Capítulo 4

 

Esperaron, pues, pacientemente a que Sánchez se ablandara. La vida siguió deslizándose en la misma forma que antes, creciendo de día en día la confianza y el cariño entre nuestro joven y la familia de su novia. No salía de la casa. Cuando iban a paseo por Recoletos, Mario y Carlota marchaban delante y detrás D.ª Carolina y Presentación. Al poco tiempo todo Madrid los conocía. «Ahí vienen los novios,» se decían los paseantes al verlos. Entre algunos chistosos comenzó a llamárseles I promessi spossi. Y como suele suceder, al cabo de algunos meses llegaron a aburrir a la gente. ¡Pero, señor! ¿cuándo se casan estos chicos?

D.ª Carolina consintió al fin, a ruego de Mario, en tutearle, y hasta llevó su condescendencia a permitir que la llamase mamá, todo en secreto por supuesto y cuando Sánchez no se hallaba presente. Un día que delante de éste se le escapó llamarle de tú, ¡Jesucristo, lo colorada que se puso la buena señora! Mario estaba hechizado; la adoraba.

Pocos meses después acaeció un cambio en la política. Cayó el ministerio y se formó otro nuevo. El ministro de Ultramar saliente se acordó de Mario por la amistad que había mantenido con su padre y le dejó ascendido en lo que se denomina en términos burocráticos testamento. Tenía diez y seis mil reales de sueldo. D.ª Carolina mostró al saberlo una alegría verdaderamente maternal. Tanto que a los pocos días le llevó sigilosamente hacia un rincón y le dijo con misterio que si se lo permitía iba a dar «otro tiento» a Sánchez: desconfiaba bastante del éxito, pero iba a hacer un esfuerzo supremo… «Ya veríamos.»

En el pecho del joven escultor renacieron súbito las esperanzas. Se puso tan nervioso, que la bondadosa señora, para completar su caritativa obra, mostrose propicia a ir en aquel mismo momento al cuarto del severo esposo. Mario no pudo contenerse; poco menos que la hizo salir a empujones de la habitación. Ella sonreía dulcemente llamándole loco.

¡Qué zozobra! ¡qué congojas las de los novios mientras permaneció por allá! Llegó a tal extremo, que Mario ¡pobre muchacho! consintió en rezar con Carlota algunos padres nuestros para obtener un resultado favorable.

El cielo escuchó sus oraciones. D.ª Carolina se presentó al cabo de media hora radiante de dicha. Y antes de que saliese una palabra de sus labios, corrió hacia su hija y la abrazó estrechamente derramando un torrente de lágrimas. Después hizo lo mismo con Mario. Éste experimentó tan fuerte emoción, que quiso volverse loco. Lloró, rió, bailó, besó las manos a su futura suegra llamándola madre, prometiéndole amarla y obedecerla siempre como un hijo sumiso; en fin, mil ridiculeces que harán sonreír a todo el que no haya estado de veras enamorado.

Desde entonces no se habló más que de la boda. Comenzaron a comprar la ropa blanca; esto es, comenzó el único período de la existencia que puede dar idea aproximada de lo que acontece en el cielo. Esta memorable etapa de la ropa interior ejerció tal influencia en la felicidad de Mario, que muchos años después, al pasar delante de un bazar de ropa blanca y ver colgadas en el escaparate algunas enaguas y camisas de señora, aún sentía latir su corazón conmovido. D.ª Carolina fue el Espíritu Santo de este almo cielo. Cuando nuestro joven la veía ponerse las gafas y tomar entre sus dedos una chambra, frotarla cuidadosamente, acercarla a los ojos para ver si descubría alguna pérfida hebra de algodón entre su cándido hilo, un estremecimiento de dicha inefable corría por su cuerpo; la emoción le ahogaba; necesitaba volverse de espaldas para no caer a sus pies y expresarle en términos fervorosos delante de los horteras toda la veneración, todo el entusiasmo que su conducta generosa le inspiraba.

Luego se fijó el día: se discutió la forma en que había de celebrarse. Antes se había convenido en que los novios no vivirían aparte «por ahora.» El pequeño sueldo de Mario no lo consentía. D. Pantaleón manifestó por boca de su esposa que mientras el matrimonio no se hallase en condiciones de establecerse, viviría en su compañía. El mismo D. Pantaleón resolvió que la boda se celebrase con un día de campo en los Viveros, como era uso y costumbre entre el elemento distinguido del comercio de Madrid.

Fue en el primer domingo de Agosto. Mario convidó a sus amigos los tertulios del café del Siglo, Miguel Rivera, Adolfo Moreno, Llot, Oliveros, Romadonga y tres o cuatro compañeros de oficina: los señores de Sánchez, a varias distinguidas familias del comercio, y entre ellas a la del mismísimo presidente de la Liga de Productores, propietario de una gran fábrica de ladrillo refractario en las afueras de Madrid. Los esposos Sánchez no mantenían amistad muy íntima con esta familia; pero comprendiendo todo el lustre que sobre la fiesta recaería si lograban que asistiese a ella, les escribieron una rendida carta. Los señores de Corneta, que así se llamaba el presidente de la Liga, respondieron con una muy amable esquela aceptando y enviando al propio tiempo una precisa licorera, que enriqueció la serie de regalos que los novios recibieron en aquellos días. D.ª Carolina los había colocado todos en un gabinete de la casa en medio de una bonita decoración de percalina para que hiciesen más impresión. Había muchos y muy lindos, pero entre todos predominaba una rica colección de barómetros y termómetros de todas formas y tamaños. Los amigos habían comprendido, con admirable instinto, que nada puede interesar tanto a unos recién casados como la observación atenta de los fenómenos meteorológicos.

El primer domingo de Agosto amaneció tan espléndido, tan claro y caliente como casi todos sus colegas del estío en Madrid. Los asistentes a las primeras misas en la iglesia de Santiago pudieron ver en una de las capillas laterales a un joven correctamente vestido de negro hincado delante de un confesonario. Nada tenía de particular. Pero en el confesonario de enfrente había una joven también vestida de negro con la cara pegada a la ventanilla. Esto era ya grave. Así lo entendieron los fieles, y por eso, pecando contra el tercer mandamiento, no les quitaron ojo mientras duró la confesión.

El cura tenía abrazado al joven, de suerte que los asistentes no podían observar más que sus piernas, que no decían nada. Pero la joven dejaba ver un cacho de mejilla, y este cacho de mejilla, por lo suave, por lo terso, por lo sonrosado, interesaba profundamente al auditorio, y muy especialmente al monaguillo que ayudaba a la misa.

«Son unos novios,» se dijeron los fieles rebosando de curiosidad y penetración. En efecto, eran ellos, la fresca y simpática Carlota y el venturoso Mario.

Después de la ceremonia y de tomar chocolate en la morada de D. Pantaleón, trasladaronse los recién casados y su cortejo en dos grandes ómnibus a los Viveros. Los Viveros guardan entre las filas de sus árboles enanos y bajo sus cenadores rústicos toda la poesía del comercio madrileño. Los gremios expresan allí en los días festivos que no son insensibles al encanto misterioso de la Naturaleza ni ajenos a las dulces emociones del campo. Como testimonios mudos pero elocuentes de este fondo poético que algunos pretenden negar, suelen verse bajo los frescos emparrados, donde la luz se cierne mansa y dormida, o sobre el fino tapiz de la yerba, entre setos de boj y cinamomo, algunas cabezas de sardina y no pocos residuos de huevos cocidos.

El Sr. Sánchez, que a pesar de su temperamento meditabundo y soñador no olvidaba ningún pormenor interesante, había contratado el día antes un piano mecánico. No fue obstáculo el calor para que aquella juventud florida se pusiese inmediatamente a bailar con frenesí. Un caballero tuvo la ocurrencia de quitarse la levita; los demás le imitaron. Se bailó en mangas de camisa, con esa grata familiaridad que caracteriza a los hombres de negocios en momentos de alegría. Así y todo, se sudaba como en los primeros días de la creación. Las mejillas de las damas echaban fuego. ¡Ah, si pudieran utilizar el hielo que envolvía en aquel instante el corazón del violinista del café del Siglo, qué bien se refrescarían!

A fuerza de inteligencia y diplomacia había logrado Timoteo que D.ª Carolina le invitase a la boda. Por cierto que este rasgo de generosidad le valió un disgusto. Su hija menor armó la de San Quintín al enterarse, profiriendo tan pesadas palabras que la buena señora se vio necesitada a zanjar la cuestión por el método usual, con un par de pellizcos. La niña puso el grito en el cielo. Y en estas simpáticas disposiciones hacia el violinista fue a la boda de su hermana. ¡Qué había de suceder! Un desastre. A la primer coyuntura aquellos dos pellizcos se los aplicó en el alma al causante de todo.

—Presentacioncita, ¿me haría usted el honor de bailar conmigo esta polka?

—Gracias, no bailo.

Pocos instantes después llega otro joven y le hace la misma invitación. Presentación vacila un momento, mira de reojo al violinista, sonríe maliciosamente y se deja arrastrar al baile por tal odiosísimo sujeto, a quien desde aquel punto dedica Timoteo toda la hiel que elabora su organismo.

Este ser repugnante y abyecto, llamado Grass, dedicaba las horas en que no medita o ejecuta alguna acción vergonzosa, a llevar los libros de comercio en dos camiserías de la calle del Príncipe. De aquí que pretendiese eclipsar a todos los demás por el brillo y la forma de su cuello a la marinera y por el esplendor de la corbata de raso azul con lunares blancos. Timoteo sentía la superioridad de Grass en este punto, pero antes le hicieran rajas que confesarlo.

Presentación era, con mucho, la más linda de las niñas que la industria y el comercio habían enviado a la boda de Mario. Por eso todos los jóvenes le bailaban el agua, acudían a servirla y festejarla como un tropel de esclavos. Quién solicitaba humildemente la honra de tener por su abanico, quién extendía la levita sobre la yerba para que se sentase; los unos corrían a buscarle un vaso de agua cuando tenía sed y se lo presentaban con azucarillo y gotas de azahar, o con anís o con jarabe de grosella, para que eligiese; los otros se consideraban felices con que de lejos les enviase una ligera sonrisa. Con esto la niña, que había mostrado siempre marcada inclinación a las pompas mundanas, se puso insufrible. Parecía una sultana cruel y despótica. A fuerza de ver inmediatamente obedecidos sus caprichos, ni sabía ella misma lo que quería. Tan pronto llamaba a un mancebo y le permitía sentarse a sus pies y le escuchaba y le miraba amablemente, como le arrojaba con ademán feroz y viento fresco. Unas veces exigía que le contasen algo, otras les obligaba a permanecer inmóviles y silenciosos. Fortuna fue que no se le ocurrierra mandar ahorcar de un árbol a Timoteo, porque en el estado en que se hallaban los espíritus, ¡quién sabe lo que sucedería!

Pero el que logró presto sobreponerse a sus colegas y fijar la atención de la bella fue Grass. Y esto no sólo por el prestigio de su corbata, sino porque además era hombre de iniciativa y ocurrente. Cada una de sus frases, un poema de gracia. Cuando tenía que referirse a su propia cabeza, la llamaba «la calabaza.» «Yo conocí en Sevilla una señora—decía—que comía por la boca.»

Poseía asimismo una imaginación fecunda y audaz para toda clase de farsas divertidas y talento especial para imitar la voz, el gesto y el modo de andar de cualquier persona. Corría y brincaba con agilidad pasmosa, a pesar de su obesidad bien pronunciada. Cantaba con voz de tiple, de tenor, de barítono y bajo, y se sabía que proyectaba figuras en la pared con la sombra de las manos de modo maravilloso. Finalmente, era un prestidigitador consumado. A ruego de varias muchachas, hizo algunos juegos de manos que produjeron entusiasmo en los invitados. Claro está que para efectuarlos necesitaba ayudantes. Grass los elegía entre las jóvenes más lindas. Y aunque todas le servían con agrado y diligencia, se distinguía particularmente por su entusiasmo Presentación. ¡Las diabluras que aquel hombre festivo llevó a cabo con ella, sacándole monedas del pelo, de las narices, del cuello!…

¡Timoteo ansiaba beber su sangre!

A las once, poco más o menos, hizo su entrada triunfal en el Vivero la familia del presidente de la Liga de Productores. En cuanto se tuvo noticia de que un carruaje estaba a la puerta, la mayor parte de los invitados abandonaron los placeres y corrieron hacia allá, deseando hacer ostensible su amistad con personas tan distinguidas, que hacían viso en la sociedad madrileña y tenían carruaje propio. Venían el presidente, su esposa y dos hijas. El Sr. Corneta tenía la misma elegante figura que un carnicero en día de fiesta. Pequeño, obeso, colorado, con gabán muy largo, las enormes manos aprisionadas por guantes de color de sangre. Llevaba la cabeza echada hacia atrás y hablaba a gritos. Los millones, la Liga, la fábrica de ladrillo refractario, todo le salía de una vez a la cara, pugnando por arrojarse sobre los infelices que se le acercaban y aplastarlos. ¡Qué modo de tender la mano mirando hacia otro lado! ¡Qué voz ruda e impertinente para saludar de lejos! Imposible imaginarse una superioridad más protectora. Y, sin embargo, mucho más protectoras aún las miradas, las sonrisas y los saludos de su amable esposa e hijas. Era el juicio final. Los dos pimpollos vestían con pintoresca elegancia, y la mamá, a pesar de sus años, no les iba en zaga. Ni feas ni bonitas, pero majestuosas; con esa calma imponente que presta a los seres superiores la conciencia de su gloria. Las tres venían provistas de sendos impertinentes, con los cuales empezaron inmediatamente a llevar a cabo atentas y concienzudas observaciones sobre los invitados, como el naturalista que estudia al microscopio la figura y los movimientos de algunos infusorios. Naturalmente, bajo el poder de esta mirada investigadora, las niñas del comercio se ruborizaron y los jóvenes dependientes no sabían dónde poner los pies ni las manos, sobre todo las manos.

—¿No viene Juanito?—preguntó no se sabe quién.

—¡Oh, Juanito!

Las tres damas cayeron al escuchar tal pregunta en un acceso de alegría que les impidió responder, aunque sin interrumpir por eso el estudio microscópico de aquellos curiosos seres.

—Juanito no acostumbra a levantarse a estas horas—dijo al cabo una de ellas.

«¡A estas horas! ¡Las once de la mañana! ¡Qué elegancia! ¡qué distinción!» pensaban los dependientes a quienes el hado adverso obligaba a levantarse de la cama a las seis todos los días.

La familia Corneta fue conducida en triunfo hacia uno de los cenadores, donde Mario y su esposa fueron agasajados por ellos con algunas frases amabilísimas, de las cuales tanto D.ª Carolina como su digno esposo D. Pantaleón conservaron por mucho tiempo vivo recuerdo.

Nadie osaría poner en duda entre los convidados la inmensa superioridad de las señoritas de Corneta en cuanto a brillo aristocrático y gracia protectora. Sobre todo permaneciendo calladas tales cualidades adquirían maravilloso relieve. Cuando tomaban la palabra quizá algún crítico escrupuloso pusiera reparos a la voz bronca un poco aguardentosa de la menor y a las frases libres y a los ademanes harto sueltos y descocados de la mayor. Tal vez le arrastrase su espíritu analítico a encontrar algún vago parecido entre estas distinguidas señoritas y las jóvenes que comercian con churros y buñuelos en los parajes excéntricos de la población. Y ¡quién sabe! una vez puesto el pie en el camino de la investigación, es posible que llegara a explicar este fenómeno por las leyes de la evolución, viendo en él la supervivencia o degeneración patológica de las aptitudes orgánicas de su abuela, que freía y vendía tales comestibles cerca de la puerta de Segovia. Pero como en aquella florida juventud comercial no imperaban los procedimientos analíticos, se aceptaron sin controversia alguna el señorío y los privilegios de las citadas señoritas y se las colocó en el cenador en unión de sus papás como dioses mayores, a quienes D.ª Carolina y D. Pantaleón y algunas otras personas de edad asistían como dioses menores.

Por esta razón y porque nadie podía disputar a Presentación el premio de la belleza, aquélla continuó imperando despóticamente entre los jóvenes invitados. Su caballero era siempre el odioso Grass, como observaba cada vez con mayor encono Timoteo. Pero de vez en cuando dirigía intensas miradas del lado de Godofredo Llot. Esto no lo observaba Timoteo. Aquel piadoso joven apenas si osaba corresponder levantando de vez en cuando hacia ella sus ojos místicos. La mayor parte del tiempo parecía no advertir la honrosa atención de que era objeto, embargado sin duda por los graves pensamientos ascéticos que continuamente ocupaban su mente.

Después de almorzar, bastante después, cerca ya de las cuatro de la tarde, apareció a lo lejos la silueta elegantísima del primogénito del Sr. Corneta. Se acercó sonriente, benigno, y todos pudieron admirar sus botas de gamuza, el pantalón de punto con botoncitos de nácar a los lados y la preciosa americana de franela que ceñía su talle. Este arreo campestre y el látigo con que venía azotando suavemente las ramas de los arbustos demostraba que había llegado a caballo. Los jóvenes dependientes, al verle, quedaron petrificados de respeto y admiración. Juanito era miembro del club de los Salvajes, y en calidad de tal solía ponerse el frac todas las noches; tenía queridas, caballos, desafíos y deudas, y pronunciaba mal las erres. A pesar de esto, hay que confesar que en aquella ocasión no abusó demasiado del prestigio y la gloria que el cielo había derramado próvidamente sobre él. Saludó al concurso con impensada afabilidad, llevándose dos o tres veces el látigo a las narices, y dijo con voz bastante clara que se alegraba de encontrarse entre tantas chicas bonitas; así; palabras textuales. Naturalmente, las jóvenes, al escuchar tan favorable sentencia, temblaron de gozo, se ruborizaron hasta las orejas y la guardaron en el fondo de su corazón como recuerdo de aquella dichosa tarde. Juanito estaba dotado de mil preciosas cualidades que saltaban a la vista; pero la que realmente le caracterizaba era la languidez. Imposible imaginarse nada más lánguido que este glorioso joven. Cuando hablaba, cuando sonreía, cuando se atusaba el bigote, cuando se estiraba las piernas, una irresistible languidez resplandecía debajo de estos actos vulgares.

Presentación no pudo resistirla. Se encontró subyugada desde el primer momento. En cuanto el joven Corneta, dando pruebas de buen gusto, se acercó a ella y le hizo el honor de dirigirle algunas palabras galantes, ¡adiós Grass! ¡adiós Godofredo también! Aquellos lindos ojos maliciosos ya no tuvieron miradas sino para Corneta; aquella fresca boca movible sólo para él formó sonrisas.

Timoteo observó esto con mezcla de dolor y satisfacción. Le apenaba el entusiasmo de su ídolo por el sietemesino; pero la derrota de Grass le llenaba de regocijo. Y en la expansión de su alegría amarga no pudo menos de acercarse al grupo donde aquel despreciable personaje se empeñaba todavía en imponerse a la atención por medio de sus ridículos juegos de manos. No trascurrieron dos minutos sin que le dirigiese una pulla de mal gusto. Grass no hizo caso. Volvió a la carga con otra: tampoco el catalán se dio por ofendido. Era hombre de buena pasta y amigo de las bromas. Mas el violinista llegó a ponerse tan agresivo, que al fin no pudo menos de decirle seriamente, suspendiendo su juego:

—Oiga usted, amigo, ruego a usted que sea más comedido en las bromas; de otro modo, me parece que no vamos a parar bien.

Timoteo sonrió ferozmente. Y sin tomar nota de esta severa advertencia, al poco rato volvió a las reticencias y sarcasmos; de tal suerte que Grass perdió al cabo la paciencia. Ciego de ira alzó la mano… y el dulce sosiego del bosque fue turbado por una estrepitosa bofetada.

Veinte manos vinieron instantáneamente a sujetarle. Otras tantas lo menos acudieron a contener a Timoteo. Formáronse dos grupos a respetable distancia el uno del otro. Y donde todo era antes alegría y expansión reinó súbito silencio lúgubre y amenazador. Los de un grupo trataban confidencialmente de convencer a Grass de que no era sensato ofenderse por las palabras de un badulaque como Timoteo. Los del grupo de éste le persuadían de que una bofetada no tenía valor alguno cuando la daba un ser tan insignificante como Grass. Todos por acuerdo tácito hablaban en falsete. No se oía más que un murmullo suave como el de un confesonario. Pero la voz fuerte, estridente de Timoteo rompía de vez en cuando aquel silencio.

—¡Lo que yo quiero saber es por qué me pega a mí ese tío gordo!

¡Chis! ¡chis! Un gran siseo sumergía y apagaba aquel grito interrogante. Reinaba otra vez el silencio. Pero cuando parecía que todo iba a quedar sofocado se oía otra vez a Timoteo que desde el centro clamaba con voz agria:

—¡Es que yo deseo saber por qué me pega a mí ese tío gordo!

Al cabo estas preguntas peligrosas se fueron atenuando; se hicieron más raras y débiles. Poco después aquella sociedad bulliciosa volvía con ansia a los recreos inocentes.

No faltaron los brindis ni las improvisaciones poéticas, ni el joven que canta a la guitarra con poca afinación y mucha gracia unas coplitas picantes, ni la niña de seis u ocho años que en esta clase de solemnidades recita siempre, comiéndose la mitad de las sílabas, un monólogo de comedia. Don Dionisio Oliveros leyó un largo epitalamio en tercetos, que pudo escribir, según confesó, robando a duras penas algunos momentos a sus abrumadoras tareas poéticas, entre el tercero y el cuarto acto de un drama. Romadonga gozaba de todo paseando su mirada serena por los circunstantes, en particular por el sexo femenino, recorriendo los grupos y dejando en cada uno testimonios de su gracia y amabilidad. Al contrario de los jóvenes del comercio que gustaban de vocear, don Laureano lo hacía y lo decía todo con sordina. No se le sentía cuando profería suavemente alguna frase galante que conmovía y ruborizaba a las doncellitas o hacía soltar alegres carcajadas a las matronas. Placíanle, sobre todo, los apartes, las conferencias íntimas. A pesar de los años, sus ojos, a la vez desvergonzados y respetuosos, dulces y chispeantes, fascinaban a las damas. Todas se hacían lenguas de él y le pregonaban como uno de los hombres más agradables que hubiesen conocido en su vida.

Después de varias tentativas había logrado tener un aparte con la novia. Allá lejos, al pie de un árbol, charlaban los dos animadamente; él inclinando su gran torso para ponerse a la altura de ella, en actitud insinuante; ella risueña y tan roja como una amapola.

Miguel Rivera, que paseaba con Mario, había mirado dos o tres veces con inquietud hacia allá. Al fin, no pudiendo contenerse, exclamó:

—Mira, chico, haz el favor de llamar a tu mujer, porque ese bandido de Romadonga debe de estar diciéndole alguna desvergüenza.

Mario se apresuró a cumplir el encargo, con gran satisfacción de la pobre Carlota, que estaba en brasas. Don Laureano, sin darse por ofendido, se fue deslizando pian piano hacia otro grupo.

En este momento crítico de la jira campestre se efectuó en el Vivero de Migas Calientes un suceso insignificante en la apariencia, realmente de una trascendencia tan grande que sólo otros tiempos y otras generaciones podrán medir por completo su alcance. En la historia del género humano suele presentarse cuando menos se espera uno de esos fenómenos humildísimos que determinan por la fuerza portentosa y oculta que consigo traen cambios radicales, trastornos inmensos en la esfera científica y más tarde en la vida de los pueblos. Un día Newton, sentado a la sombra de un pomar, ve caer una manzana. La caída de aquella manzana le sugiere una idea. Se descubre la teoría de la gravitación. Otro día Watt ve hervir un puchero. Observa cómo la tapa se levanta. Medita sobre este hecho vulgarísimo. Se descubre la máquina de vapor. Otro, cae por casualidad en manos de Carlos Darwin el libro de Malthus sobre el principio de la población. La idea de la selección natural se presenta a su espíritu. El origen de las especies queda descubierto. De este orden es el hecho de que vamos a dar cuenta.

Acaeció que el Sr. Sánchez, huyendo el bullicio, que no se compadecía con su temperamento melancólico y reflexivo, se alejó de los amigos y se puso a vagar distraídamente por las calles de árboles. Acaeció al mismo tiempo que nuestro amigo Moreno, arrastrado por sus aficiones naturalistas, había seguido antes el mismo camino y se ocupaba en examinar algunas yerbas y flores con una lente de que siempre venía provisto para casos semejantes. En la confluencia de dos senderos al pie de una mata se encontraron. ¡Feliz encuentro que a la larga había de dar por resultado una de las más grandes conquistas del espíritu humano!

Moreno y Sánchez se saludaron cortésmente. Ni uno ni otro podían sospechar en aquel momento lo que tal saludo iba a representar en la historia del progreso humano. Cambiadas algunas palabras indiferentes, Sánchez se quiso enterar de lo que Moreno hacía. Éste, cuya ciencia estaba siempre al servicio de los amigos y hasta de los que no lo eran, le mostró la rama que tenía en la mano; le hizo ver con la lente la textura de las hojas y del tallo, el tejido delicadísimo de sus fibras, la complejidad maravillosa de su organización. Y una vez en el camino didáctico no quiso abandonarlo sin dar a D. Pantaleón un curso de botánica: un curso peripatético. Con las manos a la espalda, deteniéndose a cada instante para comprobar prácticamente su enseñanza teórica, Moreno le inició paseando en los secretos del mundo vegetal.

El espíritu virgen de D. Pantaleón recogió con avidez aquella enseñanza, como la tierra seca recibe la lluvia fecundante. Pocos minutos le bastaron para enterarse de que en el mundo existían dos reinos distintos, el uno llamado vegetal y el otro animal, que aquellas plantas y árboles que tenían a la vista pertenecían al reino vegetal, y él y Moreno al animal, que los árboles se nutrían por la raíz y por las hojas y que se reproducían por medio de órganos que tienen a semejanza de los animales, los cuales están situados en lo que comúnmente se llama la flor, etc.

Por cierto que al hacer el examen minucioso de estos órganos Moreno tuvo una frase feliz que causó profunda impresión en el antiguo comerciante.

—Este polvo, residuo de la digestión de la planta, es precisamente lo que, al herir la mucosa de la nariz, nos causa esa sensación agradable que llamamos aroma. De suerte—añadió con sonrisa de benévola ironía—que el perfume de las flores, cantado por los poetas y que enloquece de placer a los temperamentos románticos, no es otra cosa en realidad que el olor de su excremento.

 

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