Capítulo 7

 

No se arruinaría él, no, por mujeres de mármol. Tampoco por las de carne y hueso, aunque lo comprendiese mejor. Hasta entonces al menos ninguna había logrado tomar de su bolsillo más que lo que en cuenta corriente había destinado a este ramo exquisito de sus placeres. A fuerza de experiencia y de cálculo, cuando emprendía alguna nueva conquista, sabía de antemano lo que iba a costarle; trazaba su presupuesto con la exactitud de un experto maestro de obras.

El de la pobre Concha, la hermosa chula que hacía algunos meses había conocido en el café del Siglo, fue de los más modestos que en su carrera galante había formado.

—Estas chicas populares son el género más barato, y no por eso menos sabroso—solía decir a sus amiguitos del café.

—Supongo, D. Laureano—replicaba alguno,—que el más caro será el de las entretenidas de alto rango.

—Tampoco. Las más caras de todas son las mujeres ricas—manifestaba profundamente aquel hombre ingenioso y erudito, para quien la naturaleza femenina no guardaba secreto alguno.

El cerco de Concha siguió las mismas vicisitudes que el de todas las plazas de este orden. Sin embargo, la hija del sillero, aunque inocente y simple como humilde menestrala, tenía un genio impetuoso, arrebatado, que en más de una ocasión estuvo a punto de dar al traste con los proyectos de D. Laureano, quien procedía con tiento, con la habilidad suprema que había logrado adquirir en cuarenta años de práctica. Un bloqueo prudentísimo primero, intimando poco a poco, acercándose algunos ratos a la mesa y cambiando con la chula bromitas más o menos picantes. Después, un día, con pretexto de que llevaba el mismo camino, les acompañó de noche hasta cerca de su casa. Estos acompañamientos se hicieron frecuentes. Otro día les trajo butacas para uno de los teatros por horas. Más tarde les facilitó entradas para las exposiciones, y sabiendo lo aficionado que era el sillero a los toros, fingiéndose ocupado, más de la mitad de los domingos le daba el billete de su abono. Finalmente entró en la casa.

Romadonga era hombre flexible y dúctil hasta un grado increíble. Con el mismo aplomo entraba en la casa de un grande de España que en la de un menestral. En todas partes desplegaba la misma franqueza cordial, un buen humor y una gracia que hacía apetecer su compañía. Necesitaba pretexto para visitar a menudo la pobre vivienda de Concha. Hallolo en la ignorancia supina de ésta. La infeliz no sabía siquiera leer y escribir. Romadonga, lleno de celo pedagógico, se brindó a enseñarla en poco tiempo. Y todos los días sin faltar uno pasaba una hora o más haciéndole combinar letras y sílabas (ma-ña-na-ba-ja-ra-cha-fa-lla-da-la-pa-ca-ta-ra-ga-sa-lla-da) o seguir con mano inexperta los trazos de un curso de escritura inglesa.

Cuando la vio medianamente impuesta en estas materias no por eso se apagó su ardor instructivo. Prosiguió su obra civilizadora con creciente entusiasmo. Y determinó iniciarla en los misterios de la Geografía enseñándole cuántas son las partes del mundo y las capitales de los principales países, y con más interés aún en la Historia sagrada, haciéndole aprender de memoria las grandes vicisitudes por que pasó el pueblo de Dios antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo.

En el café del Siglo se tenía noticia de estos cursos instructivos. Se le embromaba con ellos, se comentaban con gracia por toda la tertulia. Pero en aquellas bromas el que marchaba delante y brillaba por su procacidad era él mismo.

—¿Qué tal, D. Laureano, se va instruyendo la niña?

—Admirablemente. Tiene disposiciones asombrosas, sobre todo para la geografía política. Conoce al dedillo todas las capitales del mundo. Ayer, porque se le olvidó la de Venezuela, lloró como una Magdalena y se tiró de los cabellos.

—¿Y en Historia sagrada?

—Tampoco marcha mal. Tiene una memoria envidiable. Se sabe sin borrar un punto ya desde la creación hasta Abraham. Ahora se está aprendiendo desde Abraham hasta Moisés.

Y a los pocos días, si no le embromaban, él mismo tomaba la iniciativa.

—¡Estoy maravillado! Hoy me relató Concha desde Moisés hasta el cautiverio de Babilonia sin errar un punto.

—Bueno; ¿y el amor cómo marcha?—preguntó uno.

—Eso es clase de adorno. Se deja para lo último—repuso con amable y cínica sonrisa el viejo elegante.

¡Pobre Concha! ¡Qué ajena estaba de que aquel caballero tan fino, tan suave, tan delicado, hacía escarnio de su inocencia en la mesa del café!

Poco a poco se había ido interesando. Don Laureano era viejo (mucho más de lo que ella suponía, por supuesto), pero conservaba gallarda figura, un aire distinguido y varonil que a cualquier mujer podía impresionar; mejor todavía a una humilde hija del pueblo que no había tratado más que con hombres zafios y mal vestidos. Aquel señor tan pulcro despedía un vaho de elegancia que despertaba el instinto del arte y la belleza que en toda naturaleza femenina reside. El perfume de sus pañuelos la embriagaba, deslumbrábale el brillo de sus joyas, y las palabras lisonjeras, insinuantes, con que la envolvía sin cesar arrullaban dulcemente su corazón virginal.

Según trascurría el tiempo iba perdiendo paulatinamente aquel humor chancero. Se había hecho más grave, más reservada y tímida. Creció asimismo su susceptibilidad hasta lo indecible. Cualquier broma de Romadonga la interpretaba en el peor sentido, retorcía sus frases más sencillas, queriendo ver en ellas algún signo de desprecio. Y con el temperamento impetuoso de que estaba dotada, cuando menos podía esperarse armaba una gresca de dos mil diablos, le cubría de dicterios y le arrojaba de su presencia. D. Laureano no parecía disgustado con esta nueva fase de su conquista, aunque se dilatase más de lo que había imaginado. En esta materia había llegado a un sibaritismo refinado. Sólo tenía valor para él lo que costaba trabajo. Sin impaciencia ni inquietud esperaba alegremente que la naranja estuviese madura para sacudir el árbol y hacerla caer en su seno.

Para lograr este dulce desenlace apelaba a los medios que los galanes han usado siempre en tales casos; los mismos que Ovidio recomendaba en su arte amatoria. Solía llevarle regalitos de poco valor, un abanico, un dedal, peinetas para el cabello, etc. La niña los aceptaba con regocijo y gratitud. Cierto día el experto seductor quiso dar un avance. Se fue a una joyería y compró una sortija con tres brillantitos en forma de trébol: total sesenta duros. La hermosa chula también aceptó este regalo con un gozo que le hizo prorrumpir en exclamaciones. Aquella tarde estuvo amabilísima y jovial como nunca. Mas he aquí que a la tarde siguiente la decoración había cambiado por completo. Quizá alguna amiga o conocida, al ver la sortija, le había hecho comprender lo que significaba, le habría dirigido pérfidas insinuaciones. Lo cierto es que D. Laureano halló a su ninfa con un semblante más negro y temeroso que nube de galerna. Antes de cinco minutos estalló la tormenta. Gritó, pateó, le arrojó la sortija a los pies y con ella todos los regalos que le había hecho antes. ¿Qué se había creído el tío silbante? ¿que ella era una tal y una cual? ¡Anda, que se había llevado buen chasco! Sortijitas a ella, ¿eh? Ya vería lo que lograba con sus alhajas…

Romadonga aguantó a pie firme y con bastante calma el chubasco. Luego procuró calmarla con sofística dialéctica que hizo poca mella en su ánimo irritado. Al fin, por sí misma se fue serenando y se avino a volverle a su gracia con tal que se llevase todos los regalos que le había hecho y le jurase solemnemente no traerle más.

D. Laureano cargó con todos aquellos chirimbolos. Por la noche decía en el café, chupando con delicia un cigarro habano:

—No hay nada en el mundo como una chula de Lavapiés. Estoy hechizado con mi Conchilla. Ni la mitad del presupuesto voy a invertir. El que tenga la suerte de embarcarse en una de estas fragatas, puede viajar hasta el fin del universo con tres pesetas.

Con razón lo pudo decir, pues a los pocos días había logrado rendirla. La pobre Concha cayó en sus brazos por generosa y amante, no por interesada.

Fue una luna de miel. Romadonga, en la alegría de su conquista, se dejó arrastrar a mil delicadas atenciones, demostrando cerca de ella una asiduidad que rara vez había tenido con otras. Iba a su casa dos o tres veces al día; apenas salía de allí. De noche la acompañaba paseando por las calles más extraviadas, donde tuviera seguridad de no tropezar a algún conocido. Los domingos solía llevarla en coche a cualquier pueblecito próximo; merendaban, bebían lo bastante para ponerse alegres y regresaban con las mejillas rojas, diciéndose mil disparates deliciosos. Hasta se aventuró varias veces a llevarla a un palco segundo en el teatro y a permanecer allí metido detrás de las cortinas. Se comprendía que aquel triunfo de última hora halagaba su amor propio, le enajenaba de gozo.

Pero aunque ambos hacían esfuerzos de habilidad para engañar al sillero, guardándose cuanto podían, inventando mil pretextos explicativos para sus actos, el padre no pudo menos de advertir el nuevo género de relaciones que entre ellos existía. El señor Ángel era un buen hombre, hábil en su oficio y de sentimientos honrados, pero extremadamente pusilánime. Cuando se hizo cargo de lo que pasaba, se entristeció profundamente, mostrose serio lo mismo con su hija que con D. Laureano, andaba cabizbajo y mudo por la casa; pero no se atrevió a adoptar una resolución enérgica. Tan sólo una vez dijo a Concha que no le parecía bien la confianza que había tomado con Romadonga. La chica rechazó con indignación la malévola sospecha que había debajo de sus palabras, se encrespó de tal manera que el pobre no volvió a entrar en explicaciones.

Se retrajo de la compañía de sus amigos. Andaba avergonzado, siempre temiendo que le echaran en cara aquella indecente complacencia. Y así fue. Un día, en la taberna, se lo dijeron bien clarito.

—No eres hombre si no echas al viejo de tu casa.

No, no era hombre para hacerlo el infeliz. Se avergonzó, lloró y quiso retirarse. Pero un amigo le dijo:

—No te amilanes, Ángel. Si no te atreves a armarle bronca al tío, bébete unas copitas de más y le echas por el balcón.

El sillero hizo caso del consejo. Se atracó de vino, y cuando estuvo hecho una cuba se fue para su casa dando tumbos, diciendo a voces que iba a sentar las costuras a un caballero.

Romadonga estaba allí como de costumbre. El sillero se le plantó delante con los brazos cruzados y le escupió más que le dijo:

—¿Y usted qué hace aquí, vamos a ver?

—¿Yo?…

—Sí, usted…

Y descomponiéndose de pronto comenzó a vociferar bárbaramente, a proferir blasfemias y amenazas que hacían retemblar la casa. Concha corrió a refugiarse en su cuarto. Romadonga trató de calmarle; pero viendo que eran inútiles sus esfuerzos y que la vecindad se estaba enterando, tomó el sombrero y se fue. Al bajar la escalera oyó que una vecina decía a otra:

—El señor Ángel ha echado de su casa al tío… ¡Ya era tiempo!

De tal modo inopinado se cortó el curso de aquellas sabrosas relaciones. D. Laureano no cejó por esto. Procuró ponerse inmediatamente en correspondencia con su amante. Hubo cartas y recaditos y entrevistas. Como hombre que sabía extraer delicadamente de este mundo amargo su jugo azucarado, halló nuevo aliciente de placer en la contradicción del sillero y en el misterio que se veía obligado a desplegar. Pero Concha no se avenía tan de buen grado. Disipada la embriaguez de su padre, no le perdonó aquel acto de energía. Comenzó a mortificarle con su constante mal humor, con el descuido de sus obligaciones domésticas: la comida fría, la cama sucia, la ropa sin coser. De vez en cuando le dirigía venenosas indirectas o burlas insolentes, de tal modo que al pobre hombre ya le iba pesando de haberse mostrado tan digno. La dignidad no es absolutamente indispensable para vivir; la ropa y el alimento sí. Finalmente, la resuelta chula, no pudiendo sufrir más aquella situación y convencida de que su padre iría donde le llevasen si se le sujetaba fuertemente por el cuello, aceptó la proposición que tiempo hacía le había hecho D. Laureano: irse a vivir a un cuartito independiente que él le alquilaría. Pero no había necesidad de escaparse. Estaba segura de que su padre cedería si Romadonga sabía hablarle con diplomacia.

Dio un salto el viejo elegante cuando Concha le propuso una entrevista con el sillero. Sin embargo, le convenció de que su padre era un bendito y, no estando borracho, incapaz de entregarse a ninguna violencia de palabra y mucho menos de obra. Sobre esta base el afortunado seductor no tuvo inconveniente en que la chula concertase el cuándo y el dónde de aquella trascendental conferencia. En casa no podía ser. La dignidad le impedía a D. Laureano ir a la del sillero sin obtener antes una satisfacción. En la calle no era decoroso, ni en el café del Siglo prudente. Se convino en que se hablarían en el de Platerías, de la misma calle, a las seis de la tarde, hora en que solía estar solitario.

D. Laureano llegó el primero a la cita y esperó meditando los falaces argumentos con que pretendía persuadir al sillero. Vino éste a los pocos minutos y se acercó a la mesa acortadísimo, balbuciendo las buenas tardes. Romadonga se apresuró a levantarse, y con franqueza campechana le puso la mano en el hombro.

—¿Cómo va ese valor, amigo D. Ángel? En realidad no necesito preguntarlo. Lleva usted la contestación en la cara. ¿Qué va usted a tomar?

—Muchas gracias, no tomo nada.

—¡Hombre, tendría eso que ver!… ¡Mozo! Unas copitas de manzanilla… Ya sabes, de la especial… ¿Y cómo está Concha?—añadió osadamente.

—No va mal—respondió con visible malestar el sillero.

—¿Le han dejado aquellas punzadas dolorosas en el estómago?… Ya le decía yo que ella se tenía la culpa. No guarda regla alguna para comer. Su placer mayor consiste en hacer comistrajos a las horas más extravagantes: tomates, huevos duros, naranjas, todo revuelto con aceite y vinagre. Se necesitaría tener el estómago chapado en cobre para resistir este desorden. Yo le di unas pastillitas que no le han venido mal… Pero lo principal es que tenga método.

D. Laureano hablaba de Concha afectando desembarazo, como si no hubiera pasado nada, como si fuese todavía el amigo íntimo de la familia. El señor Ángel asentía sonriente y turbado. Sin embargo, el aplomo y la franca naturalidad de Romadonga fueron disipando poco a poco su turbación. ¡Era un hombre tan llano, tan jovial y corriente aquel D. Laureano!: le bastaban pocos momentos para inspirar confianza a cualquiera y ganarle el corazón.

Como por la mano supo llevar el discurso desde la salud corporal de la joven a las cualidades de su carácter. Era una pólvora aquella criatura; buenísima en el fondo, con un corazón de cordera, pero arrebatada como pocas. Dejándola serenarse, incapaz de hacer daño a una hormiga, pero en un instante de cólera Dios sabe adónde podía llegar…

—Por supuesto—añadió con un guiño malicioso—que tiene a quien parecerse; porque usted, señor Ángel, que ordinariamente es una malva, ¡tiene un modo de dispararse!

El sillero levantó el brazo y bajó la cabeza, manifestando con mímica expresiva que de aquello no había que acordarse.

—No, no lo traigo a cuento en son de queja. Únicamente quiero significar que a Concha su genio le viene de herencia, y que por lo tanto hay que perdonárselo… De todos modos, es una chica que se hace querer, porque inmediatamente se ve que no hay allí doblez, que no hay engaño…

—¡Eso no!—exclamó el sillero atacado de súbita vanidad.—En nuestra familia nunca se ha engañado a nadie. Podremos, si a mano viene, dar un golpe desgraciado o una cuchillada en un pronto, pero ha de ser por delante. Hacer traición, ¡jamás!

No quedó muy satisfecho el viejo galanteador de estas cualidades nativas de la familia. Casi casi, al golpe desgraciado o a la cuchillada francos y nobles prefería la traición rastrera si no venía acompañada de violencia en las personas.

—Perfectamente; tiene usted razón; pero los prontos hay que refrenarlos, si no, ¡dónde vamos a parar!… Dejemos esto y vamos al caso. Yo me he encariñado con su hija hasta el punto de que nada me agrada ya en el mundo sin su compañía. No lo digo porque sea usted su padre, pero no he hallado en ninguna parte una muchacha más hermosa, más sencilla y al mismo tiempo mejor educada…

—¡Eso sí! ¡Bien criada sí! En ese punto ni su madre ni yo nos hemos descuidado. Cada pie de paliza la hemos dado, que algunas veces se iba a la cama y no podía levantarse en cuatro días. ¡No la hemos dejado pasar una!… Ahí está ella que no me dejará mentir.

—La prueba mejor de que tiene buen natural y que sus instintos son finos y distinguidos es que, en vez de enamorarse de cualquier pilluelo de su edad, ha preferido un hombre maduro como yo, educado en una esfera más elevada que la suya. Su falta tiene, pues, origen en las cualidades más admirables de su corazón. Yo creo que, en vez de sentirse avergonzado por ello, debiera usted estar satisfecho de tener una hija de aspiraciones tan nobles y delicadas… Bueno; ya está consumada la falta. ¿Y qué vamos a hacer ahora?… Pues ahora no nos toca más que procurar remediar en lo posible las malas consecuencias que pueda traer consigo.

El señor Ángel se puso muy grave, bajó la vista y mostró señales de inquietud.

—Mozo, echa otra copita al señor… Lo primero que salta a la vista es que su hija de usted y yo no podemos ni debemos separarnos. Nuestros corazones se hallan tan compenetrados, que sería una verdadera crueldad por parte de usted o de cualquiera otra persona tratar de romper el lazo que nos une…

—Bueno, pues cásese usted con ella—murmuró con timidez el sillero.

—Le diré a usted—repuso sin inmutarse D. Laureano.—Hace ya muchísimo tiempo que no pienso en otra cosa. Mi felicidad mayor consistiría en poderla llamar esposa y presentarla en todas partes como tal… pero… pero el hombre pocas veces consigue lo que apetece con ansia. En la actualidad existen una porción de obstáculos que se oponen a la realización de mi proyecto… Por supuesto que espero vencerlos—añadió con un gesto soberbio de primer actor.—¡Vaya si los venceré!… Ahora, si usted me preguntase ¿cuándo? ¿cómo? yo le respondería: «Querido señor Ángel, soy ante todo un hombre sincero y leal. Si le dijese tal día, de tal manera me casaré con su hija, como yo mismo no lo sé, mentiría, y la mentira jamás ha manchado mis labios.»

Pausa. Romadonga vacía de un trago la copa que tiene delante, se limpia con el pañuelo los labios que jamás manchó la mentira, y prosigue:

—En estas circunstancias especiales, especialísimas, en que nos hallamos, ¿qué partido adoptar?… Conviene que meditemos.

Pausa y meditación.

—Si usted no lo tomase a mal… pero temo que usted lo tome en el sentido peor… yo, teniendo presente que a lo hecho no hay remedio y que mi entrada en su casa es más escandalosa y perjudicial a su decoro, le propondría que Concha se fuese a vivir independiente en un cuartito mientras no desaparezcan las circunstancias que me imposibilitan unirme a ella…

El señor Ángel se puso pálido y reclinó la frente sobre su mano, mirando fijamente al mármol de la mesa.

—¡Lo ve usted!… ¡Ya se está usted figurando una porción de atrocidades!

—No me figuro más que la verdad, don Laureano—profirió con voz alterada el pobre hombre sin abandonar su postura.

—Convengo en que a primera vista esta proposición parece fea; pero, créame usted, aceptándola, evitamos mayores males. Se mudará a un barrio lejano donde no la conozcan, cambiará de nombre mientras no pueda ostentar el mío honrosamente, se guardará el mayor sigilo posible…

El señor Ángel levantó sus ojos doloridos y exclamó con amargura:

—¡Proponer eso a un padre, D. Laureano!

—¡Vamos, señor Ángel, tenga usted mundo!—exclamó Romadonga dándole palmaditas cariñosas en el hombro.—Hoy la sociedad es muy distinta de cuando nosotros nos criamos. Lo que a nuestros padres les parecía imperdonable, ahora es cosa corriente… Mozo, échanos otra copa… Al contrario, en la actualidad se considera de mal gusto y hasta cursi esa virtud austera de nuestros mayores. Los tiempos cambian, amigo D. Ángel, y no hay más remedio que transigir y acomodarse al progreso. La vida se compone de transacciones.

—¡Proponer eso a un padre!—volvió a exclamar el pobre diablo, con la misma amargura, vaciando la copa en el estómago.

—No se fije usted en su condición de padre. Colóquese usted en un punto de vista más elevado. En seguida comprenderá usted que es el acuerdo más conveniente. Si usted se obstina en retenerla en casa y consigue que rompamos nuestras relaciones, un día u otro, créame usted, Concha caerá en la perdición. Usted, entregado a sus quehaceres, no puede vigilarla; yo sí. Y si llega a caer, como es probable, ¿no será para usted un remordimiento el pensar que la ha privado de acomodarse con un hombre que está en posición de sostenerla decorosamente? Además, usted se hará viejo, no podrá trabajar… Para ese caso Concha le podrá ayudar, mientras que de otra suerte…

Todavía prosiguió el viejo seductor por largo rato amontonando argumentos con la fluidez insinuante que caracterizaba su discurso.

Su elocuencia, secundada poderosamente por el manzanilla, logró al cabo marear, si no convencer, al sillero.

Una hora después salían ambos del café con sendas brevas en la boca, colorados, risueños; despidiéndose muy afectuosamente en la primer esquina.

 

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