Capítulo 20

 

Algunos medicamentos recetados por el doctor calmaron en pocas horas el terrible acceso de Sánchez. Se le quitó la camisa de fuerza. Siguiose un estado de grave postración; se temió por su vida. Pero a los pocos días se inició la mejoría; no tardó en ponerse bueno, aunque disparatando cada vez más. Su locura tomó un aspecto apacible. Hablaba de todo con bastante lucidez menos cuando se tocaba el punto de la antropología. El médico, temiendo y aun augurando un nuevo acceso de furia, aconsejó a la familia que lo recluyese cuanto más pronto en alguna casa de salud, Mario se resistía, lleno de compasión.

—¡Pobre viejo!—decía.—Le vamos a dar la muerte encerrándolo en un manicomio. ¡Dejadlo al pobre! ¿Quién sabe si irá mejorando poco a poco hasta ponerse enteramente bueno? Con un par de criados que le vigilen día y noche todo queda arreglado.

Pero Carlota no quería oír de este arreglo. Su temperamento sano, equilibrado, rechazaba con profunda aversión toda insanidad del espíritu. Mientras Mario perdonaba y aun olvidaba el martirio de su hijo, ella lo tenía grabado a fuego en el corazón; no podía arrojar de su alma cierto rencor contra su padre, aunque fuese irresponsable. Tampoco Presentación le había perdonado las quemaduras del rostro. Fue necesario pensar en el establecimiento adonde le habían de conducir. Después de varias conferencias se convino en llevarlo a un manicomio de Carabanchel. Para efectuarlo sin violencia forjaron, como suele hacerse en tales casos, una comedia. Miguel Rivera fue el inventor de ella. Se escribió desde Carabanchel una carta al loco, «el más insigne antropólogo con que hoy contaba la Europa civilizada,» noticiándole la existencia de cierto individuo que ofrecía en sus funciones vitales algunas anomalías reversivas con extraños caracteres zoológicos que hasta entonces no había podido descifrar ningún fisiólogo. Se hacía una descripción, bastante cómica por cierto, de estas anomalías y se le invitaba a él, gran anatómico, gran paleontólogo, gran embriólogo, para que viniese a examinarlo y emitir su opinión.

No bien hubo leído la carta el ingenioso Sánchez, cuando comunicó a la familia su propósito de trasladarse aquella misma tarde a Carabanchel. Se aplaudió su decisión: se le facilitaron los medios. Timoteo salió a alquilar un carruaje. Tanto él como Mario se brindaron a acompañarle y sus esposas respectivas lo mismo. Miguel Rivera, que estaba allí casualmente, también quiso ser de la partida.

A las tres de la tarde salieron todos, en un familiar, de la calle de Ramales, célebre ya en todo el orbe, en dirección a la puerta de Toledo. El día claro y apacible. Saltaba alegremente el carruaje sobre el empedrado de las calles. El gran fisiólogo iba de humor excelente y departía sobre su famoso descubrimiento con Rivera, que apoyaba con vivos movimientos de cabeza sus disquisiciones.

Luego que salieron de la villa y empezaron a correr por la carretera tuvieron un gracioso encuentro. D. Laureano Romadonga iba de paseo en la misma dirección en compañía de su querida; una nodriza delante llevando en brazos un niño. La chula vestía ya de señora con capota y sombrilla: no le sentaba mal. Por iniciativa de Rivera, al tiempo de cruzar a su lado sacaron todos la cabeza por las ventanillas y gritaron:

—¡Adiós, D. Laureano! ¡Adiós!

El viejo seductor saludó visiblemente molestado. La chula les clavó una mirada inquisitorial, agresiva, sin hacer la más leve inclinación de cabeza.

—¿Pero se ha casado ese hombre?—preguntó Presentación.

—No lo sé—contestó Miguel riendo.—Dicen que sí. Al fin ha encontrado lo que tanto apetecía: una mujer enérgica. Creo que le da cada pie de paliza que lo deja verde.

—¡Qué horror!—exclamó la joven estupefacta.—¡Parece mentira!

—¿Mentira? Repárela usted bien.

La chula no apartaba del carruaje sus ojos con expresión tan fiera y despreciativa que fascinaban como los de una pantera.

—En efecto, debe de ser bien dominante—manifestó Carlota.

—¡Un cabo de vara!—repuso Rivera.—Lo que le hacía falta a ese cínico que se ha pasado la vida burlándose de todas las leyes divinas y humanas.

Llegaron por fin al manicomio. Carlota y Presentación se quedaron a la puerta, haciendo esfuerzos desesperados para ocultar su emoción. Los tres hombres subieron con el fisiólogo con pretexto de examinar también el curioso caso de atavismo. Recibioles el director cortésmente. D. Pantaleón se dejó conducir por él a otra estancia para conferenciar secretamente acerca de las anomalías orgánicas del ser que iba a mostrarle. Trascurrió media hora. Al cabo se presentó de nuevo el jefe.

—Ya está, arreglado el asunto. Pueden ustedes retirarse cuando gusten.

—¿Ha puesto alguna resistencia?—preguntó Rivera.

—Absolutamente ninguna. Queda tan sosegado esperando que mañana le he de enseñar el consabido individuo… Hoy no puede ser—añadió sonriendo;—se encuentra ya durmiendo.

Quedaron los tres silenciosos y tristes. Mario preguntó al fin tímidamente:

—¿Sería posible verlo sin que él nos viese, antes de irnos?

—No hay inconveniente. Se halla en el jardín en este momento… Pasen ustedes por aquí.

Los condujo al través de varias estancias y corredores hasta una puertecita. Abrió un ventanillo que tenía y les invitó a mirar. Miró primero Timoteo, luego Rivera; el último fue Mario. El ingenioso D. Pantaleón se hallaba sentado en uno de los bancos de piedra del jardín rodeado de seis u ocho individuos. Llevaba él la palabra acompañándola con graves y persuasivos ademanes. Aunque no oían lo que decía, supusieron con fundamento que disertaba sobre algún interesante problema antropológico.

Retiráronse al fin en silencio. Todos iban serios. El semblante de Mario, sobre todo, reflejaba tristeza profunda, una emoción que en vano trataba de ocultar. Después de dar algunos pasos por el corredor, todavía se volvió para mirar otra vez por el ventanillo. Le costaba trabajo arrancarse de aquel sitio donde la compasión le tenía clavado.

Cuando salieron no hallaron a la puerta a Carlota y Presentación. El cochero les dijo que las dos señoras se habían ido llorando por el camino de la derecha. No estarían lejos. En efecto, apenas habían dado algunos pasos las vieron a lo lejos en medio del campo. Sus elegantes siluetas se destacaban del fondo claro del cielo con líneas bien recortadas. Ambas se llevaban con frecuencia el pañuelo a los ojos.

Juntáronse los hombres a ellas, y sin decirse una palabra volvieran lentamente en busca del coche. Marchaban mudos y cabizbajos. Carlota, acercándose a Rivera, le preguntó al fin en voz baja y temblorosa:

—¿Ha hecho resistencia?

—Nada. Queda muy contento. Tranquilízate. El director nos ha asegurado que no tardará mucho tiempo en volver sano a su casa.

Mario se había quedado atrás y contemplaba abstraído la puesta del sol. El cielo estaba azul. Sus profundidades se extendían sin nubes sobre su cabeza. Pero la brisa del Norte había amontonado allá en el horizonte montañas flotantes de nubes de fuego formando fantásticas ciudades, cuyas flechas y cúpulas resplandecían temblorosas al través de una gasa azul. La campiña estaba dormida: el aire callado. La tierra se extendía desnuda y árida.

La bóveda celeste brillaba como un inmenso fanal de luces de oro, sublime, infinito, envolviendo los mundos que pueblan sus abismos y soledades profundas. Algunas estrellas azuladas se encendían tímidamente en los confines del Oriente. Desde el Occidente el ojo sangriento del sol las miraba severo.

El sol se acostaba en un mar de púrpura, sobre un vapor flotante y encendido, exhalando sus ardores de reposo y de amor. Balanceábase majestuoso sobre las nubes resplandecientes con melancolía infinita, escuchando graves y sublimes armonías que no llegarán jamás al oído de ningún mortal. El manto carmesí de la tarde tachonado de estrellas caía de las profundidades del firmamento.

Ante el esplendor glorioso de aquel ocaso Mario permaneció inmóvil de sorpresa y admiración. En el paisaje no había más que luz, pero la luz bastaba para llenar de colores y formas el cielo y la llanura. Allá a lo lejos las torres de Madrid temblaban en un vapor azulado debajo de la fantástica ciudad flotante de las nubes.

La noche llega. ¡Oh, quién pudiera vagar por las regiones del aire entre las brisas y los rayos de luz! El joven artista sintió una emoción intensa que enajenó su alma y la suspendió en un paraíso de inmortal claridad y alegría.

—¡Oh, quién fuese una de esas nubes de oro—pensó—para hender con mis alas el abismo azul, para flotar en el rosicler de la tarde y sacudir el fresco rocío sobre las flores dormidas! ¡Oh, quién pudiera huir sobre las olas del aire hasta el trono del sol y habitar el palacio de las noches sin nubes! Las espinas de la vida hieren mis carnes; el frío de la vida hiela mi corazón. ¡Glorioso sol, llévame contigo, llévame por encima de las montañas y las olas, sobre las verdes llanuras y las espumas del Océano; llévame lejos del triste sueño de la existencia, a reposar bajo tu pabellón tejido de estrellas! He visto a mi hijo inocente padecer horribles martirios. He visto a ese desgraciado que ahí queda infligírselos por un impulso fatal. Mi espíritu sangra y no comprende nada. ¡Glorioso sol, arrástrame contigo; condúceme al templo de la Verdad y la Bondad infinitas, a la morada de ese Poder en cuyo seno divino todas las contradicciones se resuelven, todos los dolores se apagan! Quiero ver desde esas puras estrellas que ocultas con tu presencia a esta mísera tierra encadenada a su feroz egoísmo, a su tristeza y oscuridad…

Un estremecimiento de anhelo sacudía, el cuerpo del escultor. Su faz parecía iluminada por una luz inmortal: sus nervios se dilataban por la emoción: en sus ojos extáticos, clavados en el cielo, temblaba una lágrima.

—¿Qué hace Mario allí parado?—preguntó Carlota volviendo la vista atrás.

Rivera se volvió también y, al observar la actitud contemplativa del artista y la extraña expresión mística de sus ojos, comprendió lo que pasaba en su alma.

—Déjalo—manifestó gravemente.—Tu marido quizá sepa en este momento dónde se halla el origen del pensamiento.

—¡No, por Dios!—exclamó la fiel esposa, asustada, corriendo hacia él.

 

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