67. El hombre más feo

-Y de nuevo corrieron los pies de Zaratustra a través de montañas y bosques, y sus ojos buscaron y buscaron, pero en ninguna parte se vio a quien querían ver: el sufriente y llorón penosamente afligido. Durante todo el camino, sin embargo, se alegró en su corazón y se llenó de gratitud. "¡Cuántas cosas buenas -dijo- me ha deparado este día, como reparación de su mal comienzo! ¡Qué extraños interlocutores he encontrado!

Ahora masticaré sus palabras durante mucho tiempo, como el buen maíz; ¡mis dientes las triturarán y machacarán, hasta que fluyan como la leche en mi alma!"-

Sin embargo, cuando el camino volvió a curvarse alrededor de una roca, de repente el paisaje cambió, y Zaratustra entró en un reino de muerte. Aquí se erizaban acantilados negros y rojos, sin ninguna hierba, árbol o voz de pájaro. Era un valle que todos los animales evitaban, incluso las bestias de presa, excepto una especie de serpiente verde, gruesa y fea, que venía aquí a morir cuando envejecía. Por eso los pastores llamaban a este valle "La muerte de la serpiente".

Sin embargo, Zaratustra se sumió en oscuros recuerdos, pues le parecía que una vez había estado eneste valle. Y mucha pesadez se apoderó de su mente, de modo que caminó lentamente y cada vez más despacio, y por fin se quedó quieto. Entonces, sin embargo, cuando abrió los ojos, vio algo sentado junto al camino con forma de hombre, y apenas como un hombre, algo anodino. Y de inmediato le sobrevino a Zaratustra una gran vergüenza por haber contemplado semejante cosa. Sonrojándose hasta las raíces de su blanca cabellera, desvió la mirada y levantó el pie para poder abandonar aquel malogrado lugar. Entonces, sin embargo, el desierto muerto se volvió vocal: pues del suelo brotó un ruido, gorgoteando y traqueteando, como gorgotea y traquetea el agua por la noche a través de las cañerías tapadas; y al final se convirtió en voz humana y en habla humana: sonó así:

"¡Zaratustra! ¡Zaratustra! ¡Lee mi acertijo! ¡Di, di! ¿Cuál es la venganza del testigo?

Te atraigo de vuelta; ¡aquí hay hielo suave! ¡Cuidado, cuidado, que tu orgullo no se rompa aquí las piernas!

¡Te crees sabio, orgulloso Zaratustra! Lee, pues, el enigma, duro cascanueces, ¡el enigma que soy yo! Di entonces: ¡quién soy yo!"

-Cuando Zaratustra escuchó estas palabras, ¿qué crees que ocurrió en su alma? Se apoderó de él la pena, y se hundió de golpe, como un roble que ha resistido durante mucho tiempo a muchos derribadores de árboles, pesadamente, de repente, para terror incluso de los que pretendían derribarlo. Pero inmediatamente se levantó del suelo, y su semblante se volvió severo.

"Te conozco bien", dijo con voz descarada, "¡eres el asesino de Dios! Suéltame.

No pudiste soportar a quien te contemplaba,- a quien te contemplaba de cabo a rabo, hombre feo. ¡Te has vengado de este testigo!"

Así habló Zaratustra y estaba a punto de marcharse; pero elanodino se agarró a una esquina de su vestido y comenzó de nuevo a gorjear y a buscar palabras. "Quédate -dijo por fin-.

- "¡Quédate! ¡No pases de largo! He adivinado qué hacha fue la que te hizo caer al suelo: ¡salve, oh Zaratustra, que vuelves a estar de pie!

Has adivinado, lo sé bien, cómo se siente el hombre que lo mató, el asesino de Dios. ¡Quieto! Siéntate aquí a mi lado; no es inútil.

¿A quién iría sino a ti? ¡Quédate, siéntate! No obstante, no me mires. ¡Honra así mi fealdad!

Me persiguen: ahora eres tú mi último refugio. No con su odio, no con sus alguaciles;- ¡Oh, de tal persecución me burlaría, y estaría orgulloso y alegre!

¿No han tenido hasta ahora todo el éxito los bien perseguidos? ¡Y el que persigue bien, aprende fácilmente a ser obediente- cuando una vez que se pone detrás! Pero es su lástima...

-Su piedad es de la que huyo y huyo hacia ti. Oh Zaratustra, protégeme, tú, mi último refugio, tú único que me adivinó:

-Has adivinado cómo se siente el hombre que lo mató. ¡Quédate! Y si te vas, impaciente, no vayas por donde he venido. Ese camino es malo.

¿Estás enfadado conmigo porque ya he atormentado la lengua demasiado tiempo? ¿Porque ya te he aconsejado? Pero sepa que soy yo, el hombre más feo,

-Que también tienen los pies más grandes y pesados. Donde he ido, el camino es malo. Yo piso todos los caminos hacia la muerte y la destrucción.

Pero que pasaras de largo en silencio, que te sonrojaras, lo vi bien: así te conocí como Zaratustra.

Todos los demás me habrían arrojado su limosna, su piedad, en la mirada y en el discurso. Pero para eso... no soy lo suficientemente mendigo: eso lo has adivinado.

Por eso soy demasiado rico, rico en lo que es grande, espantoso, feo, indecible; tu vergüenza, oh Zaratustra, me honra.

Con dificultad salí de la muchedumbre de los lastimeros,- para encontrar al único que en la actualidad enseña que "la piedad es molesta"- a ti mismo, ¡oh Zaratustra!

-Sea la piedad de un Dios, o sea la piedad humana, es una ofensa a la modestia. Y el no querer ayudar puede ser más noble que la virtud que se apresura a hacerlo.

Sin embargo, esto -es decir, la piedad- es llamado actualmente virtud por todas las personas insignificantes: no tienen ninguna reverencia por la gran desgracia, la gran fealdad, el gran fracaso.

Más allá de todo esto miro, como un perro mira por encima de las espaldas de los rebaños de ovejas. Son gente insignificante, de buena voluntad y gris.

Como la garza mira despectivamente los estanques poco profundos, con la cabeza inclinada hacia atrás, así miro yo la multitud de pequeñas olas grises y voluntades y almas.

Durante demasiado tiempo les hemos dado la razón, a esa gente insignificante, por lo que al final les hemos dado también el poder; y ahora enseñan que "el bien es sólo lo que la gente insignificante llama bien".

Y "la verdad" es en la actualidad lo que habló el predicador que surgió de ellos, ese singular santo y defensor del pueblo mezquino, que dio testimonio de sí mismo: "Yo-soy la verdad".

Ese desvergonzado ha engrandecido mucho a la gente insignificante,- aquel que enseñó un error no pequeño cuando enseñó: 'Yo-soy la verdad'.

¿Alguna vez se ha respondido a un desvergonzado con más cortesía? - Tú, sin embargo, oh Zaratustra, pasaste de él y dijiste: "¡No! ¡No! ¡Tres veces no!

Usted advirtió contra su error; usted advirtió -el primeroen hacerlo- contra la piedad:- no todos, no ninguno, sino usted mismo y su tipo

Os avergonzáis de la vergüenza del gran sufridor; y en verdad cuando decís: 'De la piedad viene una nube pesada; ¡tened cuidado, hombres!

-Cuando enseñas: 'Todos los creadores son duros, todo gran amor está más allá de su piedad:' ¡Oh Zaratustra, qué bien versado me pareces en las señales del tiempo!

Tú mismo, sin embargo, ¡advierte también tu piedad! Porque muchos están en camino hacia ti, muchos que sufren, dudan, desesperan, se ahogan, se congelan-

Te advierto también contra mí mismo. Has leído mi mejor, mi peor acertijo, yo mismo, y lo que he hecho. Conozco el hacha que te mata.

Pero él- tenía que morir: miraba con ojos que lo contemplaban todo, -contemplaba las profundidades y las heces de los hombres, toda su ignominia y fealdad ocultas.

Su piedad no conocía el pudor: se metía en mis rincones más sucios. Este entrometido, demasiado entrometido, demasiado piadoso, tenía que morir.

Él siempre me vio: en tal testigo me vengaría, o no viviría yo mismo.

El Dios que lo contemplaba todo, y también al hombre: ¡ese Dios tenía que morir! El hombre no puede soportar que tal testigo viva".

 

Así habló el hombre más feo. Sin embargo, Zaratustra se levantó y se preparó para seguir adelante, pues se sentía helado hasta las entrañas.

"Tú, anodino", dijo él, "me advertiste de tu camino. Como agradecimiento por ello te alabo mi a ti. He aquí, allá arriba está la cueva de Zaratustra.

Mi cueva es grande y profunda y tiene muchos rincones; allí encuentra su escondite el más oculto. Y cercajunto a ella, hay cien lugares de acecho y de paso para criaturas que se arrastran, revolotean y saltan

Tú, paria, que te has desechado a ti mismo, ¿no quieres vivir entre los hombres y la compasión de los hombres? Pues bien, ¡haz como yo! Así aprenderás también de mí; sólo el hacedor aprende.

¡Y hablar ante todo con mis animales! El animal más orgulloso y el más sabio, bien podrían ser los consejeros adecuados para ambos".

Así habló Zaratustra y siguió su camino, más reflexivo y lento incluso que antes, pues se preguntaba muchas cosas y apenas sabía qué responder.

"¡Qué pobre es el hombre!", pensó en su corazón, "¡qué feo, qué sibilante, qué lleno de vergüenza oculta!

Me dicen que el hombre se ama a sí mismo. Ah, ¡qué grande debe ser ese amor propio! ¡Cuánto desprecio se le opone!

Incluso este hombre se ha amado a sí mismo, como se ha despreciado a sí mismo, - un gran amante me parece que es, y un gran despreciador.

No he encontrado a nadie que se haya despreciado más a sí mismo: incluso eso es la elevación. ¿Acaso fue éste el hombre más elevado cuyo grito escuché?

Amo a los grandes despreciadores. El hombre es algo que hay que superar".

 

 

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