo de miramiento y limpieza? Natura homo mundum et elegans animal est.[1457] De todas las acciones naturales es ésta la en que peor de mi grado soporto el ser interrumpido. Conocí muchas gentes de guerra molestadas por el desorden su vientre: el mío y yo nunca fallamos a nuestro señalamiento, que es al saltar de la cama, si alguna apremiante ocupación o enfermedad no nos perturban.

Juzgo, pues, como decía ha poco, que allí donde los enfermos no puedan mejor ponerse al abrigo de accidentes los mantengamos quietos, conforme al género de vida ordinario, en el jugar donde se engendraron y prosperaron el cambio, cualquiera, que sea, perturba y hiere. Resignaos a creer que las castañas dañan a un perigordano o a un luqués, y la leche o el queso a los que habitan en la montaña. Va ordenándoseles, no solamente una nueva, sino contraria forma de vida, modificación que ni siquiera un hombre sano soportaría. Aconsejad el agua a un bretón de setenta años; encerrad en una estufa a un marino, prohibid el pasearse a un lacayo vasco: así agarrotan a los enfermos, quitándolos por fin aire y luz.

An vivere tanti est?

Cogimur a suetis animum suspendere rebus,

atque, ut vivamus, vivere desinimus...

Hos superesse reor, quibus et spirabilis aer,

et lux, qua regimur, redditur ipsa gravis?[1458]

Y si no realizan otra buena obra, al menos logran la de preparar a los pacientes tempranamente a la muerte, minándoles poco a poco y cercenándoles el uso de la vida.

Lo mismo sano que enfermo, déjeme fácilmente llevar por los apetitos que me asaltaron. Yo otorgo gran autoridad a mis deseos y propensiones: no gusto de curar el mal por el mal mismo, y detesto los remedios que son más importunos que la enfermedad. Encontrarme sujeto al cólico e imposibilitado del placer de comer ostras, es caer en dos males por evitar uno solo: el dolor nos pellizca por un lado, el precepto por otro. Puesto que al riesgo de engañarnos estamos abocados, expongámonos más bien en seguimiento del placer. El mundo hace lo contrario y nada cree útil que no sea doloroso; la facilidad es para él sospechosísima. Mi apetito en algunas cosas se acomodó bastante felizmente por sí mismo, e inclinó a la salud de mi estómago; la acrimonia y el picante de las salsas me agradaron cuando joven, mi estómago se hastió después, el paladar le siguió muy luego: el vino perjudica a los enfermos, es lo primero con que mi boca se contraría con invencible contrariedad. Todo lo desagradable me hace daño y nada me ocasiona dolor de lo que tomo con apetito y contento. Nunca me ocasionó perjuicio la acción que me fue muy grata, de suerte que hice ceder siempre ampliamente en pro de mi placer toda conclusión medicinal; y en mi juventud

Quem circumcursans huc atque huc saepe Cupido

fulgebat crocina splendidus in tunica[1459],

me, presté tan licenciosa e inconsideradamente como cualquiera otro al deseo que me amarraba:

Et militavi non sine gloria[1460];

más, sin embargo, que por arranques fuertes, por continuidad y duración:

Sex me vix memini sustinuise vices.[1461]

En verdad, es desdichado al par que sorprendente, el confesar la edad débil en que vine a caer en esta sujeción. El hecho fue casual de todo en todo, pues tuvo mucho antes de los años en que la razón desenvuelta ya conoce: mi recuerdo no remonta a tales lejanías y mi fortuna, en este punto, puede hermanarse con la Cuartilla1462, quien de su doncellez no guardaba memoria:

Inde tragus, celeresque piti, mirandaque matri

barba meae.[1463]

Ordinariamente pliegan los médicos con provecho sus preceptos yendo contra la violación de los apetitos rudos que asaltan a los enfermos; esos grandes deseos no pueden considerarse tan extraños ni viciosos que naturaleza deje de tener en ellos alguna parte. Además, ¿cuán avasalladora no es el ansia de aplacar la fantasía? A mi entender esta facultad todo lo arrastra, o a lo menos, predomina sobre todas las otras. Los más dañosos y ordinarios males son aquellos que la mente nos acarrea: este decir español me place por muchos motivos, Defiéndame Dios de mí[1464]. Lamento, cuando estoy enfermo, el no sentir algún deseo que me procure la satisfacción de saciarlo; apenas si la medicina de ello me apartaría. Hago lo mismo en cabal salud; o no descubro cosa alguna sino el esperar y el querer. Es lastimoso languidecer y debilitarse hasta el apetecer.

El arte médico no es tan evidente que a nosotros nos deje de toda autoridad desposeídos, sea lo que fuere lo que hagamos: se modifica según los climas y según las lunas; según Fernel o Escalígero[1465]. Si vuestro doctor no encuentra provechoso que durmáis ni que uséis del vino o de cualquier manjar, nada os importe; otro os encontraré que de su parecer no participe: la diversidad de los argumentos y opiniones medicinales abarca toda suerte de formas. Yo vi retorcerse y reventar de sed a un pobre enfermo para curarse; otro facultativo que le visitó después condenó tal régimen como dañoso: ¿valió la pena su tormento? Recientemente murió del mal de piedra un hombre de ese oficio, el cual se había servido de la extrema abstinencia para combatir su enfermedad: sus colegas afirman que debió seguir un régimen contrario, porque el ayuno, decían, secó y coció la arena en sus riñones.

He advertido que en las heridas, y también en las enfermedades, el hablar me perjudica y conmociona lo mismo que el mayor descuido en que pudiera incurrir. La voz me cuesta esfuerzo y fatiga, pues la tengo aguda y resistente; de tal modo que, cuando hablé a los grandes al oído de negocios importantes, tuvieron necesidad de que la moderase.

Este cuento merece detenerme. Alguien[1466] en cierta escuela griega hablaba como yo, en voz alta; el maestro de ceremonias le ordenó que bajara de tono: «Que me haga saber, repuso el amonestado, el diapasón en que quiere, que me exprese», y aquél replicó: «Que adopte el tono del oído que le escucha.» La observación era acertada siempre y cuando que se entienda: «Hablad con arreglo a lo que tratéis con vuestro oyente»; pues en el caso que quisiera decir: «Basta con que os oiga, u ordenaos por él», no me parece razonable. El tono y el movimiento de la voz, guardan alguna expresión y significación de mi sentido; a mí me incumbe el conducirlo para representarme: hay una voz para instruir, otra para alabar o censurar. Yo quiero que la mía, no solamente llegue a quien me escucha, sino también acaso que le hiera y atraviese. Cuando yo regaño a mi lacayo con tono agrio y duro, sería bueno que me dijera «¡Mi amo, hablad con mayor dulzura, que os oiga bien!» Est quaedam vox ad auditum accommodata, non magnitudine, sed proprietate.[1467] La palabra pertenece por mitad a quien habla y a quien escucha; éste debe prepararse a recibirla, según el movimiento que ella adopta: como en el juego de pelota el que recula y avanza lo efectúa según los movimientos del contrario, y con arreglo a la dirección que éste imprime a aquella.

La experiencia me ha enseñado además esta verdad: que la impaciencia nos pierde. Tienen los males su vida y sus límites, su salud y su enfermedad. La constitución de las dolencias está formada conforme al patrón constitutivo de los animales; tienen su carrera y sus días limitados desde la hora en que nacen: quien imperiosamente intenta abreviarlas por la fuerza, al través de su curso, las alarga y multiplica, y las atormenta, en lugar de apaciguarlas. Mi parecer es el de Crántor, o sea: «que no hay que oponerse obstinadamente a los males de manera desatentada, ni sucumbir ante ellos blandamente, sino que precisa cederlos el paso según su condición y la nuestra». Debe dejarse libre entrada a las enfermedades, y creo que en mí se detienen menos porque las consiento obrar: despojeme de aquellas que se consideran como más persistentes y tenaces, por su propia decadencia, sin ayuda ni arte contra los preceptos que las combaten. Dejemos trabajar un poco a la naturaleza: ella entiende mejor que nosotros sus negocios. «Pero, se me repondrá, fulano así murió.» Vosotros haréis lo mismo, si no es de este mal, de otro: ¿y cuántos no dejaron de morir teniendo tres médicos en sus asentaderas? Es el ejemplo un espejo vago, general y aplicable en todos sentidos. Si se trata de una medicina deleitosa, aceptadla, puesto que en ello hay un bien inmediato: yo no me detendré en el nombre ni en el color; si es grato y apetecible, el placer es de las principales especies de provecho. Yo he dejado envejecer en mí, de muerte natural, catarros, fluxiones gotosas, relajaciones, palpitaciones de corazón, dolores de cabeza y otros accidentes, que perdí cuando a medias iba ya acostumbrándome a soportarlos: mejor se los conjura por cortesía que por altanería. Es preciso sufrir con dulzura las leyes de nuestra condición: existimos para envejecer, para debilitarnos y para enfermar, a despecho de toda medicina. Es la lección primera que los mejicanos suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres van así saludándolos: «Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla.» Es injusto dolerse porque haya acontecido a alguien lo que puede suceder a todos: Indignare, si quid in te inique proprie constitutum est.[1468]

Ved al anciano que pide a Dios que le conserve su salud cabal y vigorosa, es decir, que de nuevo le devuelva la juventud:

Stulte, quid haec frustra votis puerilibus optas?[1469]

¿no es estar loco de remate? su condición se opone a tal floreciente estado. La gota, el mal de piedra y la indigestión son síntomas de luengos años, como de luengos viajes es proprio el soportar el calor, las lluvias y los vientos. Platón no cree que Esculapio se molestara en proveer el empleo de regímenes diversos a la duración de la vida en un cuerpo estropeado y débil, inútil a su país, inútil a su profesión y a procrear hijos sanos y robustos; tampono cree este cuidado en armonía con la justicia y prudencia divinas que debe trocar en útiles todas las cosas. ¡Buen hombre! no hay remedio: es ya imposible de nuevo enderezaros; se os revocará cuando más y apuntalará un poco, alargando así en alguna hora vuestra miseria:

Non secus instantem cupiens fulcire ruinam,

diversis contra nititur objicibus;

donec certa dies, omni compage soluta,

ipsum cum rebus subruat auxilium[1470]:

Es necesario aprender a sufrir lo que no se puede evitar: nuestra vida está compuesta, como la armonía del mundo, de cosas contrarias, y también de diversos tonos, dulces y ásperos, agudos y llanos, blandos y graves: el músico que no gustara más que de una clase de diapasón, ¿qué podría hacer de bueno? Es preciso que sepa servirse en común y que acierte a continuarlos; así debemos hacer nosotros con los bienes y los males consustanciales con nuestra vida: nuestro ser no puede subsistir sin esta mezcla, y una de las dos categorías no es menos necesaria que la otra. Intentar revolverse contra la necesidad natural es representar a lo vivo la locura de Ctesiphon, que quería luchar a puntapiés con su mula.

Yo me consulto rara vez las alteraciones que experimente, pues aquellas gentes[1471] tienen mucho terreno ganado cuando dependemos de su misericordia: os aturden siempre los oídos con sus pronósticos; como me sorprendieran antaño debilitado por el mal, maltratáronme injuriosamente con sus dogmas y continente magistrales; amenazáronme tan pronto con grandes dolores, como de muerte próxima. Sus palabras ni me abatieron ni tampoco me sacaron de quicio, pero me chocaron y empujaron: si mi juicio no se modificó ni alteró, imposibilitose por lo menos, lo cual supone agitación y combate.

Trato yo a mi fantasía con la mayor dulzura que me es dable, y la descargaría, si pudiera, de toda pena y alteración; precisa socorrerla y acariciarla, y engañarla cuando se pueda: mi espíritu es apto para este oficio, y no le faltan recursos en nada; si cual predica persuadiera dichosamente, dichosamente me socorrería. ¿Os place ver un ejemplo? Dice así: «Que por mi bien padezco el mal de piedra: que las construcciones de mi edad es natural que tengan alguna gotera; tiempo es ya de que principien a resquebrajarse y a venirse abajo: cosa es ésta perteneciente a la común necesidad, y no había de realizarse para mí un nuevo milagro; Con ello pago las costas por la vejez ocasionadas, y no podría obtener economía mayor; Que la compañía debe consolarme, habiendo caído en el accidente más ordinario a los hombres de mis años; Por todas partes veo afligidos del mismo mal, y es honrosa para mí su sociedad, puesto que ordinariamente se pega a los grandes; su esencia es noble y digna; Que entre los hombres que son víctimas de esta dolencia pocos hay libres de molestias menores: cargan ellos con las fatigas de someterse a un desagradable régimen, y con la toma desastrosa y cotidiana de abundantes drogas medicinales, mientras que yo debo el mío puramente a mi buena estrella, pues con algunos cocimientos de cardo corredor y hierba de turco, que dos o tres veces bebí en obsequio de las damas (quienes más graciosamente que mi mal no es agrio, me ofrecieron la mitad del suyo), me parecieron igualmente fáciles de tomar que de eficacia inútil: tienen que hacer efectivas mil promesas a Esculapio y otros tantos escudos a su médico por el deslizarse de la arena que yo con frecuencia logro por puro beneficio de naturaleza: la decencia misma de mi parte, cuando estoy, en sociedad, ni siquiera es alterada, y retengo mis aguas diez horas y por tan largo tiempo como un hombre sano. El temor de este mal, dice mi espíritu, te horrorizaba antaño, cuando lo desconocías; los gritos y el desesperarse de quienes lo agrian con su impaciencia, engendraban en ti el espanto. Al fin, es un mal que te sacude por donde más pecaste. Tú eres hombre de conciencia,

Quae venit indigne paena, dolenda venit[1472]:

considera este castigo, y veras que comparado con otros es dulcísimo y paternalmente favorable. Considera cuánto es tardío; no ocupa ni trastorna sino la época de tu vida que de todas suertes es ya en lo sucesivo acabada y estéril, habiendo dejado lugar, como por compensación, para la licencia y los placeres de tu juventud. El temor y la compasión que al pueblo inspira este mal, son para ti motivo de gloria; cosa de que si tu juicio está purgado y tu razón curada, tus amigos, sin embargo, encuentran algún tinte en tu complexión. Experiméntase placer oyendo decir de sí mismo: Eso es mantenerse fuerte y resignado. Se te ve sudar la gota gorda palidecer, enrojecer, temblar, vomitar hasta echar sangre, sufrir contracciones y convulsiones extrañas, derramar a veces gruesas lágrimas, verter orines espesos, negros y espantosos, o tenerlos detenidos por alguna piedra espinosa y erizada y que te punza, desuella cruelmente el cuello de la vejiga; y mientras tanto, hablar con los circunstantes con ordinario continente, bromeando a intervalos con los tuyos, expresándote con rígidos razonamientos, excusando de palabras tu dolor y rebajando tu sufrimiento. ¿Te acuerdas de aquellas gentes de los pasados siglos que buscaban hambrientas los males a fin de mantener su virtud vigorosa, ejercitándola constantemente? Pues imagínate el caso de que naturaleza te empujó a esa gloriosa escuela, en la cual tú no hubieras ingresado nunca de tu grado. Si me dices que es un mal peligroso y mortal, considera que ninguno hay que no lo sea, pues es una trampa medicinal el exceptuar algunos de que los médicos dicen que no conducen derecho a la muerte; pero ¿qué importa si a ella llevan por modo casual o si se deslizan y tuercen fácilmente hacia el lado que a ella nos lleva? Mas tú no mueres porque estás enfermo, mueres porque eres vivo: la muerte te mata admirablemente sin el socorro de la enfermedad, y a algunos los males alargaron la vida alejándoles de la muerte, porque les parecía ir muriéndose. Piensa además que, como las heridas, hay enfermedades medicinales y saludables. El cólico es a veces no menos duradero que nosotros: hombres se ven en quienes habiendo comenzado en la infancia, continuó luego hasta la vejez más caduca: y si no se hubieran negado a mantenerse en su compañía, les habría asistido aun más allá: le matáis más bien que no él a vosotros. Aun cuando la imagen de la muerte se te presentara cercana, ¿no es cosa excelente para un hombre de tus años el ser llevado al pensamiento de su fin? Más aún, tú no tienes para qué buscar el medio de curarte. Así como así, el día más inopinado la común necesidad te llama. Considera cuán magistral y dulcemente te hastía de la vida el acabar, desprendiéndote del mundo; no forzándote con sujeción tiránica como tantos otros males que ves en los ancianos, a quienes mantienen constantemente imposibilitados, sin tregua ni descanso, con debilidades y dolores, sino por advertimientos e instrucciones a intervalos iniciados: entreverando largas pausas de reposo, como para darte medio de meditar y repetir su lección a tu gusto. Para procurarte manera de juzgar sanamente, y para que te determines cual hombre animoso, te muestra el estado de tu condición cabal, así en lo bueno como en lo malo, y en el mismo día ya una vida llena de alegría, ya otra insoportable. Si tú no abrazas la muerte, por lo menos la tocas en la palma de la mano una vez al mes: por donde puedes esperar que un día te atrapará sin amenazas; y viéndote conducido hasta el puerto con frecuencia tanta, fiándote de permanecer todavía dentro de los límites acostumbrados, a ti y a tu confianza os habrán hecho pasar el agua una mañana inopinadamente. No debemos quejarnos de las enfermedades que realmente comparten el tiempo con la salud.»

Obligado estoy a la fortuna de la frecuencia con que me asalta con el mismo linaje de armas: por costumbre me acomoda, me endereza por el uso y me endurece por hábito: ahora sé ya, sobre poco más o menos, lo que costará mi rescate. A falta de memoria natural, con el papel la forjo, y cuando algún nuevo síntoma sobreviene a mi mal, lo escribo; por donde acontece que ahora, habiendo casi pasado por situaciones de todas suertes, si algún espanto me amenaza, hojeando estas anotaciones descosidas, cual sibilinas hojas, nunca dejo de encontrar consuelo con algún pronóstico favorable sacado de mi experiencia pasada. Socórreme también la costumbre de esperar mejoría en lo porvenir, pues el conducto de este vaciadero, como ha continuado tantos años, de creer es que la naturaleza no interrumpirá su curso, y no acontecerá otro peor accidente del que ya experimento. Además, la condición de esta enfermedad no se aviene mal con mi complexión, repentina y pronta: cuando me asalta blandamente, me amedrenta, porque dura largo tiempo; mas cuando naturalmente se permite excesos vigorosos y robustos, me sacude hasta el límite, durante un día o dos. Mis riñones han subsistido toda una edad sin alteración; pronto hará otra que cambiaron de estado; los males tienen su período, como los bienes; acaso este acidente esté ya tocando a su fin. Los años debilitan el calor de mi estómago, y su digestión, al ser menos perfecta, envía esta materia cruda a mis riñones: ¿por qué no había de suceder, gracias a alguna revolución, que se debilitara igualmente el calor de mis riñones de manera que no pudieran ya petrificar mi flema y la naturaleza adoptara alguna otra vía de purgación? Los años, indudablemente, me agotaron algunos catarros, ¿por qué no hicieron lo mismo con estos excrementos que proveen de materia a la piedra? ¿Pero hay algo tan dulce como esa repentina mutación y cuando de mi dolor extremo, vengo, por la expulsión de mi piedra a recobrar, con la rapidez del relámpago, la hermosa luz de la salud, tan libre y tan plena, como al escapar a los más repentinos y rudos cólicos? ¿Hay algo en este dolor sufrido que pueda contrapesarse con el placer de un alivio tan repentino? ¡Cuánto más hermosa me parece la salud después de la enfermedad, tan vecina tan contigua que puedo reconocerlas en presencia una de otra y en el grado más preeminente; cuando se oponen en competencia como para hacerse frente y oposición!

Así como los estoicos dicen que los vicios existen útilmente, para avalorar y apoyar a la virtud, podemos nosotros decir con fundamento mayor y menos atrevida conjetura, que la naturaleza procuronos el dolor para honor y servicio de la voluptuosidad y la indolencia. Cuando Sócrates, luego que le hubieron descargado de los hierros que le atormentaban experimentó el regalo de la picazón que su pesantez había ocasionado en sus tobillos, regocijose al reflexionar en la estrecha alianza del dolor y el placer, y al ver cómo están asociados con necesario enlace, de tal suerte que sucesivamente se siguen y engendran el uno al otro, pensando que el buen Esopo debiera haberlo reparado para idear con ello una hermosa fábula.

Lo peor que veo yo en las demás enfermedades es que no son tan graves en sus efectos como en su desenlace: un año entero transcurre para recobrarse, siempre lleno de debilidad y temor. Hay tanto riesgo y tantos grados para de nuevo ponerse en salvo, que nunca llegamos al término apetecido: antes de que nos hayan libertado de una venda y luego de un gorro; antes de que se os haya devuelto el disfrute del aire, el del vino, el de vuestra mujer y el de los melones, cosa milagrosa es si no habéis recaído en alguna nueva miseria. Tiene ésta el privilegio de abandonarnos sin dejar ninguna huella, mientras que las demás depositan siempre alguna alteración o trastorno, convirtiendo el cuerpo en susceptible de un mal nuevo, y haciendo que estos se den la mano unos a otros. Entre los males son tolerables los que se conforman con su dominio sobre nosotros, sin extender ni introducir su séquito. Mas son amables y corteses aquellos cuyo tránsito nos procura alguna consecuencia provechosa. Desde que padezco el cólico encuéntrome descargado de otros accidentes y, a mi parecer, más que antes de padecerlo: nunca la calentura me asaltó conjuntamente. Yo entiendo que me purgan los vómitos extremos y frecuentes a que estoy sujeto, de un lado, y de otro mis ascos; y los dilatados ayunos que atravieso, los cuales destruyen mis malos humores; también vacía en sus piedras lo que tiene de dañoso y superfluo. Y no se me reponga que es ésa una medicina dolorosamente comprada: ¿qué decir entonces de tantos pestíferos brebajes, cauterios, incisiones, sudoríficos, sedales, dietas y tantos otros remedios, que nos procuran a veces la muerte por ser incapaces de resistir su importunidad y violencia? De esta suerte, cuando el mal me coge, como medicina lo considero, y cuando me deja de su mano, considérome absolutamente libertado.

He aquí otro singular favor particular de mi dolencia. Sobre poco más a menos hace su juego aparte, dejándome hacer el mío; o si tal no acontece es por escasez de ánimo; aun en sus más rudos empujes lo mantuve diez horas a caballo. Si os limitáis a sufrir os veréis imposibilitados de hacer cosa distinta; jugad, comed, corred, haced esto o aquello, si podéis: vuestros desórdenes os procurarán menos quebranto que provecho: y otro tanto puede decirse a un galicoso, a un gotoso o a un hernioso. Los otros males exigen más universales obligaciones, contrarían mucho más nuestras acciones, trastornan por completo nuestros hábitos y comprometen la vida entera: éste no hace sino pellizcarnos la epidermis, dejándonos dueños de entendimiento y voluntad, lengua, pies y manos: más bien os despierta que os amodorra. El alma está herida de calenturiento ardor, aterrada por una epilepsia, dislocada por un rudo dolor de cabeza, atolondrada, en fin, por todas las enfermedades que lastiman la materia juntamente con las otras más nobles partes: aquí ni siquiera se la ataca: si la va mal, suya es la culpa; es que a sí misma se traiciona, abandona y descompone. Sólo los locos se dejan convencer de que esta materia dura y maciza que se cuece en nuestros riñones puede disolverse con brebajes, por donde luego que se puso en movimiento no hay sino dejarla paso, tan pronto como se absorbió. Advierto aún esta particular comodidad: es una enfermedad en la cual poco es lo que nos queda por adivinar: dispensados somos en ella del trastorno en que las demás nos lanzan por la incertidumbre de sus causas, progresos y condición, que es un desorden infinitamente penoso: aquí para nada nos sirven las consultaciones e interpretaciones doctorales; los sentidos nos muestran lo que nos duele y dónde nos duele.

Con tales argumentos, resistentes unos y endebles otros, trata Cicerón de dulcificar los males de su vejez; yo con ellos procuro adormecer y divertir mi imaginación, y suavizar mis llagas. Si empeoran, mañana proveeremos con otras escapatorias. Que así sea la verdad puedo probarlo fácilmente: he aquí que de nuevo los movimientos más leves exprimen sangre fuera de mis riñones. ¿qué hacer en tal estado? Yo no dejo de proceder como si tal cosa ni de caminar con juvenil ardor audaz, reconociendo dominar un tan importante accidente, el cual no me cuesta sino una pesantez y alguna alteración en la parte dolorida: es, quizá, una gruesa piedra que estruja y consume la substancia de mis riñones, y mi vida juntamente, que voy desalojando poco a poco, no sin cierta dulzura natural, como una deyección en adelante molesta y superflua. ¿Siento en mi algo que se derruye? Pues no esperéis que vaya entreteniéndome en examinar mi pulso y mis orines para tomar alguna providencia fatigosa: sobrado tiempo me queda para soportar el mal sin necesidad de dilatarlo con el miedo. Quien teme sufrir, sufre ya de lo que teme. Además, la ignorancia y dubitación de los que se mezclan en explicar los resortes de naturaleza y sus internos progresos, suministrándonos tantos pronósticos auxiliados por el arte que ejercen, debe persuadirnos de que las obras de aquella son infinitamente desconocidas: hay incertidumbre grande, variedad y obscuridad en lo que nos prometen o amenazan. Salvo la vejez, que es indudable sigilo de la proximidad de las cercanías de la muerte, en todos los demás accidentes, contadas señales veo de lo venidero, en las cuales podamos fundamentar nuestra adivinación. Yo no me juzgo sino por experimentación verdadera en este punto, nunca por raciocinio: ¿y para qué me serviría, puesto que no despliego sino paciencia y espera? ¿Queréis saber las ventajas que mi proceder me procura? Mirad a los que obran de distinto modo, a los que dependen de tan diversas persuasiones y consejos; ¡cuántas veces la fantasía los oprime sin que el cuerpo sufra para nada! Procurome placer en muchas ocasiones, hallándome seguro y libre de esos accidentes peligrosos, el anunciárselos a sus médicos como nacientes en el momento en que los hablaba, y soportaba la sentencia de sus horribles conclusiones muy a mi gusto, permaneciendo reconocido a Dios por su divina gracia, mejor instruido de la vanidad de ese arte.

Nada hay que deba tanto recomendarse a la juventud como la actividad y la vigilancia: nuestra vida no es sino acción y movimiento. Yo me muevo difícilmente, y en todas las cosas soy tardío; en el levantarme, en el acostarme y en mis comidas: a las siete de la mañana para mí aún no amaneció, y allí donde yo gobierno no se almuerza antes de las once, ni se cena hasta después de las seis. Antaño atribuí la causa de las calenturas y enfermedades en que he caído a la pesadez y amodorramiento que el dilatado sueño me procura, y siempre me arrepentí de entregarme a él al despertar por la mañana. Platón prefiere el exceso en el beber al exceso en el dormir. Yo gusto de acostarme en cama dura, solo (ni siquiera con mujer), a la real usanza, y mejor bien que mal cubierto. Mi lecho nunca lo calientan, mas la vejez hizo que algunas veces me pusieran tibias las sábanas para templar mis pies y mi estómago. Censurábase de dormilón a Escipión el Grande, a mi ver simplemente porque a todos contrariaba el que nada tuviera que mereciese vituperio. Si alguna delicadeza exige mi cuidado, es más bien al acostarme que en ninguna otra ocasión; mas, en general, cedo y me acomodo a la necesidad como cualquiera otro. El dormir ocupó buena parte de mi vida, y continúa todavía, ocupándola en esta edad en que vivo durante ocho o nueve horas consecutivas. Voy abandonando con provecho esta perezosa propensión, con ello evidentemente valgo más; algo, sin embargo, echo de ver el cambio; pero al cabo de tres días ya me encuentro habituado. Apenas veo quien con menos se conforme, cuando llega el caso, ni tampoco quien constantemente resista, ni a quien los quebrantos pesen menos. Mi cuerpo es capaz de una agitación resistente, mas no vehemente y repentina. Huyo ya de los ejercicios violentos que me llevan al sudor; mis miembros se rinden antes de templarse. Manténgome en pie durante todo un día y el pasearme no me cansa, mas no por el empedrado; desde mi primera edad gusté de montar a caballo: a pie me embadurno hasta la cintura; y las gentes pequeñas como yo, están abocadas, yendo por esas calles de Dios, a empujones y codazos por falta de apariencia. Cuando descanso, ya esté acostado o sentado, pongo las piernas tanto o más altas que el asiento.

Ninguna profesión tan grata como la militar, noble en su ejercicio (pues la más elevada, generosa y soberbia de todas las virtudes es el valor), y noble en su causa, porque no hay ninguna utilidad más justa ni general que la custodia del reposo y la grandeza de vuestro país. Pláceos la compañía de tantos hombres nobles, jóvenes, activos; la vista ordinaria de tantos espectáculos trágicos; la libertad de esa conversación de arte despojada; la manera de vivir, varonil y sin ceremonia; la variedad de mil acciones diversas; esa armonía vigorosa de la música guerrera, que regocija vuestro oído y pone alientos en vuestra alma; el honor del servicio que prestáis; su rudeza misma y dificultad, de Platón tan poco consideradas, que en su República hace que de ella participen las mujeres y los niños: os convidáis a los azares y particulares riesgos conforme juzgáis del brillo e importancia de ellos, cual soldado voluntario. Ved cómo la vida en ello exclusivamente se emplea,

Pulchrumque mori sucurrit in armis.[1473]

El temer los comunes peligros peculiares a una tan gran multitud; el no osar a lo que tantas suertes de hombres se determinan, y también todo un pueblo, propio es de un corazón blando y rastrero en demasía: la compañía pone ánimo hasta en las criaturas. Si en ciencia otros os sobrepujan, y en gracia, fuerza y fortuna, podéis alegar alguna causa disculpable: si cedéis a los demás en firmeza de alma, sólo vosotros sois culpables. La muerte es más abyecta, lánguida y dolorosa en el lecho que en el combate: las calenturas y los catarros tan crueles y mortales como un arcabuzazo. Quien se encuentre habituado a soportar valerosamente los ordinarios accidentes de la vida común, no ha menester de engordar su ánimo para convertirse en soldado. Vivere, mi Lucili, militare est.[1474]

Nunca recuerdo haberme visto sarnoso; sin embargo el rascarse es uno de los más dulces placeres naturales y está siempre al alcance de nuestra mano; pero, en cambio, la penitencia le sigue con importunidad vecina. Más bien lo ejerzo en los oídos, que me pican interiormente de cuando en cuando.

Yo nací con todos mis sentidos cabales casi hasta la perfección. Mi estómago es cómodamente bueno, como mi cabeza, y ordinariamente se mantienen firmes en medio de mis calenturas, lo mismo que mi respiración. Franqueé ya la edad que algunas naciones, no sin visos de razón, prescribieran para el justo fin de la vida, la cual no consentían sobrepujar. Sin embargo, experimento a veces reposiciones, aunque inconstantes y poco duraderas, tan íntegras y cabales que lindan con la salud y ausencia de males de mi juventud. Y no hablo de alegría y vigor, que razonablemente no trasponen sus linderos naturales;

Non hoc amplius est liminis, aut aquae

caelistes, patiens latus.[1475]

Mi semblante y mis ojos incontinenti me denuncian; todas mis transformaciones comienzan por ellos; algo más fuertes de lo que son en realidad. A veces inspiro lástima a mis amigos antes de experimentar dolor. El mirarme al espejo no me asusta, pues hasta en la juventud misma sucediome más de una vez tener un color de mal augurio sin experimentar gran malestar; de suerte que los médicos, al no encontrar una causa interior que respondiera de la alteración externa, la atribuían al espíritu y a alguna pasión secreta que interiormente me royera, equivocándose. Si el cuerpo se gobernara tan a mi albedrío como el alma, caminaríamos algo más a nuestro sabor: en mis verdes años la tenía, no ya exenta de trastornos, sino henchida de satisfacción y fiesta, las cuales emanan, ordinariamente, mitad de su complexión y por designio la otra mitad:

Nec vitiam artus aegre contagia mentis.[1476]

Creo yo que este templo suyo levantó muchas veces el cuerpo de sus caídas: se ve abatido tan sobradas veces, que si el alma no está regocijada, mantiénese, a lo menos, tranquila y en reposo. Durante cuatro o cinco meses padecí cuartanas; mi semblante se desencajó, mas el espíritu anduvo siempre no sólo sosegado, sino también alegre. Si el dolor reside fuera de mí, la flojedad y languidez apenas me contristan: muchas debilidades corporales veo, cuyo solo nombre pone espanto, las cuales temería yo menos que mil ordinarias pasiones y agitaciones de espíritu. Determinome a no correr (hago de sobra arrastrándome), y no me quejo de la decadencia natural que me tiene asido;

Quis tumidum guttur miratur in Alpibus?[1477]

como tampoco me lamento de que mi duración no sea tan dilatada y resistente cual la del roble.

No tengo por que quejarme de mi fantasía: durante el transcurso de mi vida, pocos pensamientos me asaltaron que perturbaran ni siquiera el curso de mi sueño, si no es algunos de deseo, que me despertaron sin afligirme. Sueño rara vez, y, cuando tal me acontece es con cosas quiméricas y fantásticas, emanadas comúnmente de pensamientos gratos, más bien ridículos que tristes. Tengo por verdadero que los sueños son intérpretes leales de nuestras inclinaciones, pero por cosa de artificio el interpretarlos y el descifrarlos:

Res que in vita usurpant homines, cogitant, curant, vident,

quaeque agunt vigilantes, agitantque, ea si cui in somno accidunt,

minus mirandum est.[1478]

Platón va más allá, diciendo que es deber de la prudencia el deducir de ellos adivinadoras instrucciones para lo venidero: nada de esto se me alcanza, si no es las maravillosas experiencias que Sócrates, Jenofonte y Aristóteles, personajes todos de autoridad irreprochable, nos refieren en este particular. Cuentan las historias que los atlantes no sueñan nunca, y que tampoco comen nada que haya la muerte recibido, lo cual apunto aquí por ser acaso la razón de que dejen de soñar, pues sabemos que Pitágoras designaba alimentos determinados para tener sueños ex profeso. Los míos son blandos, y no me procuran ninguna agitación corporal, ni me hacen hablar en alta voz. Algunos vi quienes maravillosamente agitaban: Teón, el filósofo, se paseaba soñando, y al criado de Pericles le hacían encaramar los sueños por los tejados y lo más prominente de la casa.

En la mesa apenas elijo, cayendo sobre la primera cosa más vecina, y paso difícilmente de un gusto a otro. La abundancia de platos y servicios me disgusta tanto como cualquiera otra demasía: sencillamente me conformo con pocos; aborrezco la opinión de Favorino, según el cual precisa en los festines que os quiten los que os apetecen, sustituyéndolos constantemente con otros nuevos, considerando mezquina la cena en que no se hartó a los asistentes con rabadillas de diversas aves, y que tan sólo la papafigo merece comerse entero. Como ordinariamente las carnes saladas; pero el pan me gusta más sin sal; mi panadero, en mi casa, no lo elabora distinto para mi mesa, contra los usos del país. En mi infancia tuvo principalmente que corregirse el disgusto con que veía las rosas que comúnmente mejor apetece esa edad, como pasteles, confituras y cosas azucaradas. Mi preceptor combatía este odio de manjares delicados como un exceso melindroso, de suerte que aquel disgusto no es sino dificultad de paladar, sea cual fuere lo que no acepte. Quien aparta de las criaturas cierta particular y obstinada propensión al pan moreno, al tocino o al ajo, las priva de una golosina. Hay quien alardea de paciente y delicado, hasta el punto de echar de menos el buey y el jamón entre las perdices: éstos hacen un papel lucido, incurriendo en la delicadeza de las delicadezas; muestran el gusto de una blanda fortuna, que se cansa de las cosas ordinarias y acostumbradas; per quae luxuria divitiarum taedio ludit[1479]. No considerar de una comida es buena porque otro como tal la considere; desplegar un cuidado extremo en el régimen, constituyen la esencia de ese vicio:

Si modica caenare times olu omne patella.[1480]

Con la diferencia de que vale más sujetar el propio deseo a las cosas fáciles de procurar; pero es siempre vicio el obligarse; antaño llamaba yo delicado a un pariente mío que en los viajes por mar había olvidado el servirse de nuestras camas y el quitarse el vestido para dormir.

Si yo tuviera hijos varones, de buen grado les deseara mi condición. El buen padre que Dios me dio, de quien en mí no se alberga sino el gallardo reconocimiento de su bondad, me envió desde la cuna, para que me criara, a un pobre lugar de los suyos, y allí me dejó mientras estuvo en nodriza y aun después, acostumbrándome a la manera de vivir más baja y común: magna pars libertatis est bene moratus venter[1481]. No os encarguéis nunca, y encargad todavía menos a vuestras mujeres el criar a vuestros hijos, dejad que el acaso los forme; bajo leyes populares naturales, dejad que la costumbre los enderece a la frugalidad y austeridad: que más bien tengan que descender de la rudeza que no subir hacia ella. Sus miras iban además a otro fin encaminada; quería unirme con el pueblo y con la condición humanas que necesita de nuestro apoyo, y consideraba que más bien debía mirar hacia quien me tiende los brazos que no a quien me vuelve la espalda; también por eso en la pila bautismal me puso en manos de personas de la más abyecta fortuna para que a ellas me sujetara y obligara.

Su designio produjo excelente fruto: entrégome de buen grado a los humildes, ya porque en ello hay mérito mayor, ya por compasión natural, que todo lo puede en mí. El partido que en nuestras guerras condenaré, lo condenaré más rudamente floreciente y próspero: con él me conciliaré en algún modo cuando lo vea por tierra y desquiciado. ¡Con cuánto regocijo considero yo el hermoso rasgo de Quelonis, hija y esposa de reyes de Esparta! Mientras en los desórdenes de su ciudad Cleombroto, su marido, iba ganando a Leónidas, su padre, cumplió como buena hija, acompañando al autor de sus días en su destierro y en su miseria, y oponiéndose al victorioso. Cuando la fortuna cambió de parecer, ella no quiso seguirla, colocándose valerosamente al lado de su marido, a quien siguió donde quiera que sus desdichas lo llevaron, sin otro móvil en su conducta, a mi entender, que el de lanzarse al partido donde su presencia era necesaria, y donde mejor mostrara su piedad. Más naturalmente me dejo llevar por el ejemplo de Flaminio, quien se prestaba a los que de él habían menester mejor que a quienes podían prestarle ayuda, que no por el de Pirro, propio sólo a humillarse ante los grandes y a enorgullecerse ante los humildes.

Las mesas prolongadas me cansan y perjudican, pues ya sea por haberme acostumbrado desde niño, ya por otra causa cualquiera, no ceso de comer mientras sentado permanezco. Por eso en mi casa, aun cuando las comidas sean breves, me instalo después de los demás, a la manera de Augusto, bien que no lo imite en lo de retirarse antes que los otros; por el contrario, me gusta prolongar la sobremesa y el oír contar, siempre y cuando que no sea yo el que relate, pues me molesta y trastorna el hablar con el estómago lleno, tanto como me agrada, gritar y cuestionar antes de la comida, como ejercicio muy saludable y grato.

Los antiguos griegos y romanos procedían mejor que nosotros al fijar para las comidas (que constituyen una de las acciones principales de nuestra existencia) varias horas y la mejor parte de la noche, si algún quehacer extraordinario no los llamaba a otras ocupaciones. Comían y bebían menos atropelladamente que nosotros, que ejecutamos a la carrera todas nuestras necesidades, y dilataban este gusto natural más placentera y habitualmente entreverándolo con diversas conversaciones útiles y agradables.

Los que cuidan de mi persona podrían fácilmente apartar de mis ojos lo que consideran como perjudicial, pues en tales cosas jamás deseo nada, ni echo de menos lo que no veo: mas por lo que toca a aquellas que tengo a mi alcance, pierden su tiempo pregonándome la abstinencia, de tal suerte que cuando quiero ayunar me precisa comer aparte, que me presenten exactamente lo necesario para una colación en regla; puesto en la mesa olvido mi resolución. Cuando ordeno que algún plato de carne se condimente de distinto modo, mis gentes saben que con ello quiero significar la languidez de mi apetito y que ni siquiera lo probaré.

En todas las carnes que lo soportan prefiérolas ligeramente cocidas y me gustan tiernas hasta la desaparición del olor en algunas; sólo la dureza generalmente me contraría (todos los demás defectos los soporto y paso por alto como el más pintado), de tal modo que, contra el parecer común, hasta los pescados me sucede encontrarlos sobrado frescos y resistentes, no a causa de mis dientes, que siempre se mantuvieron buenos hasta la excelencia, y que la edad sólo ahora comienza a amenazar; desde mi infancia aprendí a frotarlos con la toalla por la mañana y con la servilleta al retirarme de la mesa. Congracia Dios a aquel a quien sustrae la vida por lo menudo: es el único beneficio de la vejez; la última muerte será tanto menos plena y dolorosa, pues no matará sino medio o un cuarto de hombre. Aquí tengo un diente que se me acaba de caer sin dolor, sin esfuerzo de mi parte; era el término natural de su duración: este fragmento de mi ser y algunos más están ya muertos, y medio muertos otros, de los más activos, que ocuparon un rango esencial durante mi edad vigorosa. Así voy disolviéndome y escapando a mí mismo. ¿No sería torpeza de mi entendimiento lamentar el salto de esta caída, tan avanzada ya, cual si estuviera entera? No creo yo que así suceda. En verdad experimento un consuelo esencial ante la idea de la muerte, considerando que la mía será de las justas y naturales, y pensando que en lo sucesivo no puedo en este punto exigir ni esperar del destino sino un favor extraordinario. Los hombres creen que en lo antiguo tuvieron, como la estatura, la vida más dilatada, pero se engañan: Solón, que pertenece al tiempo remoto, calcula, sin embargo, la duración más extrema en unos setenta años. Yo que tanto adoré esa  [1482-1483] de las viejas edades y que como tan perfecta tuve la mediana medida ¿aspiraré, a una vejez desmesurada, y prodigiosa? Todo cuanto va contra el curso normal de la naturaleza, puede ser perjudicial, mas lo que de ella procede ha de ser siempre grato: omnia, quae secundum naturam fiunt, sunt habenda in bonis[1484]: así Platón declara violenta la muerte que las heridas o las enfermedades procuran, mas aquella a que la vejez nos lleva, es entre todas, la más ligera y en algún modo deliciosa. Vitam adolescentibus vis aufert, senibus maturitas.[1485] La muerte va en nuestra existencia con todo mezclada y confundida: el declinar de nuestras facultades anticipa el momento en que debe negar, y va digiriéndose en el curso de nuestro progreso mismo. Conservo mis retratos de los veinticinco años y de los treinta y cinco, y cuando con el actual los parangono, ¡cuántas veces reconozco no ser el mismo, y cuantas la imagen mía se muestra más alejada de aquéllos que de la muerte! Es sobrado abusar de la naturaleza, el machacarla y zarandearla tan dilatadamente que se vea precisada a abandonarnos, y encomendar nuestra conducta, nuestros ojos, nuestros dientes, nuestras piernas y todo lo demás a la merced de un socorro extraño y mendigado, resignándonos por completo en las manos del arte, ya cansada aquella de seguirnos.

No me muestro extremadamente deseoso de frutas ni de ensaladas, algo sí de los melones: mi padre odiaba toda clase de salsas, y a mí todas me gustan. El mucho comer me molesta; mas por su calidad, no tengo aún noticia cierta de que ninguna carne me siente mal, como tampoco advierto diferencia entre la luna llena y el menguante, o entre el otoño y la primavera. Hay en nosotros movimientos inconstantes y desconocidos, pues los rábanos picantes, por ejemplo, primeramente me gustaron, luego me disgustaron, y ahora, de pronto, vuelven a saberme bien. En algunas cosas advierto que mi estómago y mi apetito van así diversificándose: del vino blanco pasé al clarete y del clarete volví al blanco.

En punto a pescados, soy goloso; mis días de vigilia los convierto en días de carne y los de carne en vigilia, creo yo (y así hay quien dice) que el pescado es de digestión más fácil que la carne. Del propio modo que considero como caso de conciencia el comerla en día de pescado, así también me ocurre lo mismo en lo de mezclar el pescado con la carne; tal diversidad me parece algo remota.

Desde mi juventud prescindí a veces de alguna comida, bien para aguzar mi apetito al día siguiente (pues así como Epicuro ayunaba y comía escasamente a fin de acostumbrar la voluptuosidad a evitar la abundancia, yo persigo el contrario móvil, o sea enderezar el placer para su provecho, haciendo que encuentre regocijo en lo copioso), bien por mantener entero mi vigor para el desempeño de alguna acción corporal o espiritual, pues unas y otras se amodorran en mí cruelmente, con la hartura. Detesto sobre todo el acoplamiento torpe de una diosa, tan sana y alegre con este dios diminuto, indigesto y eructador, todo hinchado con los vapores del mosto. También ayuno para curar mi estómago enfermo, o por carecer de adecuada compañía, pues yo me digo, como Epicuro, que no hay que mirar tanto lo que se come aquel con quien se come; y alabo el proceder de Quilón, el cual no quiso prometer su compañía en el festín de Periandro, antes de que le informaran de los demás invitados. Para mí no hay más dulce apresto ni salsa más apetitosa que aquella que la sociedad procura. Tengo por más sano el comer en buena compañía y en cantidad menor y comer más a menudo, pero no experimentaría ningún placer con arrastrar medicinalmente al día tres o cuatro mezquinas comidas, así tasadas. ¿Quién me asegurará que el apetito de la mañana volveré a encontrarlo por la noche? Aprovechemos, los viejos principalmente, la primera ocasión oportuna que se nos brinda: dejemos a los hacedores de almanaques las esperanzas y pronósticos. La voluptuosidad es el fruto extremo de mi salud: lancémonos tras la primera, presente y conocida. Yo evito la constancia en estas leyes del ayuno; quien quiere que una sola fórmula le sirva de tasa, huya de continuarla: así nosotros nos aguerrimos y nuestras fuerzas se adormecen: seis meses después de seguir tal régimen, os veréis con el estómago tan bien acoquinado que vuestro fruto consistirá en haber perdido la libertad de proceder sin daño distintamente.

Igual abrigo cubre mis muslos y mis pantorrillas en invierno que en verano; con unas medias de seda tengo bastante. Para el socorro de mis catarros consentí en mantener la cabeza más caliente y el vientre para el de mis cólicos: mis males luego a ello se habituaron, menospreciando mis ordinarias precauciones; del casquete pasé al gorro y del gorro a encasquetarme un sombrero bien forrado. La borra de mi coleto no me sirve si no es para el garbo, y tengo que añadir una piel de liebre o el plumón de un buitre, y un solideo a mi cabeza. Seguid esta gradación y marcharéis a buen paso: de buena gana me apartaría de la conducta que observé si lo osara. ¿Caéis en algún nuevo accidente? pues ya los remedios para nada os sirven, os habéis acostumbrado a ellos, buscad otros nuevos. Así se arruinan los que se dejan acogotar por regímenes despóticos, sujetándose a ellos supersticiosamente: precísanles luego, después y siempre. Detenerse es imposible.

Para nuestras ocupaciones y placeres es mucho más ventajoso aplazar la cena, como los antiguos hacían, dejándola para la hora de recogerse, sin interrumpir el orden del día; así lo hice yo antaño. Mas por lo que a la salud toca, por experiencia reconocí después lo contrario: preferible es cenar; la digestión se hace mejor velando. Soy poco propenso a la sed, lo mismo sano que enfermo; en este estado fácilmente se me pone seca la boca, pero ninguna sed experimento, generalmente no me impulsa a beber sino el deseo que comiendo me asalta, y ya bien entrada la comida. Para un hombre que por esta cualidad no se distingue, bebo bastante bien: en verano, tratándose de comidas apetitosas, ni siquiera excedo los límites de Augusto, quien sólo bebía tres veces, con toda puntualidad; mas por aquello de no ir contra el precepto de Demócrito, el cual prohibía detenerse en el número cuatro, considerándolo de mal agüero, en caso necesario voy hasta el cinco: me basta, próximamente, con tres medios cuartillos; los vasos pequeños son mis favoritos, y me place variarlos, lo cual algunos evitan como cosa censurable. Templo mi vino casi siempre con la mitad de agua, a veces con un tercio, y cuando estoy en mi casa, conforme a una usanza remota que su médico ordenaba a mi padre, y a sí mismo, se mezcla el que me precisa en la despensa, dos o tres horas antes de servir la mesa. Cuentan que Cranao, rey de los atenienses, fue el inventor de esta costumbre de aflojar el vino con agua: sobre su utilidad o inconveniencia no falta quien cuestione. Juzgo más decoroso, y también más sano, que los niños no beban hasta los diez y seis o diez y ocho años cumplidos. La manera de vivir más corriente y común es la más hermosa: toda particularidad y capricho me parecen dignos de evitarse, y odiaría tanto a un alemán que bautizara el vino, como a un francés que lo bebiera puro. Las costumbres públicas dan la ley en tales cosas.

Temo el aire colado y huyo el humo mortalmente: los primeros inconvenientes que remedié en mi hogar fueron el de las chimeneas y el de los excusados, defectos tan insoportables como frecuentes en las casas viejas. Entre las dificultades de la guerra, incluyo las espesas polvaredas que en lo más recio del calor nos circundan y nos entierran durante todo un día. Mi respiración es libre y fácil, y mis resfriados pasan ordinariamente sin atacar el pulmón, ni ocasionar tos alguna. La rudeza del verano es para mí más enemiga que la del invierno, pues aparte de que la incomodidad del calor es menos remediable que la del frío, y a más de que los rayos solares trastornan mi cabeza, a mis ojos ofusca toda luz resplandeciente: yo no sería capaz, a la edad que tengo, de comer frente a un fuego ardiente y luminoso.

Para amortiguar la blancura del papel, en los tiempos en que la lectura me fue más grata, acostumbraba a poner un vidrio sobre las páginas, y así mi vista encontraba alivio. Desconozco hasta el presente el uso de los anteojos, veo tan de lejos como cuado más, y tanto como cualquiera otro: verdad es que al declinar el día, mis ojos comienzan a turbarse y que la lectura los debilita; este ejercicio fue para mí siempre sensible, de noche sobre todo. He aquí, un paso atrás, perceptible apenas: así retrocederé de otro, y pasaré del segundo al tercero y del tercero al cuarto, tan silenciosamente que me precisará verme ciego por completo antes de advertir la decadencia y vetustez de mis ojos: ¡con artificio tanto van las parcas deshilando nuestra vida! Y, no obstante, aun ignoro si mi oído va perdiendo su fuerza; y veréis que lo habré perdido a medias, culpando la voz de las que me hablan: necesario es sujetar el alma para hacerla sentir cómo va deslizándose.

Mi andar es rápido y seguro, e ignoro cuál, de entre el cuerpo y el espíritu, acerté a detener con dificultad mayor en un momento dado. Buen predicador es aquel de mis amigos que detiene mi atención durante toda una plática. En los lugares ceremoniosos, donde cada cual adopta tan violentado continente, donde vi a las damas mantener los ojos tan inmóviles, jamás logré cabalmente dominarme: aun cuando sentado permanezca, no acierto a estar de asiento. Como la doméstica del filósofo Crisipo decía de su amo que sólo por las piernas se emborrachaba, pues tenía la costumbre de moverlas en cualquiera posición que se encontrase (y lo decía, cuando el vino trastornando a sus compañeros, él permanecía impávido), de mí pudo decirse desde la infancia que mis pies estaban locos, o que tenía en ellos mercurio, tanta es mi veleidad e inconstancia natural, sea cual fuere el sitio donde los ponga.

Esta falta de decoro perjudica a la salud, y aun al placer de comer vorazmente, cual yo acostumbro: a veces me muerdo la lengua y otras los dedos por la premura. Como Diógenes viera a un niño que comía así, sacudió una bofetada a su preceptor. En Roma había hombres que adiestraban en el mascar delicadamente, como en el andar y en otras operaciones. Yo prescindo de la distracción que el hablar procura (siendo en las mesas una salsa tan gustosa), siempre y cuando que oiga cosas agradables y ligeras.

Entre nuestros placeres hay celos y envidias; chocan unos con otros, embarazándose: Alcibíades, hombre competentísimo en la ciencia del bien tratarse, echaba a un lado hasta la música de los banquetes, a fin de no trastornar en ellos la dulzura de los coloquios, por las razones que Platón le atribuye. Decía, «que es propio de hombre comunes el recurrir en los festines a los tocadores de instrumentos músicos y a los cantores a falta de buenos discursos y diálogos agradables, con los cuales las gentes de entendimiento saben entrefestejarse». Varrón exige los requisitos siguientes en una mesa: «Que sean los congregados personas de presencia grata y de amena conversación, ni mudos ni habladores; nitidez y delicadeza en los manjares, y el lugar y el tiempo despejados.» No exige poco arte ni voluptuosidad escasa el buen trato de las mesas: ni los eximios filósofos ni los guerreros de memoria inmarcesible menospreciaron el uso, y ciencia de las mismas. Mi fantasía dio a guardar tres a mi recuerdo, que la buena fortuna hizo para mí de dulzura soberana, en diversas épocas de mi edad florida. Apárteme de tales fiestas mi situación actual, pues cada uno para sí provee la gracia principal y el sabor, según el buen temple de cuerpo y de espíritu en que a la sazón se encuentra. Yo que camino siempre pedestremente, detesto esa sapiencia inhumana que tiende a convertirnos en menospreciadores enemigos del cultivo de nuestro cuerpo: tan injusto considero el que los goces naturales como el buscarlos sin medida. Jerjes era un fatuo, porque envuelto en todas las humanas voluptuosidades, iba proponiendo un premio a quien se las descubriera nuevas; pero no es menos torpe quien prescinde de aquellas con que la naturaleza le brindara. Si bien no hay que seguirlas, tampoco se debe huirlas, basta sólo recogerlas. Yo las recibo con alguna mayor amplitud y delicadeza, y de mejor grado me dejo llevar hacia la pendiente natural. No tenemos para qué exagerar la vanidad de los placeres: de sobra se nos muestra y aparece a cada paso, gracias a nuestro enfermizo espíritu, extinguindor de alegrías, que nos las hace repugnar como también a sí mismo. Trata esto todo cuanto recibe como a sí mismo se trata, unas veces más allá y otras más acá, conforme a su ser insaciable, versátil y vagabundo:

Sincerum est nisi vas, quodecumque infundis, acescit.[1486]

Yo, que me precio de abrazar tan atenta y particularmente las comodidades todas de la vida, en ellas no descubro sino viento cuando con intensidad las miro; pero el viento, más prudente que nosotros, se complace con el ruido y la agitación, conformándose con sus oficios peculiares, sin desear estabilidad ni solidez, cualidades que en modo alguno le pertenecen.

Dicen algunos que los placeres puros de la fantasía y lo mismo los dolores, son los más intensos, como mostraba la lanza de Critolao[1487]. Lo cual no es de maravillar, pues aquella facultad a su albedrío los elabora, teniendo para ello copiosa tela donde cortar: a diario veo de esta verdad ejemplos insignes, y deseables acaso. Mas yo, hombre de condición mixta y ordinaria, soy incapaz de morder tan por completo a ese sencillo objeto sin que pesadamente me deje llevar por los placeres presentes de la ley humana y general, intelectualmente sensibles, sensiblemente intelectuales. Quieren los filósofos cirenaicos que, como los dolores, también los placeres corporales sean más poderosos, como dobles y como de índole más justa. Gentes hay, Aristóteles así lo dice, que con estupidez altiva por ello se contrarían; otros conozco yo que por ambición hacen lo mismo. ¿Por qué no renuncian también al respirar? ¿Por qué de lo propio no viven? y ¿por qué no rechazan también la luz, en atención a que es gratuita, no costándoles invención ni esfuerzo? Que para ver los sustenten Marte, Palas o Mercurio, en lugar de Venus, Ceres y Baco. ¿Buscarán, acaso, la cuadratura del círculo tendidos encima de sus mujeres? Yo detesto el que se nos ordene mantener el espíritu en las nubes, mientras sentados a la mesa permanecemos: no quiero que el espíritu remonte a regiones sobrenaturales, ni que se arrastre por el lodo, anhelo solamente que a sí mismo se aplique y que en sí mismo se recolecte, no que en si se tienda. Aristipo no se ocupaba sino del cuerpo, como si no tuviéramos alma; Zenón no comprendía sino el alma, cual si de cuerpo careciéramos: ambos viciosamente aconsejaban. Cuentan que Pitágoras practicó una filosofía puramente contemplativa; la de Sócrates consistió en costumbres y en acciones, en toda su integridad: Platón halló un término medio entre las dos. Mas no lo dicen sino por hablar. El temperamento verdadero en Sócrates se reconoce: Platón es mucho más socrático que pitagórico, y le sienta mejor. Cuando yo bailo, bailo, y cuando duermo, duermo; hasta cuando me paseo solitariamente por vergel ameno, si durante algún espacio de tiempo mis pensamientos llenaron ocurrencias extrañas, durante otro los vuelvo al aseo, al vergel, a la dulzura solitaria, y a mí, en fin.

Cuidó maternalmente naturaleza de que las acciones que para nuestras necesidades nos impuso, nos fueran al par placenteras; a ellas nos convida, no solamente por razón, sino también por apetito: es injusto corromper sus reglas. Cuando veo a César y a Alejandro en lo más rudo de sus labores gozar tan plenamente de los placeres humanos y corporales, no digo que aflojan su alma, sino que a la rigidez la encaminan, sometiendo por vigor de ánimo a las comas de la vida ordinaria aquellas violentas ocupaciones y laboriosos pensamientos: prudentes si hubieran creído que ésta era su ordinaria ocupación y aquélla la extraordinaria ¡Todos somos locos de remate! «Ha pasado su vida en la ociosidad», decimos: «Hoy nada hice.» ¡Pues qué! ¿no habéis vivido? Ésta no es solamente la fundamental, sino la más relevante de vuestras labores. «Si se me hubiera adiestrado en el manejo de las empresas magnas, dicen habría puesto de relieve de cuánto era capaz.» ¿Habéis sabido meditar y gobernar vuestra vida? pues realizasteis de entre todas la mayor de las humanas obras; para que naturaleza se muestre y ejecute, el acaso en nada tiene que intervenir; igualmente, aparece aquélla en todos los estados sociales, y así tras el telón como sin él. ¿Supisteis elaborar vuestras costumbres? pues hicisteis más que quien libros elaboró; ¿fuisteis diestro en el descansar? pues realizasteis mayores hazañas que quien se apoderó de imperios y ciudades.

La más eximia y gloriosa labor del hombre consiste en vivir a propósito como Dios manda; todas las demás cosas: reinar, atesorar, edificar y otras mil no son sino apéndices y adminículos, cuando más. Me complace el ver a un caudillo al pie de la brecha, que al punto va a atacar, prestarse luego, íntegramente, a sus necesidades ordinarias, al comer y al conversar entre sus amigos; y a Bruto, conspirando contra él la tierra toda y juntamente contra la libertad romana, reservar a sus revistas nocturnas algunas horas para leer y compendiar a Polibio con tranquilidad cabal. A las almas pequeñas, aniquiladas por el peso de los negocios corresponde el ignorar diestramente desenvolverse, y el no saber echarlos a un lado para luego volver a la carga:

O fortes, pejoraque passi

mecum saepe viri nunc vino pellite curas:

cras ingens iterabimus aequor.[1488]

Ya sea broma o realidad lo de que el vino teologal y sorbónico se haya trocado en proverbio, y lo mismo los festines sorbónicos y teologales, considero yo razonable que de él almuercen con tanta mayor comodidad y regocijo cuanto más seria y útilmente ocuparon la mañana en los ejercicios propios de su escuela: la conciencia de haber empleado bien las demás horas constituye un sabroso y justo condimento de las mesas. Así vivieron los filósofos: y aquella virtud ardorosa que en uno y otro Catón nos admira, aquel carácter severo hasta la importunidad, se sometió blandamente, y se complació a las leyes de la humana condición, a Venus y, a Baco, conforme a los preceptos de la secta a que pertenecían, que soliciten la perfección prudente, tan experta y entendida en el ejercicio de los placeres naturales como en todos los demás deberes de la vida: Cui cor sapiat, ei et sapiat palatus.[1489]

La facilidad y el abandono sienta mejor, al par que honran a maravilla, a las almas fuertes y generosas: no creía Epaminondas que destruyera el honor de sus gloriosas victorias ni las perfectas costumbres que le gobernaban el mezclarse en las danzas de los muchachos de su ciudad, cantando y tocando con ejemplar esmero. Entre tantas señaladas acciones como llenaron la vida del primer Escipión, personaje digno de ser considerado como de celestial estirpe, ninguna le muestra con mayor encanto que el verle al desgaire e infantilmente divertirse, cogiendo y escogiendo conchas y jugar al recoveco con Lelio, a lo largo de la playa; y cuando el tiempo no era grato entretenido y divertido con la representación por escrito para el teatro de las acciones humanas más vulgares y bajas: llena estaba mientras tanto su cabeza con aquellas empresas grandiosas de Aníbal y de África, al par que visitaba las escuelas de Sicilia y frecuentaba las lecciones de la filosofía, hasta armar los dientes de la ciega envidia de sus enemigos romanos. Admirable es en la vida de Sócrates el que siendo ya viejo, encontrara razón de que le instruyeran en las danzas y en el toque de instrumentos músicos, considerando su tiempo como bien empleado. A este filósofo se le vio extasiado, de pie durante todo un día y una noche, frente al ejército griego, sorprendido y encantado por algún profundo pensamiento: entre tantos hombres valerosos como entre aquellos hombres había, fue el primero en lanzarse al socorro de Alcibíades, abrumado de enemigos, resguardándole con su cuerpo y arrancándole del tumulto a mano armada; en la batalla deliena se le vio levantar y salvar a Jenofonte, lanzado de su caballo; y en medio del pueblo ateniense, ultrajado como él de un tan indigno espectáculo, socorrer el primero a Terameno, a quien los treinta tiranos conducían a la muerte mediante sus satélites, no desistiendo de esta arrojada empresa sino por la oposición de Terameno mismo, aun cuando él no fuera acompañado en junto más que de dos personas: viósele, asediado por una belleza de quien estaba enamorado, mantenerse severamente abstinente; viósele lanzado constantemente en los peligros de la guerra, hollando el hielo con los pies desnudos; llevar el mismo vestido en invierno que en verano, exceder a todos sus compañeros en las fatigas del trabajo; comer con frugalidad idéntica en el más suntuoso banquete que en la humilde mesa de su casa; permanecer veintisiete años con invariable semblante, soportando el hambre, la pobreza, la indocilidad de sus hijos, las garras de su mujer, y, por fin, la calumnia, la tiranía, la prisión y el veneno: Mas si a este mismo hombre invitaban a beber copiosamente, por deber de civilidad era también de entre los de la compañía quien a todos sobrepujaba; ni rechazaba tampoco el jugar a las tabas con los muchachos, ni el corretear con ellos sobre un palo a guisa de caballo, con gracioso continente; pues todas las acciones, dice la filosofía, sientan igualmente bien y honran al filósofo. Es justo y equitativo el que jamás deje de presentársenos la imagen de este personaje en todos los modelos y formas de perfección. Entre las vidas humanas hay pocos ejemplos tan plenos y tan puros, y a nuestra instrucción se daña proponiéndonos a diario los débiles y raquíticos, buenos apenas para una sola enmienda, los cuales nos echan hacia atrás, y son corruptores más bien que correctores. El mundo vive engañado: con facilidad mayor se camina por los bordes, donde la extremidad sirve de límite, parada y guía, que por la senda de en medio, amplia y abierta; es más cómodo proceder conforme al arte que según naturaleza, pero también es menos noble y menos recomendable.

La grandeza de alma no consiste tanto en tirar hacia lo alto o en pugnar hacia adelante como en saber acomodarse y circunscribirse; como grande considera todo cuanto es suficiente, y muestra su elevación amando más bien las cosas medianas que las eminentes. Nada es tan hermoso ni tan legítimo cual desempeñar bien y debidamente el papel de hombre, ni hay ciencia tan ardua como el vivir esta vida de manera perfecta y natural. De nuestras enfermedades, la más salvaje es el menosprecio de nuestro ser.

Quien pretenda echar a un lado su alma, que lo haga resueltamente, si le es dable, cuando tenga el cuerpo enfermo a fin de descargarla del contagio. Mas si esto no acontece proceda contrariamente, asistiéndola y favoreciendola, y no la niegue la participación de sus naturales placeres, complaciéndose con aquél conyugalmente; obre con moderación si es moderada, por el natural temor de que los goces no se truequen en dolores. La destemplanza es peste de la voluptuosidad, y la templanza no es su castigo, es su condimento: Eudoxo, que en el extremo goce hacía consistir el soberano bien, y sus compañeros, que le imprimieron tan gran valía, saboreáronle en su dulzura mediante la medida, que en ellos fue ejemplar y singular.

Yo ordeno a mi alma que contemple el dolor y el placer con mirada igualmente moderada, eodem enim vitio est effusio animi in laetitia, quo in dolore contractio[1490], y con firmeza idéntica, mas alegremente la una y severa la otra y en tanto que aquella lo pueda procurar, tan cuidadosa de aminorar el uno como de agrandar el otro. El ver sanamente los bienes acarrea el ver los males del propio modo; el dolor tiene algo de inevitable en su blando comenzar, y la voluptuosidad algo de evitable en su fin excesivo. Platón los acopla, y quiere que sea el fin común de la fortaleza combatir al par contra el dolor y contra las encantadoras blanduras de los goces: dos fuentes son en las cuales quien se aprovisiona cuando, como y cuanto precisa, ya sea ciudad, hombre o bruto, es cabalmente dichoso. Hay que tomar el primero como medicina y como cosa necesaria; pero en cantidad muy nimia; el segundo como quien la sed aplaca, pero no hasta la embriaguez. El dolor, el placer, el amor y el odio, son las acometidas primeras que siente un niño: si la razón naciente se aplica a gobernarlos, la virtud se engendra.

Para mi uso particularísimo, tengo un diccionario: cuando el tiempo es malo e incómodo, me limito a pasarlo; cuando es bueno, no hago lo mismo, sino que lo gusto y en él me detengo: es preciso correr por lo malo y asentarse en lo bueno. Estos dichos familiares, «Pasatiempo» y «Pasar el tiempo», significan la costumbre de esas gentes prudentes que no piensan dar a la vida mejor empleo que el de deslizarla, huirla y trasponerla, apartándose de su camino, y cuanto de sus fuerzas depende ignorarla, huyendola como cosa de índole enojosa y menospreciable; mas yo la conozco distinta, y la encuentro cómoda y digna de recibo, hasta en su último decurso, en el cual me encuentro; púsola naturaleza en nuestra mano, provista de circunstancias tales y tan favorables, que solamente de nosotros tenemos que quejarnos si nos mete prisa, escapándosenos inútilmente; stulti vita ingrata est, trepida est, tota in futurum fertur[1491]. Yo me preparo, sin embargo, a perderla sin pesadumbre, mas como cosa de condición perdible, y algo pesado e inoportuno; por eso no sienta bien el condolerse de morir sino a aquellos que en el vivir se complacieron. Hay moderación en el gozarla, y yo la disfruto el doble, que los demás, pues la medida del disfrute depende del más o el menos en la aplicación que la procuramos. Ahora, principalmente, que advierto la mía de duración tan breve, quiero amplificarla en peso, quiero detener la rapidez de su huida con la prontitud en el atraparla y, mediante el vigor del empleo, compensar el apresuramiento de su pérdida: a medida que la posesión del vivir es más corta, precísame convertirla en más profunda y más plena.

Otros experimentan las dulzuras de la prosperidad y del contentamiento: yo las siento como ellos, pero no de pasada y deslizándome: es menester estudiarlas, saborearlas y rumiarlas para gratificar dignamente a quien nos las otorga. Gozan los demás placeres, como el del sueño, sin conocerlos. Con este fin, de que ni aun el dormir siquiera me escapase así torpemente, encontré bueno antaño que me lo turbaran, a fin de entreverlo. Contento conmigo mismo, lo medito; no lo desfloro, lo profundizo, y a mi razón, mal humorada ya y asqueada, lo pliego para que lo recoja. ¿Me encuentro en situación reposada? ¿algún deleite interior me cosquillea? pues no consiento que los sentidos lo usurpen, y a mi estado asocio mi alma, no para a él obligarla, sino para que con él se regocije; no para que allí se pierda, sino para que allí se encuentre; y por su parte la invito a que se contemple en tan alto sitial y de él pese y estime la dicha, amplificándola: así mide cuánto debe a Dios, por hallarse en reposo con su conciencia y con otras pasiones intestinas; por tener el cuerpo en su disposición natural, gozando ordenada y competentemente de las funciones blandas y halagadoras, por las cuales le place compensar con su gracia los dolores con que su justicia nos castiga a su vez. El alma mide cuánto la vale el estar alojada en tal punto que donde quiera que dirija su mirada, en su derredor el cielo permanece en calma; ningún deseo, ningún temor ni duda que puedan perturbarla; ninguna dificultad pasada, presente ni futura por cima de la cual su fantasía no pase sin peligro. Reálzase esta consideración con el parangón de condiciones diversas: así yo me propongo bajo mil aspectos, cuantos el acaso y el propio error humano agitan e incluyen; y también éstos de mí más cercanos, que acogen su buena dicha con flojedad tanta de curiosidad exenta: gentes son que, en verdad, pasan su tiempo, sobrepujan el presente y cuanto está en su mano por servir la esperanza, merced a las sombras y vanas imágenes que la fantasía coloca ante sus ojos,

Morte obita quales fama est volitare figuras,

aut quae sopitos deludunt somnia sensus[1492]:

las cuales apresuran y alargan su huida al igual que se las sigue: y el fruto y última mira de este perseguimiento es simplemente perseguir, como Alejandro decía que el fin de su tarea era de nuevo atarearse:

Nil actum credens, quum quid superesset agendum.[1493]

Así, pues, yo amo la vida, y la cultivo tal como a Dios plugo otorgámela. No voy lamentando el experimentar la necesidad de comer o de beber, y me parecería errar de un modo no menos inexcusable, apeteciendo sentirla doble; sapiens divitiarum naturalium quaesitor aserrimus[1494]. Ni el que nos alimentáramos metiendo simplemente en la boca un poco de aquella droga con la cual Epiménides se privaba de apetito, sustentándose; ni que estúpidamente se procrearan hijos por medio de los dedos o los talones, sino hablando con reverencia, que más bien se los produjera voluptuosamente con los talones y los dedos. Ni de que al cuerpo asalten cosquilleos: son todas éstas quejas ingratas e injustas. Yo acojo de buen grado y con reconocimiento cuanto la naturaleza hizo por mí; con ello me congratulo y, de ello me alabo. Inferimos agravio a aquel grande Todopoderoso Donador, rechazando su presente, anulándolo y desfigurándolo: como es todo bondad, óptima es toda su obra: omnia, quae secundum naturam sunt, aestimatione digna sunt[1495].

Entre las opiniones de la filosofía, abrazo de mejor grado las más sólidas, es decir, las más humanas y nuestras; mi discurso va de acuerdo con mis costumbres, bajas y humildes: y, a mi ver, aquélla hace una colosal niñada cuando se pone a gallear, predicándonos que es una feroz alianza la de casar lo divino con lo terreno, lo razonable con lo irracional, lo honesto con lo deshonesto. Que la voluptuosidad es cosa de índole brutal e indigna de ser por el filósofo gustada: Que el único placer que éste alcanza con el goce de una esposa hermosa y joven, es el mismo que su conciencia lo procura al realizar una acción conforme al orden, como la de calzarse los botines para emprender una provechosa correría. ¡Así los que tal filosofía predican no tuvieran más derecho, ni más nervios, ni más jugo en el desdoncellar de sus mujeres que en los principios que sientan!

No es ésa la doctrina de Sócrates, su preceptor y el nuestro, el cual toma, como debe, la voluptuosidad corporal, pero prefiriendo la del espíritu, como más fuerte, constante, fácil y digna. Ésta, en modo alguno, camina aislada según él (pues no es tan visionario), es únicamente la primera; para él la templanza es moderadora y no enemiga de los goces. Dulce guía es naturaleza, pero no más dulce que prudente y justa: intrandum est in rerum naturam, et penitus, quid ea postulet, pervidendum[1496]. Yo sigo en todo sus huellas: confundímosla nosotros con rasgos artificiales, y ese soberano bien académico y peripatético, que consiste en vivir «según ella», por esa razón se convierte en difícil de limitar y explicar; y asimismo el de los estoicos, vecino de aquél, que consiste en «transigir con naturaleza». ¿No es error el considerar algunas acciones menos dignas porque sean necesarias? No me quitarán de la cabeza que no sea una convenientísima unión la del placer y la necesidad: con la cual, dice un antiguo, los dioses conspiran siempre. ¿Con qué mira desmembramos, a guisa de divorcio, mi edificio cuya contextura y correspondencia permanecen juntas y fraternales? Por el contrario, anudémosle mediante oficios mutuos: hagamos que el espíritu despierte y vivifique la pesantez del cuerpo, y que el cuerpo detenga y fije la ligereza del espíritu. Qui, velut summum bonum, laudat animae naturam, et, tanquam malum, naturam carnis accusat, profecto et animam, carnaliter appetit, et carnem carnaliter fugit; quoniam, id vanitate sentit humana, non veritate divina?[1497] Ningún fragmento indigno de nuestra solicitud en este presente que Dios nos hizo: de él debemos cuenta estrictísima, hasta de un cabello, y no es un quehacer de cumplido para el hombre el gobernar al hombre, según su condición; es expreso, ingenuo y principalísimo, y el Creador nos lo confió seria y severamente. La autoridad puede sólo contra los entendimientos comunes, y pesa más cuando va envuelta en lenguaje peregrino. Recarguémosla en este pasaje: Stultitiae proprium quis non dixerit ignave contumaciter facere, quae facienda sunt; et alio corpus impellere, alio animum; distrahique inter diversissimos motus.[1498] Ahora bien, para experimentarlo haceos predicar las fantasías y divertimientos que aquél ingiere en su cabeza, mediante los cuales aparta su mente de una buena comida y lamenta la hora que en reparar sus fuerzas emplea, y encontraréis así que nada hay tan insípido en todos los platos do vuestra mesa, cual esa hermosa plática de su alma (valdríanos mejor, las más de las dormir por completo que velar por las cosas que velamos); reconoceréis que sus opiniones y razones son hasta indignas de reprimenda. ¿Aun cuando se tratara de los enajenamientos de Arquímedes?, ¿qué valen ni que significan? Yo no toco aquí, ni tampoco mezclo sino a la garrulería humana que nosotros formamos; la vanidad de deseos y cogitaciones que nos extravían. De sobra considero como estudio privilegiado el de esas almas venerables, elevadas por ardor de devoción y de religión a la meditación constante y concienzuda de las cosas divinas, preocupadas por el esfuerzo de una esperanza vehemente y viva, a fin de encaminarse al eterno sustento, última mira y estación postrera de los cristianos anhelos, único placer constante e incorruptible, menospreciando el detenerse en nuestras comodidades miserables, fluidas y ambiguas, libertando fácilmente el cuerpo de la postura temporal y usual. Entre nosotros, las opiniones supercelestiales y las costumbres subterrenales, son cosas que siempre vi singularmente armonizadas.

Esopo, aquel grande hombre, viendo un día que su amo orinaba paseándose: «¡Cómo! dijo, habremos de hacer lo otro corriendo?» Empleemos bien el tiempo, y todavía nos quedará mucho ocioso y desocupado: acaso a nuestro espíritu no satisfagan otras horas para llenar sus menesteres sin desasociarse del cuerpo en lo poco que para su necesidad precisa. Quieren colocarse fiera de sí y escapar al hombre; locura insigne, pues, en vez de convertirse en ángeles, en brutos se convierten; en vez de elevarse, se rebajan. Estos humores preeminentes me atemorizan como los lugares elevados e inaccesibles; y en la vida de Sócrates nada para mí es tan difícil de digerir como sus éxtasis y demonierías; ni en Platón se me antoja nada más humano que las razones por las cuales se lo llama divino; y entre nuestras ciencias, aquellas me parecen más terrenales y bajas que a mayor altura se remontan; y nada encuentro tan humilde ni tan mortal en la vida de Alejandro, como sus fantasías en derredor de su deificación. Filotas le mordió diestramente con su respuesta, pues habiéndose ante él congratulado por escrito de que el oráculo de Júpiter, Ammón, le había colocado entre los dioses, le dijo: «Por lo que a ti respecta, recibo mucho contento; pero hay por qué compadecer a los hombres que tengan que vivir con un hombre y obedecerle, el cual sobrepuja y no se contenta con el nivel humano»:

Dis te minorem quod geris, imperas.[1499]

La gentil inscripción con que los atenienses honraron la llegada de Pompeyo a su ciudad, se conforma con mi sentido: «En tanto eres dios cuanto como hombre te reconoces.»

Es una perfección absoluta, y como divina «la de saber disfrutar lealmente de su ser». Buscamos otras condiciones por no comprender el empleo de las nuestras, y salimos fuera de nosotros, por ignorar lo que dentro pasa. Inútil es que caminemos en zancos, pues así y todo, tenemos que servirnos de nuestras piernas; y aun puestos en el más elevado trono de este mundo, menester es que nos sentemos sobre nuestro trasero. Las vidas más hermosas son, a mi ver, aquellas que mejor se acomodan al modelo común y humano, ordenadamente, sin milagro ni extravagancia. Ahora bien, la vejez ha menester aún de alguna mayor dulzura. Encomendémosla, pues, a ese dios de salud y de prudencia, para que a más de prudente y sana, nos la otorgue regocijada y sociable:

Frui paratis el valido mihi,

latoe, dones, et, precor, integra

cum monte; nec turpem senectam

degere, nec cithara carentem.[1500]

 

 

FIN DE LOS ENSAYOS

 

 

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