Capítulo 12

Presentación no quedó ciega, pero sí desfigurada. Era un dolor ver aquel rostro, tan hechicero en otro tiempo, ultrajado por repugnantes costurones. La infeliz no cesaba de llorar, aunque con esto dañase a sus ojos, aún no curados por completo. Una honda tristeza dominaba a toda la familia.

Sin embargo, su digno jefe D. Pantaleón, por virtud de una actividad incesante, atenta siempre a los hechos, aun los más insignificantes, del mundo de la Naturaleza, y resguardado por las grandes verdades del orden físico y químico que había podido adquirir, se hallaba fuera del alcance de toda emoción penosa. Había publicado ya la Terapéutica del comercio y la Patología administrativa. Pero su inteligencia había crecido de tal manera con el régimen de los alimentos fosfatados a que se hallaba sometido, que estos interesantes libros nada valían al lado de las empresas prodigiosas que su mente proyectaba. Por de pronto, entre él y Moreno comenzaron a redactar dos revistas científicas mensuales, una titulada El Mundo Orgánico y la otra El Mundo Inorgánico, para dar a conocer al público las observaciones que en los dos mundos iban haciendo con maravillosa penetración.

Estas observaciones no se limitaban al laboratorio. El estudio directo de la Naturaleza y de la vida social se las ofrecía muy varias. Para ello hacían frecuentes excursiones a los alrededores y pueblos comarcanos de Madrid. Generalmente las hacían a pie, vistiendo ambos el largo y vueludo gabán característico de los sabios, sombrero de alas amplísimas y zapatos claveteados; en la nariz, las imprescindibles gafas de cristales ahumados y en la mano sendos paraguas de tela de algodón. Con este arreo nadie dudaría que aquellos hombres estaban destinados a arrancar a la Naturaleza sus secretos. Pero D. Pantaleón llevaba gran ventaja en este punto a su compañero. Ningún sabio moderno estuvo dotado de figura más grave, majestuosa y verdaderamente científica. Era necesario remontarse con la fantasía a Solón o a Anacharsis el Viejo para representarse algo tan profundo y reflexivo.

Las excursiones duraban siempre un día. Era condición imprescindible que había puesto Moreno. Y aun así apuraba casi siempre para la vuelta a fin de no llegar después de las siete de la tarde. Traía maravillado esto al ingenioso Sánchez y un sí es no es inquieto, porque ¿cómo acordar estas costumbres metódicas y sedentarias con la existencia azarosa que su amigo había llevado hasta entonces? ¿Cómo no sorprenderse de que un hombre nacido en el arroyo y en lucha constante con la sociedad tuviese tal cuidado de retirarse cuando las gallinas? Llegó a pensar en estas perplejidades si Moreno estaría afiliado a la secta de los anarquistas, y fuese la hora destinada para reunirse y concertar sus planes siniestros de destrucción. Y andaba receloso y observándole; porque Sánchez era un revolucionario del pensamiento nada más y no le hacía gracia alguna hallarse complicado en el asunto de los explosivos.

Algunos meses después del desgraciado accidente de Presentación, el causante directo y el indirecto de aquella desgracia resolvieron hacer una excursión al vecino pueblo de G… distante unas dos leguas, donde les dijeron que había un reo de muerte que sería ejecutado a los pocos días. Uno y otro deseaban tener con él una conferencia, estudiar sus anormalidades orgánicas y comprobar sobre el terreno los datos antropológicos que ya conocían teóricamente. Salieron bien de madrugada una mañana en la disposición que otras veces y caminaron por la empolvada carretera sin hablarse, entregados a las profundas reflexiones que les sugería siempre el gran libro de la Naturaleza, que hoja por hoja se proponían leer hasta el fin. El sol nadaba en un cielo azul y límpido; el cielo de Madrid. Por todas partes se extendía una tierra ondulante de lomos anchos redondeados y vestidos de verde por el trigo y la cebada nacientes. D. Pantaleón, saliendo al fin de su mutismo, hizo en voz alta la observación de que «las gramíneas estaban muy hermosas,» a lo cual respondió su compañero que «era la época del crecimiento de las monocotiledóneas.»

Prosiguieron en silencio su camino, y poco antes de llegar a G… , se detuvieron en un ventorro a refrescarse. Había allí un hombre de baja estatura y recias espaldas que paladeaba un vaso de vino para marcharse también. Este hombre trabó inmediatamente conversación con ellos, lo que no es raro en España. El ingenioso Sánchez aprovechó la ocasión para pedirle datos acerca del reo que iba a ver.

—¿Quién, el Pollo? ¡Anda, que buen polvo lleva a estas horas!—exclamó soltando la carcajada.

—¿Cómo?

—¡Na, que se ha fugado esta misma noche de la cárcel! Abrió un agujero en la pared con una palanqueta, que nadie sabe quién se la dio ni cómo la escondía, y se tiró al patio. De allí gateó por la pared y subió al tejado de un almacén, y de allí se echó a las huertas. Hay quien cree que está escondido en el pueblo: los civiles vigilan mucho los alrededores.

D. Pantaleón y Moreno quedaron muy disgustados. Había fracasado su excursión. Pagaron los refrescos y salieron de la taberna. El hombre que les diera la noticia salió con ellos, y al verlos tomar el camino de Madrid, les preguntó con sorpresa:

—¿Pero no iban ustedes a G… ?

—Sí, señor, pero íbamos a visitar al Pollo.

El hombre se les quedó mirando con respeto.

—¿Son ustedes, por casualidad, de la Audiencia?

Los sabios quedaron un poco embarazados. Al cabo Moreno dijo:

—No, señor; somos antropólogos.

El hombre les contempló con gran sorpresa y mayor respeto aún. No sabía qué era aquello, pero calculaba que debía de estar relacionado de cerca con el gobierno.

—Pues si quieren pasar por V… , adonde voy, tendrán compañía y menos polvo.

Aceptaron la oferta. Tomaron la vereda que a aquel pueblo conducía, y Moreno y Sánchez, que no perdían la ocasión de enriquecer su cuaderno de notas con las observaciones antropológicas que podían recoger, le abrumaron instantáneamente a preguntas. El caminante les respondía de buen grado. Era de fisonomía inquieta, ademanes sueltos y voz propensa a alterarse. Parecía de carácter franco y alegre. Moreno, encargado de las observaciones botánicas, geológicas y zoológicas, le hizo bastantes preguntas sobre la naturaleza del suelo y sus productos. El ingenioso Sánchez, a quien competían las biológicas y sociológicas, se informó minuciosamente del carácter y costumbres de los habitantes. La conversación vino por fin a recaer sobre el Pollo.

—¿Tiene familia?—preguntó D. Pantaleón.

—Sí, señor; cinco hijos.

—¡Ah! Pues entonces no se hubiera hecho nada con ahorcarle si no se ahorca también a sus cinco hijos.

—¡Cómo!—exclamó el caminante dando un paso atrás.—¿Quería usted que a esas criaturas, que la mayor tiene nueve años…

—Desde luego—repuso grave y firmemente D. Pantaleón.—Para destruir el delito es absolutamente indispensable destruir los gérmenes.

—Pero ¿qué culpa tienen esos pobres niños?—exclamó cada vez más estupefacto el hombre.—¿Qué culpa tienen esos pobres niños de que su padre sea un bandido?

Una sonrisa de lástima contrajo los labios e hizo brillar un momento los ojos mortecinos de Sánchez.

—¿Culpa? Esa palabra es un absurdo científico. El delito es un fenómeno, ¿sabe usted? un fenómeno natural. Nadie tiene culpa de él. Al criminal se le debe matar, no porque tenga culpa, sino porque produce una perturbación en el organismo social. Y como esa perturbación se ha de prolongar si tiene hijos por medio de la herencia, precisa eliminar también a esos hijos.

—Me parece a mí, señor—repuso el caminante, que sólo vagamente había comprendido las palabras de D. Pantaleón,—que si a esos niños se les educara con cariño serían personas honradas. Yo conozco al mayor, y parece muy humilde el pobrecillo.

—Sería inútil, créame usted. Hoy se ha adelantado mucho en esa materia. Hoy se sabe perfectamente, examinando el cráneo y los antecedentes hereditarios de cada hombre, quién ha de ser criminal y a qué clase ha de pertenecer, esto es, si ha de ser asesino, incendiario, estafador, etc. Así es que yo creo, y me propongo publicar un folleto sosteniéndolo, que todos los hombres deben ser reconocidos al llegar a cierta edad por antropólogos competentes, y si presentan los caracteres del tipo criminal, que sean eliminados inmediatamente de la sociedad, si no por la muerte, al menos por la deportación.

No respondió el caminante. Volvió a examinarlos con un poco de recelo y cambió de conversación. Al cabo de un rato, deteniéndose, les propuso desviarse de la vereda y tomar un atajo a campo traviesa. Nuestros antropólogos aceptaron sin vacilar, porque estaban ya bastante rendidos.

Marchaba el desconocido delante y ellos detrás. A los pocos minutos, fijándose por necesidad en él D. Pantaleón, creyó notar en su figura algunos signos que le llamaron la atención. Inmediatamente volvió la cabeza y comunicó en voz baja sus observaciones con Moreno. Éste se fijó con más cuidado y corroboró lo que su sabio compañero decía. Cuchichearon animadamente a intervalos. Por último, D. Pantaleón, no pudiendo resistir la gran curiosidad, con mezcla de inquietud, que sentía, tocó en el hombro con su paraguas al desconocido y le dijo:

—Va usted a dispensarme que le pida un favor. Mi compañero y yo nos dedicamos a los estudios antropológicos, como ya he tenido el honor de decirle. Estoy observando en su cabeza, algo que me llama la atención, y si usted no tuviera inconveniente, le agradecería me permitiese tomarle algunas medidas…

El hombre se detuvo, les miró con estupor unos instantes y luego echó una mirada recelosa en torno para cerciorarse sin duda de que se hallaban en completa soledad. Esta mirada ávida causó gran impresión en nuestros antropólogos.

—Bueno—dijo el desconocido.—Tomen ustedes las medidas que gusten, pero les advierto que hace mucho tiempo que estoy cerrado.

Estas ambiguas palabras les puso aún más inquietos.

D. Pantaleón sacó de los profundos bolsillos de su gabán un compás de gruesos y le midió la longitud de la cabeza. Luego leyó en voz baja los milímetros a Moreno, el cual torció el hocico. Tomó después el ancho, y su resultado tampoco les satisfizo. En ambos iba creciendo la inquietud. Sin embargo, procuraban estar finos, y lo echaban a broma de modo que el hombre no se incomodase.

—Cuidado con que no me apriete el sombrero—dijo éste riendo.

Le tomaron después la medida de la talla y la longitud de los brazos en cruz. Al ver el número que señalaba la cinta se dirigieron una mirada de ansiedad: la consternación más profunda se pintó en sus semblantes.

—El traje holgadito, ¿eh?

Pero ni Moreno ni el ingenioso Sánchez estaban de humor para reírse. Lo hicieron, sin embargo, pero resultó la risa del conejo.

—Si usted me hiciera ahora el favor de la mano… —dijo D. Pantaleón con voz temblorosa.

—Hombre, es usted muy viejo… pero, en fin, allá va.

—No, la derecha no, la izquierda.

—¡Vaya por la zurda!—exclamó el hombre alargándola.

D. Pantaleón sacó otro compás, parecido al cartabón de los zapateros, y con las manos trémulas le dobló el dedo medio y se lo midió. Mientras tanto Moreno inclinaba su rostro pálido haciendo esfuerzos para averiguar el número de milímetros. Cuando Sánchez lo leyó en voz alta, dio un salto y emprendió una carrera vertiginosa al través de los campos. Don Pantaleón dejó caer el compás que tenía en las manos y le siguió, esforzándose inútilmente en alcanzarle.

Corrieron hasta que la fatiga les obligó a detenerse. Volvieron la cabeza, y observando que el desconocido no los seguía, se calmaron un poco. El estallido de unos cohetes les hizo comprender que el pueblo estaba cerca, y se dirigieron hacia el sitio donde sonaban a paso largo.

—¡Es el Pollo!—exclamó al fin D. Pantaleón con respiración anhelante.

—¡Quién puede dudarlo!—repuso Moreno echando hacia atrás otra mirada de terror.

Y mientras no se acercaron a las primeras casas, no cambiaron otra palabra.

El pequeño pueblo de V… , contra lo que ellos imaginaban, estaba animadísimo. Los vecinos, en traje de día de fiesta, discurrían por las calles. Las jóvenes, adornadas con lindos pañuelos de colores, formaban grupos a las puertas de las casas. Vendedores de frutas y confites atronaban con sus gritos. Las tabernas rebosaban de gente, y los puestos de vino entoldados que había en medio de las calles lo mismo. Repicaban las campanas y estallaban sin cesar los cohetes. El sol reía en el espacio.

Nuestros antropólogos se enteraron en seguida de que se celebraba la fiesta de la santa patrona del pueblo, y no les pesó de llegar a este tiempo, porque el estudio concienzudo del instinto religioso en el animal humano les preocupaba hacía tiempo, sobre todo a Moreno. Así que, después de descansar unos minutos en los bancos de una taberna, se encaminaron a la iglesia, donde les dijeron que iba a comenzar pronto la solemne misa cantada. Sus figuras, un poco raras, aunque científicas, no dejaban de llamar la atención en el pueblo, aunque estuviese éste tan próximo a Madrid. Quizá en Madrid llamasen también la atención; porque en la capital de España, no hay más remedio que confesarlo, tampoco es frecuente ver a los sabios en su verdadero traje por las calles.

La iglesia resplandecía por dentro de luces y ornamentos. Parecía, según la expresión vulgar, un ascua de oro. Los fieles comenzaban a acudir y se iba llenando lentamente; y según se iba llenando el calor se hacía insoportable. Cerca del altar mayor, en otro portátil, estaba la santa patrona rodeada de cirios y flores. Al cabo de larga espera el órgano hizo vibrar sus notas poderosas por el ámbito del templo, y en la puertecilla de la sacristía aparecieron los tres sacerdotes con sus brillantes capas de tisú de oro y se dirigieron al altar. Detrás de ellos entraron algunos otros clérigos y varios particulares privilegiados, que se acomodaron en el presbiterio para oír la misa. Nuestros sabios quedaron sorprendidos al ver entre estos últimos a su joven amigo Godofredo Llot. A Moreno le hizo extremada gracia, y se propuso sacar mucho partido cuando fuese por el café. A D. Pantaleón no le hizo tanta por las relaciones especiales que entre ellos habían existido. Cerca de él vieron al presbítero Laguardia, y esto contribuyó aún más a ponerle de mal humor; porque odiaba a este clérigo como tal, y además por el papel que había representado en el fracasado matrimonio de su hija.

Pero la observación de aquellos curiosos ritos religiosos que ambos examinaban como si por primera vez los hubieran visto en su vida, le distrajo de todo incómodo pensamiento. De vez en cuando se comunicaban en voz baja las profundas reflexiones que el culto les sugería.

—Siendo todas las divinidades en su origen, como usted sabe muy bien—decía Moreno metiéndole la boca por el oído a su amigo,—individuos humanos que han demostrado alguna superioridad y han hecho algún beneficio, sería curioso saber quién era esa mujer que está ahí en el altar antes de ser divinidad y a qué se dedicaba.

—Yo imagino—respondía el ingenioso Sánchez en voz de falsete también,—teniendo en cuenta su traje rico de brocado, que debía de ser alguna señora pudiente de los contornos que en su tiempo se dedicaba a proteger a los labradores, tal vez facilitándoles dinero sin interés o semillas para la siembra.

—No; yo creo más bien que sería una comercianta que expendía los géneros más baratos, y de este modo se captó la admiración del pueblo, que después de su muerte la erigió en divinidad. ¿No ve usted la cajita que tiene en la mano derecha? Parece un azucarero.

—Es un jarro; repárelo usted bien. Puede que tuviera una gran lechería y diese los sobrantes de la leche a los pobres. El perro que lleva a su lado parece confirmarlo, dado que los perros son los encargados de la guarda del ganado. De todos modos, ya nos informaremos de los vecinos más viejos.

Por más que hablasen bajo, aquel coloquio en el momento de celebrarse el santo sacrificio de la misa estaba escandalizando a una vieja, que al fin les reprendió ásperamente y les obligó a guardar silencio. Obedecieron los sabios pensando que no era prudente despertar «los instintos salvajes del hombre primitivo emocional.»

La misa duró una buena hora. Paulatinamente iban perdiendo la gana de hacer observaciones antropológicas y sintiendo la necesidad de restaurar el estómago, pues eran ya las doce del día. Cuando los clérigos se retiraron, la muchedumbre, que se agolpaba a la puerta para salir, les impidió hacerlo en un buen rato. Al poner el pie en el pórtico se tropezaron con un grupo de clérigos, y entre ellos a Godofredo Llot, que sin duda había salido por otra puerta. Aunque tuvo intentos de eludir su saludo no pudo hacerlo: al cabo vino hacia ellos sonriente y afectuoso como lo estaba siempre aquel joven eminente, y les abrazó con efusión.

—¡Ustedes por aquí!… ¡Cuánto me alegro!

Moreno correspondió con agrado a este saludo, pero empezando a cultivar la nota humorística, repuso:

—Pues nosotros al entrar en la iglesia casi teníamos la seguridad de hallarte en ella.

Godofredo no hizo caso y les presentó a los clérigos con quienes se hallaba. D. Pantaleón estuvo digno y cortés. Salieron todos del pórtico, y cuando hubieron andado un corto trecho, Moreno preguntó a Llot si sabía de algún sitio donde se pudiera almorzar medianamente. Oyó la pregunta el párroco del pueblo, que venía entre ellos, y atajó la respuesta diciendo en voz alta, imperativa:

—Ustedes, señores míos, no van a almorzar a ningún lado, sino a mi casa. Los amigos de nuestros amigos son nuestros amigos.

Los antropólogos quisieron rehusar la invitación porque no les placía comer entre curas; pero no fue posible.

—No se hable del asunto. Ustedes hacen hoy penitencia con nosotros. Aquí ejerzo yo de pontífice: impongo ayunos y vigilias. Otra vez tengan cuidado de no caer en mis dominios.

Era el párroco un hombre de cincuenta años de edad próximamente, alto, seco, moreno, cabellos negros aún, revueltos y crespos, los ojos vivos y severos, la expresión de su rostro franca y resuelta. A pesar de la dureza que en él se notaba inspiraba confianza y simpatía desde luego. Parecía un veterano afeitado y con los hábitos de sacerdote.

Su casa estaba próxima. Entráronse todos por ella, subieron la estrecha y antigua escalera, y en una sala no muy espaciosa hallaron la mesa puesta. Sentáronse presto y dio comienzo el festín. Estaban bien apretados, porque eran más de veinte los comensales, casi todos clérigos, y la mesa no daba comodidad para más de doce o catorce. Se comió y bebió gallardamente. Moreno se mostraba torvo y receloso, hallándose tristísimo en la aborrecible compañía de «tanto explotador de la ignorancia humana.» En cambio D. Pantaleón, siempre grande y profundo, parecía hechizado; no se cansaba de hacer observaciones antropológicas sobre todo lo que veía y oía, sacando a cada instante su cuaderno de notas y escribiendo en él, sin advertir la curiosidad de que era objeto.

—Oiga usted, amigo—dijo al cabo con mal humor un presbítero que reventaba de gordo y se había quitado el alzacuello para comer mejor.—¿Es usted el encargado de las cédulas personales?

Sánchez le miró estupefacto.

—¿De las cédulas?… No, señor. Éste es un libro de memorias.

—El señor—dijo Moreno con sentido irónico y sonriendo maliciosamente—no es el encargado de las cédulas, sino de las células.

D. Pantaleón cambió con él una risueña mirada de inteligencia y quedó admirado de la gracia y penetración de su amigo.

Los clérigos los miraban con sorpresa y desconfianza. Godofredo estaba inquieto, y se apresuró a distraer a los comensales con nueva conversación.

El vino despierta siempre con viveza los sentimientos tiernos y las ideas metafísicas. Así que a los postres, varios de aquellos presbíteros se juraban, estrechándose la mano, eterna fidelidad. Algunos se prometían ayuda corporal en el caso de que el sagrado pasto de los mansos parroquiales fuese violado por las ovejas de los incrédulos. Se hacían reticencias oscuras sobre el obispo, que les hacía prorrumpir en carcajadas desaforadas; se dirigían pullas amistosas acerca de los derechos de pie de altar que cada cual recogía; se hablaba con enternecimiento de la cosecha y se probaba matemáticamente la existencia de Dios.

Esto último no quería oírlo Moreno, quien alimentaba hacia el Ser Supremo un rencor que D. Pantaleón hallaba bien justificado. En realidad, no se abandona así a un hombre en medio del arroyo, expuesto a que todo el mundo lo pise. Y claro está, Moreno hacía contra él lo que más rabia podía darle: le negaba la existencia. Sin embargo, como se hallaba entre sus ministros, le guardaba ciertos miramientos que en otro sitio se hubiera desdeñado de concederle.

—Con permiso de usted, a mí me parece que la existencia de un ser creador de todas las cosas no es tan fácil de probar.

—Se prueba, como tres y dos son cinco—gritó un presbítero escanciándose una copita de aguardiente.—Verá usted si lo pruebo…

Y así que la hubo bebido comenzó a soltar con calma una serie de silogismos en latín que haría estremecer a Tito Livio en su tumba. Los compañeros le escuchaban con poca atención, pero movían la cabeza afirmando. Desde hacía muchos años no se celebraba en los contornos ninguna fiesta parroquial en que después de la comida faltasen los silogismos del cura de N… En cuanto bebía la tercer copa de anisado, ya se sabía, era necesario probar las verdades de la fe.

—Todo eso estará muy bien—replicó atajándole Moreno,—pero dígalo usted en castellano para que yo pueda contestarle.

El clérigo le echó una mirada de soberano desprecio.

—¿No sabe usted latín?… ¡Vaya, vaya a la escuela!

Los compañeros rieron mucho. Moreno, picado en lo vivo, replicó que el latín sólo servía para hacer pedantes, que lo que se había escrito en este idioma no tenía ya utilidad para los grandes adelantos de la ciencia, y que las mismas Escrituras no se habían escrito en latín, sino en hebreo. Con este motivo se empelotaron en una disputa violenta y agria. En el curso de ella Moreno, aunque procuraba tener la lengua por hallarse en casa ajena y entre gente fanática, no pudo menos de verter algunos conceptos poco respetuosos hacia Moisés. El presbítero gordo, que era sin duda el más irritable del concurso y había escuchado la disputa con visible impaciencia, se enfureció de pronto.

—Oiga usted, amiguito, eso que está usted diciendo es herético.

—Yo digo lo que se me antoja.

—Es usted un badulaque.

—Y usted un…

—¡Alto, señores!… ¡Alto!… ¡Un poco de calma!… ¡No irritarse!…

Hubo algunos instantes de confusión. El presbítero quería arrojarse sobre Moreno y Moreno sobre el presbítero. A duras penas lograron contenerlos, sobre todo al primero, que era hombre de bríos.

Cuando se restableció un poco el sosiego, el ingenioso Sánchez, radiante de majestad filosófica, se levantó de la silla, y con grave ademán y sonrisa dulce, cerrando los ojos con un sentimiento de completo bienestar, habló de esta manera:

—Señores, en este momento acaba de producirse aquí un fenómeno del orden natural, y siendo del orden natural, absolutamente necesario. ¿Y por qué es necesario? Porque como ha dicho muy bien un ilustre pensador, las leyes de la Naturaleza son eternas e inmutables. El fenómeno que aquí se ha producido es el de dos cuerpos que, caminando por el espacio en sentido contrario, se encuentran. ¿Qué acontece entonces? Que si la fuerza de ambos es idéntica se neutraliza y quedan en reposo; si la del uno es mayor que la del otro, el primero consigue arrastrar al segundo… Yo espero, señores, que en el presente caso sucederá lo último…

La sonrisa de Sánchez se hizo aún más dulce. Sus ojos opacos, benignos, pasearon una mirada por los circunstantes, que le escuchaban con la boca abierta.

—Señores: una piedra que no esté sostenida por algo caerá seguramente. Es un hecho comprobado por la experiencia. Éstos son los hechos que nos competen a mi amigo Moreno y a mí. Pero hay otros hechos, tales como las ideas de Dios, de la inmortalidad, de lo bello y de lo justo, que no están comprobados por la experiencia y esos os competen a vosotros. Vosotros representáis la infancia de la humanidad; por eso en vosotros existe la debilidad y la inocencia que caracterizan a los niños, algo amable y hasta cierto punto digno de respeto, que yo me complazco en reconoceros. Nosotros representamos la edad viril; por eso en nosotros existe la fuerza, el poder, la dureza si es caso, que son las cualidades del hombre en la plenitud de la vida. Vosotros sois los apóstoles dulces de los sueños infantiles: encariñados con vuestras ideas como los niños con sus juguetes, tembláis y suspiráis cada vez que un hombre inflexible como mi amigo Moreno extiende brutalmente su mano para arrancároslos… Por desgracia, tal dureza es de absoluta necesidad, y así como a los niños se les quita los juguetes para encaminarlos a la escuela, mi amigo Moreno ha necesitado mostraros su poder y su fuerza para que os hagáis cargo de que ha llegado el momento de someter vuestro criterio al yugo inflexible de los hechos. La ciencia, incansable en la investigación de la verdad, ha arrancado a los dioses el cetro y la corona. ¿Y para qué les ha arrancado el cetro y la corona? Para dárselo al calórico, al magnetismo, a la electricidad… Pero vosotros permanecéis fieles a las antiguas ilusiones; lloráis la ruina de vuestras creencias: no seré yo el que os recrimine por esto. Sin embargo, creo que ha llegado ya la hora de secarse las lágrimas, de abandonar los lirismos, de despojaros de esos hábitos y poneros la blusa del operador. ¿Y para qué os habéis de poner la blusa del operador? Para ayudarnos a desterrar de la humanidad todo lirismo, toda poesía, toda superstición. Es necesario abrir los ojos y comprender que el misterio de la existencia no es tal misterio. La ciencia lo ha explicado ya cumplidamente. Es necesario entender que no hay un solo Dios, sino cuatro, que son el oxígeno, el hidrógeno, el carbono y el ázoe…

Al llegar a este punto dio una gran voz el párroco y se levantó de la silla, irguiéndose su figura recia, avellanada, sobre todas las demás, fulminando rayos por los ojos.

—¡Alto ahí, señor mío! Yo no puedo consentir que en mi propia casa, en la casa de un sacerdote y en presencia de otros sacerdotes, profiera usted semejantes blasfemias. Hemos estado escuchando por no faltar a la hospitalidad; ya mi paciencia se ha acabado y no toleraré que usted pronuncie otra sola palabra…

Los demás clérigos se levantaron también, y pálidos y trémulos y clavando en nuestro sabio antropólogo miradas de indignación, gritaban agitando los puños:

—¡Eso es!… ¡No debemos escucharle!… ¡A la calle!… ¡a la calle!

No es fácil representarse el estupor que se apoderó del ingenioso Sánchez al ver a aquellos energúmenos vociferando frente a él y metiéndole los puños por la cara. Todo su discurso estaba lleno de benevolencia, de ideas conciliadoras; creía estar lisonjeándoles; hasta esperaba verlos enternecidos como él andaba cerca de estarlo. Y he aquí que de repente se levantan frenéticos, amenazadores. Tan estupefacto quedó que no acertaba a decir palabra. Inmóvil, con la copa en la mano, les contemplaba con ojos de espanto. En cambio a su amigo Moreno se le desató la lengua mejor de lo que hacía al caso y, encarándose con ellos, les dijo en términos crudos que aquella intolerancia era bien propia de los defensores del oscurantismo, que cuando faltan las razones se acude a las amenazas, y que su amigo Sánchez había hecho mal en malgastar su ciencia con quien no había de entenderle.

—¡Ah! ¿Chillas todavía, pendón?—gritó entonces el presbítero gordo, espíritu impetuoso como ya sabemos. Y alzando la mano, le sacudió un terrible bofetón.

Fue la señal. Más de veinte manos se posaron alternativa o simultáneamente sobre las mejillas del joven naturalista. D. Pantaleón acudió a socorrer a su amigo y también le tocaron algunos porrazos. El furor se enseñoreó de todas las cabezas clericales. Ruedan las sillas, quiébranse platos y botellas; la pequeña sala resuena con los gritos de los enfurecidos presbíteros. Godofredo, llorando a lágrima viva, trata de contenerlos, implorando, persuadiéndoles con palabras fervorosas. El padre Laguardia le ayuda en esta tarea, haciendo lo posible por sujetar al presbítero gordo, el más sanguinario de todos.

—¡Dejadme, dejadme!—gritaba con voz estentórea.—Quiero arrancar todas las muelas a ese esprit fort.

Y este deseo extravagante, más propio de un dentista que de un licenciado en sagrada teología, llenaba de terror el alma de Moreno. Cada vez que llegaba a sus oídos se le doblaban las piernas. Porque nunca había imaginado necesitar, tan joven, dentadura postiza.

Acudieron al estrépito el ama del cura y las mozas que le ayudaban en la cocina; pero en vez de echar aceite a las olas irritadas, soplaron sobre ellas el viento de la cólera. El ama imaginó en seguida que su señor estaba en peligro de muerte por las asechanzas del cura de F… , con quien mantenía rivalidad desde la compra de cierta mula que ambos apetecían, y sin más reparar, con la paleta del fogón le dio un golpe en la cabeza. Similia similibus curantur. Gracias a este revulsivo poderoso apaciguose la cólera de los clérigos. Todos acudieron al pobre cura de F… , que yacía herido en el suelo. La lluvia de bofetadas que caía sobre las mejillas de Moreno cesó como por ensalmo. Hízose el silencio y vino el arrepentimiento. El ama lloraba y pedía perdón. El presbítero gordo también se recriminaba duramente como causante indirecto de aquella desgracia. El párroco dictaba disposiciones para curar la herida de su colega. Entre ellas, la primera fue enviar en busca del médico. Y mientras llegaba se le pusieron compresas de agua fría y se le trasladó a la cama. La desolación reinaba en aquel recinto donde pocos momentos antes todo era júbilo. Y en resumen, ¿por qué? Por si Moisés había echado mal o bien la cuenta de los días de la creación. ¡Una cosa tan lejana!

Los clérigos debieron de entender que se habían excedido un poco en la defensa de aquel patriarca, porque dirigían la palabra con semblante humilde tanto a D. Pantaleón como a Moreno. El mismo presbítero gordo vino a decirles que retiraba todas las bofetadas que había dado. Con esto D. Pantaleón se dio enteramente por satisfecho, y no comprendía cómo Moreno se mostraba aún torvo y enojado.

El médico no estaba en el pueblo. En su lugar vino el albéitar. Los sabios antropólogos dieron un paso atrás, abriendo los ojos desmesuradamente al ver entrar al Pollo.

—¿Quién es ese hombre?—preguntó D. Pantaleón a un clérigo.

—¿Quién ha de ser? El albéitar.

Los dos sabios se miraron uno a otro largamente, con sorpresa por parte de Sánchez, con sorpresa y reconvención por la de Moreno.

—¿Ha tomado usted con exactitud las medidas?—dijo éste, al fin, en voz baja.

—Perfectamente—repuso D. Pantaleón muy quedo también.

—¿No se habrá corrido el compás?

—Ni un milímetro; estoy seguro.

Moreno sacudió la cabeza con gesto dubitativo, mientras su amigo continuaba asegurando por medio de expresivos ademanes la exactitud de los datos antropométricos que había tomado.

El albéitar reconoció al herido y recetó un bálsamo. Al levantar una de las veces la cabeza y reconocer a sus compañeros de viaje preguntó con semblante risueño:

—¡Hola, camarás! ¿están ustedes por aquí? ¿Quieren explicarme por qué han escapado de mí hace poco, como si fuese del diablo?

Los fisiólogos se pusieron colorados.

—No escapamos—balbuceó Sánchez,—es que teníamos prisa de llegar al pueblo.

El albéitar les miró un instante con sorpresa y bajó de nuevo la cabeza para atender a la del herido.

Moreno y Sánchez se hicieron una seña, y aprovechándose de la distracción general, se escabulleron bonitamente, bajaron la escalera y se plantaron en la calle. Desde allí dirigiéronse a la estación del tranvía, y metiéndose en el primero que salió, regresaron en pocos minutos a Madrid, no muy contentos del resultado de aquella famosa salida antropológica.

 

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