Capítulo 9

 

Sintió Carlota profundo pesar cuando su marido le notició la cesantía. Quedaron ambos larguísimo rato silenciosos y tristes. Algo sonaba también lúgubremente dentro del alma de ella, profetizando la muerte de su dicha. D.ª Carolina la recibió con tranquilidad. Únicamente se le advirtió más seria a la hora de comer. Después, habiéndose suscitado una conversación propicia, expresó algunos conceptos acerca de la holgazanería, de la presunción y la ligereza que a Mario se le antojaron alusivos. Tal vez no serían: no había motivo fundado para suponerlo, pues su suegra le había dado repetidas pruebas de afecto y consideración. De todos modos, no pudo menos de sentir el corazón apretado. Cuando se retiraron a su cuarto nada dijo de esta sospecha a su esposa. Se acostaron en silencio y fuertemente preocupados.

La vida de la familia siguió el mismo curso metódico y apacible. No había pasado nada. Mario, a las horas de oficina, se iba de paseo solo o con su mujer. Por las noches continuaban asistiendo al café. A las comidas la conversación solía animarse. Presentación embromaba a su cuñado. Mario la embromaba a ella. Carlota escuchaba sonriente aquel tiroteo, tomando parte alguna vez por su marido. D. Pantaleón les asaba a explicaciones científicas: el vino, el pan, el azúcar, todo era motivo para exponer largamente la muchedumbre de secretos que iba arrancando a la naturaleza. D.ª Carolina seguía con el mismo humor benigno, rigiendo la casa a su talante, aunque siempre por delegación de su esposo.

No obstante, una nube de malestar y tristeza, de la cual en el fondo todos se daban cuenta, envolvía a la familia. Las relaciones entre ella seguían siendo en la apariencia tan cordiales; pero cada cual percibía un dejo de inquietud, cierto embarazo que procuraban ocultar exagerando la sonrisa, acentuando la nota cómica. Mario sentía la falsedad de su situación en aquella casa y notaba bien que todos los demás la sentían igualmente. La mayor amabilidad de su cuñada con él era un modo de expresárselo; el silencio de D.ª Carolina, la humildad de su esposa para responder a una y a otra, lo mismo. Un sentimiento insoportable de vergüenza iba apoderándose de él.

Carlota también lo padecía. D.ª Carolina y Presentación dejaron poco a poco de llamarla a cónclave para resolver los asuntos domésticos. Entre las dos se lo arreglaban todo, callando cuando ella aparecía. Con esto se hizo más tímida, más humilde; no se atrevía a quejarse de las faltas de la criada; trabajaba cada día más en la casa, echando sobre sí, cuando podía, el trabajo de su hermana; hacía esfuerzos por aparecer amable y simpática como si estuviera en casa extraña.

D.ª Carolina trataba a su yerno con más ceremonia. Mario se sentía turbado por esta actitud, sin entender por completo lo que significaba. No se le mandaba cerrar la puerta, ni escribir los sobres de las cartas, ni que las acompañase hasta casa de unas amigas, ni se le daban encargos para la calle. Cuando doña Carolina rechazaba cualquiera de sus servicios el inocente exclamaba:

—¡Pero, mamá, no tiene usted confianza conmigo!

—Sí, hijo, sí; pero no hay necesidad de que tú te molestes. Pantaleón, que no tiene nada que hacer, se encargará de ello.

¡Que no tiene nada que hacer! Estas palabras, pronunciadas con perfecta naturalidad y hasta con la sonrisa en los labios, sonaban a sarcasmo. Tampoco él tenía nada que hacer; demasiado le constaba a ella. A veces, cuando el matrimonio joven venía de paseo y entraba en el gabinete donde estaban la señora y su hija Presentación, aquélla les interrogaba con cierta condescendencia irónica:

—¿Qué tal, hijos míos, habéis paseado muy largo? ¿Hasta dónde habéis llegado? ¿Os habéis divertido? El tiempo está muy hermoso. Hacéis bien en no desperdiciar tardes tan deliciosas.

Carlota sorprendió en estas conversaciones más de una mirada burlona entre su mamá y hermana; pero había devorado la vergüenza sin decírselo a Mario. Era tan inocente, tan bondadoso, aquel muchacho, que daba pena hacerle sentir las espinas de la vida. Como esposa fiel y generosa las guardaba todas para sí.

Pero el poco dinero con que Mario se había quedado para sus gastos feneció muy pronto. Llegó un instante en que no tuvo un solo ochavo en el bolsillo. Nada dijo. Aquel día no fumó; al día siguiente tampoco. Su mujer lo observó al cabo y le preguntó la causa. No estaba bien del estómago, le repugnaba el cigarro. Pero ella, no fiándose, le registró los bolsillos cuando se hubo dormido y los halló vacíos. ¡Pobre Mario! Lloró en silencio largo rato. Por la mañana salió temprano a misa y tuvo valor para subir a una casa de préstamos y empeñar una sortija. Cuando su marido se levantó, le dijo sacando un billete de su cómoda:

—Oye, Mario. Cuando salgas hazme el favor de pasarte por la Mahonesa y traerme unas yemas de coco… pero que no se enteren en casa. Ya sabes que me da vergüenza… ¡Ah! Y quédate con el resto del dinero, porque a ti puede hacerte falta y a mí no.

Mario quedó suspenso. Una vaga inquietud agitó momentáneamente su espíritu; pero con la inconsciencia que le caracterizaba no pensó más en ello. Sin embargo, a la segunda vez que esto pasó no pudo menos de preguntar:

—¿Y de dónde sacas tú el dinero?

Carlota se puso colorada.

—He ido ahorrando algún dinerillo estos meses pasados para los dulces del bautizo, ¿sabes?… Pero le encajaré la cuenta a mamá… ¡vaya si se la encajaré!

Y reía a carcajadas. Pero su corazón lloraba, porque sabía muy bien que si esperaba por su madre no se comerían dulces en el bautizo del hijo de sus entrañas.

El dinero de la sortija concluyó pronto. Empeñó otra. Tampoco tardó en gastarse. A Mario le hacían falta botas y guantes; el sombrero de copa estaba ya grasiento; llegaba el verano y era necesario también hacerse ropa. Todas sus joyas de poco valor fueron pasando por la casa de préstamos. El aderezo regalo de sus padres, que era lo que más valía, lo guardaba D.ª Carolina.

—¿Pero ese gato que tienes no se agota nunca?—le preguntó inquieto Mario.

Tenía la respuesta preparada.

—Sí, hijo, sí; ya hace tiempo que se ha agotado. Pero papá me ha llamado el otro día a su cuarto y me dio dinero.

El semblante de Mario se oscureció. Quedó profundamente pensativo. No, aquello no podía tolerarse. Era preciso buscarse alguna ocupación donde quiera que fuese. Hasta entonces todas sus gestiones habían sido infructuosas. Visitó a los amigos de su padre: no le faltaron buenas palabras, promesas magníficas. Nada llegaba sin embargo. Miguel Rivera habló al ministro de quien era secretario, y éste prometió colocarle en una carrera que iba a organizar para la inspección de los ferrocarriles.

Carlota había concluido con sus objetos más o menos preciosos. Entonces la mentira que había dicho a su marido convirtiose en realidad. Antes de verle sin dinero en el bolsillo se arriesgó heroicamente a pedírselo a su madre. Fue una escena baja, sórdida, repugnante. Carlota sufrió con valor los sarcasmos de su madre y venció a fuerza de paciencia y tenacidad sus repetidas negativas. Consiguió arrancarle diez duros: se fue a su cuarto y dio rienda suelta a las lágrimas que había podido reprimir. Su marido la encontró con los ojos hinchados.

—¿Por qué has llorado?—preguntole impetuosamente.

—Por nada, hombre; no te asustes. Son cosas de mujeres. ¿No sabes el estado en que me encuentro?

Se convenció. Había oído a los médicos hablar de estas crisis.

Pero la pobre Carlota fue desde aquel día la víctima, la cenicienta de la casa. Su madre la trataba con increíble desprecio; no perdonaba ocasión de vejarla con indirectas crueles. Presentación la ayudaba en esta tarea simpática.

—A mí me gustaría colocarme así, espléndidamente, como mi hermana. ¡Casarme con un pobrete! ¡Puf! Oyes, Carlota, ¿tu marido compra por fin mylord o faetón? Supongo que este año no dejaréis pasar la temporada del Real sin abonaros como el año pasado…

Su madre le mandaba callar con risita maligna, que era una invitación a proseguir. Rara era la tarde en que Carlota se sentase a coser con ellas que al fin no se levantase llorando. Un día, encarándose con Presentación, los ojos rasados de lágrimas, le dijo:

—Haces mal en burlarte de mí. Pretendes que deje de querer a mi marido porque no es rico. Piensa que Dios puede castigarte algún día.

De estos sufrimientos no daba cuenta a su esposo. Al contrario, en su presencia mostraba el mismo semblante tranquilo, risueño. Pero volviendo a necesitar dinero, la escena con su madre fue mucho más cruel. D.ª Carolina se enfureció, llamó pobrete, hambrón y holgazán a Mario, y se negó resueltamente a soltar un cuarto.

—Si te figuras—concluyó diciendo—que nosotros vamos a mantener vagos toda la vida, estás muy equivocada.

Esta amenaza la llenó de terror. Se humilló, procuró desarmarla prometiendo no volver a pedirle dinero. Y corrió, como siempre, a encerrarse en su cuarto para llorar perdidamente.

Mario no fumó otra vez en dos días. En su semblante no se traslució, sin embargo, ningún malestar. Su esposa le miraba con el rabillo del ojo haciendo esfuerzos por reprimir las lágrimas. Pero al pasar por delante del cuarto de su padre vio las llaves puestas en el cajón de la cómoda. Se detuvo herida por una tentación irresistible; echó una mirada en torno, y no viendo a nadie, avanzó con cautela, tiró del cajón sin hacer ruido y escudriñó rápidamente su contenido. Allá, en un rincón, había dos libras de tabaco picado. Tomó una y, cerrando de nuevo, salió precipitadamente, ocultándola debajo del vestido. Por la noche se la dio a su marido, diciendo con afectada naturalidad:

—Toma; luego dirás que no me acuerdo de ti.

—¿Dónde has comprado este tabaco?

Respondió que a una prendera amiga suya que lo vendía de contrabando. La había hallado en la calle y habían hecho mercado en un portal para evitar indiscreciones. Pero a los dos o tres días su padre lo echó de menos y se armó el consiguiente tumulto. Hubo quejas, recriminaciones. D. Pantaleón sospechaba de la criada, que tenía un novio soldado. Carlota, viendo con terror aquel motín y temblando que D.ª Carolina averiguase la verdad, llamó en secreto a su padre al cuarto, le echó los brazos al cuello y le dijo llorando:

—He sido yo, papá; he sido yo la que te ha llevado el tabaco… Pero que no se entere mamá, que no se entere Mario cuando vuelva. Sé que no fuma porque no tiene dinero y yo tampoco lo tengo para dárselo.

El sabio naturalista quedó estupefacto.

—Pero, hija, ¿por qué no me lo has pedido? Dinero no puedo daros, porque ya sabes…

—Sí, papá… no me digas nada.

El ingenioso Sánchez aprovechó la ocasión para instruir a su hija. El tabaco era una planta solanácea de olor fuerte y característico, cáliz tubulado, raíz fibrosa, tallo velloso de médula blanca, hojas alternas laureadas y glutinosas, etc.

Carlota escuchó llorosa y distraída aquellas científicas explicaciones que por el estado de su alma no produjeron el resultado que era de esperar. D. Pantaleón rebañó de su bolsillo algunas pesetas y se las dio.

La situación de la infeliz muchacha era cada día más triste. Todos los rencores y desprecios que D.ª Carolina y su hija menor atesoraban para Mario, que no había tenido talento para hacerse inamovible en el puesto que ocupaba, se los arrojaban a ella a la cara. Con el verdadero culpable estaban reservadas, pero finas. No se le hería directamente, pero la atmósfera estaba cargada de electricidad, y a la postre había de estallar el rayo. D.ª Carolina sacudía la cabeza con ira cada vez que su yerno volvía la espalda.

Al fin, una mañana en que Carlota estaba fuera de casa, la sagaz señora hizo una seña expresiva a su hija menor, y ésta se apresuró a levantarse y salir del gabinete. Quedaron solos suegra y yerno. Sin alzar la cabeza de la costura D.ª Carolina comenzó a hablar con voz un poco alterada.

—Mira, Mario, hacía días que necesitaba hablarte de un asunto bastante desagradable lo mismo para ti que para mí. Lo he ido aplazando de un momento a otro, porque a la verdad me duele en el alma tocar este punto… Pantaleón me ha mandado decirte que sus medios de fortuna no le permiten manteneros a ti y a tu esposa. «Si fuéramos ricos, me dijo, no tendría mayor inconveniente en que Mario se divirtiese y pasase la vida holgando, pero, hija, nosotros tenemos sólo lo necesario para vivir decorosamente… Dile que la obligación primera de todo casado es sostener a su familia con el producto de su trabajo. Así lo he hecho yo y así espero que lo haga él. Es joven y tiene el mundo por delante; que trabaje y se haga hombre… » Hijo mío, yo cumplo el encargo. Espero que no te ofenderás por ello.

Mario quedó tan aturdido que no habló una sola palabra. Las de su suegra le sonaban en el cerebro como martillazos. Una vergüenza inmensa, infinita, corrió por todo su ser hasta las últimas fibras y le paralizó enteramente. D.ª Carolina, con una rápida ojeada, advirtió su estado lastimoso.

—No creas que esto es puñalada de pícaro. Te habla así Pantaleón por mi boca porque tiene confianza en tu honradez, en tu dignidad, en que sabrás cumplir perfectamente tus obligaciones. Yo creo que con el tiempo le darás las gracias. Si no te ofendieras—añadió con benévola sonrisa,—te diría que te hace falta un estímulo como éste para abrirte camino.

La lengua se le desató aunque no de buen modo. Se excusó balbuciendo de no haber tomado él la iniciativa en este asunto. Su suegro llevaba mucha razón en lo que decía. Él buscaría trabajo inmediatamente en cualquier parte y de cualquier clase. Estaba dispuesto a dejar la casa al instante…

—Ya te he dicho que no es cosa de apuro…

—Sí, señora; lo es para mí—replicó con dignidad el joven.

Pero la grave cuestión era que Carlota no podía irse con él a la ventura. Se hallaba ya bastante adelantada en su embarazo, y mientras no tuviera casa era expuesto llevársela. D.ª Carolina se mostró magnánima. Carlota se quedaría con sus padres hasta que Mario hallase un medio de vivir. Éste le dio las gracias con acento sincero. Desde aquel punto doña Carolina se hizo de miel, le agasajó cuanto pudo, le auguró un bello porvenir, haciendo visibles esfuerzos para borrar la mala impresión que sus palabras habían causado. Mario se retiró al fin grave y tranquilo.

Al llegar Carlota adivinó a la primera mirada su disgusto.

—¿Qué te ha pasado?

—Nada… he tenido una conversación algo seria con tu madre. Me ha dicho—añadió sonriendo tristemente y tomándole las manos—que tu papá no puede sostenerme más tiempo en su casa…

Carlota se puso blanca como un papel.

—¿Ha dicho eso de veras?

—Sí; a mí no me sorprende; creo que lleva razón. Ya ves, parece feo un hombre sin trabajar, comiendo la sopa boba… Así que me voy desde luego… Pero no te apures, que yo encontraré ocupación; todo se arreglará.

Al proferir estas palabras sonreía con esfuerzo, apretando las dos manos a su esposa. Ésta permaneció muda y pálida mirando con insistencia por encima de su cabeza a un punto fijo. Al fin sus ojos grandes, serenos, se nublaron de lágrimas y dijo sin que los rasgos de su fisonomía se alterasen poco ni mucho:

—Está bien; me voy contigo.

—¡No!—exclamó Mario aterrado.—¿Dónde quieres ir?

—A pedir limosna, si es necesario—repuso tranquilamente.

—¡Pero eso es una locura! No te precipites…

Y con palabra fogosa le puso de manifiesto los terribles inconvenientes de tal resolución. Un hombre puede rodar por cualquier lado, dormir en un desván, al sereno si es necesario; ¡pero una señora y en el estado en que ella se encontraba! La separación era de absoluta necesidad por el momento. Cuando diese a luz y él hallase medio de vivir, que lo hallaría pronto seguramente, entonces vendría a sacarla para siempre de casa y vivir juntitos hasta la muerte.

Carlota se dejó convencer. La idea de causar el más insignificante daño al ser cuya aparición esperaba con impaciencia la llenaba de congoja. Quedaron, pues, en que él sólo se marcharía.

—¿Pero dónde te vas?—preguntó clavándole una mirada de estupor doloroso.

—No te preocupes de eso. Tengo infinidad de sitios donde ir. Lo importante es que tú estés tranquila. Piensa en que se trata de muy poco tiempo.

Carlota permaneció algunos instantes inmóvil con la cabeza baja.

—Bueno, te arreglaré la ropa—repuso al cabo enjugándose las lágrimas.

Y ahogando los suspiros en la garganta y reprimiendo los sollozos que pugnaban por estallar, su naturaleza tranquila, razonable, valerosa, concluyó por triunfar. Empezó a sacar ropa de la cómoda y a colocarla esmeradamente en un baúl. En aquella operación se mostraba su carácter paciente y sólido. Mario la contemplaba con interés, trataba de ayudarla, pero lo hacía tan mal que renunció en seguida. Poco a poco, en la absorción de aquel trabaja mecánico, se fueron olvidando de su pena. Discutían lo que se había de meter en el cofre como si se tratase de un viaje. A Carlota todo le parecía mucho, creyendo así reducir los días de separación. Mario, al contrario, insistía suavemente en que se pusieran más camisas, calcetines, etc. Preveía que el viaje iba a ser largo, aunque se guardaba de manifestar esta opinión.

Al fin quedó arreglado el equipaje. Entonces permanecieron turbados uno frente a otro sin saber qué decirse, afectando serenidad, insistiendo una y otra vez en tono indiferente sobre pormenores ya resueltos. La emoción que les embargaba advertíase en el timbre velado de la voz, en el leve temblor de las manos. El corazón se les quería salir por la garganta.

—Bueno—dijo al fin Mario poniéndose el sombrero.—Quedamos en que tendrás el baúl preparado. Ya enviaré por él, y me mandarás al mismo tiempo la sombrerera. Por los útiles de modelar ya mandaré más adelante.

Estas palabras provocaron en Carlota una explosión del sentimiento comprimido. Quedaron abrazados estrechamente y llorando en silencio largo rato. Mario logró desasirse, y besando con efusión las manos de su esposa, exclamó sonriendo, mientras bañaban su rostro las lágrimas:

—¡Qué niños somos! Parece que me estoy despidiendo para el fin del mundo.

Y salió de la estancia precipitadamente. Carlota le siguió, y en lo alto de la escalera volvieron a abrazarse.

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