No he entendido jamás el arte de predisponer a los demás contra mí –también esto lo debo a mi incomparable padre– ni aun en los casos en que ello me parecía de gran valor.
Ni siquiera yo he estado nunca predispuesto contra mí, aunque ello pueda parecer muy poco cristiano. Puede darse la vuelta a mi vida por un lado y por otro, en ella no se encontrarán, descontado aquel único caso, huellas de que alguien haya abrigado una voluntad malvada contra mí, pero sí, tal vez, demasiadas huellas de buena voluntad. Mis experiencias, incluso con personas con quienes todo el mundo tiene malas experiencias, hablan siempre sin excepción en favor de ellas; yo domestico a todos los osos, yo vuelvo educados incluso a los bufones. Durante los siete años en que yo enseñé griego en la clase superior del Pádagogium de Basilea no tuve ningún pretexto para imponer castigo alguno; los alumnos más holgazanes se volvían laboriosos conmigo. Siempre estoy a la altura del azar; para ser dueño de mí he de estar desprevenido. Sea cual sea el instrumento, y aunque esté tan desafinado como sólo el instrumento «hombre» puede llegar a estarlo, enfermo tendría yo que encontrarme para no conseguir arrancar de él algo digno de ser escuchado. Y cuántas veces he oído decir a los propios «instrumentos» que nunca antes se habían escuchado ellos así de ese modo. Quizás a quien más bellamente se lo oí decir fue a Heinrich von Stein, muerto imperdonablemente joven, quien en una ocasión, tras haber solicitado y obtenido cuidadosamente permiso, apareció por tres días en Sils-María declarando a todo el mundo que él no venía a causa de la Engadina. Esta excelente persona, que se había zambullido en la ciénaga de Wagner –¡y además también en la de Dühring!– con toda la impetuosa simpleza de un Junker [hidalgo] prusiano, quedó como transformado durante aquellos tres días por un vendaval de libertad, semejante a alguien que de repente es elevado hasta su altura y a quien le crecen alas. Yo no dejaba de decirle que esto se debía al buen aire de aquí arriba y que le pasaba a todo el mundo, pues no en vano se está a seis mil pies por encima de Bayreuth, pero no quería creérmelo. Si, a pesar de todo, se han cometido conmigo algunas infamias pequeñas y grandes, el motivo de cometerlas no fue «la voluntad» y mucho menos la voluntad malvada : tendría que quejarme más bien –acabo de insinuarlo-- de la buena voluntad, la cual ha producido en mi vida trastornos nada pequeños. Mis experiencias me dan derecho a desconfiar en general de los llamados impulsos «desinteresados», de todo el «amor al prójimo», siempre dispuesto a dar consejos y a intervenir. Lo considero en sí como debilidad, como caso particular de la incapacidad para resistir a los estímulos, sólo entre los decadentes se califica de virtud a la compasión. A los compasivos yo les reprocho el que con facilidad pierden el pudor, el respeto, el sentimiento de delicadeza ante las distancias, el que la compasión apesta enseguida a plebe y se asemeja a los malos modales, hasta el punto de confundirse con ellos; el que, en ocasiones, manos compasivas pueden ejercer una influencia verdaderamente destructora en un gran destino, en un aislamiento entre heridas, en un privilegio a la culpa grave. Cuento entre las virtudes aristocráticas la superación de la compasión: con el título «La tentación de Zaratustra» he descrito poéticamente un caso en el cual un gran grito de socorro llega hasta él cuando la compasión, como un pecado último, quiere asaltarlo y hacerlo infiel a sí mismo .
Permanecer aquí dueño de la situación, lograr aquí que la altura de la tarea propia permanezca limpia de los impulsos mucho más bajos y mucho más miopes que actúan en las llamadas acciones desinteresadas, ésta es la prueba, acaso la última prueba, que un Zaratustra tiene que rendir su auténtica demostración de fuerza.