¿Se me ha entendido? Lo que me separa, lo que me pone aparte de todo el resto de la humanidad es el haber descubierto la moral cristiana. Por eso necesitaba yo una palabra que tuviese el sentido de un reto lanzado a todos. No haber abierto antes los ojos en este asunto representa para mí la más grande suciedad que la humanidad tiene sobre la conciencia, un autoengaño convertido en instinto, una voluntad de no ver, por principio, ningún acontecimiento, ninguna causalidad, ninguna realidad, un fraude in psychologicis
[en cuestiones psicológicas] que llega a ser un crimen. La ceguera respecto al
cristianismo es el crimen par excellence, el crimen contra la vida. Los milenios, los pueblos, los primeros y los últimos, los filósofos y las mujeres viejas –exceptuados cinco, seis instantes de la historia, yo como séptimo–, todos ellos son, en este punto, dignos unos de otros. El cristiano ha sido hasta ahora el «ser moral», una curiosidad sin igual y en cuanto «ser moral» ha sido más absurdo, más mendaz, más vano, más frívolo, más
perjudicial a sí mismo que cuanto podría haber soñado el más grande despreciador de la humanidad. La moral cristiana, la forma más maligna de la voluntad de mentira, la
auténtica Circe de la humanidad: lo que la ha corrompido. Lo que a mí me espanta en este espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de «buena voluntad», de disciplina, de decencia, de valentía en las cosas del espíritu, manifestada en la historia de aquél: ¡es la falta de naturaleza, es el hecho absolutamente horripilante de que la antinaturaleza misma, considerada como moral, haya recibido los máximos honores y
haya estado suspendida sobre la humanidad como ley, como imperativo categórico!
¡Equivocarse hasta ese punto, no como individuo, no como pueblo, sino como
humanidad! Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un «alma», un «espíritu», para arruinar el cuerpo; que se
aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad; que se buscase el principio del mal en la más honda necesidad de desarrollarse, en el egoísmo riguroso (¡ya la palabra misma es una calumnia!); que, por el contrario, se viese el valor superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los instintos, en lo «desinteresado», en la pérdida del centro de gravedad, en la «despersonalización» y «amor al prójimo» (¡vicio del prójimo!). ¡Cómo! ¿La
humanidad misma estaría en décadence? ¿Lo ha estado siempre? Lo que es cierto es que se le han enseñado como valores supremos únicamente valores de décadence. La moral de la renuncia a sí mismo es la moral de decadencia par excellence, el hecho «yo perezco» traducido en el imperativo: «todos vosotros debéis perecer» ¡y no sólo en el imperativo! Esta única moral enseñada hasta ahora, la moral de la renuncia a sí mismo, delata una voluntad de final, niega en su último fundamento la vida. Aquí quedaría
abierta la posibilidad de que estuviese degenerada no la humanidad, sino sólo aquella especie parasitaria de hombre, la del sacerdote, que con la moral se ha elevado a sí mismo fraudulentamente a la categoría de determinante del valor de la humanidad, especie de hombre que vio en la moral cristiana su medio para llegar al poder. Y de hecho, ésta es mi visión: los maestros, los guías de la humanidad, todos ellos teólogos, fueron todos ellos también décadents: de ahí la transvaloración de todos los valores en algo hostil a la vida, de ahí la moral. Definición de la moral: moral - la idiosincrasia de déca dents, con la intención oculta de vengarse de la vida, y con éxito. Doy mucho valor a esta definición.