Capítulo 10

 

Cuando hubo salido a la calle y traspuesto la esquina, se detuvo. Aquellos infinitos sitios de que había hablado a Carlota eran una piadosa mentira. Quedó inmóvil, con el pensamiento vacío y el corazón apretado. Unas ansias atroces de sollozar le subían del pecho a la garganta amenazando ahogarle. Pero logró tenerlas encerradas: sólo algunas lágrimas brotaron a sus ojos sin darse cuenta hasta que vio la mirada de los transeúntes fijarse con curiosidad en él. Entonces se llevó el pañuelo a la cara como para sonarse, y prosiguió su camino.

¿Adónde iba? Marchó a la ventura largo rato, tratando de coordinar sus ideas. Al fin no halló otra cosa mejor que dirigirse a su antiguo alojamiento. Pero esto le causaba profundo disgusto y humillación. ¿Cómo responder a las preguntas de su antigua patrona? ¿Qué explicación iba a dar a sus compañeros? Al llegar a la puerta cambió de resolución y pasó de largo sin entrar. Subió a la primera fonda que tropezó, alquiló una habitación y volvió a salir. Su inquietud y dolor no menguaron por esto. Al contrario, la idea de que no tenía dinero para pagar el pupilaje le atormentó de modo indecible. Pensó entonces en algún amigo con quien comunicar sus pesares y que le diese algún buen consejo, y los pies le guiaron a casa de Miguel Rivera. Aunque le llevase éste bastantes años y tuviese un carácter burlón y agresivo que a menudo pinchaba a los que se le acercaban, Mario sentía hacia él irresistible inclinación: debajo de aquella cáscara amarga adivinaba un corazón dulce y generoso. Además, si para alguno limaba un poco la punta afilada de su lengua Rivera, era para nuestro joven. Fácilmente se advertía su predilección cuando se hallaba en la tertulia del café.

El antiguo periodista vivía solo con su hijo en un cuarto sin lujo, pero limpio y agradable, de la calle de Recoletos.

—¿Qué traes por aquí a estas horas, Praxíteles?—exclamó alegremente al ver a nuestro joven entrar en su despacho.

—Molestias para usted, D. Miguel. ¿Está usted muy ocupado?

La sonrisa de Rivera se desvaneció al ver la triste y penosa que contraía los labios de su amigo. El semblante de Mario expresaba abatimiento profundo.

—¡Ocupado! Sólo lo está el que espera algo. Yo he renunciado a todo hace tiempo, querido. Di lo que quieras y tómate el tiempo que se te antoje.

Tímidamente y ruborizándose muchas veces, Mario le contó lo que le pasaba, rogándole con insistencia el secreto. Cuando terminó de hablar, Miguel permaneció grave y pensativo. Al cabo dejó escapar un leve bufido de desprecio.

—¡Camarada, qué suegra te ha tocado! Es de lo más fino que he visto en su género.

—¡Si mi suegra no se ha mezclado para nada en este asunto! No ha hecho más que cumplir las órdenes de su marido. ¡Anda, pues si dependiera de mi suegra, ni ahora ni nunca saldría yo de su casa! Usted no sabe el cariño que me profesa la buena señora. Me quiere como una madre, una verdadera madre, don Miguel.

Este le contempló en silencio unos momentos asombrado de su inocencia. Tuvo impulsos de proferir una de sus chufletas sangrientas, pero se contuvo. La maciza bondad y el candor de aquel muchacho le conmovían. Después de todo, pensó, ¿qué se adelanta con sacar a los hombres de los errores que los hacen felices?

—Sí, sí; D.ª Carolina es muy buena—dijo al cabo, sin gran calor.—Puede que tenga en realidad la culpa el loco de su marido.

—Yo creo que mi suegro nada tiene de loco, D. Miguel—se apresuró a decir Mario.—Aunque un poco difuso en sus explicaciones, siempre le he hallado muy razonable. Y además, crea usted que es bastante instruído y que tiene un corazón excelente.

Volvió a contemplarle Rivera con sorpresa, y repuso sin poder evitar una sonrisa de lástima:

—Puede, puede ser. Yo le he tratado muy poco, ¿sabes? Desde que ese idiota de Moreno le ha tomado por su cuenta, temía que se hubiese extraviado.

Mario sonrió algo contrariado.

—¡Qué duro está usted con Adolfo, D. Miguel!

—¡Alto ahí, amigo! Pase por tu suegro y tu suegra, pero lo que es ése me lo tienes que dejar entre las uñas. En todos los días de mi vida he conocido un ser más pedante y grotesco. ¡Es un infame!

—¿Cómo infame?—exclamó asustado.

—Sí, cuando la tontería llega a cierto límite degenera en infamia. Creo haberlo leído en Santo Tomás.

—Pues Adolfo estudia mucho: se pasa la vida entre libros.

—No importa, es un infame. ¿Tú has estudiado lógica? Bien, pues sabrás que para que el conocimiento se produzca son necesarios dos términos: sujeto y objeto. Aquí falta sujeto… Pero dejemos eso ahora. Hablemos de ti. ¿Qué piensas hacer? ¿Cuáles son tus proyectos?

Mario alzó los hombros sonriendo y no despegó los labios. Aquel gesto volvió a poner serio y meditabundo a Rivera.

—Es necesario ante todo buscarte una ocupación lo más pronto posible. La carrera de que te he hablado en los ferrocarriles aún tardará en organizarse… ¿Quieres ayudarme en los trabajos de la secretaría? Hace falta un empleado inteligente… Aunque el sueldo es pequeño.

—¡Cualquier cosa, D. Miguel!—exclamó Mario, viendo el cielo abierto.

No existía tal plaza vacante en la secretaría, pero Rivera la inventó proponiéndose pagarle con una parte de su sueldo. Además le obligó a quedarse en su casa. Nada le estorbaría: al contrario, en la soledad en que vivía le estaba haciendo falta un amigo con quien comunicar sus pensamientos. Mario, embargado por la emoción, le apretó la mano llorando de gratitud.

Poco después escribió una larga carta a su esposa rebosando de ternura. Al final le decía que al día siguiente iría a verla. Al despertarse por la mañana recibió la contestación de Carlota.

«No vengas a verme. No quiero que pises esta casa. Espera a que te indique el sitio y la hora donde podemos vernos. Eres demasiado bueno, Mario.»

Y otras frases por el estilo que indicaban que la fiel esposa volvía por la dignidad de su marido con más cuidado que él mismo. En cambio, ella se humillaba la pobrecilla y siguió padeciendo los desdenes de su madre y de su hermana sin quejarse.

Mario no pudo resistir la tentación de pasar aquella mañana por delante de la casa. Los balcones estaban cerrados y no vio a nadie. Pero al llegar de nuevo a la de Rivera se encontró con una esquela de Carlota.

«A las cinco espérame en la plaza de la Independencia, esquina a la calle de Alfonso XII.»

Y una hora antes de la convenida ya estaba nuestro joven en espera con la impaciencia de un galán primerizo. Al verla llegar, al cabo, con su vestidito gris, soportando gallardamente las dos existencias en que su ser se partía, una emoción intensa hizo palpitar su corazón. Corrió hacia ella y se apretaron las manos y se miraron a los ojos con embeleso. Luego, cogiéndose del brazo, entraron en el Retiro, y pasearon charlando bajo los árboles. Carlota no se cansaba de preguntarle todos los pormenores de su existencia en aquellas veinticuatro horas. Mario no tenía tiempo para darle completas explicaciones. Se quitaban la palabra de la boca, se perdían en divagaciones insustanciales, gozando el placer de hallarse juntos, como si no se hubiesen visto en largo tiempo. Carlota aprendió que su marido tenía ya un sueldo, aunque pequeño, y que esperaba en plazo no muy lejano obtener la plaza en los ferrocarriles que le habían prometido.

—Creo que no se pasarán muchos meses sin que vuelva otra vez a casa y vivamos unidos—dijo dando palmaditas cariñosas en el dorso de la mano a su esposa.

Ésta se puso repentinamente grave.

—No pienses en eso, Mario. Nosotros no podemos vivir ya con mis padres. Aunque sea en una buhardilla viviremos si es preciso. ¡En casa, nunca!

—¡Oh, qué orgullosita!—exclamó él pellizcándola.—¿Y por qué, si yo no me doy por ofendido?

—Porque yo no quiero, y basta—replicó ella con firmeza.

Mario se había acostumbrado a obedecerla y no le iba mal. Así que no insistió.

La noche se echaba encima y bajaron despacio por la calle de Alcalá. Al pasar por delante de un restaurant, Mario tuvo una inspiración.

—¡Si entrásemos aquí a comer!

Carlota se opuso. No estaban ellos para gastar el dinero tontamente. Y siguieron caminando hacia casa. Pero Mario se había quedado silencioso y melancólico. Unos pasos antes de llegar Carlota se volvió hacia él con semblante risueño.

—¿Qué? ¿Estás triste porque no comemos juntos?

Mario sonrió avergonzado.

—Bien, pues volvámonos. Pero nada más que hoy, ¿sabes?

La alegría entró de nuevo como un torrente en el alma de nuestro joven. Volvieron sobre sus pasos, entraron en el restaurant y pidieron un gabinete.

¡Qué hermosas y puras emociones experimentaron en aquella comida! Mario parecía un colegial escapado. Todo lo hallaba sabrosísimo: hablaba por los codos; cubría de atenciones y finezas a su esposa. Estaba como loco; formaba proyectos descabellados; perdonaba a todo el mundo y se deshacía en elogios de su suegra.

—¿Sabes lo que te digo, Carlota? Que quiero a tu madre como si fuese la mía, y que me alegraría que viniese un día a comer con nosotros.

Ella, serena, tranquila, sonreía dulcemente contemplando la ruidosa alegría de su marido con el placer no exento de protección con que se miran los juegos de los niños. Cuando el camarero salía, Mario se alzaba repentinamente, corría a su esposa, la besaba frenéticamente y volvía a sentarse.

—No sé lo que tienes en la cara hoy, cielo mío, que me enajena. Hay en tu fisonomía una dulce gravedad que me recuerda siempre la expresión de la Diana cazadora del Louvre.

—¡Ya salió la mitología!

—Sí, ya salió y saldrá siempre, porque veo en tu rostro la misma expresión dulce, grave, protectora que en las estatuas de las diosas; porque no hallo en el mundo ninguna mujer que se parezca a ti, y sobre todo, te comparo a ellas porque no tengo nada más hermoso a que compararte.

Carlota sonrió y le tendió su mano por encima de la mesa. Mario la besó con el mismo tierno respeto que Peleo besaría la de Tetis, su inmortal querida.

Pero acabado de hacerlo, casi en el mismo instante pareció el mozo con una fuente entre las manos, y Carlota reveló su condición mortal ruborizándose hasta las orejas. Como la puerta hubiese quedado abierta, Mario vio cruzar por el pasillo un hombre que por su figura arrogante y proporcionada, por su alto desprecio de los cuidados terrenales, por la varonil grandeza con que había matado en su corazón hasta los más pequeños gérmenes de la sensibilidad, por la perfecta seguridad con que gozaba de la vida debía de recordarle aún mejor que su esposa los seres que habitaban en la cima del Olimpo. Este hombre privilegiado, semejante a un dios, no podía ser otro que don Laureano Romadonga. Iba acompañado de una joven con mantón y pañuelo a la cabeza.

—¿Has visto?

—Sí.

—¿Esa joven es la del café?

—Me parece que sí. ¡No obstante, como ese hombre trae tantos líos!…

El mismo D. Laureano, entrando repentinamente en el gabinete, vino a sacarlos de dudas.

—¿Conque tenemos juerga conyugal, eh? ¡Bien por los esposos!… También yo vengo a gozar honestamente como un burgués tranquilo… Mi Conchita cumple hoy diez y ocho años, ¿sabéis? y me dijo: «Convídame a comer en la fonda» (para Concha, comer fuera de casa es comer en la fonda). Yo le contesté: «Sí, hija de mi alma, te llevaré a la fonda y beberás champagne.» El champagne es para Concha algo elevado, de un orden sobrenatural, inaccesible a todo el mundo excepto al patriarca de las Indias, a los ministros y al capitán general.

—¿Dónde la ha dejado usted?

—Ahí, en un gabinete. Carlota, no me mire usted con severidad. Yo no tengo más que un defecto. Soy aficionado a pasarlo bien en este pícaro mundo. ¿Y quién no lo es? ¿Quién, pudiendo divertirse, opta por estar aburrido?

—¡No, si yo no le recrimino a usted ni con los ojos ni de palabra!—exclamó la joven sonriendo.—Lo único que me atreveré a decirle es que valdría más que usted se divirtiera con placeres lícitos.

—No lo crea usted. Yo no he podido gozar jamás los placeres lícitos. Me aburren. Soy una naturaleza móvil y subversiva. Necesito saber que soy independiente en todos los momentos de la existencia. La idea de que el goce que disfruto es un goce impuesto le quita todo su encanto… Pero perdone usted, Carlota, yo no sé si debo…

—Siga usted, siga usted; no me escandalizo.

—El matrimonio no ha tenido nunca para mí color. Y ya sabe usted que yo soy excesivamente colorista. Considero esto como una desgracia, pero si he nacido así, ¿qué culpa tengo? ¿Por qué disfrutar de una sola obra hermosa de Dios, me he dicho, cuando en el mundo existen tantas y tan preciosas? ¿Hay nada más agradable que repetir la luna de miel, ese feliz estado en que ustedes se encuentran ahora, una y otra vez? Crea usted que aquellos versos de Musset

 

Parlons de nos amours; la joie et la beauté
Sont mes dieux les plus chers, après la liberté.

deben tomarse por divisa. Mientras el corazón tenga fuerzas, echarle combustible para que palpite con las dulces emociones de la pasión. Quiero cantar endechas como el ruiseñor mientras me quede un soplo de vida.

El rostro varonil, expresivo, de Romadonga se contraía con sonrisa mefistofélica al pronunciar estas palabras. Se había sentado; puso los codos sobre la mesa con su habitual libertad y enviaba columnas de humo al aire, revelando un estado de beatitud envidiable. Mario reía; pero en el fondo de su alma estaba inquieto y molesto, como siempre que don Laureano hablaba delante de su esposa.

—No está mal que usted ame lo que quiera—dijo ésta.—Lo malo que hay es que ese amor de usted cuesta muchas lágrimas a algunas criaturas inocentes.

—¡Es la ley de la vida!—repuso el seductor alzando los hombros con resignación y sacudiendo la ceniza del cigarro con su dedo meñique cubierto de sortijas.—Balzac ha dicho muy bien que en el amor hay siempre un dios y un esclavo… Después de todo—añadió al cabo de una pausa,—el destino de la mujer es ése, amar y llorar. El amor en las mujeres engendra fatalmente el llanto, y esto consiste en que es más vivo y más tierno que en nosotros. No hay, pues, que compadecerlas a ustedes tanto, porque si la pena es mayor, mayor ha sido también el goce… Pongamos el caso de esa muchacha que está ahí. Esa chica vivía en un estado de marasmo casi vegetativo. Comer, dormir, barrer la casa, lavar la ropa. Si se hubiera casado con un hombre de su misma condición, ese estado se hubiera prolongado hasta la muerte, corregido y aumentado por los mil dolores que la vida miserable trae consigo. Llegué yo, y no por mis méritos, sino por cierta práctica del oficio, he logrado despertar esa alma, infundir en ella nueva vida, hacer vibrar su corazón con ciertas emociones y gozar de ciertos placeres que probablemente hubiera desconocido…

—¡Pobrecilla!—exclamó Carlota.—¿Y no sentirá usted pena y remordimiento cuando abandone a esa niña y la deje entregada a la desesperación?

—¿Pena? ¿remordimiento? No sé lo que es, ni quiero saberlo. Sospecho que será algo triste que me impida divertirme a mi gusto. No es mi negocio. Creo que la vida no se nos ha dado para sentir pena, remordimiento, sino amor, alegría. Si se desespera cuando deje de quererla, suya será la culpa. Yo, cuando entablo relación con una mujer, no me considero comprometido a amarla siempre, sino mientras pueda. Lo que hace la desgracia de las mujeres es esa inclinación particular que sienten hacia la eternidad. Si vivieran convencidas de que en este mundo todo es temporal y finito, comprenderían que el amor no puede sustraerse a esa ley y estarían de antemano resignadas a todo lo que pueda sobrevenirlas. Por mi parte, tengo horror instintivo a la eternidad. La palabra siempre me crispa los nervios.

—¡Oh, qué malvado!—dijo riendo Carlota.—No puedo creer, por más que usted lo asegure, que le falte a usted de tal modo el corazón.

—Al contrario, precisamente por tener demasiado corazón es por lo que cometo esos pecados que usted me echa en cara. Lo tengo tan grande, que caben en él todas las mujeres hermosas que hay sobre la tierra. Con todas quisiera poder hacer lo que con esa chica que está ahí.

—Infundirles nueva vida, ¿verdad?—dijo Carlota maliciosamente.

—¡Eso es!—repuso D. Laureano riendo.

En aquel momento apareció en la puerta la arrogante figura de Concha.

—Oye tú, guasón, ¿qué te has figurao? ¿Piensas que voy a estar hasta que amanezca sola en esa alcoba?—profirió sin dirigir el más leve saludo a la compañía, clavando su mirada colérica en Romadonga.

—No, hija, me iba a marchar en seguida—contestó aquél, bastante confuso y apresurándose a levantarse.

—¡Te ibas, te ibas! Adonde te vas a ir es a lo que tú sabes, hablando con perdón de estos señores. Pus hombre, ni que fuera una…

Hablaba con el desgarro peculiar a la chula de Madrid, acentuando cada sílaba de un modo tan insolente que D. Laureano, avergonzado, no pudo menos de salir por su dignidad.

—¡Niña, niña, cuidado con la lengua! Mira que te puede costar un disgusto.

—¿A mí? ¡Ja, ja! ¡Qué infeliz eres!

—¡A ti, sí, desvergonzada!—profirió colérico el tenorio avanzando hacia ella con ademán amenazador.

Concha permaneció absolutamente inmóvil con una calma provocativa capaz de irritar a un santo.

Sus labios perdieron, no obstante, el hermoso carmín que tenían y sus grandes ojos negros brillaron con expresión sombría.

—No corras tanto, que puedes tropezar—dijo con sosiego impertinente, mientras una sonrisa de burla contraía sus labios descoloridos.

—Ahora verás—dijo Romadonga mordiendo los suyos de coraje, abalanzándose a ella.

—No me toques, que puedes pincharte—manifestó con la misma tranquilidad, sin mover un dedo siquiera.

—¡Sí te toco! ¡te toco, deslenguada!—gritó aquél, ciego de ira, sacudiéndola violentamente por un brazo.

Concha cambió repentinamente de actitud. Todo lo que antes fue calma y sorna se convirtió en feroz exaltación. Luchó valerosamente por desasirse chillando al mismo tiempo.

—¿A mí me pegas tú, viejo gorrino? ¿A mí? ¿a mí?

No logrando arrancar de sí las tenazas que la oprimían, le echó la mano a la cara y le clavó en ella las uñas.

La lucha había hecho rodar algunos vasos. Carlota estaba aterrada: se había refugiado en un rincón, mientras Mario, ayudado por el mozo que había acudido al ruido, trataba inútilmente de separarlos. Al cabo de muchos esfuerzos lo consiguieron.

D. Laureano tenía un arañazo en la mejilla, del cual brotaban algunas gotas de sangre.

—¡Qué loca! ¡qué loca!—decía limpiándose con el pañuelo.—Perdonen ustedes el mal rato.

Concha, en pie debajo del dintel de la puerta, se arreglaba con mano nerviosa la ropa y los cabellos.

—Ven aquí—dijo en tono imperioso a su querido.

Pero éste hizo un gesto de desprecio y se volvió hacia el matrimonio para disculparse.

—¡Vaya unos postres que les he dado!… ¿Quién iba a suponer?… Carlota, usted es muy buena y me perdonará esta grosería.

—¡Ven aquí!—gritó con más furia la joven.

D. Laureano la miró, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza con indignación.

—¡Allá voy, escandalosa, allá voy!—respondió entre resignado y furioso, y volviéndose a los esposos añadió bajando la voz:—Me voy por evitarles otro disgusto. El peor de los males no es tratar con animales, sino con locos. Perdonen ustedes. Buenas noches.

Y salió detrás de su querida. En el pasillo se oyó la voz de la chula que decía dirigiéndose al mozo:

—Chico, traiga usted un poco de agua y vinagre.

Los esposos quedaron solos. Se miraron uno a otro con asombro, y ambos a la vez soltaron la carcajada.

—Me parece—dijo Mario cuando hubo sosegado la risa—que D. Laureano ha infundido demasiada vida a esa chica.

 

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