Inmediatamente después de acabar la mencionada obra, y sin perder un solo día, acometí la ingente tarea de la transvaloración , con un soberano sentimiento de orgullo a que nada se equipara, cierto en todo momento de mi inmortalidad y grabando signo tras signo en tablas de bronce, con la seguridad propia de un destino. El prólogo es del 3 de septiembre de 1888: cuando aquella mañana, tras haberlo redactado, salí al aire libre, me encontré con el día más hermoso que la Alta Engadina me ha mostrado jamás: transparente, de colores encendidos, conteniendo en sí todos los contrastes, todos los grados intermedios entre el hielo y el sur. Hasta el 20 de septiembre no dejé Sils-Maria, retenido por unas inundaciones, siendo al final el único huésped de ese lugar maravilloso, al que mi agradecimiento quiere otorgar el regalo de un nombre inmortal. Tras un viaje lleno de incidencias, en que incluso mi vida corrió peligro en el inundado Como, donde no entré hasta muy entrada la noche, llegué en la tarde del día 21 a Turín, mi lugar probado , mi residencia a partir de entonces. Tomé de nuevo la misma habitación que había ocupado durante la primavera, via Carlo Alberto 6, III, frente al imponente palazzo Carignano, en el que nació Vittorio Emanuele, con vistas a la piazza Carlo Alberto y, por encima de ella, a las colinas. Sin titubear y sin dejarme distraer un solo instante me lancé de nuevo al trabajo: quedaba por concluir tan sólo el último cuarto de la obra. El 30 de septiembre, gran victoria, conclusión de la Transvaloración; ociosidad de un dios por las orillas del Po. Todavía ese mismo día escribí el prólogo de Crepúsculo de los ídolos, la corrección de cuyas galeradas había constituido mi recreación en septiembre. No he vivido jamás un otoño semejante ni tampoco he considerado nunca que algo así fuera posible en la Tierra, un Claude Lorrain pensado hasta el infinito, cada día de una perfección idéntica e indómita.