Capítulo 2

 

Romadonga se acercó al grupo cuando la discusión religiosa acababa de zanjarse de aquel modo imprevisto y húmedo. Mario vio el cielo abierto. D. Laureano le hizo con sonrisa de condescendencia una seña, y nuestro impaciente joven se disponía a levantarse cuando uno de los mozos que servían allá abajo, cerca de la puerta, se acercó al viejo tenorio y le habló algunas palabras al oído.

—Soy con usted al momento—dijo éste a Mario.

Y se alejó.

—¿Qué pasará?—preguntó uno de los tertulios.

—¿Qué ha de pasar? ¡Lo de siempre!—repuso Mario de mal humor.—¿No lo ve usted?—añadió fijándose en la puerta.

Por detrás de los cristales se traslucía la silueta de una mujer.

Al cabo de pocos instantes viose llegar de nuevo a Romadonga mordiendo el imprescindible cigarro y con el mismo paso tranquilo, dirigiendo miradas insolentes a las parroquianas.

—¿Por qué se ríen ustedes?—dijo al llegar.—¿Se figuran que se trata de una aventura amorosa? Pues no hay tal… Es decir, sí ha sido una aventura amorosa, pero en tiempos remotos. Ahora no es más que una vieja que viene a pedirme diez duros.

—¿Se los ha dado usted?

—¡Nunca! y eso que me ha dicho que tiene un hijo muriendo. No quiero sentar precedentes funestos. Hija mía, lo siento mucho, le dije, pero yo no mantengo clases pasivas.

No faltó quien celebrase el chiste y quien admirase la firmeza de corazón del empedernido seductor. Mario no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Aquel rasgo de crueldad expresado en forma tan cínica le dio frío. Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando Romadonga, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro, le dijo:

—A las órdenes de usted, amigo Costa.

Lo que ahora le acometió fue una extraña sensación de terror, unos deseos atroces, de echar a correr. Levantose, sin embargo, automáticamente y, pálido y trémulo como si le condujesen al suplicio, siguió a D. Laureano.

—Buenas noches, señores—dijo éste acercándose al patíbulo.—¿Cómo sigue usted, doña Carolina?… ¿Qué tal, D. Pantaleón? ¿Y ustedes, niñas?

Todos buenos, todos buenos, y todos sonrientes, acogiendo a D. Laureano con la misma alegría que a un bienhechor de la humanidad. La sonrisa de la más regordeta de las muchachas iba acompañada de un poco de carmín en las mejillas que se propagó instantáneamente al resto de la cara, sin excluir las orejas, cuando Romadonga, dando un paso atrás, dijo estas solemnes palabras:

—Tengo el honor de presentar a ustedes a mi amigo D. Mario de la Costa.

D. Mario de la Costa, a juzgar por su palidez, estaba rezando en aquel momento el credo, preparado a morir cristianamente. Alargó al jefe de la familia su mano temblorosa y fría, y preguntó con voz que semejaba un estertor:

—¿Cómo está usted?

El jefe de la familia estaba bueno y celebraba la ocasión de conocer al señor de la Costa. Éste volvió a alargar su mano a la esposa del jefe, pero su garganta ya no pudo dejar salir el más leve soplo. En cuanto a las niñas, podían sacudir la cabeza, sonreír, ruborizarse, hacer, en suma, lo que tuvieran por conveniente. De todos modos, no lograrían obtener la más mínima atención por parte del joven presentado. Éste permaneció de pie e inmóvil esperando el golpe fatal cuando la mano protectora de D. Laureano le obligó a sentarse en una silla que previamente había acercado. Presentación, la más delgada de las jóvenes, se apartó un poco haciendo signos de inteligencia a Romadonga, y la silla quedó colocada al lado de Carlota, la más gruesa. Pero Mario sorprendió aquel signo de inteligencia y la sonrisita burlona con que fue acompañado. Inmediatamente el blanco cera de sus mejillas se tornó en un rojo ladrillo no menos interesante.

¿Por qué les da a todos en seguida por hablar entre sí, sin cuidarse de él para nada? Su regordeta vecina era víctima del mismo abandono. Ambos parecían consternados. Carlota, inquieta, temblorosa, pidió auxilio a su hermanita llamándole la atención acerca de una manteleta que vestía cierta señora que acababa de entrar. La cruel Presentación no hizo caso alguno; les echó una mirada burlona y se volvió de espaldas riendo como una tonta. Mario tuvo fortaleza bastante para mantener a salvo su dignidad en tan críticas circunstancias. A nadie demandó socorro. Y comprendiendo que el hombre debe hallar en sí mismo recursos suficientes para flotar en esta clase de naufragios, supo toser y sonarse muy a propósito, limpió la ceniza del cigarro que le había caído sobre el pantalón con admirable oportunidad, no dejando tampoco, claro es, de mirar con cierta insistencia las mangas de la levita a fin de descubrir si era posible alguna mancha salvadora. Es más, cuando gracias a estos heroicos manejos se encontró medianamente tranquilo, tuvo serenidad bastante para decir a su vecina sin temblarle demasiado la voz:

—Es increíble el calor que aquí se desarrolla al llegar esta hora.

—Es verdad, sobre todo los domingos, en que viene tanta gente—repuso la vecina con voz suave, dulcísima, como las notas de una flauta sonando en un bosque de laureles y mirtos.

—¡Eso es!—se apresuró a exclamar Mario, vivamente impresionado por esta profunda observación.

Inmediatamente la vecina emitió otra muchísimo más luminosa, y es que los días no festivos el café estaba más tranquilo y agradable.

Naturalmente, Mario al oír esto cayó en un verdadero espasmo de admiración, y asintió frenéticamente, no sólo con la boca, sino también con los ojos, con el cuello, con las manos, con todos los componentes de su organismo en suma. Y acometido a su vez del fuego de la inspiración, halló en las profundidades de su espíritu un rasgo feliz que a él mismo le dejó sorprendido.

—Basta que haya pocas personas si éstas nos agradan.

La vecina hizo un signo de aquiescencia bajando modestamente los hermosos ojos. Mario quedó tan encantado del éxito de su frase que, excitado por él, supo hallar en poco tiempo otras dos o tres no menos felices.

Ambos quedaron en breve tan abstraídos de los ruidos mundanales que sonaban a su alrededor como si se hallasen en las profundidades de una selva virgen. La soledad que antes les parecía aterradora hallábanla ahora gratísima y gozaban cambiando frases de admirable sentido, como la primera pareja creada por Dios en los jardines del Paraíso.

No fue un ángel quien vino a arrojarles de él, sino el propio creador de la mitad de la pareja, esto es, D. Pantaleón Sánchez, papá de las dos niñas.

—He tenido el honor, Sr. Costa, de conocer a su señor padre hace años, cuando era subsecretario de Hacienda. Entré en su despacho formando parte de una comisión de almacenistas para pedirle una rebaja en el arancel.

Mario daría cualquier cosa en aquel momento porque D. Pantaleón no hubiera tenido semejante honor. Sin embargo, pareció encantado de la noticia. Y sobre este tema departieron algunos instantes.

Era D. Pantaleón un hombre que se hallaría entre los sesenta y los sesenta y cinco años; el cabello enteramente blanco y lo mismo el bigote, largo, poblado y caído de puntas: conservaba el cutis fresco, los dientes seguros y cierta firmeza y decisión en los movimientos, que denotaban vigor corporal. La mirada profunda de sus grandes ojos pregonaba bien claro que tampoco había perdido el espiritual. Hablaba reposadamente y con una gravedad afable que infundía a la vez respeto y simpatía.

Cuando le pareció oportuno suspendió la conversación volviéndose hacia Romadonga, y Mario quedó nuevamente perdido y solo. No tardó, sin embargo, haciendo un esfuerzo poderoso de ingenio como el anterior, en hallar el camino de la selva donde le aguardaba su simpática vecina.

—El café que sirven los domingos es peor que el de los demás días.

Y se ruborizó al expresar esta juiciosa opinión, lo mismo que si hubiera dicho postrado de hinojos:—¡Te adoro, ángel mío!

—Es imposible que salga bien haciendo tan gran cantidad—repuso Carlota, igualmente ruborizada.

Ambos se perdieron instantáneamente en lo más espeso e intrincado del bosque.

Esta vez no fue D. Pantaleón, sino su último retoño, quien vino a su encuentro.

Presentación se volvió hacia ellos con ademán tan vivo, expresando tal furor en su movible fisonomía, que lo mismo Mario que su dulce compañera quedaron sorprendidos y levantaron los ojos para saber cuál era la causa. Un joven pálido, de pómulos salientes, nariz remangada y ojos claros, pero no serenos, se acercaba en aquel momento a la mesa con la cabeza descubierta.

Mario reconoció en seguida al violinista.

—Buenas noches, D. Pantaleón… Buenas noches, D.ª Carolina… Buenas noches, Presentacioncita… Buenas noches, señores… ¿Cómo siguen ustedes? ¿Están ustedes bien?

La boca del joven artista se dilataba al pronunciar estas palabras con una sonrisa que no dejaba ocioso el más insignificante músculo, la fibra más diminuta de su semblante incoloro. La voz se arrastraba lenta, gangosa por aquella formidable boca antes de salir, de tal modo que al llegar a los oídos de sus interlocutores parecía venir cargada de saliva. Y así era en efecto.

—Buenas noches, Timoteo, buenas noches.

Todos respondieron amicalmente al saludo, menos Presentación. Y, sin embargo, los que la boca temerosa del artista había dejado escapar, y muchos otros que habían quedado dentro, a ella exclusivamente iban dirigidos. Mientras hablaba en pie y arrimado a la mesa con los papás y con Romadonga, sus ojos de pez, claros y fríos, no se apartaban de la gentil muchacha.

¿Gentil? Sí, Presentación era una lindísima joven que acababa de cumplir los veinte. Delgadita, morena, de rostro fino y expresivo, los ojos picarescos con afectación, los cabellos negros y pegados a la frente, la boca tan pronto grande como chica, de una extrema movilidad, lo mismo que los ojos, que el talle, que las manos, que todo lo demás. Una mujer, en suma, hecha de rabos de lagartija. El reverso de su hermana Carlota, tan redondita, tan sosegada, de una pasta tan excelente que no había medio de alterarla. No era bella, al decir de los inteligentes; su nariz no estaba bien modelada; los labios eran demasiado gruesos. No obstante, había quien la prefería a Presentación por la dulzura de sus grandes ojos, suaves, hermosos, por la frescura nacarada de su tez, por lo macizo y bien torneado de su talle. Pero eran los menos.

Presentación se había vuelto de espaldas por completo. Su rostro y todo su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.

Carlota la contemplaba con sonrisa benévola y le decía por lo bajo:

—¡Calma, niña, calma!

—¡Sí, sí, calma!… ¡Que te pasase a ti lo que a mí me está pasando!—exclamaba con coraje, esforzándose en apagar la voz.

—Buenas noches, Carlotita—dijo en aquel momento Timoteo, tratando de dar a su voz gangosa acento picaresco.—No se las he dado antes porque la veía a usted muy entretenida.

—Abre el paraguas, Carlota—dijo Presentación por lo bajo.

Pero no tan bajo que no llegase como un rumor a los oídos del joven. Éste, sin percibir las palabras, comprendió su tristísimo sentido y quedó avergonzado y confuso.

—Buenas noches, Presentacioncita—dijo entonces abriendo la boca desmesuradamente para sonreír.

—Buenas noches—respondió la joven sin volver la cabeza, mirando con fijeza al frente.

—Hoy la he visto a usted en un comercio de la calle de la Montera—profirió el artista abriendo la boca un poco más.

—Puede ser—repuso Presentación sin dejar de mirar al frente.

—Estaba usted comprando unas enaguas.

—¡Enaguas!—replicó la joven con el acento más despreciativo que pudo hallar.—¡Vamos, debe usted tener los ojos en el cogote para confundir enaguas con chambras!

Timoteo quedó anonadado. Apenas pudo murmurar algunas frases de excusa.

Y he aquí por qué el violín se quejaba tan amargamente hacía poco tiempo, por qué arrastraba las notas de un modo tan lamentable. Presentía el infortunado que las chambras jamás deben confundirse con las enaguas.

D.ª Carolina acudió generosamente al socorro de aquella desgracia.

—Los hombres no entienden nada de nuestra ropa, muchacha, y además, mirando por los cristales del escaparate no es fácil distinguir lo que se compra.

Timoteo le dirigió una mirada de carnero moribundo agradeciendo el cable de salvación. Pero convencido de que era inútil luchar contra un temporal tan deshecho, renunció a agarrarse a él.

D.ª Carolina era del mismo corte y figura que su hija Presentación, esto es, delgada, nerviosa y con unos ojillos vivos y penetrantes que los años habían hundido y rodeado de un círculo oscuro y fruncido.

—¡Hija, ten un poco de educación!—añadió por lo bajo ásperamente, tratando al mismo tiempo de alargar la mano con disimulo para darle un pellizco corroborante.

Presentación separó las piernas instantáneamente y soltó una carcajada que puso más nerviosa y más arrebatada a su mamá. Vivían ambas en constante guerra. Sus genios eran igualmente vivos. Pero así y todo, no podían prescindir la una de la otra y formaban dentro de la casa un partido. Presentación era la preferida de su madre, como Carlota de su padre.

—Oiga usted, Timoteo—dijo de pronto la niña volviéndose hacia el violinista con ojos risueños.—¿Qué era lo que usted tocaba hace poco?

—¿Lo último?… Un stornello titulado Día de sol.

—¡Qué bonito es!

—¿Le gusta a usted?—preguntó dilatando su boca para sonreír de tal modo que dejó estupefactos a los circunstantes a pesar de hallarse acostumbrados a los prodigios que la naturaleza solía obrar en su fisonomía.

—¡Muchísimo! Es precioso… precioso…

—¿Quiere usted oírlo otra vez?

—¡Ya lo creo!

—Pues lo tocaré, lo tocaré, Presentacioncita—dijo el artista lleno de condescendencia, rebosando de orgullo.

—El caso es—manifestó la maligna joven con tristeza—que nos vamos a ir pronto.

—Eso no importa. Voy a tocarlo en seguida… Verá usted.

Y se fue a buscar al pianista. Éste no parecía por ningún lado. Timoteo daba vueltas como loco por todos los rincones del café.

—Vamos—decía en tanto Presentación a su hermana,—el Día de sol nos librará de la lluvia.

—¡Pobre chico! ¿Qué culpa tiene él de que se le escape la saliva?—repuso aquélla sonriendo.

—¡Anda! ¿Y qué culpa tengo yo?—exclamó enfurecida la otra.

Mario rió la ocurrencia, irritado contra el violinista que le había impedido extraviarse por la floresta. Romadonga la amenazó con el dedo.

—¡Niña! ¡niña!

—¿Qué le duele a usted, D. Laureano?

—A mí nada. A Timoteo es a quien le arden las orejas… Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana?

—Eso cuénteselo usted a mamá.

—¿A mi, niña?—exclamó vivamente doña Carolina.—¿Qué estás ahí diciendo? ¿No sabes que tienes padre?—Y volviéndose hacía Romadonga:—Pantaleón no ha querido que hoy fuésemos a paseo, sin duda temiendo a la humedad por lo mucho que ha llovido estos días.

—Eso es… No lo he juzgado conveniente—corroboró D. Pantaleón dirigiendo una mirada tímida a su mujer.

Presentación hizo un mohín de desdén y se volvió hacia Mario y Carlota. Pero juzgando que era ya tiempo de dejarlos abandonados a sí propios, entabló conversación con una señora que se refrescaba con grosella en la mesa inmediata.

—¿Qué es eso, D.ª Rafaela, no lee usted hoy La Correspondencia?

—Ya la he leído, querida… No trae más que esquelas de defunción.

—¿Pues y la noticia del matrimonio de la infanta?

—No sé nada. Ya sabe usted que yo no leo más que los anuncios.

No era una señora en la acepción que se da usualmente a la palabra, ni tampoco una mujer del pueblo. Participaba de ambas clases. No gastaba sombrero ni mantilla, pero el mantón alfombrado que cubría sus hombros era riquísimo; el vestido, de seda pura; en los dedos y en las muñecas sortijas y brazaletes de valor y en las orejas dos orlas de brillantes con zafiro en el medio; todo lo cual pregonaba que, si D.ª Rafaela no vestía de señora, no era seguramente por falta de dinero.

Nadie lo ponía en duda, D.ª Rafaela poseía en la calle de Hortaleza un comercio de antigüedades que en otro tiempo había sido prendería y aún lo era cuando le venía bien. Unas veces predominaban los objetos antiguos, otras los viejos. Como complemento indispensable de tal negocio, D.ª Rafaela prestaba con usura. Hallaríase entre los cincuenta y sesenta años. Gruesa, morena, de facciones abultadas y con un extenso lunar de pelos largos, cerdosos, en la mejilla derecha, cerca de la boca. Vivía sola con una sobrina a quien dejaba cerrada en casa mientras acudía invariablemente todas las noches a tomar un vaso de grosella y a leer la cuarta plana de La Correspondencia. Era campechana, servicial y sencilla hasta la simpleza, pero en sus negocios de prendera y prestamista mostrábase inflexible y astuta como pocas.

—Acérquese un poquito si ha concluido de tomar su grosella.

D.ª Rafaela trasladó su silla cerca de la joven y en seguida se pusieron a departir amigablemente en voz baja. Claro está que el tema de su plática fue el acontecimiento de la noche, la presentación de Mario a la familia de Sánchez.

—Al fin parece que eso lleva buen camino. Me alegro mucho… mucho. No deje de decírselo a su mamá, y que sea para bien. Es un chico muy decente, y si tira a su padre… ya ve usted… Por supuesto que Carlota, por lo guapa y bonachona, merecía un infante de Ingalaterra… Pero, hijita, los tiempos no están para andar a escobazos con los hombres. Así se lo digo muchas veces a la gazmoñita de mi sobrina, que hace melindres al vidriero de la esquina… Ahora, si usted me pregunta mi sentir, le diré que el que más me gusta de esa cuadrilla que se sienta en el rincón es aquel muchacho rubio que llaman Godofredo. No es que tenga que decir ni pensar nada malo de éste. Al contrario, me parece bastante formal y simpático; guapo no lo es… ¿para qué más de la verdad?… pero el otro… el otro es una alhaja, un bendito… ¡Si le viese usted, como yo le veo muchos días, comulgar en San Antón!… Vamos, que enternece hallar un chico tan humilde y devoto ahora en que a todos les da por despreciar las cosas santas y decir mil borricadas y escandalizar a las personas honradas. A veces se pasa media hora y más de rodillas delante del altar de la Virgen… Hijita, ¡qué feliz será su madre! Y la mujer que le lleve bien puede decir que no tiene que envidiar a ninguna duquesa.

Presentación se ruborizó levemente con estas palabras y dirigió una mirada rápida hacia el rincón, tropezando sus ojos vivarachos con los suaves y místicos de Llot, que estuvieron posados buen rato sobre ella. D.ª Rafaela lo advirtió bien, y adoptando un semblante enteramente picaresco, le dijo bajando aún más la voz:

—Ya sé, ya sé, querida, que usted y él… ¡vamos!… Apriete, hijita, apriete, y que no se escape, que bien merece la pena… Al que no puedo ver ni en pintura es a aquel otro que se come los periódicos, aquel de las barbas y las gafas…

—¡Ah, sí, Moreno!…

—¡Un moreno bien desaborío!… tan desgarbadote y tan sucio… Creo que no tiene más gusto que escandalizar a ese pobrecito de Godofredo. ¡Desalmadote! ¡pordiosero! ¡Puhá!

Y miraba al mismo tiempo con ojos coléricos a la mesa donde Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura, muy lejos de pensar que en aquel instante excitaba la cólera de la prendera.

Mario y Carlota habían desaparecido, no corporalmente, pero sí en espíritu. Timoteo gemía y se lamentaba amargamente, por conducto de su violín, de que la niña menor de Sánchez se hubiese vuelto de espaldas y hablase tan animadamente con la señá Rafaela, sin cuidarse para nada del Día de sol ni de su intérprete. D.ª Carolina decía a Romadonga mientras su marido se atusaba gravemente el triste y pacífico bigote:

—No necesito decirle, Sr. Romadonga, que entiendo perfectamente la intención con que su amiguito se ha hecho presentar por usted esta noche. Sabía hace tiempo que Carlota y él se miraban con buenos ojos, y cuando lo supe yo lo supo éste, porque yo no tengo costumbre de ocultar jamás nada a mi marido. Le pregunté si le parecía mal el muchacho. Me dijo que no, y entonces pensé: bueno, pues que corra el agua por donde quiera. El otro día me dijo Carlota: «Mamá, ese chico desea ser presentado.—¿A mí qué me cuentas? le respondí. Díselo a tu papá.—Es que yo no me atrevo… Si tú te encargases… —Está bien, hija, para mí han de ser todos los apuros.» Y armándome de valor me atreví a decírselo a éste. Crea usted que temblaba como una hoja, porque no sabía cómo lo iba a tomar; tenía miedo que me echase con viento fresco. Afortunadamente, estaba de buen humor aquel día, ¿verdad, querido?

D. Pantaleón bajó los párpados, manifestando de este modo solemne y augusto que su esposa no se equivocaba acerca del estado de su espíritu en aquella ocasión.

—Me respondió que no tenía inconveniente en que lo presentasen con tal que fuese por medio de una persona respetable. ¿Te parece bien D. Laureano?—Perfectamente.—Pues ya está hecho. Ahora no nos resta más que darle a usted las gracias por la molestia que ha querido tomarse.

Romadonga levantó la mano para alejar de sí aquellas gracias que no merecía, y volvió la cabeza para mirar a la hermosísima chula, que en aquel instante se levantaba del asiento para marcharse. Al pasar junto a ellos D. Laureano le dijo familiarmente:

—Adiós, Concha: hasta mañana.

—Buenas noches—respondió ella sonriendo tímidamente.

Su padre se llevó la mano al sombrero. Romadonga siguiola con la vista hasta que desapareció por la cancela. Antes de trasponerla Concha se volvió a medias y le echó una rápida mirada de latiguillo. Lo cual le puso de tan excelente humor, que desde entonces no cerró boca y consiguió tener suspensos y embelesados con su charla insinuante lo mismo a D. Pantaleón que a su esposa.

Pero la noche corría. Habían sonado ya las once y media, hora en que aquella respetable familia tenía por costumbre retirarse. Doña Carolina se inclinó hacia el oído de su hija Carlota, y le dijo en voz baja, aunque no lo bastante para no ser oída de Mario:

—Por mi gusto, querida, estaríamos aquí un ratito más; pero ya ves, tu papá acostumbra a retirarse a esta hora… y ahora más que nunca necesitamos tenerle contento, ¿verdad?—añadió con un guiño picaresco.

Luego, volviéndose a su marido:

—Pantaleón, nos iremos cuando tú lo ordenes.

—Bien, pues vámonos ya—respondió el venerable jefe de la familia levantándose de la silla.

Los demás le imitaron. La señá Rafaela y Romadonga manifestaron que también se iban. Mario no se atrevió a acompañarlos, aunque bastantes ganas se le pasaron. La despedida fue tímida y significativa por parte de Carlota, franca y afectuosa por la de su hermana, propia de una futura hermana política; por la de D.ª Carolina maternal, aunque templada por el respeto que le merecía la autoridad de su marido; y por éste tan cortés, tan suave, tan condescendiente, que Mario se mostró hondamente conmovido, y apenas pudo articular con voz temblorosa algunas palabras de ofrecimiento.

Quedó solo al fin. El corazón no le cabía en el pecho. Permaneció un instante inmóvil contemplando la puerta, por donde acababa de desaparecer, la última, su gentil Carlota. Y bajando de pronto desde las nubes de oro y rosa donde se mecía a esta tierra prosaica, se dirigió a la mesa del rincón, donde sólo se hallaba ya Adolfo Moreno. El salto no podía ser mayor. Moreno era, en sentir de Mario, el ser más distante de la poética idealidad que en aquel momento inundaba su espíritu, el menos a propósito para recibir la confesión de sus impresiones. Sin embargo, eran éstas tan vivas, tan avasalladoras, que si no se desahogaba pronto de ellas, era de temer una congestión. Sentose enfrente de su amigo, pidió un vaso de leche y esperó a que aquél, en gracia del trascendental acontecimiento que acababa de efectuarse, se dignase hacerle algunas preguntas. Nada. Moreno había dejado los periódicos políticos y leía con atención uno ilustrado que andaba siempre de mesa en mesa metido en una carpeta sucia y despellejada. Mario no pudo más. Comprendía que era una humillación, pero no tenía fuerzas para resistir al anhelo de confesarse.

—Adolfo.

—¿Qué hay?—respondió éste sin apartar la vista del periódico.

—Dame la enhorabuena.

Al pronunciar estas palabras se ruborizó.

—¡Ah, sí!—exclamó el otro alzando la cabeza y mirándole con sonrisa entre burlona y benévola.—Al cabo has logrado la dicha de sentarte a la misma mesa que D. Pantaleón Sánchez.

—Como tú comprenderás, Adolfo, lo que menos me importa a mí es D. Pantaleón. Lo que me interesaba, y mucho, era hablar con su hija. No puedes figurarte la impresión que he sentido. Ya sabes que estaba enamorado, ¡pero de verdad! Pues bien, ahora lo estoy mucho más, cien veces más. ¡Qué mujer tan simpática! ¡Qué tranquilidad, qué dulzura respiran todas sus palabras y movimientos! ¡Qué timbre de voz tan delicioso! Parece que viene impregnado de la claridad y armonía que reinan en su alma. Es una voz que suena más en el corazón que en el oído, que nada dice a los sentidos, que despierta el anhelo de las alegrías íntimas y serenas del hogar; una voz hecha como los bálsamos para curar las heridas que el mundo nos infiere… Nada nos hemos dicho de nuestro amor, pero en el brillo de sus ojos, en el cuidado con que evitaba el mirarme, he gustado más dicha que si me prometiese amarme eternamente. El único signo que advertí de su emoción fue cuando le di la mano al acercarme. ¡Qué encarnada se puso la pobrecita!

Moreno continuaba sonriendo con la misma condescendencia, mientras su amigo se desahogaba tan fogosamente. Al cabo le atajó.

—No te forjes muchas ilusiones por eso del rubor ni te subas al trípode. El rubor es un fenómeno muy prosaico, querido. No significa más que un cambio de la circulación sanguínea. Las arterias, al aumentar o disminuir de diámetro, enrojecen la piel o la hacen empalidecer. Ni te vayas a figurar que sólo las vírgenes se ruborizan, o que sea este fenómeno privativo del ser humano. Los animales también se enrojecen. El conejo es un animal tan sensible que con la más leve impresión se tiñen de carmín sus orejas, y se ha observado que los conejos jóvenes se enrojecen más fácilmente que los viejos.

Mario quedó acortado. Le miró fijamente con ojos de asombro y al fin murmuró entre triste y colérico:

—Pero, Adolfo, ¡por Dios! ¿qué tienen que ver ahora los conejos jóvenes?…

—No… yo no quería decirte… Es simplemente un dato fisiológico.

Recobrose el joven y volvió a coger el hilo de sus impresiones. Las iba narrando con entusiasmo, de un modo incoherente, como si estuviese solo. Tal vez comprendía vagamente que lo estaba; porque Moreno, a juzgar por su mirada distraída y su continente reflexivo, debía de hallarse en aquel momento meditando sobre algún oscuro problema de la morfología.

Después de describir y pesar una por una las gracias de Carlota y colocarla sobre un rico pedestal de mármol ornado de bajos relieves de Fidias, por encima de todas las mujeres de este mundo, casi a la altura de la Niobé de Praxíteles, vino a soñar despierto, a pintar de un modo plástico la única dicha a que aspiraba uniéndose a ella…

—No soy hombre de grandes ambiciones, Adolfo, bien lo sabes. Para ser feliz, no necesito más que cariño, sosiego y un mediano pasar. Un cuartito al Mediodía con ventanas al campo aunque esté sobre el tejado; una mujercita sana, risueña, que venga a abrirme la puerta; oírla teclear después de comer alguna sonata de Beethoven… y que me dejen libre alguna hora para modelar cualquier muñeco. Estoy solo en el mundo. Apenas he conocido a mi madre. Mi padre se esforzó toda la vida en hacerme menos terrible esta pérdida. ¡Dios le bendiga por ello! Pero el amor de una madre es insustituible, no tanto por lo vivo y profundo, sino por lo que tiene de femenino. El hombre necesita en todos los momentos de su vida del amor de la mujer; primero de la madre, luego de la esposa, más tarde de la hija. Además, el hombre sin familia no se comprende; es un ser incompleto, absurdo, está fuera de la naturaleza.

—Permíteme, querido—manifestó Moreno extendiendo la diestra con solemnidad y acentuando aún más la superioridad de su sonrisa.—Más vale que no te metas a definir las leyes de la naturaleza. Esas cosas hay que estudiarlas con atención y tú no creo que te hayas entretenido hasta ahora en ello. El que la familia sea una ley natural y que no podamos pasar sin ella me parece una de tantas afirmaciones gratuitas como sientan los metafísicos. No se apoya en ningún dato experimental. Entre los Bochimanos no existe la familia; entre algunos pueblos polinésicos tampoco… En cambio se encuentra algo semejante establecido entre ciertos monos ordinarios. Y desde luego entre los antropoides. El chimpanzé y el gorila suelen constituir familia.

La exhibición de este preciosísimo dato le dejó tan satisfecho que, en el exceso de su alegría, tosió dos o tres veces de un modo modesto, indicando que estaba dispuesto a rechazar toda enhorabuena. Acto continuo echó mano a la botella de agua, se escanció un vaso y lo apuró lentamente con majestuoso ademán, a fin de serenarse.

Mario le contemplaba fijamente.

—Mira, Adolfo—dijo al fin procurando reprimir la indignación,—yo nunca he dudado de tu ciencia. Reconozco que sabes mucho más que yo, y aunque a mí no me interesen gran cosa los Bochimanos, les concedo toda la importancia que tú quieras, por más que tú mismo dices que son unos salvajes… Pero, francamente—añadió poniéndose fuertemente colorado y clavando una mirada colérica en la mesa,—eso de que hablándote yo de mi amor por Carlota, que es un ángel bajado del cielo, me saques a relucir el gorila y el chimpanzé, no es decente… no es decente… ¡vamos, que no es decente!

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