Capítulo 3

 

Vivió desde aquella noche memorable en un estado de exaltación próximo a la locura. En su casa dejó de ser, con sorpresa de la patrona, el huésped silencioso, tolerante, que ésta se complacía en ofrecer de modelo a los demás. Se mostró impaciente, huraño, imperioso; armaba con la criada cada pelotera que la vajilla retemblaba con los apóstrofes; todo porque le había servido el almuerzo diez minutos más tarde de lo que le había ordenado, o no había podido llevarle el sombrero a planchar. De igual modo andaba constantemente a la greña con la planchadora sobre si los puños, sobre si los cuellos, y con la camarera sobre si las botas, sobre si el botón de la levita. La misma D.ª Romana, su respetabilísima patrona, a pesar de su continente digno y talento persuasivo, no se libraba de las amargas recriminaciones del joven, y a veces de sus violentísimos apóstrofes.

—Pero, D. Mario—decía la diplomática señora mientras los ricitos postizos de su cabeza se agitaban con elocuencia,—¿cómo quiere usted que la comida esté sazonada o no se la sirvan fría, cómo quiere usted que le tenga el cuarto arreglado a tiempo ni las cosas a punto, si desde hace una temporada no tiene hora fija para nada; tan pronto se le ocurre almorzar a las once como a las dos, unas veces se levanta a las siete de la mañana, otras duerme hasta las tres de la tarde? Y sobre esto, los criados siempre en danza, a casa del sastre, del camisero, a llevar cartas y recados a la calle de Ramales.

Era el mismo Evangelio lo que la buena señora alegaba. Los tirabuzones sujetos a su frente lo corroboraban con vivos movimientos de trepidación. Mario cometía estos desórdenes y otros más. La causa estaba en la calle de Ramales, bien lo sabía D.ª Romana; pero no se atrevía a expresarlo, aunque lo indicaba recalcando un poquito la palabra. Es decir, no estaba en la calle de Ramales. Donde estaba realmente era en el cerebro exaltado del joven escultor. Porque ¿qué culpa tenía Carlota de que se levantase a las seis de la mañana, habiéndole dicho la noche anterior que oiría misa a las diez en el Sacramento? ¿Ni por qué pedía a grandes voces el almuerzo a las once, si le constaba que hasta las dos lo menos no había de salir de tiendas D.ª Carolina con sus hijas? Tampoco era Carlota responsable de que nuestro joven perdiese la razón al ver una minúscula arruga en el planchado de los puños o las botas sin el conveniente brillo, porque no tenía la costumbre de reconocer minuciosamente ni los puños ni las botas de su novio. Es más, aunque advirtiese la arruga del planchado o la opacidad de las botas, era tan bonachona que se lo perdonaría sin gran esfuerzo.

Al principio nuestro joven iba dos veces por semana a pasar un ratito después de la oficina a casa de D. Pantaleón. Poco después, un día sí y otro no; luego, todos los días. Esto sin perjuicio de verse y hablarse diariamente en el café del Siglo y de las salidas extraordinarias a misa y a tiendas, en que casualmente se tropezaban. Pero no bastaba todavía a calmar las ansias amorosas del escultor. Todavía ideó el acudir también algunas mañanas a casa de su novia con diferentes pretextos; luego descaradamente y todos los días. De modo que, lo que decía confidencialmente D.ª Carolina a la señora Rafaela:—Hija, estos muchachos no me dejan tiempo para arreglar mi casa ni para vigilar la cocina; no puedo cepillar la ropa a Pantaleón, no puedo escribir una carta, no puedo hacer una visita. ¡Siempre clavada a la silla en el gabinete! Luego, si Presentación me ayudase un poco a soportar la carga; pero ¡que si quieres!

En efecto, cuando por algún apuro imprescindible D.ª Carolina la llamaba para que se estuviese al lado de los novios, mientras ella permanecía fuera, Presentación levantaba los brazos al cielo exclamando:

—¡Dios mío, qué pecado habré cometido para desempeñar tan joven estos papeles!

Y si la señora tardaba mucho, se escapaba diciendo:

—No puedo más. Dispensadme. Cuidado con ser buenos.

En vano la pobre Carlota le gritaba ruborizada:

—¡Niña, niña! ¡Por Dios, no marches!

—No puedo más—repetía huyendo,—no puedo más. La carga es superior a mis fuerzas.

D.ª Carolina, por estas y otras contrariedades, tenía frecuentes accesos de mal humor; gritaba a sus hijas, las llenaba de improperios; a veces, de esta marejada salpicaba también alguna espuma a Mario. Pero no se daba por ofendido; al contrario, sentía cierto deleite en que la mamá de su adorada le reprendiese, le tratase con tal excesiva confianza: le parecía que de tal modo se acortaba cada vez más la distancia que mediaba para ser su hijo.

Pero la gran dificultad para esto y para todo en aquella casa era D. Pantaleón. No lo parecía. Mario hallaba en él un hombre grave, pero dulce, afectuoso, de una cortesía exquisita. Apenas se le sentía en la casa. Sin embargo, D.ª Carolina, a quien trasmitía sus órdenes, estaba siempre pendiente de ellas, y no daba jamás un paso sin consultarle y pedirle la venia. Así que nuestro joven, a fuerza de sentir su influencia en todos los momentos sin escuchar su voz, sin ver el ademán imperativo de su diestra, había llegado a profesarle un respeto profundísimo, una veneración sin límites, contemplando su cara enigmática y misteriosa como la de un dios impenetrable. Cuando le tropezaba por los pasillos de la casa, y sucedía bastantes veces, porque el Sr. Sánchez era muy dado a pasear por ellos con zapatillas, le daba un vuelco en el corazón y le saludaba con una turbación que, lejos de disminuir, aumentaba cada día.—He aquí el hombre—se decía al apartarse de él—en cuyas manos se encuentra mi felicidad o mi desgracia.

La influencia de D. Pantaleón se sentía en todos los momentos y se extendía a los pormenores más insignificantes de la vida doméstica. Para salir a tiendas, para ir a paseo, para comprarse unas botas, para suscribirse al periódico de modas, para cambiar de panadero, se necesitaba acudir a su autoridad suprema. Mario la encontraba asfixiante, pero se sometía.

La vida de aquel déspota no podía ser más sencilla. Levantábase invariablemente a las nueve de la mañana, y después de desayunarse terminaba la lectura de La Época, que había comenzado la noche anterior. La leía toda, hasta el folletín y los anuncios, encerrado en su habitación, sin que bajo ningún pretexto consintiese D.ª Carolina que se le fuese a interrumpir. Esta escrupulosidad concienzuda aplicada a la lectura de un periódico, que ordinariamente suele hacerse a la ligera, ¿no es indicio de un carácter reflexivo a investigador, de una inteligencia firme y ansiosa de nutrirse? El curso de la presente historia lo dejará cumplidamente demostrado. Aquella lectura, trivial para la mayor parte de los hombres, despertaba en el cerebro de Sánchez copiosa serie de pensamientos graves o frívolos, según su orden.

Para meditarlos, para clasificarlos, para extraerles el jugo, se salía al pasillo, y envuelto en su bata alfombrada y provisto de silenciosas zapatillas suizas, paseaba grave y acompasadamente hasta la hora de almorzar. Después del almuerzo y de reposar algunos minutos, se salía a dar un largo paseo contemplativo por el Retiro. Cualquiera que le viese recorriendo lentamente, con las manos atrás y la cabeza inclinada hacia la izquierda, los arenosos caminos del Parque, diputaríale por un ocioso, un militar retirado, un propietario, algo, en suma, vulgar y hasta inútil en la sociedad. ¡Cuán engañosas son las apariencias! Algo así pensaban los habitantes de la ciudad de Heidelberg cuando el gran Emmanuel Kant cruzaba de paseo con su paraguas bajo el brazo. Y si le hallasen sentado en un banco frente al Estanque grande, inmóvil, con la mirada fija, tal vez imaginaran que aquel hombre no pensaba en nada. Y así era, en efecto. D. Pantaleón en aquellos momentos tenía el pensamiento tan inmóvil como su cuerpo; yacía entregado a una sensación de bienestar animal, que inundaba su ser como una ola tibia y lo paralizaba. Muchas veces duerme así el espíritu cuando se prepara a una actividad enérgica, como el luchador que reposa para disponer de toda la fuerza de sus músculos. El genio dormía en el fondo de su alma, sin que nadie, ¡nadie! ni él mismo, sospechase su presencia.

D. Pantaleón Sánchez no era rico. Sólo tenía un pasar adquirido en el comercio de géneros de punto a fuerza de economías y privaciones. Y aquí salta una observación, que merece ser expresada, es a saber: que casi ninguno de los hombres que han influido poderosamente sobre sus semejantes o han dado impulso y dirección al progreso dispusieron de grandes bienes de fortuna. Después de traspasar la tienda al primero y único de sus dependientes, sólo poseía en valores del Estado una renta de ocho a diez mil pesetas. Gracias al orden y economía de su fiel esposa podían vivir cómoda y decorosamente.

A los quince días de entrar en la casa ya nuestro joven escultor ardía en deseos de formar parte integrante de la familia. Pero no se atrevió a expresarlo sino de un modo indirecto y vago, y con las mejillas coloradas, a Carlota, que a su vez le respondió, ruborizada también, que «no se pensase todavía en aquello.» Pero ambos siguieron pensando, cada cual por su lado; de tal suerte, que si sus bocas estaban calladas, se lo decían a todas horas con los ojos. Cuando estaban juntos y se quedaban algunos instantes silenciosos con la mirada extática, bien podría apostarse doble contra sencillo a que ambos pensaban en aquello.

Un día, después de larga pausa, dijo Mario repentinamente:

—¿Por qué no se lo dices a tu mamá?

—No me atrevo. Díselo tú—respondió la joven anudando naturalmente la tácita conversación que sus pensamientos mantenían hacía tiempo.

—¡Oh, si yo me atreviera!

Hizo coraje algunos días: al fin se atrevió. ¡Cuánta duda, cuánta vacilación antes que las abrasadoras palabras saliesen de sus labios!

Estaba D.ª Carolina subida encima de una silla sujetando un visillo del balcón. Carlota había salido en busca de tijeras. Sin saber cómo, aprovechándose tal vez de que la buena señora se hallaba de espaldas y no podía anonadarle con una mirada fulgurante, dijo con voz bastante entera:

—D.ª Carolina, cuando usted termine ahí voy a darle un susto.

—¿Un susto?—repuso la señora volviendo la cabeza con sorpresa.

—¡Sí, un susto!—repitió el joven sonriendo alegremente, cada vez más animado.—Pero no tenga usted miedo. Es un susto puramente moral.

—¡Bueno!—exclamó en actitud vacilante, sonriendo también.—No sé qué será… Voy a concluir.

En los breves instantes que duró la operación tuvo tiempo a perder todo el valor que había mostrado. De suerte que cuando D.ª Carolina se bajó de la silla, con la misma ligereza que una niña, y se volvió, encontrose con un hombre desencajado, tembloroso, que daba pena mirarle.

—Usted me dirá… ¿qué susto es ése?

—¡El que yo tengo!—debió responder Mario, pero no lo dijo. Limitose a llevarse la mano a la boca para toser, sin gana por supuesto, y profirió con trabajo:

—Si a usted le parece, podemos sentarnos.

—Con mucho gusto. Nada nos darán por estar de pie.

D.ª Carolina aparentaba indecisión y sorpresa que no sentía. No se necesitaba ser lince para comprender de qué se trataba.

—Debo ante todo… Cuando tuve el honor de ser presentado a ustedes… Sentiría muchísimo…

No hallaba medio de tomar la embocadura. Estaba cada vez más turbado. En aquel momento apareció en la puerta Carlota. Al ver su encantadora figura, de formas elegantes y redondeadas, sus ojos animados, sus mejillas frescas adornadas de un par de hoyos como dos nidos de amor, sus labios de cereza, una verdadera rosa, en fin, de carne y hueso, recobró de pronto todo el aplomo y dijo con voz segura:

—Me alegro de que venga Carlota y escuche lo que le voy a decir…

Carlota se acercó. En la actitud de su novio adivinó en seguida lo que pasaba.

—Pues bien, señora, lo que tengo que manifestar a usted es que, lo mismo Carlota que yo, deseamos casarnos cuanto más antes.

—¡No, no! ¡yo no!—exclamó la joven encendida en rubor y echando a correr.

D.ª Carolina se mostró sorprendidísima.

—¡Pero eso es un escopetazo, Costa! Razón tenía usted en decir que me iba a dar un susto. ¡Ave María Purísima! ¡Quién había de pensar!…

Y por algunos momentos no dejó de hacerse cruces y proferir exclamaciones. Repuesta al fin un poco, llamó a Carlota.

—¡Niña, no seas ridícula, ven aquí!

Y en voz baja añadió:

—¡Pobrecilla! La ha puesto usted en un apuro.

Vino Carlota hecha una rosa de Alejandría por lo roja y por lo hermosa. Sentáronse los tres en el sofá, la mamá en el medio, y cogiendo amorosamente las manos de su hija y mirando a Mario de reojo, se expresó de esta manera:

—A pesar del susto, no le guardo rencor. Me esperaba que algún día había de suceder esto, aunque, a la verdad, no tan pronto. Mentiría, Costa, si le dijese que no me es usted muy simpático y hasta que le quiero ya como cosa propia. No tiene nada de particular. Basta que una persona quiera a mis hijas para que la adore yo. Lo que mis hijas desean, eso es precisamente lo que a mí me complace. Soy una débil criatura sin voluntad propia; todo el mundo lo sabe. ¡Hablarme a mí de que desean casarse!… ¿Para qué? De antemano tienen ya mi consentimiento para eso como para todo lo que se les antoje. Mi carácter es así. Aunque me parezca prematuro el matrimonio y que convendría esperar algo más, porque usted no se halla, desgraciadamente, en posición de sostener las cargas de una familia, no lo puedo remediar… Por mí, mañana mismo les echa la bendición el cura. Es una desgracia tener este carácter, señor Costa, créame usted. Mis amigas me dicen con razón: «Tú no eres una mujer, Carolina, eres un trapo.» ¿Y qué le vamos a hacer? Cada cual es como Dios le crió. De todos modos, le agradezco en el alma que haya contado conmigo… Demasiado sé que es pura galantería, pero lo agradezco… Vamos ahora a lo más principal, mejor dicho, a lo único principal que hay en este negocio. ¿Quién se lo dice a Sánchez? ¿Quién le pone el cascabel al gato?

—Mamaíta, díselo tú—manifestó Carlota, cuyas mejillas no habían perdido su vivo color rojo.

—¿Lo ve usted?—exclamó la buena señora, volviendo el rostro lleno de dulce condescendencia hacia Mario.—¡Cuando yo lo decía!… Bien, hija mía, bien; yo se lo diré… Para mí será el desaire si lo hay. Prefiero sufrirlo yo todo. Y para que vean ustedes adónde llega mi complacencia, ahora mismo se lo voy a decir; ahora que está solo en su cuarto… ¡Ea, valor!

D.ª Carolina se alzó del sofá y dio tres o cuatro pasos.

—¡Si supieran ustedes cuánto lo temo!—dijo parándose.—No lo puedo remediar; siempre que voy a decir algo importante a Pantaleón, me sucede lo mismo, me pongo temblorosa; toda me aturrullo… Mire usted cómo me tiembla la mano, Costa.

Mario apretó la mano de su futura suegra, pero no pudo comprobar el temblor. Lo único que advirtió es que estaba fría.

—Sí, sí—dijo galantemente,—y además está fría.

—¡Friísima!… Lo mismo me pasa siempre… Vaya, armémonos de valor. Voy antes a beber una copita de Jerez para criar fuerzas… Hasta luego, hijos míos, hasta luego y ¡buena suerte!

Todavía desde la puerta se volvió con semblante risueño, radiante de condescendencia.

—¡Cómo me late el corazón!—exclamó llevándose la mano al pecho.—¡Adiós! ¡Buena suerte!

A quien le latía hasta querer saltársele del pecho era al pobre Mario. No se atrevió a mirar a Carlota. Tampoco ésta volvió su rostro hacia él. Felizmente vino a sacarlos del apuro la bella Presentación. Entró seria, ceñuda y, sentándose cerca del balcón, exclamó con un suspiro:

—¡Ea! ¡Ya estoy en funciones!

Lo mismo Carlota que su novio no pudieron menos de sonreír. Trascurrieron algunos minutos en silencio.

—Pero vamos a ver—profirió después volviéndose airada hacia ellos,—¿cuándo me van ustedes a dejar en paz? ¿Se quieren ustedes casar pronto, empachosos?

—De eso se trata—respondió gravemente Mario.

Y como la joven le mirase sorprendida, su hermana añadió tímidamente:

—Mamá se lo está comunicando en este momento a papá.

La cara de Presentación expresó un gozo sincero.

—¿Es de veras? ¡Cuánto me alegro, hermana de mi alma!—exclamó levantándose y abrazándola con efusión.—¡Toma un beso, toma dos, toma veinte!… Sea enhorabuena. Démela usted a mí también, Costa, y pídame perdón por las mil iniquidades que ha hecho conmigo… ¡Qué gusto, Virgen de Atocha!… Ya concluyeron las centinelas. Ahora son ustedes los que me van a guardar a mí. ¡Y que no te voy a dar poca tarea, Carlota! Me vas a sacar a paseo todos los días, ¿sabes? todos, sin faltar uno. Y por la mañana me llevarás a misa… y después… después unas vueltas entre calles para lucir este cuerpecito…

Daba saltos de alegría y batía las palmas la revoltosa niña, tanto por la perspectiva de aquella bienandanza como por ver a su hermana feliz; porque en el fondo no era mala, aunque Timoteo la apellidase casi todas las noches ingrata y orgullosa con el violín.

Mas he aquí que en lo más recio de esta alegría turbulenta aparece D.ª Carolina. Nada más que con mirarla comprendieron Mario y Carlota lo que había. Traía la cara larga, larga como si viniese de un entierro. ¡Ay, sí, el entierro de las esperanzas de Mario! Mientras se acercaba lentamente hacia ellos ejecutó un sinnúmero de muecas y visajes, expresando alternativamente el dolor, la protesta y la resignación. Sentose de nuevo en silencio entre los dos, y en silencio también y con rara energía apretó las manos a Mario fijando en él al mismo tiempo una mirada de indefinible tristeza.

—No se apure, señora—exclamó éste haciendo de tripas corazón, esforzándose por sonreír.—¿No puede ser? Lo siento muchísimo; pero lo mismo Carlota que yo sabremos tener calma y esperar con paciencia.

D.ª Carolina se llevó el pañuelo a los ojos como si quisiera llorar.

—¿Qué es eso? ¿No hay boda?—preguntó Presentación; y, levantándose con ademán desabrido, añadió:—¡Bah, bah! La culpa ya sé yo de quién es.

No hubo más remedio que resignarse. Don Pantaleón hallaba prematuro el matrimonio. Los hombres, según decía su esposa, miran las cosas de un modo prosaico; se fijan en el porvenir, en las necesidades y obligaciones que trae consigo; todo lo ven de color negro. Nosotras procedemos de otro modo, por entusiasmo, por cariño; cuando se nos interesa el corazón no queremos ver las dificultades. Por mi parte, aunque no tuviese usted empleo ninguno, aunque fuese un pobre de la calle, bastaría el afecto que le tengo para que le entregase a mi hija sin reparar en nada.

 

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