Capítulo 14

 

—Pues yo sostengo que lo que ha hecho mi yerno esta mañana es un acto inmoral.

Los tertulios del café del Siglo quedaron estupefactos al escuchar tan singular afirmación. Todos protestaron más o menos suavemente contra ella. El arrojo de Mario había despertado admiración en la tertulia del café. Se hacían elogios calurosos de su noble corazón y valentía.

El ingenioso Sánchez paseó tranquilamente sobre ellos sus ojos opacos, reflexivos, donde se leía constantemente la concentración profunda de un cerebro positivo, y dijo sin advertir siquiera la indignación de aquellos hombres-niños:

—¿Y por qué es un acto inmoral? Porque ataca los fundamentos mismos de la moralidad. ¿Y cuáles son los fundamentos positivos de la moral? Se creía hasta hace poco tiempo que era algo extraño a las fuerzas que obran dentro de nuestra naturaleza física. ¡Error profundo! Uno de tantos sueños como han turbado la mente infantil de nuestros antepasados. La moral es el resultado de una de tantas combinaciones en que descansa el desarrollo orgánico del animal humano. La moral no es más que el instinto social arraigándose cada vez más de generación en generación. Pero este instinto puramente animal que el hombre comparte honrosamente con los demás seres vivientes, en particular con las focas y los bisontes machos, cuyo sentido moral es admirable, no tiene más razón de ser que el bien general. La moral está fundada, pues, en el bien general. ¿Qué era lo que exigía el bien general cuando ese desgraciado viejo se arrojó al agua? ¿Exigía que mi yerno expusiese su vida por salvarle? No, ciertamente, porque la vida de ese infeliz, sin fuerzas para el trabajo y sin ninguna cualidad sobresaliente, era inútil para la humanidad, mientras que la de mi yerno, joven, inteligente y activo, tiene importancia. Luego Mario, al arriesgar una existencia valiosa por otra que no tiene valor, ha atentado contra el bien general. Luego ha cometido un acto inmoral.

Nadie pudo contrarrestar el empuje de aquella lógica inflexible. Rivera, que era quien solía comentar las proposiciones de Sánchez (siempre con el espíritu frívolo que le caracterizaba), no se hallaba en el café. Asistía en aquel momento a Mario, presa de una pulmonía. El único que se atrevió a protestar, «aunque sólo desde el punto de vista de la estética,» fue D. Dionisio Oliveros, el bardo del ministerio de Ultramar. Oliveros confesaba con su voz de bajo profundo que él no era filósofo, odiaba el análisis.

—Usted, amigo Sánchez, al observar cualquier suceso tratará de investigar su razón de ser. Consiste en que usted es filósofo. Yo no veo más que la situación, porque soy poeta, poeta dramático principalmente. Así que no diré que el acto de su hijo político sea bueno o malo. Lo único que afirmo es que es un acto bello. Para mí basta. Puede usted decirle de mi parte que en cuanto termine el segundo acto de la comedia que ya conoce (que será en la semana próxima, Dios mediante), pienso escribir sobre su acción heroica unos tercetos que mandaré a La Ilustración Española. Quizá esto le sirva de consuelo en su enfermedad, porque Mario es, como yo, artista ante todo.

Al pronunciar estas consoladoras palabras la voz del poeta burocrático resonaba lúgubre, profunda, como si en vez de ofrecer a la imaginación imágenes brillantes de dicha y alegría se hallase invocando a los espíritus infernales en algún cementerio a las doce de la noche.

Los tertulios, bajo la influencia de esta voz sepulcral, quedaron sombríos y mudos. El mismo D. Pantaleón, con ser un espíritu tan analítico, no pudo menos de experimentar el sentimiento de desolación que la voz de D. Dionisio producía. Atusose el desmayado bigote con inconcebible gravedad, tosió ligeramente y manifestó por lo bajo a su amigo Moreno que la poesía no era más que un estado congestivo y muchas veces morboso del cerebro. Moreno hacía ya tiempo que había adquirido esta preciosa certidumbre; pero acogió la observación con el respeto debido a las grandes verdades del orden físico.

Guardó silencio unos momentos, y al cabo respondió que en su concepto los poetas no eran otra cosa que alienados. También D. Pantaleón sabía esto hacía tiempo, mas no por eso dejó de mostrarse satisfecho por escucharlo una vez más. Moreno prosiguió sus observaciones en voz baja, afirmando que donde se conocía perfectamente la identidad del poeta y del loco era en la orina. En uno y en otro aumenta considerablemente la urea en ciertos períodos.

—Verá usted—añadió tocando en el muslo a Sánchez—cómo comprobamos en seguida este dato.—Oiga usted, D. Dionisio—siguió, dirigiéndose al bardo,—después que usted termina de escribir una composición poética ¿no siente usted cierto prurito en la vejiga?

—Sí, señor; suelo tener deseos de orinar, sobre todo cuando estoy demasiado tiempo sentado a la mesa—respondió con extremada amabilidad Oliveros.

—¿Y no ha observado usted si en la orina suelen quedar algunos sedimentos?

—Muchos sedimentos. Yo orino casi siempre barroso.

Moreno dirigió a su amigo una sonrisa triunfal, hizo algunos guiños expresivos y por último le dijo al oído:

—Fosfato úrico. La orina de los dementes se caracteriza por el predominio de la urea.

—Y diga usted—prosiguió en voz alta,—¿no suele usted tener los pies fríos?

—Helados. En el invierno gasto dos pares de calcetines porque no los puedo sufrir.

—Y la cabeza ¿no se le calienta a usted?

—¿La cabeza? ¡hecha un volcán!

D. Dionisio comprendía que se trataba de ciertas particularidades propias de los poetas y estaba satisfechísimo de ostentarlas.

—Los locos—repuso Moreno a la oreja de su amigo—tienen siempre las extremidades frías y la cabeza caliente.

Con esto el ingenioso Sánchez se creyó en el caso de responder que muchos de los hombres que la humanidad admira como genios sublimes han sido verdaderos dementes. Moreno se hallaba tan conforme con esta observación, que la hizo extensiva no sólo a los poetas, sino a los grandes filósofos, reformadores, matemáticos, historiadores, y por supuesto a todos los santos y santas que la religión venera. Sócrates, Newton, Rousseau, Corneille, Séneca, Catón, Beethoven, Dante y otros varios, fueron verdaderos orates. Estudiando con atención la vida de los grandes hombres, se encontraría siempre un ramo de locura en ellos.

—Lo que ha dado en llamarse genio, para mí es una enfermedad de los lóbulos cerebrales—resumió Moreno.—La santidad, una declarada locura. ¿Qué me dice usted de San Francisco de Asís abrazando y besando a los leprosos? ¿No es un caso de locura inmunda como la de esos desgraciados que suelen verse en las celdas de los manicomios gozando en revolcarse entre sus excrementos? ¿Qué opina usted de Santa Teresa de Jesús? ¿No le parece a usted increíble que haya aún quien tome en serio los desatinos que escribe?

—¡Oh! Santa Teresa es un curiosísimo caso de alucinación. El doctor Charcot hubiera sacado gran partido de ella a haber vivido en su tiempo—respondió Sánchez reflexivamente.

Hubo algunos instantes de silencio. Los dos fisiólogos meditaban. Al cabo se dibujó una significativa sonrisa en los labios de Moreno y profirió, dando a sus palabras marcada intención irónica:

—¿Y qué me dice usted del gran judío?

—¿Quién?—preguntó Sánchez sin comprender.

—¿Quién ha de ser? El judío de Nazareth.

—¡Ah! Jesucristo… ¡Oh! ¡oh! ¡oh!…

D. Pantaleón fue atacado instantáneamente de una risa convulsiva. Aquello realmente era cosa perdida.

Mientras los sabios antropólogos se solazaban experimentando esa inefable alegría del que se siente en posesión de la verdad entre tantos seres como se hallan sumidos en el error, nuestra antigua conocida D.ª Rafaela saboreaba sola, como siempre, en una mesa su invariable refresco de grosella. Los dedos, cargados de sortijas de todas las épocas y todos los tamaños, apenas podían jugar para llevar la copa a los labios. Su traje, debajo del mantón alfombrado, brillaba con reflejos metálicos de oro viejo como una casulla de la Edad Media. Quizá fuera el traje de corte de alguna dama de las que acompañaron a María Luisa de Saboya cuando vino a desposarse con Felipe V. La señá Rafaela tenía la costumbre de ponerse las antigüedades de indumentaria femenina que venían a parar a su tienda. Era a la vez un prospecto y un goce para ella.

Como estuviese leyendo con atención la cuarta plana de La Correspondencia, vino a distraer su atención la presencia de un joven que se acercó dándole las buenas noches con acento melifluo.

—¡Hola, Godofredito! ¿es usted?

—¿Cómo sigue usted, D.ª Rafaela? Me había dicho Timoteo que no había usted venido en dos días, y temía que estuviese indispuesta; pero la he visto esta tarde en las Góngoras a las cuarenta horas y me tranquilicé.

—¡Ah! ¿Estuvo usted en las Góngoras? ¿Y por qué no se llegó a saludarme, pícaro?

—Salía con el padre Iturralde cuando usted entraba, y no podía detenerme porque íbamos de prisa a la conferencia de San Vicente.

—Pues yo estuve dos días con un catarro, pero ya pasó. Siéntese usted, criatura, que me da pena verle en pie.

Godofredo Llot, elegantemente vestido, y con el mismo rostro nacarado y candoroso de siempre, obedeció a la invitación y se sentó frente a la prendera.

—¿Y cuándo es la boda?—preguntó ésta después de algunas frases insignificantes.

El hijo predilecto de la Iglesia sonrió lleno de confusión.

—¡Oh! No hay aún plazo señalado, D.ª Rafaela, pero contando con la voluntad de Dios, me parece que no está muy lejos.

—Me alegro, me alegro, hijo. Ella va bien y usted lo mismo. Creo que es muy rica.

—Señora, esas cosas son para mí tan secundarias que no he querido averiguar nada—respondió Llot modestamente.—Sólo sé que es muy piadosa y que pertenece a una familia cristiana.

—Eso es lo principal, querido—repuso la señá Rafaela adoptando repentinamente una actitud de mística beatitud.—Los bienes terrenales ¿qué son comparados con los del cielo? Hay que sembrar aquí para recoger allá. Los sentimientos religiosos ante todo. Pero voy a decirle una cosa: las muchachas ricas son tan buenas como las pobres… y además son ricas.

—Es lo mismo que me dice el padre Laguardia—manifestó Godofredo con un acento de inocencia que conmovió a la buena prendera.

—D. Jeremías es hombre de muchas letras. Algo me parece que habrá mojado en este matrimonio, porque le quiere a usted mucho.

—Es quien lo ha hecho todo—respondió con la misma inocencia el joven.—Él me presentó a la familia y fue quien dio todos los pasos… ¿Quiere usted conocer a mi novia?… Voy a darle un ejemplar de la Historia de Santa Isabel que trae su retrato…

El hijo predilecto de la Iglesia, sonriente y ruborizado, sacó del bolsillo del gabán un librito de cubierta elegantemente impresa a dos tintas, lo abrió por la primera página, donde aparecía el retrato de la santa duquesa de Turingia grabado en madera, y lo entregó abierto a la señá Rafaela.

—Es guapa la chica y muy joven… y le sienta bien la corona—manifestó la prendera después de calarse los lentes.—Oiga, Godofredito, tengo una idea de que había usted pedido el retrato a Presentación, su antigua novia, para este mismo libro…

—Sí, señora, se lo había pedido—respondió el joven con embarazo.—Y ya estaba grabado, pero las circunstancias… ya ve usted…

—Sí, sí; me hago cargo… La pobrecita está bien desfigurada. El otro día la he visto con su madre en la calle del Carmen.

—No ha sido precisamente eso lo que me ha detenido.

—Tiene mucha razón; la hermosura es cosa pasajera… Pero no le convenía por la posición. Usted merece una chica rica…

—Tampoco es eso—se apresuró a decir Llot.—Lo único que ha enfriado nuestras relaciones y ha concluido por romperlas son las ideas de su padre. De algún tiempo a esta parte ¡se ha vuelto tan impío y materialista! No hace más que escandalizar en todas partes.

—¡Eso, eso es precisamente lo que yo estaba pensando!—exclamó la anticuaria.—Un caballero de tanta religión como usted no podía emparentar con un hombre tan escandaloso. ¡Toda, la culpa la tiene ese bribón de las gafas!—añadió arrojando miradas fulgurantes hacia el sitio donde estaba Moreno.—¡Si don Pantaleón antes era un bendito! Recuerdo que una vez que estuve en su casa se levantó una tempestad de truenos y relámpagos. Pues él fue quien cerró los balcones y encendió la tenebraria y el primero que se puso a rezar a Santa Bárbara.

Godofredo estaba inquieto, porque la plática se inclinaba demasiado a la murmuración. Así que, bajando los ojos con suave expresión de mansedumbre, dijo en voz apagada:

—A uno y a otro les ha de juzgar Dios. A nosotros no nos toca más que compadecerlos y hacerles todo el bien que podamos.

La prendera le miró enternecida.

—¡Oh, qué dichosa sería su mamá si fuera todavía de este mundo! Desde el cielo le estará bendiciendo.

—¡Así sea!—exclamó el joven levantando sus ojos límpidos al techo.—Mi mamá era una santa, y podría suponerse que está en el cielo; pero como nadie conoce los inescrutables designios de Dios, yo hago por su alma cuanto puedo. Me haría usted, D.ª Rafaela, un favor inmenso, que no olvidaría jamás, si la encomendase a Dios en sus oraciones.

—Con todo mi corazón. Pierda usted cuidado. No dejaré un día de rezar por ella y en el aniversario confesaré y comulgaré por su intención.

—¡Oh, señora, eso es demasiado!—exclamó Llot abrumado por tanto favor.

—Eso no significa nada. Ya sabe que yo me confieso cada ocho días.

—Sí, ya conozco sus costumbres piadosas; pero de todos modos, ya le debo otras atenciones que aunque de categoría menos elevada…

—No hablemos de eso, Sr. Llot—se apresuró a decir la señá Rafaela extendiendo la mano.

—Hablemos, sí, señora. Yo no puedo olvidar ni un instante los favores que se me hacen. Precisamente había venido esta noche a arreglar nuestras cuentas.

—¿Pero qué prisa corre, criatura? Tan seguro tengo el dinero en su poder como en el mío.

—Sin embargo, por lo mismo que ha sido usted tan buena siempre para mí, no quisiera perjudicarla en lo más mínimo. Vamos a ver lo que le debo.

Al mismo tiempo sacó del bolsillo un librito de memorias y leyó con voz suave diversas cantidades que la anticuaria le había prestado en distintas ocasiones: un día treinta duros, otro setenta, otro cincuenta. Entre todas sumaban mil quinientas cincuenta pesetas.

—Bueno—dijo el joven metiendo la cartera de nuevo en el bolsillo.—Vamos a hacer una cifra redonda. Le debo a usted dos mil pesetas.

—No, señor; no me debe usted más que mil quinientas cincuenta.

—Sí, señora, le debo a usted dos mil, porque va usted a hacerme el favor de prestarme otros noventa duros… Necesito hacer algún regalito a mi novia y tengo poco dinero—manifestó el joven poniéndose rojo como una amapola.

D.ª Rafaela quedó un poco sorprendida de aquel modo original de saldar cuentas; pero viendo el rostro de Godofredo cubierto de rubor, sus ojos serenos, inocentes, posarse dulcemente sobre ella con encantadora expresión de vergüenza, no pudo menos de sonreír.

—¡Conque regalitos, eh! Vamos, no se ponga usted colorado.

El hijo predilecto de la Iglesia se puso mucho más rojo aún. Parecía que iba a saltar la sangre de sus tersas mejillas.

A la prendera le hacía extremada gracia aquel rubor: para gozar más de él le mortificó todavía algún tiempo. Al fin echó mano al portamonedas. Pero Godofredo la detuvo dirigiendo una mirada de susto a la mesa de sus antiguos amigos.

—No; aquí no, señora. Hay muchos curiosos. ¿Quiere usted salir a la calle un momento?

—Con mucho gusto. De todos modos, es hora ya de retirarme.

D.ª Rafaela se levantó de la silla y salió. El hijo predilecto de la Iglesia saludó a un amigo para figurar que no iba con ella, pero la siguió inmediatamente.

Una vez en la calle, libre de la vergüenza que le producía la luz y la presencia de la gente, dejó escapar los tiernos sentimientos de cariño y gratitud que rebosaban de su virgen corazón. Mientras caminaba hacia la Puerta del Sol en compañía de la prendera, con labio balbuciente y seductora timidez le hizo algunas candorosas confidencias sobre su situación y sus proyectos. La señá Rafaela sonreía siempre con extraordinaria complacencia, sorprendida de hallar en estos tiempos miserables un joven de corazón tan sano. Godofredo se mostraba hacia ella atento y respetuoso, como pocos hijos suelen estarlo con sus madres. Al llegar a una estrecha travesía la anticuaria se detuvo, avanzó algunos pasos por ella y, protegida de la obscuridad, sacó su portamonedas y le entregó la cantidad del pico en billetes. Godofredo los tomó con mano temblorosa y permaneció mudo frente a su bienhechora sin acertar a emitir una palabra de gracias, embargado enteramente por la emoción. Al fin, con voz alterada, pudo exclamar:

—¡Oh, señora, cuántos beneficios la debo! ¡Si yo pudiera expresar lo que pasa por mi corazón en este momento!

Tan bien le sentaba el embarazo que en aquel momento sentía que doña Rafaela le dio una palmadita en el hombro, lisonjeada hasta un punto indecible.

—Eso no vale la pena, querido. Para mí es un gusto el hacerle cualquier pequeño favor como éste.

—Lo sé, señora, lo sé—exclamó con voz melodiosa el joven—. Pero me siento turbado, porque desde que murió mi santa madre no hallé en nadie tanta dulzura. No por el dinero, sino por el cariño que usted me demuestra, no puedo menos de sentir hacia usted un afecto y un respeto parecidos a los que se sienten por una madre… Todavía voy a pedirle a usted un favor…

—Lo que usted quiera, Godofredito.

—Que me permita usted besar su mano.

La prendera quedó suspensa; vaciló un momento, pero viendo aquel rostro infantil cubierto de rubor, viendo sus ojos azules y límpidos como los de un querubín resplandecientes de gratitud, le entregó la mano sonriendo de la humildad y la inocencia de aquel niño.

—¡Qué cordero de Dios!—murmuró la buena mujer mientras sentía su mano mojada por las lágrimas de Godofredo.

Quiso éste acompañarla hasta su casa: la prendera no lo consintió.

Pero cuando se estaban despidiendo cruzó como un huracán a su lado don Laureano Romadonga.

—¿Qué le pasa a ese hombre?—preguntó la seña Rafaela.

—No sé; va muy pálido.

—Nunca le he visto de ese modo.

La señá Rafaela se apresuró a despedirse de su protegido e hizo ademán de irse hacia su casa; pero en cuanto vio a Godofredo lejos, dio la vuelta hacia el café del Siglo, porque la picaba mucho la curiosidad.

Romadonga entró efectivamente en el café del Siglo en tal estado de alteración que sorprendió a sus amigos. Sentose, o por mejor decir dejose caer sobre una silla, pidió un vaso de agua con azahar al mozo y, respirando trabajosamente, profirió roncamente:

—¡Si supieran ustedes lo que me acaba de pasar!

Eso es lo que todos querían: saber lo que le pasaba. Pero a pesar de sus vivas instancias sólo después que hubo bebido el vaso de agua a sorbos y limpiado repetidas veces el frío sudor que le manaba de la frente consintió en explayarse.

El suceso era portentoso, inaudito. Para mejor comprenderlo Romadonga hizo presente que desde hacía mucho tiempo mantenía amistad cariñosa con la marquesa viuda de Zamara y con su hija Matilde, viuda también de un primo comandante de ingenieros. Pues bien, de esta viudita tan linda como ingeniosa tenía celos su querida, la Concha, la hija del sillero, que todos ellos conocían. Celos infundados, por supuesto, porque jamás se le había pasado por la imaginación mirarla sino como una buena amiga…

La duda se infiltró en el pecho de los circunstantes al escuchar esta afirmación. Pero nadie osó producirla. D. Laureano continuó.

Ya en varias ocasiones habían tenido peloteras sobre este vano supuesto. Concha no quería que asistiese los lunes a la tertulia de la marquesa, y se ponía frenética si sabía que las había acompañado en el paseo. Un día le había amenazado con ir a casa de aquellas señoras y armarles un escándalo. Pero él no había hecho caso. ¿Cómo suponer que su locura había de llegar a tal punto? Sin embargo, llegó y aun pasó muchísimo más allá.

—Hace un momento me hallaba en el teatro de la Comedia. Era el beneficio del primer galán. La sala estaba de bote en bote. En el segundo entreacto fui a saludar a la marquesa de Zamara y a su hija Matilde, que estaban en la primera fila de butacas, cerca del pasillo lateral de los números pares. Me senté al lado de ellas en una butaca que había dejado un caballero, y estábamos bromeando alegremente, cuando de repente veo delante de mí a Concha, de pañuelo a la cabeza y mantón. Y antes de que pudiera reponerme del susto, se arroja como una fiera sobre Matilde a bofetada limpia…

Los tertulios lanzaron un grito de asombro.

—¡Qué atrocidad!… ¡No puede ser!

—Lo que ustedes están oyendo; a bofetada limpia y llamándola al mismo tiempo cuanto puede llamarse a una mujer—profirió trabajosamente el viejo libertino, volviendo a limpiarse el sudor.

—¿Y usted qué hizo?

—¿Yo?… Ya ven ustedes lo que hice… escapar. Los ojos se me nublaron. No vi más que una masa de gente que se levantaba gritando, riendo. Vi a Concha sujeta por dos acomodadores, gritando como ella sabe hacerlo, y vi también que el rey, que estaba en su palco, precisamente sobre nosotros, sacaba todo el cuerpo fuera del antepecho para enterarse, y sonreía… Y no vi más… Es decir, me vi en medio de la calle, sin abrigo y con el sombrero en la mano, lo mismo que estaba cuando el cataclismo.

Las exclamaciones de los circunstantes ante aquel caso extraño fueron interminables. Todos compadecían al viejo elegante: no tenían palabras bastante fuertes para condenar el brutal proceder de la chica. Sin embargo, debajo de los comentarios se adivinaba cierto regocijo que hacía brillar los ojos y pugnaba por salir en forma de carcajadas. El suceso era chistoso. Uno de ellos, cierto almacenista de camas que solía acercarse a la mesa de vez en cuando, se atrevió a decir respetuosamente:

—La verdad es que esa mujer, en mi pobre opinión, no le conviene a usted, señor Romadonga.

—¡Ya lo creo que no me conviene!—exclamó el seductor con furia.—¡Vaya una noticia que usted me da! Pero si usted hubiera visto la navaja que trae consigo constantemente, de seguro no hablaría usted con tanto desahogo.

—¿Pero sería capaz?…

—¿Capaz? ¡Anda con la niña! La mujer que tiene hígados para lo de esta noche, los tiene para todo. Me ha jurado muchísimas veces que si algún día la abandono me dará una puñalada por la espalda… Y yo estoy convencido de que me la pega… ¡Vaya si me la pega!—profirió con exaltación.—¿No lo cree usted, D. Dionisio?

—¡Qué situación, si pudiera llevarse al teatro!—exclamó el bardo con voz sepulcral, saliendo de su abstracción poética.

—Pero, hombre, ¿la quiere usted más dentro del teatro todavía?—dijo Romadonga sacudiendo la cabeza desesperadamente.

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