Capítulo 19

 

Don Pantaleón se hallaba en el período de fiebre que suele preceder a los grandes descubrimientos. No comía, no dormía, no sosegaba. Pasaba pocas horas en el laboratorio. Los preparados y el microscopio ya le habían dicho la última palabra. Su pensamiento corría desatado en busca del misterioso origen, esperando una feliz casualidad como las que han entregado muchas veces los secretos de la Naturaleza a los hombres de ciencia. Discurría horas y horas al través de las calles, o por las afueras, abstraído, ojeroso, inquieto, torturado por recónditos anhelos de indagación, incomprensibles para los seres que cruzaban a su lado.

Sin embargo, aquel largo, vueludo gabán, que el gran antropólogo gastaba desde su memorable conversión a las ciencias positivas, llamaba la atención de los transeúntes. La llamaba especialmente cuando el viento, introduciéndose entre sus pliegues, lo agitaba. Entonces el insigne fisiólogo tomaba la apariencia de un negro bergantín desplegando sus velas para alguna lejana región desconocida. Los transeúntes, al hacer esta observación, se hallaban muy lejos de sospechar que tal fugaz apariencia era un símbolo. Porque Sánchez, en las altas esferas de la indagación científica, marchaba osadamente a regiones jamás exploradas hasta entonces.

Una cosa le preocupaba hondamente en aquellos días. Había leído en un libro reciente que el pensamiento debía de producirse en el cerebro por medio de continuas explosiones, trasmitidas desde las células por las fibras nerviosas. No lo creía; más aún: lo rechazaba indignado. Ya sabemos que su teoría era la de la destilación. Pero necesitaba demostrarla con pruebas irrefragables, necesitaba convencer al mundo de la inepcia de los fisiólogos sus predecesores. Sólo sorprendiendo al cerebro en funciones podía lograrse este resultado, que llenaría a los hombres de felicidad y le coronaría a él de gloria.

¿Cómo alcanzar semejante sorpresa? He aquí el pequeño obstáculo en que tropezaba este gran hombre. La primera idea que se le ocurrió fue notabilísima, como todas las que brotaban de aquel cerebro privilegiado: valerse de los reos condenados a muerte para una experimentación adecuada. En este sentido llegó a escribir un artículo luminoso que envió a los Anales de las ciencias naturales, ya que sus revistas El mundo orgánico y El mundo inorgánico no se publicaban hacía tiempo por falta de dinero. Desgraciadamente no fue posible insertarlo, ni allí ni en otra revista extranjera adonde lo remitió. Los celos de sus colegas le perseguían, como ha sucedido siempre en tales casos. El ingenioso Sánchez sabía de largo tiempo atrás que existía una formidable conjuración de antropólogos españoles, con ramificaciones en varios puntos del extranjero, para destruir o evitar que se propagasen los resultados de sus investigaciones. Así que no le sorprendió aquella nueva contrariedad. A pesar de sus indignos perseguidores, estaba seguro de llegar donde se había propuesto.

Pensó después encontrar algún hombre generoso, dispuesto a sacrificar su vida en aras de la ciencia. Lo buscó con afán; pero no fue posible hallarlo. Moreno, a quien propuso indirectamente y con muchas reservas hacerle un agujero de siete milímetros de diámetro en el cráneo, por el frontal, rechazó irritadísimo la proposición y se mostró desde entonces tan huido que apenas lograba echarle la vista encima.

Entonces el ingenioso Sánchez, devorado por la pasión científica, anhelando escrutar aquel gran misterio y temiendo fundadamente que si retrasaba su descubrimiento algún otro sabio, nacional o extranjero, le cogiese la delantera, en un rapto de admirable heroísmo, resolvió ejecutar sobre sí mismo la experimentación. No se le ocultaba que corría grave riesgo de morir; mas, en el caso de que esto sucediese, la humanidad no perdería ninguno de los datos que había adquirido para su gran descubrimiento. Escribió previamente una larga memoria donde se apuntaban con toda claridad. Llegó el momento al fin. Encerrose en su laboratorio; se colocó delante de un espejo con todos los instrumentos necesarios al alcance de la mano. Y tomando la barrena fatal, comenzó a horadarse la frente. La mucha sangre que brotaba le cegó. En vano se la enjugó una y otra vez: necesitaba tener los ojos cerrados, lo cual hacía inútil la operación. Además, cuando la barrena tocó en el hueso, el dolor se hizo irresistible. Estuvo a punto de perder el sentido. Suspendió el experimento y pensó si sería mejor que otro lo efectuase. Pero en tal caso no sería él quien sorprendiese el misterioso origen del pensamiento, sino el operador. Nada podría revelar por su cuenta. Además, la operación necesitaba llevarse a cabo con cloroformo: de eso estaba bien seguro. Una vez cloroformizado, sus facultades mentales quedaban en suspenso. ¿Para qué valía entonces el agujero?

Se puso un trozo de aglutinante sobre la herida; vendose la frente con el pañuelo y se dejó caer en una butaca. La tristeza y el desaliento se apoderaron de aquel hombre ilustre. Era forzoso renunciar a la gloria del gran descubrimiento que había de resolver de una vez todas las dudas, que confundiría para siempre las insensatas aspiraciones de los idealistas y metafísicos. Tal vez ¡oh dolor! no se pasaría mucho tiempo sin que otro sabio tuviese la fortuna de hallar quien se prestase a exhibir el cerebro voluntariamente; y entonces el nombre de aquel sabio brillaría eternamente al través de las edades, mientras el suyo eternamente quedaría sepultado en el olvido.

La voz dulce como un gorjeo de su nietecito Mario le sacó del letargo doloroso en que yacía. El pequeño Mario solía subir a la guardilla a interrumpirle en sus largos y profundos trabajos. Para el fisiólogo era un descanso la llegada del niño. Le besaba, se entretenía algunos instantes en charlar con él, y cuando le parecía que había robado demasiado tiempo al estudio de la sustancia gris, le decía empujándole hacia la puerta:

—Anda, chiquito, baja con tu abuelita, que yo no puedo perder un solo minuto.

Dejole llegar hasta sus rodillas y le acarició distraídamente pasándole la mano por los cabellos. Mas al tropezar sus dedos con la tersa frente de la criatura quedó súbito paralizado. Sus grandes ojos opacos brillaron con extraño fulgor. Incorporose vivamente y se llevó ambas manos a las sienes como si temiera que por allí fuera a salir algo grave y terrible que convenía tener encerrado. Se alzó de la silla y comenzó a dar agitados paseos por la estancia. De vez en cuando se paraba delante del niño y le clavaba una mirada ansiosa, profunda.

—Abuelo, ¿por qué me miras así?… ¿He sido malo?

—¡No, hermoso mío, no!—respondió el antropólogo cambiando de expresión y volviendo a su benévola sonrisa habitual.

Tornó a pasear, y otra vez se detuvo frente a su nieto y le cogió la cabeza con sus manos trémulas, febriles.

—¿Por qué me palpas, abuelo? ¡Si no tengo nada en la cabeza!… No me he caído.

—¡Oh, sí!… ¡Aquí está! ¡aquí está!—exclamó con expresión concentrada de rabia y de dolor el ingenioso Sánchez.

—¡No, no! ¡No hay nada! De veras no tengo nada, abuelito.

—¡Sí, sí! ¡Aquí está el gran misterio!… No hay más que abrir y mirar… Pero yo no puedo mirar; yo, que he hecho dar tales pasos gigantescos a la ciencia, me veo precisado a detenerme delante de esta pequeña barrera… Necesito cruzarme de brazos y aguardar con paciencia que llegue otro a recoger la gloria del descubrimiento… ¿Y para esto he pasado los días y las noches contemplando con el microscopio los cerebros de tanto organismo? ¿Para eso he comprado a peso de oro a los mozos del hospital la masa encefálica de más de un cadáver?…

Su exaltación al proferir estas palabras era inmensa. Enrojeciósele el rostro y sus ojos se inyectaron mientras con las manos crispadas palpaba la cabeza del niño. De tal modo que éste, asustado, se echó a llorar. D. Pantaleón recobró instantáneamente la calma y, abrazándole y besándole, le bajó acto continuo a su casa.

Pero no sosegó desde entonces. Un pensamiento fatal le perseguía, le atormentaba sin cesar. De día se le clavaba en el cerebro impidiendo la entrada a otra idea cualquiera; de noche le despertaba con sobresalto y le hacía pasar largas horas sin reposo revolcándose en el lecho, sintiendo la sangre hervir y murmurar dentro de las venas y la frente bañada por grandes gotas de un sudor frío. ¡Qué tormento espantoso! De un lado la ciencia, los intereses de la humanidad, la gloria inmarcesible de la más grande conquista que haya llevado a cabo el entendimiento humano: de otro lado, la ternura instintiva de todo animal a su progenie, los respetos tradicionales, las convenciones sociales. ¡Oh, si pudiera arrancarse de una vez toda ridícula preocupación y, contemplando serenamente el pro y el contra de cada asunto, decidirse por lo más útil!

En pocos días aquel hombre ingenioso se desmejoró visiblemente. Sus grandes ojos melancólicos se hundieron, la nariz se afiló, las mejillas se plegaron y todo su inteligente rostro antropológico adquirió un tinte sombrío de dolor y desfallecimiento que puso en alarma a la familia. Pero no quería oír que estaba enfermo. Se encontraba perfectamente. Su abatimiento dependía del exceso en el estudio.

Al fin, como era de esperar, el interés de la ciencia predominó sobre la lepra tradicional del sentimentalismo. Cierta mañana, después de haber pasado una terrible noche de insomnio, noche de fiebre y terror en que de todos los rincones de la estancia acudieron flotando grandes figuras sombrías a incitarle a proseguir en su obra de regeneración; en que escuchó voces proféticas que le anunciaron gloria inmortal, se arrojó violentamente del lecho dispuesto a todo. ¡A todo!

Observó, vigiló, espió los pasos de su familia con astucia sorprendente. Trascurrieron varios días sin que pudiese ejecutar su resolución, en forma que no se descubriese. Al cabo cierto domingo, hallándose apostado en uno de los portales de la calle Mayor, vio salir a las criadas de su hija con el pequeño Mario. Siguiolas de lejos hasta el Retiro. Allí, ocultándose detrás de los troncos de los árboles, estuvo en acecho largo rato. El niño al fin en una de sus escapatorias acertó a pasar junto a él. Le llamó, le besó, y rápidamente le arrastró consigo lejos para comprarle confites. Cuando estuvo a buena distancia de las criadas comenzó a seguir los caminos más extraviados del parque, y por ellos fue a salir a Atocha. Desde allí, dando un gran rodeo para evitar las calles céntricas, se trasladó a su casa. El pequeño se quejaba de cansancio, lloraba. D. Pantaleón le cogía a ratos en brazos.

Antes de llegar a la puerta el fisiólogo dejó al niño en la acera solo, después de cerciorarse de que no había nadie observándolos, y adelantándose con premura ordenó a la portera que fuese a comprarle cigarros mientras él se quedaba al cuidado. Salió la mujer al estanquillo, que estaba a la derecha de la casa. Mientras tanto él cogió al niño, que se hallaba a la izquierda, y más ligero que un gamo subió a la guardilla. Inmediatamente, encargándole que le aguardase sin chistar, bajó al portal y allí recibió los cigarros que la portera le trajo. Luego, con la mayor tranquilidad, subió de nuevo a su laboratorio.

¡Momentos de amarga felicidad para el sabio! Tenía en su poder el instrumento que tanto apetecía. Iba por fin a sorprender el gran secreto de la Naturaleza. Pero esta grandiosa invención costaría la vida tal vez a una criatura de su misma sangre. Una agitación irresistible se apoderó de su cerebro. Los lóbulos todos debían de hallarse en descompasado movimiento. Presa de horribles vacilaciones, de temor, de anhelo y compasión, se sentó delante de una mesa y metió la cabeza entre las manos mientras el niño, en completa libertad, curioseaba por la estancia enredando con los objetos que estaban a su alcance.

El ingenioso D. Pantaleón salió de su ensimismamiento para mirar el reloj. Eran ya más de las seis. No tardarían en llamarle para comer. No había más remedio que dilatar el experimento, tanto por esto cuanto porque convenía hacerlo a la luz del día. Cogió a su nieto, y sin decirle palabra lo llevó hasta una pieza que había debajo del alero del tejado y servía de trastera. Al abrir la puerta y ver aquella cueva tenebrosa, el niño retrocedió asustado.

—No, yo no entro ahí, abuelito.

—¡Silencio!—exclamó el antropólogo con terrible mirada. Y sacando al mismo tiempo del bolsillo del gabán un enorme cuchillo resplandeciente, añadió:—Como digas una sola palabra te corto ahora mismo el cuello.

El niño quedó paralizado por el terror. Hizo un pucherito y pronto rompería a gritar si el fisiólogo con certero movimiento no le hubiese tapado la boca. Sujetole al mismo tiempo por el cuerpo y lo metió en la trastera de golpe. Tomó del suelo una mordaza y un cordel que allí tenía preparados; le puso la primera; atole con el segundo las piernas y los brazos y lo dejó tendido boca arriba sobre un felpudo diciéndole:

—No te muevas. Si haces el más pequeño movimiento, hay ahí unos ratones que vendrán a comerte las narices.

Cerró la puerta, apagó la luz y se bajó a su casa, sentándose poco después a la mesa con la tranquilidad que otras veces. Pero apenas se habían sentado llegaron las criadas de Carlota con la noticia de la desaparición del niño. Alarmose la casa vivamente. D.ª Carolina corrió desalada a la de su hija. D. Pantaleón se vio precisado a acompañarla.

No le fue posible volver hasta las altas horas de la noche. Dejó a su esposa acompañando a Carlota y vino pretextando una indisposición. Tomó del comedor algunos comestibles, pan, leche, pastas y subió de nuevo cautelosamente a su laboratorio. Abrió la puerta de la trastera, desató al chico, y amenazándole de nuevo con el cuchillo si daba una voz le quitó la mordaza. Le mandó comer. La infeliz criatura, entumecida, fría, aniquilada por el miedo, no pudo hacerlo. D. Pantaleón le introdujo a la fuerza algunas galletas en la boca y le hizo beber unos tragos de leche.

—¿Por qué me has atado, abuelito?—articuló al fin el niño.—Yo no hice nada. Llévame con mamá.

D. Pantaleón le miró fijamente. Por sus ojos pasó un relámpago de razón. Le trajo hacia sí, abrazole tiernamente y le besó con efusión repetidas veces. El niño, animado, repitió:

—Llévame con mamá. Me has hecho mucho daño, abuelito, con el cordel. Papá no me ata ni me encierra.

Aquel relámpago inteligente se desvaneció en los ojos del viejo. No quedó más que una triste expresión de extravío y ferocidad.

—Tu papá es un ser frívolo, un hombre desequilibrado que prefiere sentir a conocer, un hombre que se ha quedado atrás en la evolución. Yo no puedo consentir en mi familia un degenerado y le he de matar más tarde o más temprano con este cuchillo.

—¡No! ¡No mates a papá!—exclamó el chico aterrado, viendo a su abuelo blandir el arma con ademán sanguinario.

—¡Silencio!—profirió con voz ronca aquél.—La ley de la selección se cumplirá… Tú también morirás quizá, pobre niño, pero tu nombre vivirá eternamente unido al mío en los anales de la ciencia y en el agradecimiento de la humanidad.

Dicho esto con brusco ademán le puso de nuevo la mordaza, arrastrole hasta la trastera, le amarró otra vez y le dejó como antes estaba tendido sobre el felpudo.

Al día siguiente no le fue posible realizar el experimento. Se le encargaron tantas comisiones para coadyuvar al descubrimiento del chico, que sólo tuvo tiempo para subir dos o tres veces a desatarlo y a darle algún alimento. Además, tenía miedo de engendrar sospechas si se retiraba a su laboratorio por largo rato. Maravillaba la serenidad, la energía y la astucia que desplegó durante aquellas críticas circunstancias.

Nada se logró en todo el día del lunes ni en toda la noche. Las esperanzas de la familia se disipaban poco a poco. Todos se entregaban desfallecidos al dolor y gemían por los rincones de la casa menos la valiente Carlota, cuya actividad crecía a medida que las esperanzas mermaban. Acompañada del inspector y algunos guardias recorría incesantemente los parajes más apartados en pos de cualquiera vaga noticia, cruzando, como una Dolorosa, las calles en busca de su hijo.

Mientras tanto, D.ª Carolina y Presentación experimentaban fuertes ataques de nervios. El mismo Mario se veía necesitado a apelar a los antiespasmódicos para no ser presa de ellos.

Amaneció por fin el martes. El ingenioso Sánchez, sintiéndose olvidado, comprendió que había llegado el instante de realizar su famoso experimento, tanto más cuanto que el estado de la criatura ofrecía ya temores. Una de las veces que fue a desatarlo lo halló privado de sentido. Necesitó hacerle respirar algunas esencias y frotarle vigorosamente encima del corazón para volverle a la vida.

A las once de la mañana subió el antropólogo a su laboratorio, echó cuidadosamente el pestillo de la puerta y se dirigió al oscuro desván donde yacía su nieto. Había llegado el momento supremo. Desatolo, le quitó la mordaza y, después de reanimarlo con palabras y caricias, lo llevó a la pieza más clara de la guardilla y lo sentó sobre una mesa que tenía al objeto preparada. El estado del pobre niño inspiraría compasión a una fiera. Pálido el rostro como la cera y descompuesto, los ojos extraviados por el terror, los labios amoratados, las manos trémulas, todo su cuerpecito agitado por un intenso temblor, parecía realmente que iba a exhalar el último suspiro.

Ya no hablaba, ya no imploraba como antes. El fisiólogo lo contempló con expresión de sorpresa, como si por primera vez le viese en aquel momento. Volvió a brillar en sus ojos opacos la luz de la razón. Su faz se enrojeció fuertemente, sus labios temblaron, tapose la cara con las manos y gritó con un sollozo:

—¿Quién ha sido; quién? ¿Quién ha puesto así a mi nieto?… Alguno de esos infames que me persiguen… ¡La cabeza me arde!… ¡Quitadlo, quitadlo de aquí! Que yo no lo vea… ¡No, no! ¡no he sido yo! Ha sido un malvado fisiólogo que quería hacer con él un experimento… ¡Matadlo! ¡Matad a ese asesino!… Me ha robado mi nieto… Me ha robado el descubrimiento. ¡Matadlo! ¡matadlo!

Después de este rapto de exaltación quedó tranquilo. Paseó con extravío sus ojos por la estancia, convirtiolos a su nieto, y su faz reflexiva se fue serenando poco a poco.

—¡Es preciso! ¡es preciso!—repitió sordamente. Y dirigiéndose a su nieto, exclamó con acento profético:—¡Alégrate, hijo mío!… Los dolores que has padecido y los que vas a padecer serán los más fructíferos que haya experimentado jamás hombre alguno. Con ellos comprarás la inmortalidad. Tu nombre, unido al mío, se repetirá de generación en generación al través de las edades. Ni Colón, ni Galileo, ni Arquímedes han prestado a la humanidad un servicio como el que tú y yo vamos a prestarle…

—Dame agua—dijo con voz débil el niño, dejando caer su cabecita hacia atrás.

D. Pantaleón se la alzó; pero como no podía ya sostenerse sentado, lo tendió sobre la mesa y fue a buscarle agua.

El fuego de la inspiración ardió de nuevo en las pupilas del sabio. Un estremecimiento poderoso sacudió su cuerpo. En un instante juntó los instrumentos que le hacían falta; trajo esponjas, agua, paños. Después de echar una profunda mirada investigadora al microscopio y cerciorarse de que estaba limpio y preparado, sujetó al niño a la mesa con una larga cuerda. Se detuvo unos momentos. Luego, con rápido ademán, tomó la mordaza y fue a ponérsela…

En aquel instante un golpe violentísimo hizo saltar el pestillo de la puerta. Batió ésta con estrépito contra la pared. Escuchose un grito extraño, desgarrador; y unas manos crispadas se agarraron como tenazas a la garganta del fisiólogo.

Éste y su yerno rodaron por el suelo. Fue una lucha furiosa, terrible. Las sillas se volcaban; la palangana, las retortas y los frascos caían y se hacían cachos. Los gritos, las imprecaciones de uno y otro aumentaban el fragor del combate. Parecía que había veinte hombres luchando en aquel pequeño recinto.

No era fuerte Mario, pero la defensa de su hijo quintuplicaba el vigor de sus músculos. D. Pantaleón era un anciano, pero el estado de exaltación de sus nervios le prestaba una fuerza portentosa. Por algunos momentos la lucha se mantuvo indecisa. Varias veces cayeron el uno debajo del otro y otras tantas se alzaron. Los gritos se fueron apagando. El combate se hizo sordo, feroz, desesperado. La voz dolorida del niño, amarrado a la mesa, repetía sin cesar:

—¡Abuelito, deja a papá!… ¡deja a papá!

El loco al fin fue adquiriendo alguna ventaja. Las fuerzas de Mario mermaban. Sus dedos cedían: el peso y el volumen de D. Pantaleón le asfixiaba. Logró éste al fin ponerse encima de él y sujetarle.

—¡Ya eres mío! ¡ya eres mío!—gritó lanzando feroces carcajadas.—Ahora voy a verte el cerebro. ¡Aguarda un poco!

Y le oprimía con sus rodillas el pecho. De tal suerte que el infeliz escultor hubiera perecido si Miguel Rivera no entrase en aquel momento. Con su ayuda pudo levantarse, y con la de los vecinos que acudieron al ruido se logró sujetar al loco y atarlo con la misma cuerda que aprisionaba a la desgraciada criatura.

 

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