Capítulo 6

 

La familia Sánchez se estrechó un poquito para que cupiese Mario. En el cuarto donde antes alojaban las dos hermanas se aposentó ahora el matrimonio. Presentación pasó a dormir en un cuartito interior, donde antes tenían los armarios de la ropa.

Mario nadó los primeros días en una gloria azul y luminosa sembrada de estrellas, cercada de querubines alados como las que colocan los pintores en la esquina del cuadro cuando quieren representar la muerte de un santo. Don Pantaleón era el Padre Eterno, D.ª Carolina la esposa del Padre Eterno, Presentación un ángel, y hasta la cocinera Rita guardaba alguna semejanza con Santa Mónica, madre de San Agustín. En cuanto a Carlota, era la misma Virgen Santísima concebida sin mancha en el primer instante de su ser natural.

No se saciaba de mirarla. Por la mañana, con un pañolito rojo de seda al cuello, los negros cabellos anudados al desgaire y un traje de percal color lila, barriendo y arreglando el cuarto, estaba verdaderamente deliciosa. Un poco más tarde, haciendo el café, cortando el pan y distribuyendo el azúcar y la manteca, le parecía la bella diosa Pomona cargada de frutos ultramarinos. Por la tarde, lavada, peinada, perfumada, con una linda bata color crema, sentada al lado del balcón bordándole a él unas zapatillas, no podía darse nada más correcto y a la vez más interesante. Cuando salían de paseo y se ponía un sombrerito de paja adornado con campanillas rojas y el traje negro de seda, regalo de sus papás, era maravillosa. Por la dignidad del continente, por la delicadeza del cutis, por su belleza sencilla y serena, no había en todo Madrid quien pudiese competir con ella. Pero esto no era nada si se compara a la forma en que se le aparecía los sábados. En este día Carlota tenía por costumbre lavar sus camisas. Con la cabeza ceñida por un pañuelo que dejaba sólo ver algunos rizos, la garganta y una buena porción del pecho al descubierto y los brazos por completo al aire, estaba sencillamente sublime. ¡Qué ondulaciones de torso! ¡qué pureza de líneas! ¡qué armonía! ¡qué majestad!

Un día, con el alma llena de esta belleza plástica que nadie mejor que él podía apreciar, le propuso, no sin ruborizarse, que le dejase tomar apuntes de uno de sus brazos. Carlota le miró risueña y sorprendida, y le entregó su hermoso brazo para que lo copiase. Quiso inmediatamente modelar la cabeza, el pecho, la espalda. La joven se resistió algún tiempo, y al fin, viéndole triste, se prestó a servirle de modelo. Consideraba aquella afición de su marido como un capricho, una manía; pero pensando, como mujer sensata, que esta distracción podía librarle de otras más peligrosas, no se oponía resueltamente a ella. Limitábase a sonreír benévolamente y a darle algunos golpecitos maternales en las mejillas cuando le veía, lleno de ardor y entusiasmo, pasarse el día modelando alguna Juno (la de los hermosos brazos, como la llama Homero), que era ella, Carlota, o alguna Diana (la de las hermosas piernas), que también era ella, por más que no lo confesase.

—¡Qué niño eres, Mario!

En efecto, pocos o ninguno lo serían tanto a su edad.

Su alegría ruidosa, inmotivada, era realmente infantil; su inocencia para las cosas de la vida rayaba en simpleza. Tan sólo cuando se tocaba a su arte adquirían aquellos ojos una expresión grave, concentrada, y su palabra, por lo general incoherente, tomaba inflexiones profundas, se hacía precisa y enérgica.

Había alquilado en la misma casa una guardilla donde modelaba libre y tranquilamente. Para estos gastos y para los placeres del matrimonio, pues en ropa no había que pensar en algún tiempo, le bastaba su sueldo, del cual nadie le pedía cuentas. Por las noches algunas veces iban al café con la familia; otras, las más, se escapaban a algún teatro o vagaban cogidos del brazo por las calles solitarias, mirando los escaparates, entrando a lo mejor en cualquier tienda para comprar orejones o cacahuetes. Carlota empezaba a tener caprichos. ¡Qué noches aquéllas de dicha inefable! Paseaban horas enteras charlando. Mario dejaba que su mujercita le contase lo que pensaba hacer con el vestido color fresa cuando la falda se ensuciase demasiado, o bien el número de camisas que iba a poner apartadas y las que dedicaría al uso, o las reformas trascendentales que proyectaba en el ramo de chambras. De vez en cuando también él emitía tímidamente su opinión, y ella en no pocas ocasiones la aceptaba como muy sesuda, y si no la aceptaba, por lo menos se reía, que era mucho mejor. Todas estas cosas expresadas con voz suave, insinuante, entre las sombras de la noche, se convertían en un arrullo poético, delicioso, que enajenaba los sentidos de nuestro joven. Sus pies no querían tocar el suelo. A veces el asunto de las chambras y de las tiras bordadas le conmovía tan profundamente, que sin poder contenerse, después de cerciorarse con rápida mirada de que nadie cruzaba por la calle, abrazaba a su esposa con efusión y le aplicaba un beso en la mejilla. Cierta noche se equivocó. Por la calle no cruzaba nadie, pero en un balcón debía de haber gente, porque después de su beso sonó otro más fuerte seguido de alegre carcajada. Carlota, ruborizada hasta querer saltársele la sangre, echó a correr desatinadamente, lloró de vergüenza y le hizo jurar que se abstendría en adelante de tales expansiones imprudentes.

Pues caminando por esta senda deliciosa, alumbrada por los astros más propicios, tapizada de flores que embalsamaban el ambiente, una espinita vino al fin a clavarse en el pie de Mario. D.ª Carolina le llamó aparte un día, estando Carlota con su hermana fuera de casa, y le dijo:

—Me causa pena tener que hablarte de un asunto… No sólo me causa pena, sino que me repugna, puedes creerlo… Ya sabes que soy una infeliz mujer que represento poco o nada en la casa… Por mí, toda la vida seguiríamos lo mismo… Mi dicha consiste en veros a todos vosotros felices… Pero, hijo mío, donde hay patrón no manda marinero. Pantaleón me ha advertido el otro día que hacía tres meses que vivías con nosotros y que aún no habías contribuido con nada a los gastos de la casa…

Una ola de carmín inundó repentinamente las mejillas de Mario. La vergüenza le impidió al pronto articular palabra. Aturdido hasta un grado indecible, pudo al cabo balbucir:

—Tiene usted razón… no había pensado… dispénseme usted… En cuanto cobre este mes le entregaré la parte que a usted le parezca…

D.ª Carolina, perfectamente serena, sonriendo dulcemente, repuso poniéndole una mano sobre el hombro:

—Lo mejor será que me entregues todo el sueldo. Vosotros los jóvenes no conocéis el valor del dinero. Cuando lo tenéis en el bolsillo gastáis sin reparo. En este punto lo mismo eres tú que tu mujer. Dámelo a mí y yo os iré facilitando poco a poco lo que necesitéis.

Así lo prometió sin reparar lo que hacía. Cuando llegó Carlota se apresuró a comunicarle lo que con su madre le había pasado. La joven se puso igualmente colorada. Ambos permanecieron silenciosos un rato sin saber qué decirse.

—¿Dices que mamá echaba la culpa de este paso a papá?—profirió al cabo ella.

—Sí, sí, no cabe duda. ¡La pobre mamá es tan bondadosa! ¡Si supieras qué trabajo le ha costado decírmelo!… Después de todo, no hay por qué quejarse; tu papá tiene razón.

Carlota hizo una leve mueca de desdén y se fue a su cuarto.

Desde entonces los placeres mundanos de los recién casados sufrieron merma considerable, quedaron reducidos casi exclusivamente a los paseos vespertinos y nocturnos. Adiós teatros, adiós regalos y caprichos. Doña Carolina se apoderaba de la paga íntegra, y a duras penas soltaba de ella una parte insignificante. Cuando su hija, muerta de vergüenza, le pedía algún dinero para Mario, la buena señora reía, echaba a broma la petición y la mitad de las veces no hacía caso de ella. Otras decía que la llave de la gaveta la tenía su marido y no se atrevía a pedírsela. Otras, en fin, se dirigía a Mario.

—¿Verdad, Mario, que tú no has pedido dinero? ¿que es esta manirrota la que se vale de tu nombre para sacarme los cuartos?

El pobre no se atrevía a contradecirla y se resignaba a andar con el bolsillo vacío. Hubo necesidad de dejar la guardilla que le servía de taller. Para seguir modelando se vio obligado a pedir licencia a Presentación para meter en su cuarto los trastos y aprovechar las horas en que el comedor quedaba desembarazado. Estas molestias no bastaban, sin embargo, a turbar su ventura.

¡Qué efecto tan grato y a la vez tan melancólico producía esta felicidad en Miguel Rivera! Frecuentaba la casa, los acompañaba algunas veces en sus paseos, les demostraba un afecto paternal y les prestaba los servicios que podía y en todo caso el auxilio de su experiencia. ¡Cuántas veces, sorprendiendo sin querer alguna caricia furtiva, se le rasaron los ojos de lágrimas recordando los contados días de su dicha conyugal! Mario lo observaba y le hacía una seña a Carlota. Esta, a quien impresionaba vivamente la fidelidad de Rivera a su esposa muerta, se ponía grave y redoblaba sus atenciones cariñosas hacia aquel buen amigo.

Un día le dijo muy bajito metiéndole la boca por el oído:

—Si es niña, se llamará Maximina.

Miguel le apretó la mano fuertemente y volvió la cabeza para ocultar su emoción.

Así trascurrieron dos meses más. La dicha de Mario comenzaba a molestar ya a los dioses. Fuerza era que pagase el tributo debido a su condición mortal.

En los últimos tiempos había descuidado bastante la oficina. Su amigo y antiguo jefe Oliveros le había advertido que el director no estaba satisfecho de él. La culpa no era de Carlota, como pudiera presumirse. Al contrario, su mujer tenía buen cuidado de recordarle la hora, ponerle el almuerzo y la ropa a punto para que no se retrasase. Pero aquella bendita afición a modelar el barro enajenaba sus sentidos. Cuando tenía entre manos una obra que le agradase, o no iba al ministerio, o iba tarde. La casa estaba llena ya de adornos esculturales: cabezas, brazos, torsos, andaban diseminados sobre las mesas y cómodas o colgados de la pared. Carlota sentía un desprecio profundo hacia estos cachivaches aunque se abstenía de manifestarlo abiertamente por miedo de disgustar a su marido. Pero cuando se quedaba sola y tenía que sacudirles el polvo, en la displicencia con que empuñaba el plumero y en el gesto desabrido con que tarareaba cualquier cancioncilla de zarzuela se advertía perfectamente que el arte de Fidias no había logrado apoderarse de su alma.

Mario fue un lunes algo tarde a la oficina, como de costumbre. En el despacho, a más de la de él, que era el jefe, había otras tres mesas para los oficiales. Éstos no levantaron la cabeza cuando entró, ni menos le recibieron con las alegres chanzas que usaban de continuo, pues nuestro joven era muy estimado de sus subordinados, por su tolerancia. Aquel silencio lúgubre le sorprendió un poco. Avanzó hasta su mesa y vio encima de la carpeta un pliego cerrado con el sobre escrito a su nombre. Lo abrió con mano trémula, presintiendo su contenido. En efecto, era la cesantía. Quedó un instante suspenso y pálido; pero, reponiéndose en seguida, exclamó con alegre semblante:

—¡Caballeros, ya no soy jefe de ustedes!

—Lo habíamos comprendido—dijo uno tristemente.

Y todos a la vez se alzaron de la silla y vinieron a él, expresando su disgusto con afectuosas palabras. Mario hizo de tripas corazón. Se mostró tranquilo, risueño; hasta se autorizó algunas bromitas. Pero cuando después de despedirse cariñosamente salió a la calle, pensó que el mundo se le venía encima, sintió su corazón atravesado por vivo dolor y casi se le doblaron las piernas. No se daba razón de tanta congoja. Era un contratiempo, no una desgracia. Sin embargo, algo lloraba allá en el fondo de su alma, la ruina de su felicidad.

No quiso ir a casa directamente. Necesitaba refrescar la cabeza, coordinar las ideas, pensar en algo que pudiera contrarrestar aquel golpe. Paseó algún tiempo entre calles: al cabo, rendido moral y físicamente, entró en el café Suizo y pidió una botella de cerveza. Allá en un rincón, formando tertulia con algunos señores graves, vio a su amigo Romadonga, que le dirigió un cariñoso saludo con la mano. Poco después, aburrido de la conversación, o quizá por su característica necesidad de variar de compañía, se vino hacia él con su paso silencioso de gato, balanceando gentilmente el torso.

—¿Qué hay, hombre feliz?—dijo sentándose enfrente.—A nadie envidio hoy en Madrid más que a usted. ¡Qué buenos ratitos! ¿eh?

Mario, a quien molestaban muchísimo las bromas cínicas de D. Laureano, hizo un esfuerzo penoso para sonreír y no contestó.

—La verdad es, querido Costa, que en nuestra corta y miserable existencia sólo hay un punto luminoso, un oasis ameno, la mujer.

Chupó en silencio y con placer su cigarro habano, cerró los ojos, como para mirar el pasado, y prosiguió:

—Ríase usted de la caza, de la música, de los viajes, de todos los placeres en general. Los he gustado todos. No valen la pena de molestarse. El único que tiene sabor exquisito, delicado, embriagador, es la mujer… Mejor dicho, las mujeres, si es que usted no se ofende… . ¡Las mujeres! ¡muchas mujeres!… Unas por uno, otras por otro, casi todas merecen ser amadas. La que no tiene el rostro bonito, tiene un cuerpo escultural; si la mano es fea, el pie es un primor… ¡Usted no ha escogido mal, picarillo!… Carlota no tiene las facciones correctas de su hermana, pero es una estatua. Mejor que yo lo sabrá usted. Delgada de talle y ancha de caderas, la cabeza graciosa y bien plantada, el pecho alto, firme, valiente…

Mario estaba en brasas. Al llegar aquí no pudo reprimir un gesto de disgusto. Don Laureano lo observó, y soltando la carcajada y poniéndole una mano sobre el hombro, exclamó:

—Pero ¡qué empeño tienen ustedes los maridos en que nadie admire a sus mujeres! ¿Por qué? Yo imagino que debiera ser lo contrario. La convicción de que sólo ustedes son poseedores de sus encantos y que los demás nos morimos de envidia, debiera ser para ustedes un manantial de goces. ¿Te gusta mi mujer, eh? Pues contempla y rabia. Nada más agradable. Ahora también debo de advertirle que yo no serviría para marido. Una sola mujer me aburre pronto. La misma Carlota, a pesar de ser tan escultural, pienso que llegaría a cansarme. Es cuestión de organismo. El mío pide la variedad. A otros les basta la unidad…

Entre el hondo pesar que le embargaba y aquellas palabras desvergonzadas que le herían como latigazos, el pobre Mario no podía disimular ya más. Su rostro se iba poniendo sombrío por momentos. Tanto que Romadonga, aunque no solía fijarse en el semblante de sus amigos, concluyó por preguntarle:

—¿Qué tiene usted? Me parece que está usted preocupado.

Mario lo negó.

—Vamos, algún disgustillo matrimonial. ¡La ley, querido, la ley! Si el matrimonio no fuese más que el placer, ¿quién no se casaría? Pero entiendo que ante todo es sacrificio y que sólo conviene a los hombres virtuosos. Por eso yo, que no me tengo por tal, he renunciado a sus placeres como a sus dolores. Es el estado más decoroso, más noble, no lo niego; pero a las naturalezas egoístas y sensuales como la mía (según dice Godofredo Llot) les va mejor el celibato. Tiene también sus quiebras; el hombre jamás puede ser feliz por completo. Los solteros no tenemos quien nos repase los calcetines ni quien nos enfríe el caldo al lado de la cama cuando estamos constipados; pero en cambio hay otras ventajillas, y bien pesadas las de uno y otro estado, me parece que nosotros no llevamos la peor parte.

Volvió a chupar el cigarro entornando un poco los párpados. Una sonrisa feliz se esparcía por su rostro correcto y expresivo. Cuando exponía sus teorías acerca del matrimonio solía hacerlo con moderación: no quería ofender a nadie. Pero allá en su fuero interno diputaba a los casados por unos mentecatos que habían venido a hacer el primo a la existencia. No se hartaba de felicitarse a sí propio de haber tenido bastante habilidad para no haber caído en la red.

—Amigo Romadonga, por esta vez se ha equivocado usted. No hay tal disgusto matrimonial—dijo resueltamente Mario.

—Me alegro, me alegro muchísimo. Ojalá no haya entre ustedes jamás motivo de discordia—repuso Matusalem con amabilidad.

Pero en su afable sonrisa se advertía un leve matiz de duda, algo que decía: «Si no han venido aún las reyertas, vendrán, querido, no lo dude usted.»

—Le confieso que tengo un disgusto, pero es de orden más inferior y más soportable. Acabo de saber que he quedado cesante.

Romadonga se mostró sorprendido. Después procuró poner la cara triste adaptándose a las circunstancias. Quiso enterarse de los pormenores.

—¡Bah! Yo creo que eso se arreglará. No se apure usted. Su papá tenía muy buenas relaciones. En cuanto los amigos se enteren, será usted repuesto. ¿Y no ha habido razón alguna para esa cesantía? ¿Ha tenido usted algún choque con los jefes?

Mario confesó avergonzado que desde hacía algún tiempo no asistía a la oficina con la asiduidad que antes.

—… Qué quiere usted, me ha vuelto otra vez la manía de modelar en barro. Cuando tengo entre manos alguna figura que me interesa no me acuerdo de nada. Comprendo que hago mal, ¡pero se pasan tan buenos ratos!

Romadonga le miró risueño, embelesado, con su acostumbrada benevolencia para todas las locuras.

—¡Bravo! Es usted un hombre original. No deja de tener gracia eso de perder un empleo por hacer figuras de barro. Comprendo que usted se arruinara por mujeres de carne y hueso… pero por muchachas de barro o de mármol, eso, francamente, excede para mí los límites de lo comprensible.

Pocos momentos después nació en su espíritu la sospecha aterradora de que la conversación empezaba a aburrirle. Apresurose a levantarse, y dando algunas palmaditas amicales a su amigo en el hombro y deseándole que se arreglase pronto el asunto, se alejó balanceando su figura distinguida, como los perros cuando ya no hay terrones de azúcar que ofrecerles.

 

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