Capítulo 13

 

Durante año y medio Mario desempeñó atentamente cuantos trabajos le encomendaba su amigo y protector Rivera. Mas no se despidió por eso de su antigua afición a la escultura. En su gabinete, a las horas que tenía libres, seguía rindiéndole el mismo culto fervoroso y humilde. Miguel había hecho poco caso hasta entonces de aquellas aficiones. Mas un día, al pasar por delante del cuarto de su amigo, viendo por la puerta, que se hallaba entreabierta, una figura tapada con un lienzo, se decidió a entrar. Levantó la tela y quedó gratamente sorprendido. Era una pequeña figura de cuatro pies de alto que representaba a Ofelia coronada de flores. Había tanto desembarazo en la postura, tal delicadeza en las facciones, tanta inocencia en la expresión, que jamás había visto una interpretación más viva de la inmortal heroína de Shakespeare. Quedó pensativo y preocupado. Cuando Mario llegó a comer le preguntó afectando indiferencia:

—¿Cuándo has terminado esa figurita que tienes en el cuarto?

Mario se puso colorado.

—Aún no está terminada; faltan algunos detalles.

—No está mal hecha. Hay verdadero sentimiento en ella; se conoce que el Hamlet te ha impresionado hondamente.

Como Miguel era parco en los elogios y su espíritu más propenso a la burla que al entusiasmo, al menos en apariencia, Mario experimentó al oír tales palabras vivo placer.

Trascurridos algunos días, Rivera volvió a sacarle la conversación de la escultura. Se anunciaba una exposición de bellas artes para la próxima primavera. Con tal motivo hablaron de los pintores y escultores más en boga, ponderando los méritos de cada uno. Después de larga pausa en que Miguel quedó pensativo, dijo de pronto:

—¿Por qué no haces algo para la exposición?

Mario pareció confuso. Bajó la cabeza balbuceando algunas frases que revelaban su modestia.

—Creo que estás un poco equivocado respecto a tus fuerzas—replicó Rivera.—No es malo, porque el artista que se engríe se amanera: precisa estar descontento siempre de lo que se hace para progresar. Pero no basta que tú te juzgues: es necesario que te juzguen los demás, y no sólo los amigos, sino el público, o por mejor decir, los hombres de gusto que hay dentro de él. Cuando conozcas una muchedumbre de juicios, comparándolos después con el tuyo, podrás formar idea aproximada de lo que vales. El mío es que tienes aptitud para el arte que cultivas. Si creyese que no la tenías me guardaría de proponerte que presentases obra alguna en el certamen, porque te quiero demasiado para exponerte a hacer un papel desairado o ridículo. Piénsalo, pues, bien, y si hallas en tu imaginación algún asunto adecuado a tus facultades, dímelo y hablaremos.

Con estas palabras Mario quedó profundamente meditabundo. Anduvo varios días inquieto, preocupado, silencioso. Al cabo, dirigiéndose a Miguel con brusco ademán y una particular sonrisa, cuya amargura no se le escapó a aquél, le dijo de pronto:

—He pensado en aquello, D. Miguel. No se me ocurre nada. Más vale que olvidemos eso y sigamos como hasta ahora rindiendo culto al arte de Fidias en secreto y en los ratos de ocio.

Miguel le miró en silencio y con atención algunos momentos.

—No es verdad. Me estás engañando y te invito a que no lo hagas. Creo tener derecho a que me hables con franqueza.

Se obstinó todavía algún tiempo; pero viendo a su amigo triste y disgustado, le dijo al fin esforzándose por sonreír:

—Hace ya tiempo que se me ha ocurrido un pensamiento; pero no me creo con fuerzas para llevarlo a cabo… Además, se exigen una porción de medios…

—Explícame el pensamiento.

Se trataba de un grupo representando la profecía del Tajo al rey D. Rodrigo tal como se describe en la famosa poesía del maestro Fray Luis de León. Aparecerían en él tres figuras: la del rey y la Cava en tamaño natural; la del río en colosal. El pedestal iría cubierto de bajos relieves representando diversos episodios de la invasión árabe y la caída del imperio gótico.

—Ya usted ve que necesito todo mi tiempo—concluyó diciendo,—si he de terminarlo para la época de la exposición, y un local a propósito.

Miguel no respondió. Se apartaron en silencio. Al día siguiente le condujo de paseo al barrio del Pacífico. Al pasar por delante de unos almacenes sacó una llave, abrió una puerta y empujándole dijo:

—Ahí tienes taller. El tiempo también es tuyo. ¡A trabajar!

Mario le abrazó con efusión. El recinto era espacioso, de techo elevado, lleno de luz. Se trasportaron los útiles inmediatamente, se compró lo que hacía falta y desde la mañana siguiente bien temprano Mario apenas salió de allí más que para dormir. Por espacio de algunos meses vivió en un estado febril; apenas comía, apenas dormía; tan profundamente distraído, que se le olvidaban los menesteres más corrientes de la vida. Si Carlota no le vigilase saldría a la calle con las botas rotas o sin corbata. Hablaba poco y no siempre acorde.

Algunas veces Miguel y Carlota iban a visitarle al taller. Pero, aunque no lo manifestase, estas visitas le turbaban. Únicamente cuando traían a su hijo olvidábase de la obra que tenía entre las manos, como del resto del mundo; lo estrechaba contra su corazón, lo besaba con frenesí y parecía que de aquel contacto mágico sacaba nuevas fuerzas y nueva inspiración.

Una tarde Rivera y Carlota llegaron al taller. Al empujar la puerta vieron al joven revolcándose por el suelo y mesándose los cabellos mientras lanzaba imprecaciones y palabras incoherentes. Carlota quiso precipitarse a su socorro, pero la retuvo Miguel.

—¡Silencio!—le dijo al oído.—No temas. Tu marido se halla en la hora negra del artista. Las sacras musas duermen o están ocupadas en este momento y no pueden atenderle. Pero descuida, no tardará en levantarse.

Dieron una vuelta por los alrededores, y en efecto, cuando tornaron Mario se hallaba de nuevo trabajando y con tal ardor que no advirtió su presencia hasta que le tocaron en el hombro.

Pero Carlota no concedía la importancia que Miguel a los trabajos artísticos de su esposo. El arte para ella era un recreo, una distracción: nada tenía que ver con el problema serio de ganar el sustento, que aún no estaba resuelto. Así que no podía menos de mostrar su indiferencia cuando se trataba de la escultura. En cambio se enteraba con gran interés de cualquier empleo vacante de que le hablasen. Mario notaba esta indiferencia y no podía menos de sentirse entristecido y desalentado. Un día, muy tímidamente, porque adoraba a su mujer, se atrevió a quejarse a Miguel. Quedó éste pensativo unos momentos y le dijo:

—No te pese de la manera de ser de tu esposa. Carlota es un espíritu sensato, lúcido, equilibrado. No tiene la imaginación propensa a los sueños, ni facultades para introducirse en el mundo del arte y la poesía. ¡Qué importa! La poesía es ella misma. Basta mirar su bella figura escultural y contemplar sus grandes ojos suaves, claros, hermosos; basta escuchar sus nobles palabras y ver sus acciones, más nobles aún, para sentirse cerca del origen de toda poesía… Además, nunca he creído que al artista le convenga una esposa de imaginación exaltada, de temperamento nervioso, inquieto y refinado como el suyo. Esta paridad de humores produce casi siempre funestos resultados. Tú sabes muy bien, y perdona lo indecoroso de la comparación, en gracia de su exactitud, que a un caballo demasiado vivo y fogoso se le pone por compañero en el tronco otro firme y resistente, aunque de menos sangre, para que contrarreste sus ímpetus. Pues en el matrimonio sucede lo mismo. Si el hombre de imaginación tiene una compañera de temperamento fantástico como el suyo, ambos corren peligro de precipitarse en la desgracia. Duerme, pues, tranquilo sobre el corazón de tu Carlota; acepta su cariño con gratitud y bendice a la Providencia que te ha concedido una mano fiel para atravesar esta existencia tan triste y oscura… ¡Ay! ¡Yo también tuve una mano!… ¡también tuve un corazón sobre el cual mi alma reposaba sin cuidado!…

Los ojos del antiguo periodista se rasaron de lágrimas al pronunciar estas palabras. Mario le estrechó la mano en silencio.

Llegó por fin el mes de Febrero, época en que debía inaugurarse la exposición de Bellas Artes. Mario hizo un esfuerzo supremo, y el magno grupo quedó terminado a tiempo y vaciado en yeso. Cuando Rivera, que había dejado de ir al estudio en los últimos tiempos adrede, lo vio en esta forma, quedó gratamente sorprendido. La obra superaba a todas las esperanzas que había concebido. Sin embargo, temiendo que su cariño por el artista le cegase, llevó a algunos amigos suyos entendidos en el arte. Los inteligentes confirmaron su juicio. La obra se apartaba bastante de las tendencias dominantes en la escultura. Sus figuras eran menos activas y movidas, pero en cambio brillaban por la gracia y la ingenuidad. Se conocía a la legua que su espíritu se hallaba profundamente impresionado por la estatuaria griega, y que adoraba en ella el sentimiento de la medida, la vida en el reposo, la grave serenidad, el desdén de los efectos. Pero este desdén, que se advertía demasiado en el grupo del joven escultor, en concepto de los amigos de Rivera le perjudicaría mucho para el éxito en el certamen.

Felizmente no fue así. El público se detuvo con placer delante de aquellas nobles figuras ejecutadas sin esfuerzo. La delicadeza y valentía con que estaban modelados los bajos relieves llamaron asimismo la atención. Aunque hubiese en la sala obras de más apariencia y estuviesen firmadas por escultores reputados, al cabo de algunos días nadie dudaba que el autor de la Profecía del Tajo era un artista sobresaliente que se revelaba con originalidad e independencia. Un periódico llegó a decir que parecía un griego resucitado y que si continuase con la misma fortuna trabajando llegaría a desempeñar en España el papel que hizo Canova en Italia, esto es, sería un regenerador de la escultura.

Estos elogios prematuros le perdieron. El artista cuyos límites se perciben pronto encuentra fácil y llano el camino: las puertas se le abren, las bocas le sonríen. Mas ¡ay! aquel cuyo alcance no se mide de golpe eternamente tropezará con la desconfianza y la aversión de sus émulos. Éstos ocultaban artificiosamente el favor que el público tributaba a la obra del joven escultor. Cuando un maestro se veía obligado a emitir su opinión acerca de ella, lo hacía con esa habilidad que todos conocen.

—¡Oh! ¡Costa!… ¡Buen muchacho!… No cabe duda que tiene felices disposiciones. Cuando se le quite ese encogimiento natural del que principia será un verdadero artista. Hay algunos pormenores en su grupo dignos de llamar la atención… ¿Pero ha visto usted el Titiritero de Suárez? ¡Qué admirable! ¿verdad? ¡Qué expresión! Es la obra de un maestro.

A los oídos de Mario no llegaban estos juicios de sus compañeros. Sólo el rumor del público y de sus amigos le traían elogios y plácemes. Los miembros del jurado se mostraban con él deferentes y afectuosos, le ponían la mano sobre el hombro, le decían palabritas lisonjeras. Uno de ellos, viejo escultor cargado de laureles, le dijo un día contemplándole con admiración:

—¡Qué joven ha subido usted al pináculo de la gloria! Yo no he ganado primera medalla hasta los treinta y seis años de edad y usted la consigue a los veinticinco.

—Aún no la he ganado, señor—se apresuró a decir el joven, avergonzado.

—¡Bah, bah!—exclamó el gran escultor haciendo un gesto de indiferencia.—Demasiado sabe usted que la tiene ganada.

Carlota gozaba tranquilamente del triunfo de su marido, aunque sin comprender bien por qué la gente daba tal importancia a aquellos muñecos de yeso. D.ª Carolina estaba igualmente asombrada de que se hablase de dinero tratándose de estatuas. El día que supo que una de aquellas que había en la exposición estaba vendida en tres mil duros no pudo menos de abrazar y besar a su yerno. El mismo D. Pantaleón, aunque refractario a estas frivolidades, pasó por la exposición para ver la obra de su hijo político. El sabio fisiólogo, en presencia de varios amigos y del mismo Mario, expresó sus opiniones acerca de las bellas artes, basadas todas, como es lógico, sobre los últimos adelantos de las ciencias naturales. No admitía más arte que el fundado en la experimentación. Todo lo que se había hecho hasta entonces le parecía enteramente pueril. El método de la experimentación debía de extenderse a la literatura también; los poemas y novelas debían ser estudios de casos patológicos; la poesía una clínica social del animal humano. Sin dos cursos de anatomía, uno de patología quirúrgica y algunas nociones de química orgánica, D. Pantaleón sostenía que era ridículo pensar en hacer versos.

Llegó por fin el día de la adjudicación de los premios. Mario supo el fallo del jurado con una sorpresa que le dejó clavado al suelo. No estaba comprendido entre los premiados con primera medalla, ni entre los de segunda, ni entre los de tercera. Nada: su nombre no se veía estampado en ninguna parte. Apenas podía creerlo. Leía y releía el papel pensando que estaba ofuscado. Pero la compasión de varios colegas que se le acercaron le hizo muy pronto cerciorarse. ¡Dios mío, cuánta compasión le prodigaron en pocos minutos! ¡Qué lamentos! ¡Cuántas invectivas contra el jurado! ¡Oh! ¡No hay nada más grandioso que la compasión de un compañero de oficio!

Mario se mostró sereno. Les dio las gracias con sonrisa dulce y se retiró. Marchó automáticamente al través de las calles, embargado por una honda tristeza que le apretaba el corazón. No era vanidoso ni había cifrado quiméricas esperanzas sobre su obra. Pero había sentido ya el aroma de la gloria; el favor del público le había hecho soñar con adquirir por medio de su arte una posición con que pudiera vivir tranquilamente con su esposa y su hijo. Todo se derrumbaba de golpe. Otra vez se sentía solo, pobre y desvalido; tornaba a ser un mísero escribiente, el mismo ser vulgar en quien nadie fijaba la mirada. Pero más cruelmente aún que este dolor le mordía el alma otro que pocos conocen; el del artista que duda de sí mismo. Mientras trabajó en la oscuridad tenía la vaga conciencia de su genio: una voz interior le decía que las obras que salían de sus manos valían más que otras loadas por la crítica. Sentíase con fuerzas para llevar a cabo algo grande y bello. Cuando escuchó los elogios que se tributaban a su grupo no quedó sorprendido: era la misma dulce canción con que su corazón le arrullaba siempre. De repente un tribunal de hombres competentes le cierra las puertas del templo de la gloria. Podría equivocarse el tribunal o estar apasionado. Pero ¿no era más fácil que él y sus amigos se hubiesen engañado? ¿No sería él uno de tantos aficionados que confunden el entusiasmo por el arte con la inspiración, la voluntad con el ingenio?

Había llegado hasta el Retiro, y por sus caminos arenosos iba a la ventura sin darse apenas cuenta de dónde se hallaba. Al fin, rendidos el cerebro y las piernas, dejose caer sobre un banco y metió la cabeza entre las manos. Acordose de Carlota. ¡Qué triste desengaño para la fiel esposa! Ya no vivirían juntos como pensaban; otra vez volvería a luchar por una miserable plaza en cualquier ministerio, sin saber cuándo la lograría. Las lágrimas se agolparon a sus ojos y sollozó amargamente un buen rato.

El ruido de unos pasos precipitados le obligó a levantar la cabeza. No muy lejos vio a un viejo trabajador con blusa azul, boina raída y alpargatas, que venía corriendo, perseguido de un joven que, a juzgar por las mangas postizas de tartán sujetas al codo y su cabeza peinada y relamida, que llevaba descubierta, debía de ser dependiente de alguna tienda de comestibles. El viejo pasó por delante de Mario sin verlo, y al llegar a la orilla del Estanque grande se precipitó en él. El dependiente sé paró. Mario corrió instantáneamente al sitio, y viendo al viejo luchar con la muerte, sé despojó súbito de la levita y se arrojó a salvarlo.

Aunque sabía sostenerse en el agua no era gran nadador: por otra parte, los pantalones y las botas le embarazaban extremadamente. Frío, aunque corría el mes de Marzo, no lo sintió, sin duda por la emoción de que iba poseído. Acercose como pudo al viejo y trató de cogerlo; pero éste, al sentir su mano, dio una vuelta rápida, y con las ansias de la agonía le agarró por un brazo. Mario se sintió perdido y luchó en vano por desasirse: con el brazo libre trató de ganar la orilla que estaba próxima; pero el suicida le sujetaba férreamente; no era posible nadar. Sumergiose por dos veces. Al salir la segunda gritó con fuerza:

—¡Socorro!

Estaba a punto de perder el conocimiento y dejarse ir al fondo.

Felizmente, dos dependientes del embarcadero que vieron al viejo tirarse al agua, habían saltado en un esquife y bogaban con toda fuerza hacia aquel sitio. Pocos segundos más, y hubiera perecido.

Izáronles a los dos. El viejo en mal estado, con mucha agua dentro del cuerpo. Le pusieron cabeza abajo y se la sacaron como pudieron. Después que recobró el conocimiento dijo los motivos que había tenido para arrojarse al estanque. Debía tres duros al joven que le perseguía; no podía pagárselos, y aquél, enfurecido, salió de la tienda para pegarle. En parte por miedo y en parte por desesperación había querido matarse. El hortera, a quien los guardas del Retiro habían detenido, no negó lo que su deudor decía. Estaba perfectamente sereno y hasta parecía encontrar justo que un hombre que no podía pagar tres duros se suicidase. Mario, indignado, sacó del bolsillo esta cantidad y se la entregó diciéndole al mismo tiempo algunas frases duras. Los guardas y la gente que había acudido le hicieron coro.

Pero en estas contestaciones se pasó bastante tiempo. El joven sintió de pronto un frío intenso. Se apresuró a salir del Retiro y tomó un coche para dirigirse a su casa. Durante el camino fueron en aumento los escalofríos; la vista se le turbaba; creyó no poder llegar sin desmayarse. Al fin pudo subir la escalera y meterse en la cama. Poco después se le declaró una fuerte calentura.

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