Pero también en otro sentido diferente he escogido para mí la palabra “inmoralista” como distintivo, como emblema de honor; estoy orgulloso de tener esa palabra para distin-guirme de la humanidad entera. Nadie ha sentido todavía la moral cristiana como algo situado por debajo de sí: para ello se necesitaban una altura, una perspectiva, una profundidad y una hondura psicológicas totalmente inauditas hasta ahora. La moral
cristiana ha sido hasta este momento la Circe de todos los pensadores; éstos se hallaban a su servicio. ¿Quién, antes de mí, ha penetrado en las cavernas de las que brota el venenoso aliento de esa especie de ideal -¡la difamación del mundo!? ¿Quién se ha atrevido siquiera a suponer que son cavernas? ¿Quién, antes de mí, ha sido entre los filó-
sofos psicólogo y no más bien lo contrario de éste, «farsante superior», «idealista»?
Antes de mí no ha habido en absoluto sicología. Ser en esto el primero puede ser una maldición, es en todo caso un destino: pues se es también el primero en despreciar. La náusea por el hombre es mi peligro.