Capítulo 18

 

Doña Rafaela había estado en las Ventas del Espíritu Santo a recoger un dinero que le debían. A la vuelta se apeó del tranvía frente al Retiro, paseó un rato, y mucho antes de llegar la noche se fue a su casa. Allí se encontró una carta, fechada en la cárcel, que decía:

«Mi respetable y amada protectora: Desde hace tres días me hallo en este lugar vergonzoso, tratado como un criminal. La infinita bondad de Dios me envía esta prueba, que no sé si podré resistir, porque soy una criatura débil y pecadora. Bendito por siempre sea su santo nombre. Si no temiera abusar de su bondad le suplicaría que viniese en algún momento libre a consolarme y a fortalecerme con sus sanos consejos. ¡Ojalá no me hubiese apartado jamás de ellos! Si no le fuese posible le ruego por la salvación de su alma que vaya a San José y ponga un cirio en el altar de Nuestra Señora y rece con fervor una salve por su desgraciado amigo que de veras necesita de sus oraciones.—Godofredo Llot.»

No bien la hubo leído cuando, volviendo a echarse el mantón sobre los hombros, salió a la calle, montó en un coche y se hizo trasladar a la cárcel. Tenía allí la prendera un sobrino empleado, quien por favor especial hizo llamar a Godofredo a la sala de declaraciones.

Bajó éste con el capuchón de reglamento. Al quitárselo y dejar al descubierto su hermosa cabeza blonda, D.ª Rafaela no pudo menos de recordar las estampas piadosas que representan a los primeros mártires del cristianismo en los calabozos de Roma. La luz, dando de lleno en aquella cabeza angelical, hacía resaltar como en apoteosis la delicadeza de sus facciones, la seráfica limpidez de su mirada, las tintas sonrosadas de sus mejillas. Éstas se tiñeron de vivo carmín al instante. Bajó los ojos humildemente, y sin decir palabra rompió a llorar en silencio.

—¡Valor, Godofredo! ¡Valor, hijo de mi corazón!—exclamó la prendera.

Pero la buena mujer estaba tan necesitada como él mismo. No bien pronunció estas palabras tuvo que sacar el pañuelo para secarse las lágrimas. Ambos permanecieron silenciosos bastante rato. Al fin aquélla, enjugándose bien los ojos y sonándose con estrépito, dijo:

—Pero ¿cómo fue eso, hijo querido? ¡Explíquemelo! ¿Cómo fue?…

El candoroso joven, que siempre parecía adolescente, permaneció en la misma actitud humilde, como si estuviese esperando el golpe de la cuchilla que había de segarle el cuello.

—Soy muy malo, D.ª Rafaela—articuló dulcemente.—No merezco las bondades con que usted me favorece.

—No le tengo a usted por tal, querido, ni lo tiene nadie… Habrá sido una calumnia…

—No, no es calumnia por desgracia…

Entonces el hijo predilecto de la Iglesia se acercó a la reja, y con labio balbuciente y el rostro encendido se confesó con D.ª Rafaela.

Por no abusar más de su inagotable bondad había tenido precisión de pedir seiscientas pesetas al padre Laguardia, que era quien le perseguía y le había hecho prender.

—¡Pero eso es una picardía!—exclamó la prendera sin poder contenerse.—¿Por seiscientas pesetas le deshonra a usted ese mal sacerdote?

—¡Por Dios le pido que no lo califique así!—profirió el joven con semblante dolorido.—D. Jeremías es muy virtuoso y ha tenido razón para tratarme de ese modo. Mucho más merezco yo…

—¡Qué ha de merecer, cordero de Dios!

—Sí, sí, D.ª Rafaela, por Dios, no me juzgue usted bueno… Soy muy malo… ya verá usted…

La prendera no pudo menos de sonreír llena de benevolencia al ver el calor con que hablaba aquel inocente.

—Vamos, diga usted, criatura, diga usted. A ver qué maldades son ésas.

—¡Sí que lo son!… ¡Ay, señora! La idea de que usted me tiene por mejor de lo que soy me martiriza.

La sonrisa de D.ª Rafaela se hizo más benévola aún y más indulgente.

Godofredo le contó una historia larguísima de un cuñado comerciante que había dado quiebra a causa de cierta fianza. Quedó en la miseria y con nueve hijos. Su hermana, no teniendo pan que darles, le escribía a menudo pidiéndole dinero. Él publicaba artículos en los periódicos católicos y hacía algunas traducciones; trabajaba cuando podía, pero ganaba poco dinero. Los periódicos y las revistas católicas cuentan con escasos recursos. La riqueza se halla en manos de los impíos. Entonces, sabiendo que su hermana y sus sobrinos pasaban hambre, se aventuró a pedir algunas pequeñas cantidades a varios amigos de D. Jeremías, esperando poder devolverlas pronto cuando en La Paz del HogarLa España Mística y otros periódicos le pagasen lo que le debían. Hizo más. Cometió un pecado gravísimo… un pecado que le costaba trabajo inmenso confesar… D.ª Rafaela le animó a hacerlo, manifestando que el arrepentimiento borra todas las culpas.

—Pues bien, señora—profirió el joven derramando un torrente de lágrimas.—Para pedir ese dinero he usado del nombre del padre Laguardia. ¿No ve usted bien claro ahora que soy un perverso?

—Ese es un pecado, hijo, pero ya sabe usted que el justo peca siete veces al día. Si usted está arrepentido, Dios en su infinita misericordia…

—¡Oh, sí, señora, a la misericordia de Dios he acudido ya!—exclamó Llot con un hondo suspiro que partía el corazón.—En cuanto llegué a este sitio mandé a llamar al capellán de la cárcel, y a sus pies de rodillas he confesado mis pecados.

—Pues si se ha lavado ya en el tribunal de la penitencia no tenga cuidado. Ya veremos de arreglar eso con D. Jeremías.

—¡Oh! D. Jeremías ha hecho bien en perseguirme y en maltratarme de palabra y de hecho. Merezco mucho más.

—¿Pero le ha maltratado de veras?—preguntó sorprendida la prendera.

—Sí, señora; días pasados, en la sacristía de San Ginés, me injurió y me abofeteó delante de varias personas.

—¡Qué escándalo!

—No, no es escándalo, señora. El escándalo ha sido el mío cometiendo un delito. El castigo ha sido muy pequeño para culpa tan grave. Le estoy profundamente agradecido por los golpes que me ha dado y las injurias que me ha hecho, y sólo siento que no hayan sido aún más dolorosos para poder pagar a mi Divino Señor las ofensas que le he inferido.

D.ª Rafaela cruzó las manos y levantó los ojos al cielo con un gesto de viva admiración. Después, convirtiéndolos al cautivo, le miró con asombro y cariño largo rato, embargada por la emoción, como si estuviese en presencia del mismo San Luis Gonzaga.

En efecto, el semblante del joven, rebosando de calma celeste y resignación, merecía un nimbo de luz. Todo era puro, inefable, en aquel semblante radioso. Sus mejillas nacaradas parecían hechas de una materia trasparente a fin de que pudiera verse que aquel cuerpo no contenía ninguna sustancia inmunda: todo era puro, blanco, luminoso. Lo que caracterizaba aquel rostro, lo que resplandecía en sus ojos, en su frente, en sus cabellos, hasta en sus orejas, era una ausencia absoluta de malicia. En sus ojos límpidos, húmedos, brillaba siempre la sonrisa dulce y resignada de los seres que han nacido para víctimas. Había en tal adorable criatura algo de cordero y mucho también de paloma, como si estos dos animales hubiesen cedido de buen grado el uno su resignación, el otro su inocencia, para formarle.

Godofredo Llot no era un muchacho de estos tiempos, como decía muy bien D.ª Rafaela. Merecía haber nacido en un siglo menos escéptico y malicioso. Su naturaleza candorosa, ideal, estaba divorciada de la triste realidad presente, tenía la nostalgia de la Edad Media. En esta edad de fe y entusiasmo debía de haber vivido. Así que, como si presintiera que aquélla era su verdadera época, Godofredo la estudiaba, la fantaseaba sin cesar. Había publicado unos estudios muy notables sobre las Cruzadas, escritos con tal fervoroso estilo que el obispo de Astorga le había mandado su bendición; y en cuantos artículos daba a la estampa seguían saliendo las catedrales góticas, de las cuales vivía profundamente enamorado. Y realmente su rostro angelical, destacándose en aquel momento del tosco capuchón, parecía el de uno de esos monjes ideales que cruzaban misteriosamente por los claustros de los templos góticos para ir a postrarse ante el altar de la Virgen.

Por eso algunos de sus actos que parecían extraños no lo eran, si se atendía a que este joven vivía con el espíritu en otros tiempos más nobles y santos. Cuando D.ª Rafaela, después de haberle confortado con sentidos consuelos y haberle prometido trabajar cuanto pudiera por arreglar el asuntito, se despidió de Godofredo, éste le dijo con rostro humilde:

—¿No me permitirá usted antes de irse besar su mano?

Esto, que sería ridículo en cualquiera, en aquel candoroso joven no lo era.

D.ª Rafaela introdujo su mano derecha por las rejas mientras llevaba la izquierda a la faltriquera, preguntando:

—¿Cuánto necesita usted, querido?

Ahora bien, estos dos actos realizados simultáneamente ¿indicaban que Godofredo después de la mano pedía siempre algún metálico? Si hay algún malicioso que lo conjeture, allá se las haya con su conciencia.

El hijo predilecto de la Iglesia besó con respeto la mano carnosa llena de sortijas de la prendera, y todo ruboroso balbució:

—Si usted me hiciese el favor de veinte duros…

D.ª Rafaela sacó del portamonedas dos billetes de cincuenta pesetas y se los entregó. Después se despidió con muy cariñosas palabras. Pero todavía antes de marcharse le pidió Godofredo otro favor: que oyese una misa por su intención. Y la bondad de ella fue tanta que le prometió oír dos, cosa que Godofredo rechazó, como es natural; pero la buena mujer se empeñó y no hubo más remedio. El joven, embargado por el agradecimiento, rompió de nuevo a llorar.

En cuanto salió de la cárcel se fue la prendera derecha a casa de D. Jeremías. El iracundo presbítero no quiso oírla, ni aun prometiéndole salir por fiadora de las cantidades que Godofredo adeudaba a él y a sus amigos. Juraba y perjuraba que había de llevarle a presidio y prometía ir a verle salir en la cuerda de presos con el mismo placer que si fuese a la misa del Papa. Desde allí fue a visitar al cura de San Ginés y al capellán de las Adoratrices. Tampoco logró nada en favor de su protegido. Estos presbíteros estaban ferocísimos, tanto o más que el prelado doméstico.

Cuando la buena mujer, fatigada, regresó a su domicilio, hallolo turbado por la presencia de Mario, que después de buscarla en vano por todo Madrid había venido a esperarla. El estado del escultor era tan lamentable que la sobrina tuvo que hacer tila y sacar el frasco del antiespasmódico. Cuando D.ª Rafaela le dijo que nada sabía del niño después de haberle besado en el Retiro a eso de las tres, fue acometido de un desmayo. Salió de él en seguida gracias a los cuidados que le prodigaron. Y en cuanto recobró el sentido tomó el sombrero y salió acompañado de D.ª Rafaela. Fueron a su casa. Carlota estaba ya de vuelta y con ella su madre, su hermana, D. Pantaleón y Timoteo. Rivera llegó también a los pocos momentos. La casa era un campo de desolación: no se oían más que lamentos y sollozos. Todos parecían haber perdido la razón menos Carlota. La infeliz madre, blanca siempre como una estatua, no se entregaba a vanos gritos de dolor; ocupábase en disponer los medios de recuperar a su hijo. En aquel momento hablaba con el delegado de policía del distrito. Éste se inclinaba a creer que se trataba de un secuestro.

—Verán ustedes cómo no se pasan muchas horas sin que reciban una carta pidiendo dinero por el niño—decía.

—Le daremos todo lo que poseemos, y si no es bastante no faltará quien nos lo preste.

—Nada de eso. No hay necesidad. Como ustedes sigan mis instrucciones, yo me comprometo a rescatarlo y a echar mano a los bandidos.

—¿Para qué? Mi marido y yo nos quedamos con gusto sin nada y trabajaremos toda la vida por nuestro hijo.

Por si la carta no llegaba convinieron en seguir la pista al cojo que habían visto detrás del niño en el Retiro. El delegado había ya dado las órdenes oportunas. Dos agentes llegaron a decirle que este cojo había salido aquella misma tarde por el ferrocarril de Arganda, montando en la estación que se halla detrás de las tapias del Retiro.

Inmediatamente Mario y el delegado tomaron un coche y se fueron a dicha estación. El delegado interrogó al jefe y a los mozos, y todos convinieron en que efectivamente había salido un cojo de las señas indicadas, pero convinieron asimismo en que no iba con él niño alguno. Este dato los desalentó. Mario quedó profundamente abatido y se dejó caer en un banco mientras el delegado telegrafiaba, por si acaso, a los jefes de las estaciones intermedias y al alcalde de Arganda para que en todo caso le detuviera.

Pero hallándose de aquel modo sentado con la cabeza entre las manos, oyó a un mozo decir a otro que no había visto más niño que uno que llevaba una mujer. El escultor levantó vivamente la cabeza.

—¿Qué señas tenía ese niño?

—Pues yo no he reparado bien… Era rojito él y blanco.

—¿Cuántos años tendría?

—Tampoco puedo decirle… Era pequeñito…

—¿Pero iba en brazos?

—Ca, no, señor; andaba él solo perfectamente. Lo llevaba la mujer de la mano.

—¿Tendría cuatro años?

—Por ahí… por ahí…

Mario se alzó agitado y preguntó con anheló:

—¿Qué traje llevaba?

—Un trajecito azul de pantalón corto y con las piernas al aire.

—¿Y un sombrero claro?

—Sí, señor, y un sombrero blanco.

—¡Es mi hijo!—gritó, y echó a correr al telégrafo, donde se hallaba el delegado.

Éste, al escuchar la relación que trémulo y con palabra entrecortada le hizo, quedose pensativo, llamó al mozo y le interrogó de nuevo:

—Bien puede ser—dijo al fin—que ese cojo haya traído consigo una mujer y le haya entregado el niño para despistar. Telegrafiaremos este dato al alcalde, y mañana, en el primer tren, iremos a Arganda.

Mario se le puso delante con las manos cruzadas en actitud suplicante.

—Por lo que más quiera usted en este mundo, amigo García, le ruego que vayamos ahora mismo.

—¡Pero si no hay tren, Sr. Costa!

—No importa, iremos en coche.

Vaciló el delegado algunos instantes, puso varios reparos, pero al fin, vencido de las súplicas del desgraciado padre, se decidió a ir. El coche que les había llevado a la estación no servía por ser de un caballo. Mientras Mario fue a alquilar otro, el delegado telegrafiaba a los jefes de las estaciones intermedias para cerciorarse de que tanto el cojo como la mujer y el niño no se habían apeado en ninguna de ellas. Se mandó un recado a Carlota; trajeron ropa al delegado y se tomaron las disposiciones necesarias para el viaje. Cuando salieron de Madrid habían dado ya las doce de la noche.

Era clara y fría como suelen serlo las del invierno en la capital de España. El disco de la luna resplandecía sobre la llanura árida que se extiende a entrambos lados de la carretera. La augusta serenidad del cielo tachonado de estrellas no logró mitigar la tortura del artista. Otras veces el magnífico espectáculo de la Naturaleza había sido un precioso calmante para las heridas de su corazón. Mas ¡ay! para la que ahora sentía no hay bálsamo en la tierra.

El sordo rumor de las ruedas y las campanillas de los caballos adormecieron pronto a su compañero. Mario le contemplaba con ira. Su imaginación se revolvía atormentada por el dolor, presentándole mil cuadros aterradores. Su hijo secuestrado, su hijo maltratado, su hijo pasando hambre y frío en cualquiera cueva, su hijo llamándole con acerbo llanto, mientras unas manos brutales le tapaban la boca… ¡Hijo de mi alma!

Se apretaba las sienes con las manos temiendo que fuesen a estallar. De su garganta se escapaba un débil y continuo quejido como el de un animal en la agonía. A ratos empujaba convulsivamente la delantera del coche, como si con este esfuerzo le hiciese correr más. A ratos imaginaba saltar fuera y emprender una carrera vertiginosa para llegar antes. Imposible que el infierno haya inventado un suplicio más cruel.

Las estrellas brillaban. Los árboles que orlaban las riberas del Jarama balanceaban sus negros penachos sobre el fondo azul de la noche. El trote de los caballos y sus cascabeles rompían el silencio de la campiña dormida. La luna esparcía sobre ella su luz suave donde flotaban algunos jirones de niebla. García roncaba.

Llegaron a Arganda después de las tres. Mario se hallaba tan trastornado que quería llamar en todas las casas y preguntar por el secuestrador. El delegado procuró calmarle. Fueron a la del alcalde, y éste se levantó solícito y se prestó a ayudarles en todas las indagaciones. Llamaron al jefe de estación y a los mozos y se averiguó en seguida el mesón donde el cojo paraba. Fueron a detenerle con auto del juez municipal. El hombre recibió tal sorpresa que apenas podía hablar. Esto dio fuerza a las sospechas que sobre él recaían. También la dio el ser ave de paso en el pueblo, pues afirmaba que iba a Colmenar, y había hecho noche allí para arreglar por la mañana cierto asunto con un comerciante de la villa. Se avisó a este comerciante y, en efecto, vino a declarar que era cierto lo que el cojo decía, y que le trataba hacía tiempo y le tenía por una persona honradísima. Mario, a pesar de todo, ansiaba echarle las manos al cuello y apretarle hasta hacerle confesar dónde estaba su hijo.

Se indagó el paradero de la mujer y el niño. Nadie daba razón de ella; nadie la había visto. Se trabajó asiduamente. El pueblo se había puesto en conmoción y muchos vecinos, aunque todavía era noche, salieron a la calle para enterarse. Cuando amaneció las calles se llenaron de gente y todos se convirtieron en agentes de policía para averiguar el paradero del niño secuestrado. El asunto preocupaba sobre todo a las mujeres que no cesaban en sus comentarios. De tal suerte, que en menos de una hora corrieron tres o cuatro novelas por el pueblo. El niño fue hijo de un gran señor que daba diez millones por su rescate; fue un expósito a quien su madre, no pudiendo reclamarlo, hacía secuestrar; fue un huérfano al cuidado de aquel señor que allí estaba y que unos tíos quisieron hacer desaparecer, etc., etc. En los corrillos se saboreaban con deleite estas noticias de gusto romancesco.

Pero en uno de ellos, cerca del cual se hallaban Mario y el delegado, una mujer que acababa de acercarse dijo:

—Pues ayer tarde he venido de Madrid con el niño de D. Ricardo y no he visto esa mujer.

Todos los rostros se volvieron hacia ella. El delegado preguntó inmediatamente:

—¿Pero ha venido usted ayer de Madrid con un chico?

—Sí, señor.

—Pues usted es la mujer del niño.

—¡Yo, señor!—exclamó la infeliz asustada.—¡No lo crea usted! ¡No lo crea por Dios, señor!

—Sí; usted es la mujer del niño… del niño de D. Ricardo… Vamos a ver a ese D. Ricardo ahora mismo.

Y volviéndose a Mario añadió:

—Me parece, Sr. Costa, que ya nada tenemos que hacer aquí. Hemos seguido una pista falsa. Vamos a cerciorarnos de ello y en seguida emprenderemos la marcha otra vez.

En efecto, aquella misteriosa secuestradora no era otra que el ama de gobierno de D. Ricardo Fanjul, un rico propietario viudo. El niño era su hijo, que había pasado algunos días en Madrid en casa de una hermana.

La novela quedó deshecha en un instante. En su vista el delegado y Mario tornaron el tren de la mañana para la capital, por ir más de prisa. El cojo quedó detenido por si acaso, y se dio orden para que se le trasladase a Madrid.

Mario, profundamente abatido, guardaba silencio mientras el tren se acercaba velozmente a la capital. Las lágrimas corrían a menudo por su rostro pálido y ojeroso. García permanecía silencioso también. Una arruga profunda cruzaba su frente, signo de intensa meditación. Al cabo, cuando ya se aproximaban al término del viaje, preguntó con afectada indiferencia:

—¿Hace mucho tiempo que ustedes conocen a esa prendera que se llama D.ª Rafaela?

—Sí, señor, hace ya algunos años que somos amigos—respondió el artista con voz alterada.

Y súbito, sin poder contenerse, apretó la muñeca al delegado diciendo:

—Sea usted franco, García… Empieza usted a tener sospechas de esa mujer.

—No tengo por qué ocultarlo—replicó aquel con sosiego mirando por la ventanilla.—La circunstancia de ser la última persona que ha hablado con el niño me da mucho que pensar… Luego, esa visita a la cárcel…

—Pues bien—manifestó Mario con creciente agitación,—le confieso que yo vengo también pensando en lo mismo hace largo rato. Pero al mismo tiempo me parece tan absurdo, tan insensato, que procuro desecharlo de la cabeza como una tentación. D.ª Rafaela es una excelente amiga, una mujer buenísima…

El delegado, sin abandonar su actitud reflexiva, alzó los hombros con desdén.

—¡Ps! Eso no significa nada. Todos los delincuentes han sido buenos antes de dejar de serlo. Hay cosas tan misteriosas en materia de crímenes que nadie puede explicárselas. Allá los médicos. Lo que puedo decirle es que después de lo que he visto en mi carrera ya no me asusta nada.

Mario volvió a sentirse acometido de una inquietud insufrible. Quería que volase el tren. En cuanto llegaron corrió a su casa por si se tenían noticias o habían recibido alguna carta. Nada se sabía. Habían llegado, sí, muchas personas a enterarse, porque la prensa hizo circular la noticia y el escultor tenía bastantes amigos. Pero ni un rayo de luz.

Mientras tanto el delegado fue a dar parte al juez de sus investigaciones. Se llamó a doña Rafaela a declarar. Cuando hubo terminado la declaración, el juez le dijo:

—Señora, no se asuste usted. Me veo en la precisión de dejarla a usted detenida.

La infeliz mujer, al escuchar estas palabras, cayó desmayada. Después vertió un torrente de lágrimas y protestó con tan sentidas palabras de su inocencia que logró conmover a los que presenciaban la escena. Se la trasladó a la cárcel de mujeres.

En todo aquel día el juzgado no cesó de trabajar. Se tomó declaración a cuantas personas pudieron haber tenido relación con el niño en aquellos días, a las niñeras que le habían visto en el Retiro, a los chicos, a sus padres, etc. Mario y Carlota recorrían llorosos, anhelantes las casas de todos los conocidos buscando alguna noticia. Al llegar la noche nada se sabía aún. Todos los trabajos que se hicieron para hacer declarar otra cosa a D.ª Rafaela resultaron infructuosos.

Cuando regresaban a su casa tropezaron a D. Dionisio Oliveros que salía de ella. El poeta venía a ponerse a disposición de sus amigos. Abrazó conmovido a Mario, y éste tuvo la satisfacción de escuchar de su boca estas palabras aladas:

—¡Qué tremenda desgracia pesa sobre su cabeza, amigo Costa! La vida ofrece tragedias bien dolorosas. Tengo la esperanza de que al cabo después de tanta peripecia conmovedora el nudo de la horrible intriga se desatará; logrará usted hallar a su hijo sano y salvo. Si esto sucede, como yo confío, le ruego guarde en la memoria y me reserve todos los incidentes de esta misteriosa trama. Nosotros los poetas modernos necesitamos inspirarnos en la realidad. Cuando tropezamos casualmente con una acción de un interés tan palpitante como ésta, lo consideramos como un hallazgo y hay que evitar que otro se aproveche… Quizá después que todo se haya arreglado felizmente tendrá usted la satisfacción de ver, sobre las tablas, reproducidos los sentimientos que ahora agitan su corazón, y derramará usted abundantes lágrimas. Pero estas lágrimas serán dulces como lo son siempre las que el arte nos hace llorar.

Esto dijo el bardo del ministerio de Ultramar con voz ronca. Carlota le miró con ojos coléricos; pero Mario, trastornado por el dolor, se abrazó a él sollozando.

—¡Gracias, D. Dionisio, gracias!

—No lo dude usted, amigo Costa. Más tarde o más temprano tendrá usted esa satisfacción—replicó con profunda convicción el poeta.

Y sin pronunciar otra palabra, aquel hombre magnánimo, instruído por las musas, se aleja gravemente, feliz porque tiene la conciencia del alto destino que la Providencia le ha asignado.

¡Qué noche terrible para los desgraciados padres! Aunque les obligaron a acostarse algunas horas, el sueño no cerró sus párpados ni un instante. Al amanecer estaban en pie, con el semblante descompuesto, los ojos hundidos y rodeados de círculo oscuro, testimonio de su acerbo padecer.

Y otra vez emprendieron aquel fatídico calvario por las calles, recorriendo las oficinas de policía, el juzgado de guardia, las casas de los conocidos. Tampoco hallaron noticia alguna. Las tinieblas más espesas seguían envolviendo aquel misterioso secuestro. El juez parecía desalentado. Ni las declaraciones de D.ª Rafaela ni las del cojo de Arganda arrojaban luz ninguna. Nueva pista no se presentaba.

Mario llegó a las once de la mañana a casa de Rivera con el alma y el cuerpo deshechos. En cuanto pisó el despacho del antiguo periodista las fuerzas le abandonaron por completo. Dejose caer en un diván, y los sollozos, largo tiempo comprimidos, estallaron, amenazando romperle el pecho. A los ojos de Rivera brotaron también las lágrimas y, sentándose al lado de su desdichado amigo, le dirigió tímidas palabras de consuelo. Bien sabía que para aquel dolor no había consuelo posible. Vanas esperanzas no se atrevía a darle, temiendo que el golpe fuera después más rudo. Al fin le dejó llorar en silencio largo rato. Quedó abstraído en intensa meditación con los ojos fijos en el suelo. Pero lo que en su cerebro bullía reflejábase en ellos pasando como ráfagas vivas. A medida que el tiempo trascurría estas ráfagas se fueron haciendo más recias. Algún pensamiento extraño sacudía furiosamente su alma, porque al cabo de un rato, no sólo los ojos, sino todo el cuerpo, ofrecía singular inquietud. Miraba de vez en cuando a su amigo, se pasaba la mano por la frente, rascábase la cabeza. Por último, no pudiendo vencer su agitación, alzose de la silla donde estaba y comenzó a dar vivos paseos. Mario seguía llorando con la cabeza entre las manos.

Más de una vez se detuvo delante de él como si quisiera decirle algo, pero se arrepentía antes de abrir la boca y continuaba paseando. Al cabo hizo un gesto de resolución y, acercándose y poniéndole una mano sobre el hombro, profirió:

—Escucha, Mario. En estos momentos terribles es conveniente expresar todo lo que cruza por nuestro pensamiento, por disparatado que parezca. Todos los disparates imaginables caben en este mundo absurdo en que vivimos… ¿No has observado que tu suegro presenta desde hace algún tiempo señales extrañas… que ha dicho y hecho cosas muy raras… en una palabra, que su espíritu ofrece síntomas de enajenación?…

Mario alzó la cabeza bruscamente; abrió los ojos de un modo desmesurado, mirando a su amigo con vaga expresión de terror; se puso horriblemente pálido, y, alzándose del diván, salió corriendo de la estancia sin pronunciar una palabra. Rivera quedó un instante inmóvil con la vista fija en la puerta; luego salió también a la carrera en pos de él.

 

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