Todavía hay otro punto en el que, una vez más, yo soy meramente mi padre y, por así decirlo, su supervivencia tras una muerte demasiado prematura. Semejante a todo aquel que nunca ha vivido entre sus iguales y a quien el concepto de «ajuste de cuentas» le resulta tan inaccesible como, por ejemplo, el concepto de «igualdad de derechos» en los casos en que se comete conmigo una estupidez pequeña o muy grande yo me prohíbo toda contramedida, toda medida de protección; como es obvio, también toda defensa, toda «justificación» Mi forma de saldar cuentas consiste en enviar como respuesta a la tontería, lo más pronto posible, algo inteligente: acaso así sea posible repararla todavía.
Dicho en imágenes: envío una caja de confites para desembarazarme de una historia agria . Basta con que a mí se me haga algo malo para que yo «ajuste cuentas», de eso estese seguro: pronto encuentro una ocasión para expresar mi gratitud al «malhechor» (a veces incluso por su infamia) o para pedirle algo, lo que puede resultar más cortés que el dar algo. Me parece asimismo que la palabra más grosera, la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio. A quienes callan les faltan casi siempre finura y gentileza de corazón; callar es una objeción, tragarse las cosas produce necesariamente un mal carácter, estropea incluso el estómago. Todos los que se callan son dispépticos.
Como se ve, yo no quisiera que se infravalorase la grosería, ella es con mucho la forma más humana de la contradicción y, en medio de la molicie moderna, una de nuestras primeras virtudes. Cuando se es lo bastante rico para permitírselo, constituye incluso una felicidad el no estar en lo justo. A un dios que bajase a la tierra no le sería lícito hacer otra cosa que injusticias, tomar sobre sí no la pena, sino la culpa, es lo que sería divino.